MAQUIAVELO
El humanismo renacentista está
estrechamente ligado a una exigencia de renovación política. Se quiere renovar
al hombre, no sólo en su individualidad, sino también en su vida social. Por
eso, se emprende un análisis de la comunidad política, para descubrir su fundamento
y para referir a este fundamento sus formas históricas. La vuelta a los
orígenes, que también en este campo es la consigna de la renovación, se
entiende, por un lado, como el retorno de una comunidad histórica determinada,
pueblo o nación, a sus orígenes históricos de los que puede sacar nueva fuerza
y vigor; y por otro lado, como retorno al fundamento estable y universal de
toda comunidad y, por tanto, al establecimiento y reorganización de la comunidad
sobre su base natural. Historicismo y naturalismo son los dos aspectos
en que se concreta la voluntad política renovadora del Renacimiento.
El primero de estos dos aspectos
se remonta, como ya se ha visto (§ 334), al neoplatonismo, por cuanto había
perdido el carácter teológico que tenía en el mismo. El segundo aspecto tiene
su raíz en el antiguo estoicismo, en la doctrina del derecho natural que había
dominado en la antigüedad y en la Edad Media, y también éste tiende "a
perder sus implicaciones teológicas. Para los estoicos, lo mismo que para los
escritores medievales, el orden natural de la comunidad humana se identificaba,
por un lado, con la razón, y por otro, con Dios: sobre la primera de estas
identidades, insisten los escritores del Renacimiento. El derecho natural, base
de toda comunidad humana, es el dictado mismo de la razón.
Nicolás Maquiavelo (1467-1527) es
el iniciador de la orientación historicista. La vida entera de Maquiavelo fue
dedicada al intento de realizar una comunidad política italiana; y Maquiavelo
vio y reconoció el único camino de dicha realización: volver a-los orígenes de
la historia italiana. La indagación historiográfica encauzada a reconocer
estos- orígenes, se unió en él estrechamente con el trabajo positivo de
reconstrucción de la unidad política del pueblo italiano, de tal modo, que la
personalidad de Maquiavelo queda definida precisamente por la unidad de la
labor política y de la investigación historiográfica. El Principe (1513)
y los Discorsi sopra ía prima deca di Tito Livio, muestran la unidad del
juicio político y del juicio histórico que constituye la característica
fundamental de Maquiavelo y que hace de él el primer escritor político de la
Edad Moderna.
El primer capítulo de la tercera
parte de los Discorsi està dedicado a la demostración de aquella vuelta a los
principios que es* la consiena renovadora del Renacimiento, para todo lo que
atañe al hombre y a su vida social. Según Maquiavelo, la única manera de que
las comunidades puedan renovarse, y de este modo huir de la decadencia y de la
ruina, es volver a sus principios, ya que todos los principios tienen en sí
alguna bondad de la que pueden volver a tomar su vitalidad y sus fuerzas
primitivas. En los Estados, k reducción a los principios se nace por accidente
extrínseco o por prudencia intrínseca. Esto le sucedió a Roma, donde a menudo
las derrotas fueron la causa de que los hombres "se reconocieran" en
el orden de su convivencia; y donde instituciones añadidas, como las de los
tribunos de la plebe y de los censores, o también individuos de excepcional
virtud, asumieron la tarea de encauzar a los ciudadanos hacia su virtud
primitiva. Asimismo, las comunidades religiosas se salvan solamente por el
retorno a los principios. La religión cristiana se habría extinguido por
completo de no haberla vuelto a su principio san Francisco y santo Domingo, los
cuales, con la pobreza y el ejemplo de la vida de Cristo, le reinfundieron su
fuerza primitiva. Pero la vuelta a los principios supone dos condiciones: en
primer lugar, que los principios a los que hay que volver, los orígenes
históricos de la comunidad, sean claramente reconocidos y rectamente
entendidos; en segundo lugar, que sean reconocidas en su verdad efectiva las
condiciones de hecho por medio o a través de las cuales hay que realizar el
retorno. La objetividad histórica y el realismo político son, pues, las
condiciones fundamentales del retorno a los principios. En efecto, estas dos
condiciones constituyen las características de la oora de Maquiavelo: por un
lado, se dirige a la historia e intenta verla en su objetividad, en su
fundamento permanente que es la sustancia inmutable de la naturaleza humana;
por otro, se dirige a la realidad política que lo circunda, a la consideración
de la vida social en su verdad efectiva y con renuncia a cualquier divagación
de repúblicas y principados "que nunca se han visto ni se conoce que hayan
existido de verdad". Sobre el primer punto, o sea, la forma originaria a
la que debe volver la comunidad italiana, Maquiavelo llega a identificarla con
la República libre, tal como se realizó en los primeros tiempos del poderío
romano. A pesar de que Maquiavelo esté lejos de imaginar un tipo ideal de
Estado, no puede menos que llegar a determinar, a través de su investigación
histórica, la forma originaria de la comunidad política italiana, a la que ésta
debe volver. Pero esta forma, que se funda en la libertad y en las buenas
costumbres, es una meta lejana y difícil de conseguir. Según Maquiavelo,' al
político incumbe una tarea inmediata, la única realizable en las circunstancias
históricas del tiempo: la de un príncipe unificador y reorganizador de la
nación italiana. De esto deriva la configuración de la figura del príncipe. Si
una comunidad no tiene otro modo de salir del desorden y de la servidumbre
política más que organizarse en principado, la realización de este principado
se convierte en un objetivo que encuentra su norma y su justificación en sí
misma. Esta tarea implica el riesgo de decaer y sumirse en la tiranía/Puede muy
bien ocurrir que quien asuma tal responsabilidad "sea engañado por un
falso bien" o "se deje llevar voluntaria o ignorantemente por el
camino fácil en apariencia, pero ruinoso de la tiranía. En tal caso, renunciará
a la gloria, al honor, a la seguridad, a la tranquilidad y a la satisfacción
interna, e irá hacia la infamia, el vituperio, el peligro y la inquietud. Así
pues, aceptar tal tarea representa una alternativa y una elección: seguir el
camino que permita vivir seguro y que después de la muerte da la gloria,, o
seguir el otro camino, que hace vivir en continuas angustias y que, después de
la muerte, depara la infamia (Disc., 1, 9). Pero es imposible que la segunda alternativa
sea preferida por quien, por fortuna o virtud, de simple particular, se
convierte en príncipe de una república, si conoce verdaderamente la historia y
saca partido de sus enseñanzas (Ib., I, 10). Aun así, una vez aceptada y
reconocida como propia la tarea política, es imposible quedarse a medio camino.
Tiene ésta exigencias que provienen de la materia en la que actúa, o sea, la
naturaleza de los hombres. No se pueden hacer cálculos sobre la buena voluntad
de los hombres. El hombre, por naturaleza, no es bueno ni malo; pero puede ser
lo uno y lo otro. El político, si quiere triunfar en sus designios, tiene que
hacer sus cálculos para el caso peor: o sea, presuponer que todos los hombres
son malos y que habrán de manifestarle su malignidad en la primera ocasión
(Ibid., 1, 3). El político, pues, no puede hacer "profesión de
bueno"; tiene que aprenderá "poder ser bueno, y usarlo o no usarlo,
según la necesidad" (Princ., 15). No debe apartarse del bien, si le es
posible; pero ha de saber emplear el mal si le es necesario (Ibid., 19).
Ciertamente, hay expedientes muy crueles, contrarios a cualquier modo de vivir,
no sólo cristiano sino humano, y tales que cualquier hombre debe rehuirlos. En
tal caso "es preferible vivir más bien como particular que como rey con
tanta ruina de'los hombres". Y, no obstante, si no se puede o no se quiere
renunciar a ello hay que recurrir resueltamente al mal y evitar los caminos
intermedios que no conducen a nada (Disc., 1, 26). Así, Maquiavelo sitúa
crudamente al político frente a las duras y tristes exigencias de su cargo.
Ciertamente, le asalta la duda de si combatir el mal con el mal, el fraude con
el fraude, la violencia con la violencia, la traición con la traición, permite
conducir la comunidad al verdadero orden de su forma política. Pero contesta a
la duda observando que algunas veces se han mantenido en el poder aquellos que,
después de haber llegado a él a través de la crueldad y la perfidia, no han
insistido en ellas, sino que todo lo han dirigido a la mayor utilidad posible
de sus subditos. Estos "con Dios o con los hombres pueden aportar algún
remedio a su estado". Los demás es imposible que se mantengan (Princ., 8).
En otros términos: el límite de la actividad política está en la naturaleza de
esta misma actividad. La tarea política no tiene necesidad de decidir desde ei
exterior la propia moralidad, la norma que la justifique y le imponga sus
límites. Se justifica por sí misma, por su exigencia intrínseca de conducir a
los hombres a una forma ordenada y libre de convivencia, y halla su límite en
la posibilidad de éxito de los medios adoptados. Algunos medios extremos y
repugnantes son impolíticos porque se vuelven contra quien los emplea y hacen
imposible el mantenimiento del estado. El dominio de la acción política se
extiende a todo lo que ofrece la garantía del éxito, que no es más que la
estabilidad y el orden die la comunidad política. Por primera vez desde
Maquiavelo, ese dominio es escrutado y valorado con un criterio puramente
intrínseco y se entrevé el principio de una normatividad inherente a las
empresas humanas como tales y no sobreañadida a ellas desde el exterior como
un- criterio y un límite extraño. La tarea del político, que significa
decisión, riesgo y responsabilidad, presupone la libertad del hombre y la
problematicidad de la historia. Maquiavelo toma en consideración la hipótesis
de que las cosas del mundo son gobernadas por la fortuna o por Dios de tal modo
que los hombres no puedan corregirlas ni remediarlas; pero a pesar de que la
hipótesis le atrae, al comprobar la extremada movilidad de los acontecimientos
de su tiempo, acaba por desecharla, porque en tal caso la libertad sería nula y
la única actitud posible sería la de "dejarse gobernar por la
suerte". Considera más probable que la suerte sea árbitro de la mitad de
las acciones humanas y que deje gobernar a los hombres aproximadamente la otra
mitad. La fortuna es como un río que cuando se enfurece lo desborda y envuelve
todo, de manera que el hombre no puede en absoluto detenerlo ni ponerle obstáculos;
pero su ímpetu no resulta tan perjudicial ni destructor si el hombre provee a
su debido tiempo a la construcción de diques que obstaculicen o regulen su
crecida. La suerte demuestra su potencia donde no existe "ordenada
virtud" que la resista y dirige su ímpetu hacia donde no hay obstáculos ni
diques que la contengan (Princ., 25). El hombre sólo puede dominar la suerte
tomando una actitud histórica, refiriéndose al pasado; relacionando el pasado y
el porvenir, evitará los cambios concluyentes y bruscos y conseguirá regular la
fortuna de modo que no pueda mostrar su poder cada día (Disc., II, 30). Hay
tensión entre la fortuna y la libertad. La acción del hombre se inserta en los
acontecimientos, y así queda condicionada por ellos. Pero cuanto más se base en
la historia tanto más conseguirá dominarlos, y aquella mitad de su curso que
pertenece a la libertad humana, puede ser la mitad decisiva, siempre que la
previsión haya sido justa. La acción humana —viene a decir Maquiavelo— no puede
eliminar todo riesgo; pero sí puede y debe eliminar los giros arbitrarios y reducir
el riesgo a una posibilidad decisiva de éxito. Todo ello implica la radical
problematicidad de la historia. Esta quita u ofrece al hombre la ocasión de
obrar virtuosamente, a veces suscita o destruye a su arbitrio las voluntades
humanas, o bien perfila un designio que los hombres pueden secundar, pero no
impedir, y urde una trama que pueden tejer, pero no romper (Disc., II, 29). No
obstante, los hombres ' no deben abandonarse nunca. De hecho no conocen el fin
hacia el cual la historia se mueve; y puesto que ésta procede siempre por
caminos tortuosos e incógnitos, los hombres tienen siempre que esperar y,
esperando, no deben abandonarse, sea cual fuere la fortuna o aflicción en que
se hallen (Ibid., II, 29). La enseñanza que resulta de esto es la llamada a
.decidir y a querer, a mezclarse con empeño y activamente en la historia.
Maquiavelo rechaza cualquier principio o doctrina que concluya con el
"dejarse llevar", con el abandonarse pasivamente al curso de los
acontecimientos. El hombre que se ha comprometido en la historia, tiene una
misión determinada y no tiene que desesperar nunca: el resultado de su acción
lo trasciende y puede conducirlo, por caminos difíciles y lejanos, a la
victoria de la empresa que tanto ama.
GUICCIARDINI,
BOTERÒ
Los Recuerdos políticos y
civiles, de Francesco Guicciardini (1482-1540), ofrecen las máximas de una
sabiduría mundana que tiene sus raíces en la actividad política y está
orientada a iluminarla y guiarla. Guicciardini considera inútil y desatinado
ocuparse de los problemas que se refieren a la realidad sobrenatural o
invisible: "Los filósofos y teólogos y -todos los demás que escriben sobre
cosas sobrenaturales y que no se ven, dicen mil desatinos; porque, en efecto,
los hombres están a oscuras de estas cosas, y estas disquisiciones han servido
y sirven más para ejercitar el ingenio que para hallar la verdad" (Ree.,
125). Por motivos análogos rechaza la astrología: pensar que se pueda conocer
el futuro, es un sueño, y los astrólogos no adivinan más que un hombre cualquiera
que juzgue por casualidad (Ibíd., 207). El verdadero interés de Guicciardini va
dirigido al hombre, y particularmente al hombre en sus relaciones sociales, en
su actividad política. Al hombre hay que juzgarlo no en relación al trabajo que
está realizando, sino respecto a cómo lo realiza. De hecho, no escoge la clase
social en que nace o la hacienda y la suerte con que tiene que vivir. Pero
escoge su conducta en su clase o con sus recursos o ante su suerte. Y por esta
conducta debe ser juzgado (Ibíd., 216). Pero, por lo que respecta a su
conducta, el hombre sólo puede confiarse a la reflexión o a la experiencia.
"Sabed que quien gobierna arbitrariamente, al final tropieza con
arbitrariedades; lo correcto es pensar, examinar y considerar bien las cosas,
aun las más insignificantes; advirtiendo que, si obrando así, las cosas salen
bien con dificultad, pensemos en lo que les podrá suceder a los que se dejan
llevar por la corriente" (Ibíd., 187). El "dejarse llevar por la
corriente" equivale al "dejarse gobernar por la suerte" de
Maquiavelo. Como Maquiavelo, Guicciardini quiere la participación activa del
hombre en la realidad política, un realismo despierto y operante, que corrija,
aun cuando no pueda desviarlo del todo, el curso de la fortuna. Por esto aprecia
positivamente la fe. "Fe no es más que creer con firme opinión y casi
certidumbre las cosas que no son razonables; o, si son razonables, creerlas con
más seguridad de lo que permiten las razones." La fe produce la
obstinación; y la obstinación, en un mundo sometido a miles de azares y
accidentes, puede hallar por fin el camino del éxito. Así pues, con razón, se
dice: "quien tiene fe lleva a cabo cosas grandes" (Ibíd., 1). No
obstante, ni la fe ni la sagacidad, aun pudiendo modificar muchas cosas, son
suficientes para asegurar el éxito. La fortuna toma mucha parte en las cosas
humanas, una fortuna que es pura casualidad sin ningún orden o ley
providencial. El orden providencial, si existe, es impenetrable para los
hombres. "No se diga: Dios ha ayudado a fulano porque era bueno; zutano ha
acabado mal porque era malo; pues muy a menudo se ve lo contrario. Por eso
tampoco hemos de decir que no existe la justicia de Dios, pues sus designios
son tan profundas que merecidamente son llamados abyssus multa" (Ibid., 2).
Aun con ello es evidente que la "máquina mundana ', el orden natural de
las cosas, estimula a los hombres a la actividad. Por ejemplo, si los hombres
no piensan en la muerte, aunque sepan que han de morir, esto no sucede porque
la muerte esté lejana, cuando está muy cerca y siempre amenazando, sino porque
si los hombres pensasen en la muerte, el mundo estaría "lleno de incuria y
torpeza" (Ibid., 160).
Por lo que respecta a la
naturaleza humana, Guicciardini está sustancialmente de acuerdo con Maquiavelo.
Los hombres están naturalmente inclinados al bien; pero como su naturaleza es
frágil y las ocasiones que los incitan al mal son infinitas, se alejan
fácilmente por interés Eropio de la inclinación natural (Ibid., 225). El
resultado es que hay más hombres malos que buenos; y por ello es buena máxima
para el político no fiarse más que de los pocos que verdaderamente conoce, y
mantener frente a los demás los ojos muy abiertos, aunque sin demostrarlo, para
no aparecer desconfiado (Ibid., 201). Por eso el gobierno debe fundarse más en
la severidad que en la dulzura; y el combinar y sazonar la una con la otra es
el arte más alto y difícil del político (Ibid., 41). El político tiene que
aparentar pero también ser, porque la apariencia, con el tiempo, acaba quedando
al descubierto. "Haced cualquier cosa por parecer buenos, lo cual sirve
para infinitas cosas; pero, como las opiniones falsas no duran, os resultará
difícil parecer por mucho tiempo buenos si en verdad no lo sois" (Ibid.,
44). Así, por la misma exigencia del éxito, se exige y justifica una
consistencia moral intrínseca de la acción política. La enseñanza política de
Guicciardini no se diferencia en su realismo de la de Maquiavelo; pero se
diferencia por la ausencia de aquel fundamento histórico que alentaba la
actividad y el pensamiento político de Maquiavelo. Maquiavelo considera el
juicio político fundamentalmente conexo con el histórico. Guicciardini separa
el juicio político del histórico y lo une a su interés particular, al éxito de
su obra personal. "Tres cosas, dice, deseo ver antes de mi muerte; pero
dudo, aunque viviese mucho, ver alguna: una, vivir en una república bien
ordenada en nuestra ciudad, ver a Italia liberada de todos los bárbaros y al
mundo liberado de la tiranía de esos malvados curas" (Ibid., 236). Pero
esta aspiración es puramente retórica, porque su condición particular lo empuja
a servir precisamente la causa que odia: "El trato que he tenido con
tantos pontífices, me ha obligado a amar por interés particular su grandeza; y
si no fuera por este respeto v habría amado a Martín Lutero como a mí mismo, no
por librarme de las leyes emanadas de la religión cristiana en el modo que se
la interpreta y entiende comúnmente, sino por ver reducida esta caterva de
desalmados a los términos debidos, o sea, a vivir sin vicios o sin
autoridad" (Ibid., 28). La personalidad de Guicciardini presenta, pues,
una escisión que es ajena a la de Maquiavelo: Guicciardini separa del afán
político, que considera mejor, es decir, del juicio histórico, su condición
particular. Maquiavelo había unido las dos cosas, y en esto estriba su
grandeza. La enseñanza política de Maquiavelo fue recogida, a fines del siglo
XVI, por Juan Botero (nacido alrededor de 1533, muerto el 27 de junio de 1617),
autor de diez libros Sobre la razón de Estado (1589). La misma noción de razón
de estado es herencia del maquiavelismo. "La razón de Estado, dice Botero,
comprende los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un dominio."
Con esto reconoce en el arte político una autonomía propia, una lógica propia,
unas normas intrínsecas que constituyen una esfera independiente: y éste era
precisamente el resultado fundamental de la obra de Maquiavelo. Pero la
característica de Botero y su novedad frente al mismo Maquiavelo consisten en
incluir entre las exigencias de la razón de estado, las mismas exigencias de la
moral. Así, considera que "es necesaria la excelencia de la virtud en el
príncipe": porque el fundamento del estado es la obediencia de los súbditos
y ésta se consigue precisamente por la virtud del príncipe. Las virtudes pueden
procurar la reputación y el amor: entre las que producen el amor, la principal
es la justicia, y entre las que procuran la reputación, la principal es la
prudencia. La justicia tiene que ser garantizada por el príncipe, tanto en las
propias relaciones con los súbditos como en las relaciones de los súbditos
entre sí. La prudencia exige que el príncipe se deje guiar en sus
deliberaciones exclusivamente por el interés. "Y por eso no hay que fiarse
de la amistad, ni de la afinidad, ni de la unión, ni de ningún otro vínculo en
el que, quien trate con él, no tenga como base el interés" (Della rav. di
stato, ed. 1589, 60). Preocupado como está por la conservación del estado más
que por su fundación y su ampliación, Botero prefiere los caminos cautos de la
prudencia, condena las grandes ambiciones y los grandes proyectos y desconfía
de la astucia demasiado sutil. La diferencia entre la prudencia y la astucia
estriba en la elección de los medios-, la prudencia sigue lo honrado más que lo
útil; la astucia no tiene en cuenta más que el interés. Pero la sutileza de la
astucia es un obstáculo para la ejecución; del mismo modo que un reloj, cuanto
más complejo es, más fácilmente se estropea, así los proyectos y las empresas fundadas
sobre una sutileza demasiado minuciosa, resultan en su mayor parte estériles
(Ibid., 70). En cuanto a la religión, Botero, que vive en el clima de la
contrarreforma, la considera como uno de los fundamentos del estado, y aconseja
al príncipe que se rodee de un "consejo de conciencia" constituido
por doctores de teología y de derecho canónico, "porque, de lo contrario,
cargará su conciencia y hará cosas que luego habrá que deshacer si no quiere
dañar su alma y la de sus sucesores". Un maquiavelismo temeroso de Dios,
pues, en el que se encuentran alineados, como medios de gobierno, preceptos de
moral y de religión, y máximas de procedimientos tortuosos
TOMAS
MORO. JUAN BODIN
La segunda corriente en que se
concentra el esfuerzo de renovación política del Renacimiento es la que conduce
al iusnaturalismo. Esta corriente se origina en una preocupación universal y
filosófica que se distingue de la preocupación particular e histórica dominante
en la corriente historicista. No se trata de renovar y reconstruir un estado
determinado con d retorno a sus orígenes históricos, sino de renovar y
reconstruir el estado, en general, por el retorno a su fundamento universal y
eterno. • La indagación sobre la naturaleza del estado se hace aquí más amplia
y 'se desarrolla sobre un fundamento filosófico-jurídico. Se busca la esencia,
el principio último que da fuerza y valor a cada estado y se plantean cambios y
reformas que pueden conducirlo a su forma ideal. En eso puede reconocerse la
primera manifestación del iusnaturalismo; y en aquella pasión por una forma
ideal de estado que se encuentra en la Utopía de Tomás Moro. La forma ideal del
estado es, en efecto, su estructura racional; y la naturaleza fundamental de
cada comunidad política se halla en la razón. El verdadero iusnaturalismo, el
de Gentile y el de Crocio, se desarrollará precisamente sobre este presupuesto:
la identidad del derecho natural con las exigencias de una estructura puramente
racional de la comunidad. Tomás Moro nació en Londres en 1480. Literato y
estadista, se opuso al acta del Parlamento, que declaraba nulo el matrimonio de
Enrique VIII con Catalina de Aragón y designaba para la sucesión al hijo del
segundo matrimonio del rey con Ana Bolena. Fue por ello condenado a muerte y
decapitado en el año 1533. Sus puntos de vista filosóficos y políticos están
expresados en la Utopía, publicada en el año 1516: una especie de novela
filosófica en la que los puntos de vista de Moro son enunciados por un filósofo
llamado Rafael, que relata lo que había conocido en una isla ignorada,
bautizada precisamente Utopía, en uno de los viajes de Aménco Vespucio. El
punto de partida de Moro es la crítica de las condiciones sociales de
Inglaterra en su tiempo. La aristocracia terrateniente iba substituyendo los
cultivos de cereales por los pastos de carneros, de cuya lana obtenía una renta
mayor. Los campesinos eran expulsados de las casas y de las fincas y no tenían
otro remedio que mendigar (para el cual la reina Isabel instituyó luego penas
muy severas) o robar. Por el análisis de esta situación llega Moro a anhelar
una reforma radical del orden social. En la isla de Utopía está suprimida la
propiedad privada. Se cultivan las tierras por turnos de los habitantes, los
cuales están adiestrados sin excepción en la agricultura; cada dos años se
relevan en el campo. El oro y la plata no tienen ningún valor y sirven para los
utensilios más humildes. Luego cada uno tiene su propio oficio y magistrados
especiales, llamados sifograntos, vigilan para que nadie esté ocioso y ejerza
cada cual con esmero su propio arte. Los ciudadanos de la isla trabajan tan
sólo seis horas, y el resto del tiempo lo dedican a las letras o a la
diversión. La cultura de aquel pueblo está toda orientada a la utilidad común,
a la que los ciudadanos subordinan su interés particular. Se preocupan poco de
la lógica, pero cultivan las ciencias positivas y la filosofía; completan los
conocimientos racionales con los principios de la religión, reconociendo que la
razón humana sola no puede conducir al hombre a su verdadera felicidad. Los
principios que reconocen como propios de la religión son: la inmortalidad del
alma, destinada por Dios a la felicidad; el premio y el castigo después de la muerte,
según la conducta observada en esta vida. Si bien estos principios derivan de
la religión, los ciudadanos consideran que se puede creer en ellos basándose en
razones y fundamentos humanos. Reconócese además que la sola guía natural del
hombre es el placer, y que sobre esta guía está fundado el mismo sentimiento de
solidaridad humana. De hecho, el hombre no tendería a ayudar a los otros
hombres y a evitarles el dolor si no considerara que el placer es un bien para
los demás; pero lo que es un bien para los otros es también un bien para sí
mismo; y en realidad el placer es el objeto que la naturaleza ha asignado al
hombre. Pero la característica principal de Utopía es la tolerancia religiosa.
Todos reconocen la existencia de un Dios creador del universo y autor de su
orden providencial. Pero cada uno lo concibe y lo venera a su manera. La fe
cristiana coexiste con las otras; y tan sólo se condena y queda excluida la
intolerancia de quien condena o amenaza a los secuaces de una confesión
religiosa diferente. Cada cual puede intentar convencer al otro sin violencia y
sin injuria; nadie puede violar la libertad religiosa de otro. Los ciudadanos
consideran que a Dios le place el culto vario y diferente; por eso consienten
que cada uno crea lo que prefiera. Queda prohibida tan sólo la doctrina que
niega la inmortalidad del alma y la providencia divina; pero quien la profesa
no es castigado, sino que sólo se le impide difundir su creencia. La república
de Utopía es, pues, un estado conforme a la razón, en el que los mismos
principios de la religión son los que la razón puede defender y hacer valer:
sólo no hay lugar para la intolerancia. Si Tomás Moro había idealizado en el
estado de Utopía la estructura de una comunidad conforme a la razón, Juan Bodín
se coloca, por el contrario, explícitamente, en el plano de la realidad
política y analiza los principios jurídicos de un estado racional. Bodín nació
en Angers el año 1530 (o 1529), fue jurista y abogado en París y tuvo mucha
influencia en la corte del rey Enrique III. Murió en 1596 (o 97). En los Six
limes de la réfrublique (1576), se propone aclarar la definición del estado que
da al principio de su obra: "La república es un gobierno recto de muchas
familias, y de lo que a las mismas es común, con poder soberano." Pero la
validez propia del estado reside en su última determinación, en la soberanía.
Esta, la concibe Bodín sin límites, excepto los impuestos por la ley de Dios o
de la naturaleza. El poder absoluto y soberano del estado no es un arbitrio
incondicionado, porque tiene su norma en la ley divina y natural, norma que le
viene de su fin intrínseco, la justicia. No existe poder soberano donde no hay
independencia del poder estatal de todas las leyes y capacidad de hacer y
deshacer las leyes. La soberanía no es un atributo puramente negativo que
consiste en estar dispensado y libre de las leyes y costumbres de la república.
Se puede tener esta dispensa como lo consiguió en Roma Pompeyo el Grande, sin
poseer soberanía. Consiste, por lo contrario, en el poder positivo de dar leyes
a los súbditos o de suprimir las leyes inútiles y hacer otras: esto no puede
hacerlo quien está sujeto a las leyes o quien recibe de otro el poder que posee
(Rep., I, 9.a ed., 1576, 131-132). El límite intrínseco del poder soberano,
sometido a la ley natural y divina, permite establecer la regla de que el
príncipe soberano está obligado a observar los compromisos por él contraídos,
tanto con sus propios súbditos como con el extranjero. El garantiza a los súbditos
los pactos y las obligaciones mutuas, y está obligado a respetar la justicia de
todas sus acciones. Un príncipe no puede ser perjuro (Ibid., 148). En
conformidad con estos principios, Bodín afirma, por un lado, la indivisibilidad
del poder soberano, por la que no puede pertenecer. Al mismo tiempo a uno, a
pocos o a toaos (acepta la antigua clasificación de las formas de gobierno en
monarquía, aristocracia y democracia); pero, por otro lado, afirma
enérgicamente el límite de la soberanía, que no puede prescindir de la ley
divina y natural. "La más notable diferencia entre el rey y el tirano es
que el rey se conforma a las leyes de la naturaleza, el tirano las pisotea; el
uno cultiva la piedad, la justicia y la fe, el otro no tiene Dios, ni fe, ni
ley" (Ibid., II, 4, 246). Sostenedor de la monarquía francesa, Bodín
considera el gobierno monárquico como el mejor de todos, siempre que sea
moderado por el gobierno aristocrático y popular. Precisamente es propia del
gobierno aristocrático la justicia distributiva o geométrica, que reparte los
bienes según los méritos de cada uno; del gobierno popular es propia la
justicia conmutativa o-aritmética, que tiende a la igualdad. La justicia
perfecta es la armónica, que se compone de las dos; y tal justicia es propia de
las monarquías reales (Ibid., VI, 6, 727 sigs.). La república bien ordenada se
parece al hombre en el cual la inteligencia representa la unidad indivisible a
que están subordinadas el alma racional, el alma irascible y el alma apetitiva.
La república aristocrática y popular, sin rey, es como el hombre a quien falte
la actividad intelectual. Puede vivir como vive el hombre que no se preocupa de
la contemplación de las cosas divinas e intelectuales; pero no tiene la unidad
ni el acuerdo intrínseco, que sólo puede dar un príncipe, el cual, con el
intelecto del hombre, une y armoniza a la vez todas las partes (Ibid., 756-7).
Como Tomás Moro, Bodín considera propio de una comunidad racionalmente
organizada el principio de la tolerancia religiosa. El Colloquium heptaplomeres
(compuesto hacia el año 1593) está dedicado a la defensa de este principio: es
un diálogo en que hablan siete personas representantes de siete confesiones
religiosas diferentes (de ahí el título): un católico, un luterano, un
calvinista, un hebreo, un mahometano, un pagano y un sostenedor de la religión
natural. Se supone que el diálogo tiene lugar en Venecia, la cual, antes de que
Holanda se convirtiese en sede de la libertad religiosa, era considerada como
el estado más liberal, según lo probaba el episodio de Fra Paolo Sarpi. El
personaje más significativo del diálogo es Toralba, partidario de la religión
natural. La tesis de Toralba es que, dado el conflicto entre las religiones
positivas, la paz religiosa no es posible sino con la vuelta al fundamento
puramente natural (o sea racional) de las diversas religiones, fundamento que
constituye su sustancia común. Pero este retorno no impide la permanencia de
las religiones positivas, ya que la religión natural, abiertamente racional y
filosófica, no puede conseguir de la plebe y del vulgo el consentimiento que
tan sólo las ceremonias y los ritos pueden procurarle. Reducidas otra vez a su
esencia común según la razón filosófica, las religiones positivas pierden los
motivos de contraposición y se reconocen solidarias, haciendo posible la paz
religiosa del género humano. En realidad, esta paz, que era el ideal de los
platónicos del Renacimiento desde el Cardenal de Cusa, es también el ideal de
Bodín, que escribe su obra durante el período de las guerras religiosas en
Francia. Pero la preocupación de Bodín es, sobre todo, política. Le interesa
establecer el principio de la tolerancia religiosa, como fundamento del orden
civil en la mejor república.