CAPITULO IV: RENACIMIENTO Y ARISTOTELISMO

 


EL PRIMER ARISTOTELISMO

Aunque los platónicos y aristotélicos del Renacimiento vayan unidos en el campo de la historicidad, en el esfuerzo por volver a las doctrinas genuinas de Platón y de Aristóteles, luchan entre sí defendiendo intereses espirituales contrapuestos: la religión y la investigación natural. Los platónicos ven en el platonismo la síntesis del pensamiento religioso de la antigüedad, y, por tanto, en el retorno al platonismo ven la condición del renacimiento religioso. Los aristotélicos ven en el aristotelismo el modelo de la ciencia natural y, por tanto, en la vuelta al aristotelismo ven el renacimiento de la investigación directa "de la naturaleza. La polémica entre platónicos y aristotélicos es, pues, el choque entre dos exigencias de las que el hombre necesita por igual y los intentos de conciliación (como, por ej., el de Pico) tienden precisamente a conciliar estas exigencias en un concepto más completo del hombre. La vuelta al aristotelismo originario fue iniciada en Italia por aquellos griegos doctos que participaron en el concilio de Florencia para la unión de las dos Iglesias, o bien se refugiaron en Italia después de la caída de Constantinopla en manos de los turcos (1453). El primero entre ellos es Jorge Escolario, llamado Genadio, que nació en Constantinopla y murió alrededor del año 1464. Fue adversario de Gemisto Pletón y condenó y destruyó su escrito sobre Las Leyes. En su discurso Sui dubbi di Pistone intorno ad Aristotele, defendió a Aristóteles contra Pletón, aduciendo su mayor conciliabilidad con la doctrina cristiana. Evidentemente se fundaba en la tradición escolástica que estudió y de la que fue seguidor; tradujo al griego escritos de Santo Tomás y de Gilberto Porretano (e\Desex principtis). Parece que se le debe atribuir también la traducción parcial al griego de las Summulae lofficales de Pedro Hispano (vol. I, § 289), que luego fue considerada falsamente obra original del filósofo bizantino Miguel P.sello. La polémica contra Pletón fue continuada por Jorge Trapezuncio, nacido erf 1396, probablemente en Creta, muerto el año 1484. Fue a Italia hacia el 1430 y en 1464 compuso aquella Comparano Platonis et Aristotelìs, a la que contestó alrededor del año 1469 el cardenal Besarión (§ 353). La actividad de Trapezunzio consistía sobre todo en la explicación y el comentario de las obras aristotélicas, y especialmente de la lógica, que expuso en el De re dialéctica, no sin utilizar elementos tomados de la tradición escolástica.

Igual interés filosófico tienen los escritos de Teodoro Gaza, nacido alrededor del 1400 en Tesalónica y muerto hacia el año 1473. Llegado a Italia en el año 1440, estuvo algunos años en la escuela de Victorino de Feitre y enseñó en Ferrara y luego en Roma. Polemizó con Besarión sobre cuestiones aristotélicas y escribió contra Gemisto. Tradujo numerosas obras de Aristóteles y el tratado Sobre las plantas de Teofrasto. Hermolao Bárbaro (1454-1493), de Venecia, fue el primero en oponer el Aristóteles original al Aristóteles de la escolástica árabe y latina. Compendió la ética y la filosofía natural, tradujo la Retórica de Aristóteles y el Comentario de Temisto. Profesa el más absoluto desprecio hacia los "filósofos bárbaros", incluyendo entre ellos tanto a Alberto y Tomás como a Averroes. En la forma ruda e inculta de su lenguaje descubre la primera y más grave traición al espíritu originario de la clasicidad, que quiso encerrar los más altos pensamientos en la forma literaria más noble. Los filósofos bárbaros fueron por el contrario, defendidos por Pico de la Mirándola en la famosa carta a Hermolao, donde exhortaba a éste a prestar atención, más que a la ruda forma literaria, a la sustancia de sus pensamientos, de los que todavía Pico creía extraer enseñanzas vitales. Pero, en reajidad, la intolerancia de Hermolao con la barbarie del lenguaje es la intolerancia contra las superestructuras que el pensamiento medieval había añadido al Aristóteles original.

AVERROISTAS Y ALEJANDRISTAS

Un paso ulterior hacia el retorno al Aristóteles genuino fue dado por los aristotélicos, que polemizando contra el aristotelismo averroístico, querían mantenerse fieles a los textos de Aristóteles y de sus comentaristas antiguos, especialmente de Alejandro de Afrodisia. El campo de los aristotélicos, según Ficino, se dividía en dos sectas: la alejandrina y la averroística. "Los primeros, dice Ficino (In Piolín., proem.), consideran que nuestra inteligencia es mortal, los otros sostienen que es única en todos los hombres: unos y otros destruyen desde los cimientos toda religión, especialmente porque niegan la acción de la providencia divina sobre los hombres, y unos y otros son infieles a su mismo Aristóteles." El gran centro averroístico desde hacía tiempo era la Universidad de Padua (vol. I, § 312). Desde la primera mitad del siglo XIV hasta la mitad del XVII el averroísmo dominó en aquella Universidad; el año 1472 apareció en Padua la primera edición en latín de las obras de Averroes, que luego en el siglo XVI tuvieron muchas más ediciones. No obstante, entre los sostenedores del averroísmo se notan diferencias de doctrina muy notables y, sobre todo, frecuentes atenuaciones de las tesis que más directamente se oponen a la religión cristiana. Cuando, por obra de Pedro Pomponazzi, nace el alejandrinismo que intenta volver »_r. » interpretación de Aristóteles al antiguo comentario de Alejandro, el mismo averroísmo resulta modificado, y a menudo resulta difícil clasificar a cada uno de los pensadores aristotélicos en una u otra de las corrientes. En general, puede decirse que los averroístas tienden al panteísmo, porque consideran la inteligencia humana única e idéntica con la inteligencia divina. Mientras los alejandristas mantienen la trascendencia de Dios respecto al mundo. Unos y otros tienen en común los temas de su especulación, que son la inmortalidad del alma y la relación entre libertad humana y el orden necesario del mundo. Unos y otros se empeñan en afirmar el orden necesario del mundo y, por tanto, niegan el milagro y, en general, la intervención directa de Dios en los asuntos del mundo. El aristotelismo del Renacimiento tiende por ello a bosquejar una concepción del mundo fundada en un orden inmutable y necesario, y con esto pone el fundamento de una pura investigación natural. Alejandristas y averroístas recurren a menudo a la doctrina de la doble verdad: en el sentido ya explicado (§ 283) de admitir una oposición entre las conclusiones de la filosofía y las creencias de la fe, cuya reconciliación no creen posible realizar. Este punto de vista no tiene nada que ver con el de Averroes que afirmaba que la religión tenía por objeto la misma verdad de la fe, pero que la revestía de una forma que la hacía más apropiada a la guía y a la salvación de las multitudes. Es, más bien, al menos aparentemente, el registro de un conflicto entre filosofía y religión, razón y fe-, y como se excluye la solución del conflicto y se admite la verdad tanto del uno como del otro de ambos términos en contraste, se puede designar con la expresión "doctrina de la doble verdad". Naturalmente, no sabemos nada de la sinceridad con que cada pensador reconocía la "verdad" de la religión: las condenas, las retractaciones, los arrepentimientos hacen imposible una investigación sobre este punto que, por otra parte, sería ajena a un tratado histórico de filosofía. Todo lo que en este sentido se puede hacer consiste en precisar la actitud explícita de los filósofos y en declarar sus bases teóricas. La figura de Nicoletto Vernia (1420-99) que enseñó en Padua desde 1465 hasta su muerte, puede considerarse típica del averroísmo paduano del siglo XV. Conocido por su carácter despreocupado y alegre, Vernia defendió las tesis típicas del averroísmo suscitando la intervención del obispo de Padua que, en 1489, prohibió las discusiones sobre la unidad del entendimiento bajo pena de excomunión. Vernia se retractó de sus errores. Se han perdido sus obras más importantes, pero nos quedan algunos de sus escritos menores en los cuales la orientación naturalista de su averroísmo resulta evidente por la superioridad que atribuye a la filosofía natural respecto a la •metafísica y a la medicina frente a la jurisprudencia: esta última, según Vernia, está vinculada a las acciones particulares de los hombres, mientras la medicina atiende a la naturaleza, que es el reino de lo universal y de lo necesario. Alumno de Vernia fue Agustín Nifo, nacido en Sessa, Campania, el año 1473 y muerto el 1546; enseñó primero en Padua y luego en Pisa, Bolonia, Salerno y Roma. En su escrito De intellectu et daemombus sostuvo que no hay otras sustancias espirituales e inmortales fuera de las inteligencias motrices de los cielos. En 1495-97 publicó las obras de Averroes anotadas por él, y más tarde compuso un escrito con el De immortalitene animae de Pomponazzi, recurriendo a menudo a argumentos tomistas. En el campo de la moral, Nifo defendía una especie de sabiduría mundana, tomada de los escritores antiguos, que tenía como objeto el placer;y según los testimonios (o las murmuraciones) de los escritores contemporáneos, su conducta fue en todo conforme a esta orientación. Las doctrinas de Leonico Torneo, nacido en Venecia en el año 1446, muerto en Padua, donde enseñaba, en el año 1497, son una mezcla de platonismo y de aristotelismo. Torneo afirma que la oposición entre Platón y Aristóteles está más en su lenguaje que en su pensamiento y que la diversidad de las expresiones es debida al hecho de que Aristóteles usa, más que Platón, un lenguaje físico. De conformidad con este principio, intenta volver a encontrar en la misma doctrina de Aristóteles el fundamento de la demostración de la inmortalidad del alma dada por Platón (De immortalitate animae,' 1524). La demostración platónica se funda en el principio de que el alma se mueve por sí: como tal no puede ser destruida por sí misma, porque no puede faltarle el movimiento, ni por otro, porque su movimiento no depende de otro. Ahora bien, según Torneo, Aristóteles había negado que el alma se moviese por sí misma; pero sólo en el sentido del movimiento espacial, que tampoco le atribuía Platón. De la misma manera puede conciliarse la doctrina platónica de la reminiscencia con la aristotélica del alma como tabla rasa que recibe del exterior la sensación; en efecto, la expresión aristotélica se refiere al alma que aún no ha recibido la-sensación o que todavía no ha recordado los conocimientos que ya posee. Torneo considera que hay un alma del mundo, que todo lo anima y lo gobierna, y que es el principio del conocimiento humano. Esto lo reconocen también los peripatéticos, que admiten que nuestro espíritu está influido por el extenor; y la doctrina averroística de la unidad de la inteligencia no tiene otro sentido. Alejandro Aquilino fue llamado el "segundo Aristóteles" por su conocimiento de la filosofía aristotélica. Nació en Bolonia, fue profesor de filosofía y de medicina, primero en Padua y luego en Bolonia, donde murió el año 1512. Su obra principal son los Quodlibeta de intellieentns, pero fue también autor de escritos de anatomía y de medicina. El modo de proceder de Aquilino es un buen ejemplo de la "doctrina de la doble verdad" cuyo sentido específico se ha explicado con relación a los filósofos de este período. Aquilino ilustra y defiende con gran vigor todas las tesis típicas del averroísmo latino, a las que opone con parecido vigor las tesis tradicionales de la escolástica. Tal vez (y sin tal vez) su corazón está de parte de las primeras; pero declara explícitamente que, donde hace hablar al "filósofo" (es decir, a Aristóteles en la interpretación averroísta) no trata de hacer suyas aquellas conclusiones. Lo más probable es que sólo se trate de una escapatoria para hacer posible, sin peligro, la defensa y explicación del averroísmo. Y así, por un lado, dice que según Aristóteles, Dios mueve el mundo con necesidad y que el mundo es eterno; y, por otro lado, afirma que Dios mueve el mundo con un acto libre y que el propio mundo y las inteligencias motrices de los cielos han sido creados por Dios. Reconoce que Averroes tiene razón al afirmar que, según la doctrina de Aristóteles, hay un solo entendimiento posible en todos los hombres. En cambio, el entendimiento agente es Dios mismo; Aquilino lo llama intellectus qui est omnia faceré, y es considerado como la actividad divina que determina la intelección y por ende la felicidad del hombre. Una actitud parecida se observa en los escritos del napolitano Marco Antonio Zimara (muerto en 1532), también profesor de Padüa, el cual interpretaba la unidad del entendimiento sostenida por el averroísmo, como la unidad de los principios universales del conocimiento.

Fuente: Nicola Abbagnano

CAPITULO III: RENACIMIENTO Y PLATONISMO; Continuación...




EL PLATONISMO ITALIANO


Mientras Cusano iba elaborando su filosofía que, al renovar el platonismo, renovaba también la concepción del hombre y de su mundo, se desarrollaba en Italia la polémica alrededor del platonismo y su valor comparativo respecto al aristotelismo. Esta larga polémica había sido iniciada por Jorge Gemisto Pletón, nacido en Constantinopla hacia el año 1355, muerto en el año 1450. Llegado a Italia para participar en el concilio de Florencia, donde debía decidirse la unión de la iglesia griega con la latina, fue de los que promovieron en Italia el conocimiento de la lengua griega, y, por tanto, el estudio directo de las obras clásicas. Gemisto era partidario de una unificación total de las creencias religiosas sobre la base del platonismo. Veía en Platón al hombre en cuyo nombre la humanidad podía volver a encontrar su unidad religiosa, y, por lo tanto, la paz;, y con este espíritu compuso la Comparación de las filosofías de Platón y de Aristóteles (alrededor del año 1440), que motivó una larga y áspera polémica en la que eran exaltadas alternativamente las figuras de Aristóteles y Platón. La esperanza de la unificación de las religiones no era un sueño aislado de Gemisto. El mismo Nicolás de Cusa, algunos años después, en. De pace fidei (1454) expresaba la misma esperanza e invocaba a Dios para que concediese a los hombres que le venerasen en una única religión, aunque hubiera de subsistir la diversidad de ceremonias y de ritos. Gusano fundaba especulativamente su esperanza en la doctrina que hemos expuesto (§ 351) de la diversidad de los rostros divinos. Gemisto la funda sobre un revivir del platonismo, en el que, sin embargo, ya no veía la doctrina original de Platón, sino la de los neoplatónicos y neopitagóricos de la filosofía helenística (vol. 1, § § 117 y sigs.) enlazada con elementos orientales a los que explícitamente Gemiste se adhirió. En efecto, entre sus obras figura un comentario a los llamados Oráculos caldeos que atribuye a Zoroastro, pero que, en realidad, son una mezcla de tesis pertenecientes al neoplatonismo siríaco (vol. I, § 12.5). La obra de Gemisto no tiene más importancia que la de expresar la convicción, propia del Renacimiento, de que la renovación del hombre y su vida religiosa y social puede conseguirse solamente gracias al retorno a las doctrinas filosóficas de los antiguos. Las ideas religiosas de Gemisto fueron combatidas por Genadio, teólogo de la iglesia oriental, también participante del concilio de Florencia, por Teodoro Gaza y por Jorge de Trebisonda, el cual compuso en contra suya un escrito titulado Comparación de las filosofías de Aristóteles y de Platón (sobre ello, § 360). En defensa de Gemisto, intervino Basilio 'Besarión (nacido en Trebisonda el año 1403, muerto en Rávena en el año 1472) con un escrito titulado Contra un calumniador de Platón. La preocupación principal de Besarión es la de no condenar a Aristóteles para defender a Platón, sino demostrar, dentro de lo posible, el acuerdo fundamental de los dos. La superioridad de Platón frente a Aristóteles estriba, según Besarión, en el hecho de que, más que Aristóteles, Platón se ha acercado a la verdad revelada del cristianismo, aun sin alcanzarla de lleno. Pero Besarión quiere explícitamente retrotraer las doctrinas, tanto de Platón como de Aristóteles, a su significado genuino; y este objetivo es también el de sus numerosas traducciones: la de la Metafísica de Aristóteles, la de los Memorables de Jenofonte, de los fragmentos de Teofrasto. El interés por la filosofía de Platón, que produjeron estas discusiones, originó la fundación en Florencia de la Academia Platónica. La iniciativa se debió a Marsilio Ficino y a Cosme de Médicis, y reunió un círculo de personas que veían la posibilidad de renovar al hombre y la vida religiosa y social volviendo a las doctrinas genuinas del platonismo antiguo. Los secuaces de la Academia, y de un modo especial Marsilio Ficino y Cristóbal Landino, veían en el platonismo la síntesis de todo el pensamiento religioso de la antigüedad, y, por lo tanto, también del cristianismo, y por ello la más alta y verdadera religión posible. En efecto, la doctrina de Platón era considerada por Ficino (Prohemium ad Mere. Trism., p. 1836) como la última y más perfecta manifestación de aquella teología iniciada por Mercurio Trismegisto y continuada y desarrollada por Orfeo y Pitágoras. El acuerdo entre esta teología y el cristianismo se explicaba reconociendo una fuente común de las doctrinas de Platón y de Moisés, fuente contenida en la enseñanza de Mercurio Trismegisto, que habría sido el núcleo de toda la teología posterior. Así pues, el retorno al platonismo para los secuaces de la Academia platónica no significaba un retorno al paganismo, sino más bien una renovación del cristianismo, con su reducción a la fuente originaria, que habría sido precisamente el platonismo. A este retorno a lo antiguo se añade otro aspecto de la Academia platónica, el anticlericalismo. Contra las pretensiones de supremacía política del Papado, la Academia platónica sostenía un retorno a las ideas imperiales de Roma, y, por tanto, hacía muy a menudo objeto de comentarios y de discusiones el De monarchia, Dante. Entre los miembros de la Academia, además de los numerosos literatos y doctos de la época que se reunían alrededor de Lorenzo el Magnífico y de Ficino, ocupa un lugar preeminente Cristóbal Landino, que vivió entre el 1424 y el 1498. En las Disputationes camaldulenses, en De vera nobilitate y en De nobilitate animae, diálogos en los que hablan los personajes de la Academia, se exponen y defienden las doctrinas de Ficino. Pero la figura que constituyó el centro animador de la Academia fue Marsilio Ficino.

CAPITULO III: RENACIMIENTO Y PLATONISMO




CUSANO: LA DOCTA IGNORANCIA
El platonismo y el aristotelismo, que habían sido los dos corrientes fundamentales de la escolástica, se vuelven a encontrar también en el Renacimiento; pero se los hace volver otra vez a sus fuentes originarias y se los toma, en su autenticidad histórica, como medios de renovación del hombre y de su mundo. Las disputas en torno a la superioridad de una u otra orientación presuponen la exigencia común de restaurar- su significado histórico originario, quitándoles las deformaciones y las incrustaciones que habían sufrido por obra de la escolástica. El antagonismo entre platonicos y aristotélicos, es, durante el Renacimiento, el antagonismo de dos inquietudes espirituales distintas. Platónicos son los que ponen en primer plano la exigencia del renacer religioso, y, por tanto, ven la vuelta al platonismo, considerado como síntesis de todo el pensamiento religioso de la antigüedad, como la condición de este renacer. Aristotélicos son los que se dirigen principalmente al renacer de la actividad especulativa, y especialmente de la filosofía natural; éstos, en el retorno a la genuina ciencia de Aristóteles, ven la condición del renacer de una investigación natural libre y rigurosa. El renovador del platonismo en este sentido es Nicolás de Cusa, la personalidad filosófica más completa del siglo XV. Nicolás Chrypffs o Krebs, nació en Cusa, cerca de Tréveris, Alemania, el año 1401. Su primera educación le fue dada en Deventer por los "hermanos de la vida común" que cultivaban el ideal de la llamada devotio moderna, y que se inspiraban sobre todo en, la mística alemana (vol. I, § 327-29). Estudió en Heidelberg; luego, desde el 1418 al 1423, en Padua, donde trabó amistad con Pablo Toscanelli, que más tarde fue médico y astrónomo famoso. Se había orientado hacia los estudios jurídicos; pero por haber perdido su primer proceso se dedicó a la teología, y en 1430 fue ordenado sacerdote. En 1432 le llamó el Cardenal legado Julián Cesaríni, que había sido su maestro en Padua, para participar en el Concilio de Basilea; por el concilio, que debía decidir, entre otras cosas, la unión de la Iglesia latina con la griega, fue enviado a Grecia, desde donde volvió a Italia con los pensadores y teólogos griegos más significados de la época. Esto le permitió contraer una gran familiaridad con la lengua griega y con los clásicos griegos y, sobre todo, conocer directamente algunas obras de Platón, de las que extrajo su inspiración fundamental. Nombrado cardenal (1448) y obispo de Bressanone (1450) chocó con el duque del Tirol, Segismundo, que lo tuvo en la cárcel durante varios años. Murió lejos de su diócesis, en Todi, Umbría, el 11 de agosto de 1464. En el viaje de regreso, desde Grecia, tuvo la inspiración de su doctrina fundamental, la de la docta ignorancia (De d. ign., III, 12), que expuso en sus dos obras principales: De docta ignorantia y De coniectuns 1440. A éstas siguieron numerosos escritos-. De quaerendo Deum y De filiatione Dei (1445), De dato patris luminum (1446), De genesi (1447), Apología doctae ignorantia (1449), De idiota (1450), De novtssimis diebus (1453) De visione Dei (1453), Complementum theologicum (1454), De beryllo (1458), De ppssest (1460), De non aliud (1462), De venatione sapientiae (1463), De apice tbeoriae, De ludo globi (1464) y Compendiimi (1464). Además, compuso Gusano obras de geometría y de matemáticas y de cuestiones teológicas. El punto de partida de Gusano es una precisa determinación de la naturaleza del conocimiento. Cusano toma como modelo el conocimiento matemático. La posibilidad del conocimiento reside en la proporción entre lo desconocido y lo conocido. Se puede juzgar de aquello que aún no se conoce sólo en relación con aquello que ya se conoce; pero esto solamente es posible si aquello que aún no se conoce posee cierta proporcionalidad (o sea, homogeneidad o conveniencia) con lo que se conoce. El conocimiento es tanto más fácil cuanto más cercanas están las cosas que se investigan de las conocidas. Por ejemplo, en matemáticas, las proposiciones que se derivan más directamente de los primeros principios evidentes en sí, son las más fáciles y conocidas, mientras que las menos sabidas y más difíciles son aquellas que se alejan de los primeros principios. De éstos se desprende que cuando aquello que es ignoto y se busca no tiene ninguna proporción con el conocimiento que poseemos, escapa a toda posibilidad de conocimiento y lo único que se puede hacer es proclamar frente a ello la propia ignorancia. Este reconocimiento de la ignorancia, este saber que no se sabe, que Cusano relaciona con la antigua sabiduría de Pitágoras, de Sócrates, de Aristóteles y con la sabiduría bíblica de Salomón (Ecles., I, 8), es la docta ignorancia. La actitud de la docta ignorancia es la única posible frente al ser como tal, o sea, frente a Dios. En efecto, Dios es el grado máximo del ser y, en general, de la perfección, es "aquello respecto a lo cual nada puede ser mayor”. Dios, como había dicho Duns Escoto (vol. I, § 306), es lo infinito; y entre lo infinito y lo finito no existe proporción. El hombre puede acercarse indefinidamente a la verdad por grados sucesivos de conocimiento; pero como 'estos grados serán siempre finitos y la verdad es el ser en su grado infinito, la verdad escapará necesariamente a todo esfuerzo tendente a comprenderla. Entre el conocimiento humano y la verdad hay la misma relación que existe entre los polígonos inscritos y circunscritos y la circunferencia: multiplicando indefinidamente los lados de tales polígonos, se aproximarán indefinidamente a la circunferencia; pero jamás se identificarán con ella. La verdad, en lo que tiene de absoluto y necesario, estará siempre más allá del conocimiento, que es la mera posibilidad de establecer proporciones definidas (De d. ign., I, 3). Y el máximo absoluto, así como el mínimo absoluto, escapa al conocimiento. Este se mueve en el ámbito de lo que es susceptible del más y del menos; pero el mínimo absoluto escapa al más y al menos porque es aquello respecto a lo que no puede haber menos. El máximo absoluto y el mínimo absoluto coinciden porque entrambos pertenecen al dominio de la necesidad y de la plena actualidad, mientras el dominio del más y del menos en que se mueve el conocimiento humano en todos sus grados, es el de la posibilidad y de la potencialidad (Ibid., I, 4). En estas tesis fundamentales de Gusano confluyen ks dos últimas manifestaciones de la filosofía medieval: el ockhanismo y el misticismo germano. El ockhamismo había proclamado ya la imposibilidad para el hombre del acceso a la realidad divina, y el misticismo germano había buscado este acceso fuera del conocimiento, en la fe, recurriendo a la teología negativa del seudo Dionisio Areopagita. Como veremos, este último atisbo se encuentra también en Cusano. Pero Cusano no parte, como Ockham, del empirismo; su postulado es metafísico y está adscrito al platonismo original. Tal postulado es la inconmensurabilidad- (la no-proporcionalidad) entre el ser como tal y el conocimiento humano: o sea, la trascendencia absoluta del ser, que encierra un valor o una norma ideal para el hombre, pero que nunca pudo ser alcanzado y poseído en su totalidad. Gusano ha renovado el platonismo precisamente en su tesis fundamental, que establece el principio de la realidad y del conocimiento en una perfección ideal, que realidad y conocimiento no alcanzan nunca.

CUSANO: EL MUNDO DE LA CONJETURA
Pero después de haberle enseñado a Gusano la trascendencia del ser respecto al mundo, Platón le enseñó también el retorno al mundo. La alteridad del mundo y del hombre respecto al ser, no implica la condenación total del mundo y del hombre, ni la negación de todo su valor. Por haber hecho revivir igualmente este segundo aspecto del platonismo, Gusano se aproxima tanto al espíritu del antiguo filósofo como se aleja del platonismo medieval. Después de haber separado del mundo a Dios, como absoluto máximo, lo reencuentra en el mundo; después de haber separado de la verdad el conocimiento humano, vuelve a encontrar la verdad en el conocimiento humano justamente en virtud de esta separación. El saber que no reconoce a Dios es el principio de su conocimiento; y, en general, la docta ignorancia, el saber que no se sabe, es el principio y el fundamento de todo conocimiento humano. Para designar este último, Cusano adoptará el término conjetura, que traduce la eixaaia platónica (Rep., 511 e\ vol. I § 52), definiéndola como "la aseveración positiva, que participa, a través de la alteridad, de la verdad como tal" (De conjecturis, I, 13). La conjetura es un conocimiento por alteridad o sea un conocimiento que remite esencialmente a lo distinto de sí, a la verdad como tal, pero que, precisamente por tal referencia, está en relación con la misma verdad y participa de ella. La alteridad del conocimiento respecto a la verdad sirve para fundamentar el valor del mismo, que entra en relación con ella precisamente por esa alteridad. Con tal que reconozca sus límites y se funde en ellos el conocimiento humano es, por lo tanto, válido; y deja de serlo cuando no es ignorancia docta, eso es, cuando olvida su propia alteridad respecto a lo verdadero, que es su única participación posible en Io verdadero.
En cuanto al mundo, considerado en su alteridad con Dios, implica necesariamente una relación con Dios y hasta su identidad con El. El mundo, según Gusano, es un Dios contraído. Las palabras contraído y contracción (contractio) son evidentemente tomadas de Duns Escoto (vol. I, § JO 5), que las había empleado para indicar el determinarse y el concretarse la sustancia común en el individuo. Gusano las emplea en sentido análogo. El universo es el máximo, la unidad, lo infinito, como Dios; pero es un máximo, una unidad, un infinito que se contrae, es decir, que se determina y se individualiza en múltiples cosas singulares. Dios, que es la esencia absoluta del mundo, está en el mundo considerado como unidad y no en las cosas; el universo, que es la esencia contraída de las cosas, está en las cosas de modo contraído, esto es, multiplicado y diferenciado por su multiplicidad y su diferencia. De aquí se deduce que Dios, que es la esencia (quiddità*) del sol y de la luna (como de todas las otras cosas), no es ni el sol ni la luna; pero el universo, que es la esencia contraída, es sol en el sol, luna en la luna; su identidad se realiza en la diversidad, y su unidad en la pluralidad; y en este sentido está contraído (De d. ign., II, 4). Pero esta relación entre Dios y el mundo, que presupone la misma trascendencia de Dios respecto al mundo, significa que todo lo que se puede encontrar en el mundo existe en su necesidad y en su verdad en Dios. En este sentido, Dios es la complicación (complicatto) de todas las cosas. En efecto, Dios es identidad, igualdad, simplicidad; pero estas tres cosas son la complicatio de la diversidad, de la desigualdad, de la división. Por otra parte, es también la explicatio o sea, el desarrollo de la identidad en la diversidad, de la igualdad en la desigualdad, de la simplicidad en la divisibilidad. Por su explicación Dios está en todas las cosas, si bien permanece absolutamente más allá de ellas por su unidad inmuítiplicable. En sus especulaciones ulteriores Gusano insistió una y otra vez sobre uno y otro aspecto de esta relación entre Dios y el mundo. En el De conjecturis, en el De idiota y en el De visione Dei acentúa la inaccesibilidad de la trascendencia divina, afirmando que la única fórmula para expresarla es la de la coincidencia de los opuestos-, coincidencia del máximo y del mínimo, de la complicación y de la explicación, del todo y de la nada, del crear y de lo creado. Pero esta coincidencia no puede ser entendida ni alcanzada por el hombre, y así Dios está más allá de todo concepto humano, como el infinito absoluto respecto al cual son inútiles todos los pasos para acercarse a él. Pero' en el De non aliud (1462) reconoce en la expresión non aliud aquello que más se presta a expresar la trascendencia divina. Significa, en efecto, que Dios no es esta ni cualquier otra cosa, y que, por eso, no puede ser conocido y determinado mediante ninguna cosa distinta de él mismo. Pero la fórmula expresa también que Dios determina todo lo que es distinto de Él, y por esto facilita la comprensión de la esencia del mundo. Esta pone de manifiesto, por consiguiente, no sólo la alteridad del mundo respecto a Dios, sino también la conexión del mundo con Dios; y sobre esta conexión insisten los demás escritos de Gusano. En el De possest ve tal conexión en el concepto de posibilidad (posse). Todo lo que es, puede ser lo que es. Esto vale también para la realidad absoluta, esto es, Dios: también ella puede ser. Pero en ella, el poder ser no precede al ser actual: el poder ser, la realidad absoluta y la relación entre lo uno y lo otro son en ella igualmente eternos. En el De venatione sapientiae Gusano distingue el poder hacer (posse faceré), el poder llegar a ser (posse fieri) y el poder ser hecho (posse factum). El poder llegar a ser precede al poder ser hecho; pero el poder hacer precede al poder llegar a ser; así pues, el poder hacer es el principio y el fin de la posibilidad de todo lo que deviene y es creado. Es todo lo que puede ser, y, por tanto, no puede ser ni mayor ni menor, es el máximo absoluto y el mínimo absoluto, y no puede ser nada más. Por eso es la causa eficiente, la causa formal o ejemplar y la causa final de todo, el principio y el fin de cada cosa creada (De ven. sap., 39). Aquí el concepto de posibilidad sirve a Gusano para probar y garantizar igualmente la trascendencia de Dios como posse faceré frente a lo creado y su inmanencia en ello como fundamento del posse fieri y posse factum. En el De ápice tbeoriae el mismo concepto de posibilidad es reconocido como-el camino más directo e inmediato para un conocimiento de Dios dentro de los límites de la docta ignorancia. Sapientia clamai in piaféis, había dicho Gusano en el De idiota (I, fol. 75 v.): la verdad se revela en las expresiones más sencillas y más comunes usadas por todos. También el jovencito y el niño saben qué significa la posibilidad cuando dicen poder correr, poder hablar o poder comer. Ninguna noción es más fácil y cierta que la del posse, sin la cual no existe la realidad ni el bien; ella, pues, abre el camino para entender la misteriosa esencia de la realidad absoluta. De este modo, tomando como punto de partida la docta ignorancia, es decir, los límites conscientemente reconocidos y aceptados del saber humano, Gusano llega a restablecer en cierto modo, sobre estos mismos límites, una relación entre Dios, por un lado, y el mundo y el hombre por el otro, y esta relación le permite una nueva valoración del hombre.

CUSANO: LA DOCTRINA DEL HOMBRE
La doctrina de la docta ignorancia implica que el hombre no puede lanzarse al conocimiento de Dios sin tener en cuenta los límites de su subjetividad; pero implica también que en tales límites puede conseguir un conocimiento de Dios, cuya validez queda garantizada por la íntima relación que subsiste entre el nombre y Dios. La vieja doctrina de la semejanza entre la mente divina y la mente humana, es renovada por Gusano en el sentido de que el hombre puede volver a hallar en los límites de su subjetividad el verdadero rostro divino. Y precisamente el verdadero rostro divino no está determinado cuantitativa ni cualitativamente, ni según el tiempo, ni según el espacio: es la forma absoluta, el rostro de todos los rostros. Se parece a aquellos retratos que parece dirijan su mirada al observador, en cualquier parte que se halle. Quien mira a Dios con amor ve su rostro que le está mirando amorosamente; quien lo mira con ira ve también su rostro airado; y lo ve lleno de alegría quien lo mira con alegría. La subjetividad humana tiñe de su color el rostro de Dios, como una lente de color tiñe de su tinte los objetos observados. Pero precisamente en esta multiplicidad de rostros divinos, precisamente en este multiplicarse de los aspectos de Dios según la actitud subjetiva de quien lo busca, está la revelación de Dios en su verdad. Dios no puede revelarse más que a través de la subjetividad del hombre; y esta subjetividad no es impedimento para la búsqueda de Dios, sino su condición (De vis. Dei, 6). La subjetividad humana es reconocida aquí por Gusano en su pleno valor; para acercarse a Dios el hombre no debe negarla ni aboliría, sino reforzarla y desarrollarla. Es una fuerza asimiladora que se convierte en sensibilidad ante las cosas sensibles, y en razón ante las cosas racionales (De id., III, 7). Es una simiente divina que con su fuerza recoge en sí (complicami los ejemplares de todas las cosas; y ha sido puesta en la tierra para que pueda dar sus frutos y desarrollar por sí conceptualmente la totalidad ' de las cosas (Ibid., .III, 5). La subjetividad humana es actividad, capacidad de iniciativa y de desarrollo, posibilidad de adquisiciones siempre nuevas en el terreno del saber. "La naturaleza intelectual del hombre, dice Gusano (Excitationes, V), es capaz de Dios porque es potencialmente infinita-, puede de hecho entender siempre algo más." Y es también el principio de toda valoración, e incluso la condición misma del valor. No es la inteligencia la que crea el valor; pero sin la inteligencia no habría manera de valorarlo, y por tanto todas las cosas creadas carecerían de valor. Si Dios quiso que a su obra fuese atribuido un -valor, tuvo que crear la inteligencia humana, que es la única que puede apreciarlo (De ludo globi, II). Por eso el hombre no tiene necesidad de romper los límites de su subjetividad para elevarse a Dios. A las preguntas: ¿cómo es posible alcanzar a Dios? , ¿Cómo el hombre puede obtener en sí a Dios, que está todo en todo? , el hombre recibe de Dios mismo la respuesta: Sé tuyo y yo seré tuyo. Aquí está la verdadera libertad del hombre. El hombre, si quiere, puede pertenecerse a sí mismo-, y solamente si él es de sí mismo, Dios será suyo. Por eso Dios no lo necesita; pero espera que el hombre se decida a ser de sí mismo (De vis. Dei, 7). Así, el último resultado de la docta ignorancia, es decir, del reconocimiento de la absoluta trascendencia de Dios, es el llamamiento divino al hombre para que se decida libremente a ser de sí mismo, a reconocerse en la propia limitación, a aceptarla y realizarla hasta el final. Tan sólo si no se niega a sí mismo, sólo si acepta libremente ser lo que es, el hombre se sitúa en la auténtica relación con Dios, y Dios es suyo como él es de sí mismo. El límite que la docta ignorancia reconoce al hombre de este modo se convierte, no en la negación, sino en el fundamento del valor humano. La criatura es un "Dios ocasionado" o un "Dios creado" que no puede aspirar a ser nada más que ser lo que es, y sólo de esta manera llega en cierto modo a reproducir la infinitud de Dios (De d. ign., II, 2). El valor que la criatura posee dentro de sí, en su limitación, es claramente manifestado por la encarnación del Verbo; el cual, adquiriendo la naturaleza humana, que recoge y unifica en sí todas las cosas, ha ennoblecido y elevado, junto con el hombre, a todo el mundo natural (Ibid., III, 2). Así, para Gusano, el misterio de la encarnación es la expresión de la unión que liga la naturaleza finita del hombre, precisamente en cuanto finita, a la naturaleza infinita de Dios-, es la demostración del valor de la subjetividad humana basada precisamente en los límites reconocidos y aceptados por la docta ignorancia.

CUSANO: LA NUEVA COSMOLOGÍA
El principio de la docta ignorancia lleva a Cusano a una nueva concepción del mundo físico que, por un lado, tiene relación con las investigaciones de los últimos escolásticos, y especialmente de Ockham, y por otro, preludia directamente la nueva ciencia de Kepler, Copérnico y Galileo. En primer lugar, el reconocimiento del 'límite propio de la realidad y del valor del mundo induce a Cusano a negar que una de sus partes, la celeste, posea una perfección absoluta y, por tanto, sea ingenerable e incorruptible. Esta doctrina ya había sido negada por Ockham, pero el Cardenal de Cusa la destruyó definitivamente. Afirmaba Aristóteles, y en ello le siguieron en la Edad Media todos los filósofos, que existía una separación entre la sustancia celeste o éter, dotada de movimiento circular perfecto y la sustancia elemental de los cuerpos sublunares, sujetos al nacimiento y a la muerte. En efecto, Gusano no puede conceder a ninguna parte del mundo el privilegio de la perfección absoluta: todas las partes del mundo tienen el mismo valor y todas se acercan más o menos a la perfección-, pero ninguna la alcanza porque solamente es propia de Dios. El mundo no tiene un centro y una circunferencia como había supuesto Aristóteles. Si los tuviera y su comienzo y su fin estuvieran en él, fuera del mundo habría otro espacio y otra realidad privados de toda verdad. Tan sólo Dios es el centro y la circunferencia del mundo; pero es un centro y una circunferencia no corpórea, sino ideales, que significan sólo que todo el mundo se recoge en él (complicans) y que él está en todo el mundo (explicans). De la estructura del mundo sólo podemos decir que "tiene el centro por doquier y la circunferencia en ningún lugar, puesto que circunferencia y centro son Dios, que está en todas partes y en ningún lugar" (De d. ign., II, 12). Por eso, si no se puede considerar el mundo como infinito (en efecto, sólo Dios es infinito), tampoco puede considerarse como finito, puesto que carece de límites espaciales que lo encierren (Ibid., II, 11). Así pues, la Tierra no está en el centro del mundo; por eso no puede estar privada de movimiento. No es esférica, aunque tiende a la esfericidad, puesto que la esfericidad perfecta no puede ser alcanzada por las cosas creadas, como no puede obtenerse el máximo absoluto: por cada cosa de forma esférica que haya, existe otra de forma esférica más perfecta. El movimiento que la anima es circular, aunque por la misma razón no sea perfectamente circular. Pero esto no implica que sea la más vil y baja de todas las cosas creadas. Es una noble estrella, que tiene .luz, calor e influencia distinta de las demás estrellas. La generación y la corrupción que en ella se verifican, probablemente también se verifican en los demás astros; y también estos astros, quizás, están habitados por seres inteligentes de una especie diferente de la nuestra. El Sol no es distinto de la Tierra. Si pudiéramos entrar en él, debajo de su luz, aparecería a nuestros ojos una tierra central, rodeada por una zona acuosa, luego por un aire más puro que el nuestro, finalmente, por una zona ígnea superficial; estas cuatro esferas sucesivas se comportarían como los cuatro elementos terrestres. Por otro lado, si un hombre se hallara fuera de la Tierra, la vería resplandecer como el Sol. Y si a la Luna no la vemos tan luminosa como al Sol, es debido al hecho de que estamos demasiado cerca de la misma, casi en su región del agua (Ibid., II, 12). Los movimientos que se verifican en la Tierra, como en cualquier otra parte del mundo, tienen por objeto salvaguardar y garantizar el orden y la unidad del todo. En vista de este objetivo, los cuerpos pesados tienden a la tierra, los cuerpos ligeros hacia lo alto, la tierra a la tierra, el agua al agua, el aire al aire, el fuego al fuego, el movimiento del todo tiende, en lo posible, al movimiento circular, y toda 'figura tiene figura esférica, como puede verse en las partes de los animales y de los árboles y en el cielo (Ibid., II, 12). Quizás esté aquí la primera formulación del principio de gravedad. La concepción del mundo salía de la obra de Nicolás Gusano completamente renovada. Volvía a considerar también la teoría del ímpetus que los filósofos de la escuela ockhamística (vol. I § 325) habían formulado para explicar el movimiento de los cielos y el de los proyectiles, negando el principio aristotélico de que el motor debe acompañar al móvil en su trayectoria, y admitiendo de este modo la ley de fa inercia, que es uno de los fundamentos de la mecánica moderna. Todo cuerpo, como la pelota lanzada -por el jugador, persevera indefinidamente en su movimiento, hasta que el peso u otros obstáculos la hayan frenado o parado (De ludo globi, I). La mecánica de Leonardo da Vinci halló su inspiración en Nicolás de Cusa.

CAPITULO II: RENACIMIENTO Y POLÍTICA




MAQUIAVELO
El humanismo renacentista está estrechamente ligado a una exigencia de renovación política. Se quiere renovar al hombre, no sólo en su individualidad, sino también en su vida social. Por eso, se emprende un análisis de la comunidad política, para descubrir su fundamento y para referir a este fundamento sus formas históricas. La vuelta a los orígenes, que también en este campo es la consigna de la renovación, se entiende, por un lado, como el retorno de una comunidad histórica determinada, pueblo o nación, a sus orígenes históricos de los que puede sacar nueva fuerza y vigor; y por otro lado, como retorno al fundamento estable y universal de toda comunidad y, por tanto, al establecimiento y reorganización de la comunidad sobre su base natural. Historicismo y naturalismo son los dos aspectos en que se concreta la voluntad política renovadora del Renacimiento.
El primero de estos dos aspectos se remonta, como ya se ha visto (§ 334), al neoplatonismo, por cuanto había perdido el carácter teológico que tenía en el mismo. El segundo aspecto tiene su raíz en el antiguo estoicismo, en la doctrina del derecho natural que había dominado en la antigüedad y en la Edad Media, y también éste tiende "a perder sus implicaciones teológicas. Para los estoicos, lo mismo que para los escritores medievales, el orden natural de la comunidad humana se identificaba, por un lado, con la razón, y por otro, con Dios: sobre la primera de estas identidades, insisten los escritores del Renacimiento. El derecho natural, base de toda comunidad humana, es el dictado mismo de la razón.
Nicolás Maquiavelo (1467-1527) es el iniciador de la orientación historicista. La vida entera de Maquiavelo fue dedicada al intento de realizar una comunidad política italiana; y Maquiavelo vio y reconoció el único camino de dicha realización: volver a-los orígenes de la historia italiana. La indagación historiográfica encauzada a reconocer estos- orígenes, se unió en él estrechamente con el trabajo positivo de reconstrucción de la unidad política del pueblo italiano, de tal modo, que la personalidad de Maquiavelo queda definida precisamente por la unidad de la labor política y de la investigación historiográfica. El Principe (1513) y los Discorsi sopra ía prima deca di Tito Livio, muestran la unidad del juicio político y del juicio histórico que constituye la característica fundamental de Maquiavelo y que hace de él el primer escritor político de la Edad Moderna.
El primer capítulo de la tercera parte de los Discorsi està dedicado a la demostración de aquella vuelta a los principios que es* la consiena renovadora del Renacimiento, para todo lo que atañe al hombre y a su vida social. Según Maquiavelo, la única manera de que las comunidades puedan renovarse, y de este modo huir de la decadencia y de la ruina, es volver a sus principios, ya que todos los principios tienen en sí alguna bondad de la que pueden volver a tomar su vitalidad y sus fuerzas primitivas. En los Estados, k reducción a los principios se nace por accidente extrínseco o por prudencia intrínseca. Esto le sucedió a Roma, donde a menudo las derrotas fueron la causa de que los hombres "se reconocieran" en el orden de su convivencia; y donde instituciones añadidas, como las de los tribunos de la plebe y de los censores, o también individuos de excepcional virtud, asumieron la tarea de encauzar a los ciudadanos hacia su virtud primitiva. Asimismo, las comunidades religiosas se salvan solamente por el retorno a los principios. La religión cristiana se habría extinguido por completo de no haberla vuelto a su principio san Francisco y santo Domingo, los cuales, con la pobreza y el ejemplo de la vida de Cristo, le reinfundieron su fuerza primitiva. Pero la vuelta a los principios supone dos condiciones: en primer lugar, que los principios a los que hay que volver, los orígenes históricos de la comunidad, sean claramente reconocidos y rectamente entendidos; en segundo lugar, que sean reconocidas en su verdad efectiva las condiciones de hecho por medio o a través de las cuales hay que realizar el retorno. La objetividad histórica y el realismo político son, pues, las condiciones fundamentales del retorno a los principios. En efecto, estas dos condiciones constituyen las características de la oora de Maquiavelo: por un lado, se dirige a la historia e intenta verla en su objetividad, en su fundamento permanente que es la sustancia inmutable de la naturaleza humana; por otro, se dirige a la realidad política que lo circunda, a la consideración de la vida social en su verdad efectiva y con renuncia a cualquier divagación de repúblicas y principados "que nunca se han visto ni se conoce que hayan existido de verdad". Sobre el primer punto, o sea, la forma originaria a la que debe volver la comunidad italiana, Maquiavelo llega a identificarla con la República libre, tal como se realizó en los primeros tiempos del poderío romano. A pesar de que Maquiavelo esté lejos de imaginar un tipo ideal de Estado, no puede menos que llegar a determinar, a través de su investigación histórica, la forma originaria de la comunidad política italiana, a la que ésta debe volver. Pero esta forma, que se funda en la libertad y en las buenas costumbres, es una meta lejana y difícil de conseguir. Según Maquiavelo,' al político incumbe una tarea inmediata, la única realizable en las circunstancias históricas del tiempo: la de un príncipe unificador y reorganizador de la nación italiana. De esto deriva la configuración de la figura del príncipe. Si una comunidad no tiene otro modo de salir del desorden y de la servidumbre política más que organizarse en principado, la realización de este principado se convierte en un objetivo que encuentra su norma y su justificación en sí misma. Esta tarea implica el riesgo de decaer y sumirse en la tiranía/Puede muy bien ocurrir que quien asuma tal responsabilidad "sea engañado por un falso bien" o "se deje llevar voluntaria o ignorantemente por el camino fácil en apariencia, pero ruinoso de la tiranía. En tal caso, renunciará a la gloria, al honor, a la seguridad, a la tranquilidad y a la satisfacción interna, e irá hacia la infamia, el vituperio, el peligro y la inquietud. Así pues, aceptar tal tarea representa una alternativa y una elección: seguir el camino que permita vivir seguro y que después de la muerte da la gloria,, o seguir el otro camino, que hace vivir en continuas angustias y que, después de la muerte, depara la infamia (Disc., 1, 9). Pero es imposible que la segunda alternativa sea preferida por quien, por fortuna o virtud, de simple particular, se convierte en príncipe de una república, si conoce verdaderamente la historia y saca partido de sus enseñanzas (Ib., I, 10). Aun así, una vez aceptada y reconocida como propia la tarea política, es imposible quedarse a medio camino. Tiene ésta exigencias que provienen de la materia en la que actúa, o sea, la naturaleza de los hombres. No se pueden hacer cálculos sobre la buena voluntad de los hombres. El hombre, por naturaleza, no es bueno ni malo; pero puede ser lo uno y lo otro. El político, si quiere triunfar en sus designios, tiene que hacer sus cálculos para el caso peor: o sea, presuponer que todos los hombres son malos y que habrán de manifestarle su malignidad en la primera ocasión (Ibid., 1, 3). El político, pues, no puede hacer "profesión de bueno"; tiene que aprenderá "poder ser bueno, y usarlo o no usarlo, según la necesidad" (Princ., 15). No debe apartarse del bien, si le es posible; pero ha de saber emplear el mal si le es necesario (Ibid., 19). Ciertamente, hay expedientes muy crueles, contrarios a cualquier modo de vivir, no sólo cristiano sino humano, y tales que cualquier hombre debe rehuirlos. En tal caso "es preferible vivir más bien como particular que como rey con tanta ruina de'los hombres". Y, no obstante, si no se puede o no se quiere renunciar a ello hay que recurrir resueltamente al mal y evitar los caminos intermedios que no conducen a nada (Disc., 1, 26). Así, Maquiavelo sitúa crudamente al político frente a las duras y tristes exigencias de su cargo. Ciertamente, le asalta la duda de si combatir el mal con el mal, el fraude con el fraude, la violencia con la violencia, la traición con la traición, permite conducir la comunidad al verdadero orden de su forma política. Pero contesta a la duda observando que algunas veces se han mantenido en el poder aquellos que, después de haber llegado a él a través de la crueldad y la perfidia, no han insistido en ellas, sino que todo lo han dirigido a la mayor utilidad posible de sus subditos. Estos "con Dios o con los hombres pueden aportar algún remedio a su estado". Los demás es imposible que se mantengan (Princ., 8). En otros términos: el límite de la actividad política está en la naturaleza de esta misma actividad. La tarea política no tiene necesidad de decidir desde ei exterior la propia moralidad, la norma que la justifique y le imponga sus límites. Se justifica por sí misma, por su exigencia intrínseca de conducir a los hombres a una forma ordenada y libre de convivencia, y halla su límite en la posibilidad de éxito de los medios adoptados. Algunos medios extremos y repugnantes son impolíticos porque se vuelven contra quien los emplea y hacen imposible el mantenimiento del estado. El dominio de la acción política se extiende a todo lo que ofrece la garantía del éxito, que no es más que la estabilidad y el orden die la comunidad política. Por primera vez desde Maquiavelo, ese dominio es escrutado y valorado con un criterio puramente intrínseco y se entrevé el principio de una normatividad inherente a las empresas humanas como tales y no sobreañadida a ellas desde el exterior como un- criterio y un límite extraño. La tarea del político, que significa decisión, riesgo y responsabilidad, presupone la libertad del hombre y la problematicidad de la historia. Maquiavelo toma en consideración la hipótesis de que las cosas del mundo son gobernadas por la fortuna o por Dios de tal modo que los hombres no puedan corregirlas ni remediarlas; pero a pesar de que la hipótesis le atrae, al comprobar la extremada movilidad de los acontecimientos de su tiempo, acaba por desecharla, porque en tal caso la libertad sería nula y la única actitud posible sería la de "dejarse gobernar por la suerte". Considera más probable que la suerte sea árbitro de la mitad de las acciones humanas y que deje gobernar a los hombres aproximadamente la otra mitad. La fortuna es como un río que cuando se enfurece lo desborda y envuelve todo, de manera que el hombre no puede en absoluto detenerlo ni ponerle obstáculos; pero su ímpetu no resulta tan perjudicial ni destructor si el hombre provee a su debido tiempo a la construcción de diques que obstaculicen o regulen su crecida. La suerte demuestra su potencia donde no existe "ordenada virtud" que la resista y dirige su ímpetu hacia donde no hay obstáculos ni diques que la contengan (Princ., 25). El hombre sólo puede dominar la suerte tomando una actitud histórica, refiriéndose al pasado; relacionando el pasado y el porvenir, evitará los cambios concluyentes y bruscos y conseguirá regular la fortuna de modo que no pueda mostrar su poder cada día (Disc., II, 30). Hay tensión entre la fortuna y la libertad. La acción del hombre se inserta en los acontecimientos, y así queda condicionada por ellos. Pero cuanto más se base en la historia tanto más conseguirá dominarlos, y aquella mitad de su curso que pertenece a la libertad humana, puede ser la mitad decisiva, siempre que la previsión haya sido justa. La acción humana —viene a decir Maquiavelo— no puede eliminar todo riesgo; pero sí puede y debe eliminar los giros arbitrarios y reducir el riesgo a una posibilidad decisiva de éxito. Todo ello implica la radical problematicidad de la historia. Esta quita u ofrece al hombre la ocasión de obrar virtuosamente, a veces suscita o destruye a su arbitrio las voluntades humanas, o bien perfila un designio que los hombres pueden secundar, pero no impedir, y urde una trama que pueden tejer, pero no romper (Disc., II, 29). No obstante, los hombres ' no deben abandonarse nunca. De hecho no conocen el fin hacia el cual la historia se mueve; y puesto que ésta procede siempre por caminos tortuosos e incógnitos, los hombres tienen siempre que esperar y, esperando, no deben abandonarse, sea cual fuere la fortuna o aflicción en que se hallen (Ibid., II, 29). La enseñanza que resulta de esto es la llamada a .decidir y a querer, a mezclarse con empeño y activamente en la historia. Maquiavelo rechaza cualquier principio o doctrina que concluya con el "dejarse llevar", con el abandonarse pasivamente al curso de los acontecimientos. El hombre que se ha comprometido en la historia, tiene una misión determinada y no tiene que desesperar nunca: el resultado de su acción lo trasciende y puede conducirlo, por caminos difíciles y lejanos, a la victoria de la empresa que tanto ama.

GUICCIARDINI, BOTERÒ
Los Recuerdos políticos y civiles, de Francesco Guicciardini (1482-1540), ofrecen las máximas de una sabiduría mundana que tiene sus raíces en la actividad política y está orientada a iluminarla y guiarla. Guicciardini considera inútil y desatinado ocuparse de los problemas que se refieren a la realidad sobrenatural o invisible: "Los filósofos y teólogos y -todos los demás que escriben sobre cosas sobrenaturales y que no se ven, dicen mil desatinos; porque, en efecto, los hombres están a oscuras de estas cosas, y estas disquisiciones han servido y sirven más para ejercitar el ingenio que para hallar la verdad" (Ree., 125). Por motivos análogos rechaza la astrología: pensar que se pueda conocer el futuro, es un sueño, y los astrólogos no adivinan más que un hombre cualquiera que juzgue por casualidad (Ibíd., 207). El verdadero interés de Guicciardini va dirigido al hombre, y particularmente al hombre en sus relaciones sociales, en su actividad política. Al hombre hay que juzgarlo no en relación al trabajo que está realizando, sino respecto a cómo lo realiza. De hecho, no escoge la clase social en que nace o la hacienda y la suerte con que tiene que vivir. Pero escoge su conducta en su clase o con sus recursos o ante su suerte. Y por esta conducta debe ser juzgado (Ibíd., 216). Pero, por lo que respecta a su conducta, el hombre sólo puede confiarse a la reflexión o a la experiencia. "Sabed que quien gobierna arbitrariamente, al final tropieza con arbitrariedades; lo correcto es pensar, examinar y considerar bien las cosas, aun las más insignificantes; advirtiendo que, si obrando así, las cosas salen bien con dificultad, pensemos en lo que les podrá suceder a los que se dejan llevar por la corriente" (Ibíd., 187). El "dejarse llevar por la corriente" equivale al "dejarse gobernar por la suerte" de Maquiavelo. Como Maquiavelo, Guicciardini quiere la participación activa del hombre en la realidad política, un realismo despierto y operante, que corrija, aun cuando no pueda desviarlo del todo, el curso de la fortuna. Por esto aprecia positivamente la fe. "Fe no es más que creer con firme opinión y casi certidumbre las cosas que no son razonables; o, si son razonables, creerlas con más seguridad de lo que permiten las razones." La fe produce la obstinación; y la obstinación, en un mundo sometido a miles de azares y accidentes, puede hallar por fin el camino del éxito. Así pues, con razón, se dice: "quien tiene fe lleva a cabo cosas grandes" (Ibíd., 1). No obstante, ni la fe ni la sagacidad, aun pudiendo modificar muchas cosas, son suficientes para asegurar el éxito. La fortuna toma mucha parte en las cosas humanas, una fortuna que es pura casualidad sin ningún orden o ley providencial. El orden providencial, si existe, es impenetrable para los hombres. "No se diga: Dios ha ayudado a fulano porque era bueno; zutano ha acabado mal porque era malo; pues muy a menudo se ve lo contrario. Por eso tampoco hemos de decir que no existe la justicia de Dios, pues sus designios son tan profundas que merecidamente son llamados abyssus multa" (Ibid., 2). Aun con ello es evidente que la "máquina mundana ', el orden natural de las cosas, estimula a los hombres a la actividad. Por ejemplo, si los hombres no piensan en la muerte, aunque sepan que han de morir, esto no sucede porque la muerte esté lejana, cuando está muy cerca y siempre amenazando, sino porque si los hombres pensasen en la muerte, el mundo estaría "lleno de incuria y torpeza" (Ibid., 160).
Por lo que respecta a la naturaleza humana, Guicciardini está sustancialmente de acuerdo con Maquiavelo. Los hombres están naturalmente inclinados al bien; pero como su naturaleza es frágil y las ocasiones que los incitan al mal son infinitas, se alejan fácilmente por interés Eropio de la inclinación natural (Ibid., 225). El resultado es que hay más hombres malos que buenos; y por ello es buena máxima para el político no fiarse más que de los pocos que verdaderamente conoce, y mantener frente a los demás los ojos muy abiertos, aunque sin demostrarlo, para no aparecer desconfiado (Ibid., 201). Por eso el gobierno debe fundarse más en la severidad que en la dulzura; y el combinar y sazonar la una con la otra es el arte más alto y difícil del político (Ibid., 41). El político tiene que aparentar pero también ser, porque la apariencia, con el tiempo, acaba quedando al descubierto. "Haced cualquier cosa por parecer buenos, lo cual sirve para infinitas cosas; pero, como las opiniones falsas no duran, os resultará difícil parecer por mucho tiempo buenos si en verdad no lo sois" (Ibid., 44). Así, por la misma exigencia del éxito, se exige y justifica una consistencia moral intrínseca de la acción política. La enseñanza política de Guicciardini no se diferencia en su realismo de la de Maquiavelo; pero se diferencia por la ausencia de aquel fundamento histórico que alentaba la actividad y el pensamiento político de Maquiavelo. Maquiavelo considera el juicio político fundamentalmente conexo con el histórico. Guicciardini separa el juicio político del histórico y lo une a su interés particular, al éxito de su obra personal. "Tres cosas, dice, deseo ver antes de mi muerte; pero dudo, aunque viviese mucho, ver alguna: una, vivir en una república bien ordenada en nuestra ciudad, ver a Italia liberada de todos los bárbaros y al mundo liberado de la tiranía de esos malvados curas" (Ibid., 236). Pero esta aspiración es puramente retórica, porque su condición particular lo empuja a servir precisamente la causa que odia: "El trato que he tenido con tantos pontífices, me ha obligado a amar por interés particular su grandeza; y si no fuera por este respeto v habría amado a Martín Lutero como a mí mismo, no por librarme de las leyes emanadas de la religión cristiana en el modo que se la interpreta y entiende comúnmente, sino por ver reducida esta caterva de desalmados a los términos debidos, o sea, a vivir sin vicios o sin autoridad" (Ibid., 28). La personalidad de Guicciardini presenta, pues, una escisión que es ajena a la de Maquiavelo: Guicciardini separa del afán político, que considera mejor, es decir, del juicio histórico, su condición particular. Maquiavelo había unido las dos cosas, y en esto estriba su grandeza. La enseñanza política de Maquiavelo fue recogida, a fines del siglo XVI, por Juan Botero (nacido alrededor de 1533, muerto el 27 de junio de 1617), autor de diez libros Sobre la razón de Estado (1589). La misma noción de razón de estado es herencia del maquiavelismo. "La razón de Estado, dice Botero, comprende los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un dominio." Con esto reconoce en el arte político una autonomía propia, una lógica propia, unas normas intrínsecas que constituyen una esfera independiente: y éste era precisamente el resultado fundamental de la obra de Maquiavelo. Pero la característica de Botero y su novedad frente al mismo Maquiavelo consisten en incluir entre las exigencias de la razón de estado, las mismas exigencias de la moral. Así, considera que "es necesaria la excelencia de la virtud en el príncipe": porque el fundamento del estado es la obediencia de los súbditos y ésta se consigue precisamente por la virtud del príncipe. Las virtudes pueden procurar la reputación y el amor: entre las que producen el amor, la principal es la justicia, y entre las que procuran la reputación, la principal es la prudencia. La justicia tiene que ser garantizada por el príncipe, tanto en las propias relaciones con los súbditos como en las relaciones de los súbditos entre sí. La prudencia exige que el príncipe se deje guiar en sus deliberaciones exclusivamente por el interés. "Y por eso no hay que fiarse de la amistad, ni de la afinidad, ni de la unión, ni de ningún otro vínculo en el que, quien trate con él, no tenga como base el interés" (Della rav. di stato, ed. 1589, 60). Preocupado como está por la conservación del estado más que por su fundación y su ampliación, Botero prefiere los caminos cautos de la prudencia, condena las grandes ambiciones y los grandes proyectos y desconfía de la astucia demasiado sutil. La diferencia entre la prudencia y la astucia estriba en la elección de los medios-, la prudencia sigue lo honrado más que lo útil; la astucia no tiene en cuenta más que el interés. Pero la sutileza de la astucia es un obstáculo para la ejecución; del mismo modo que un reloj, cuanto más complejo es, más fácilmente se estropea, así los proyectos y las empresas fundadas sobre una sutileza demasiado minuciosa, resultan en su mayor parte estériles (Ibid., 70). En cuanto a la religión, Botero, que vive en el clima de la contrarreforma, la considera como uno de los fundamentos del estado, y aconseja al príncipe que se rodee de un "consejo de conciencia" constituido por doctores de teología y de derecho canónico, "porque, de lo contrario, cargará su conciencia y hará cosas que luego habrá que deshacer si no quiere dañar su alma y la de sus sucesores". Un maquiavelismo temeroso de Dios, pues, en el que se encuentran alineados, como medios de gobierno, preceptos de moral y de religión, y máximas de procedimientos tortuosos

TOMAS MORO. JUAN BODIN
La segunda corriente en que se concentra el esfuerzo de renovación política del Renacimiento es la que conduce al iusnaturalismo. Esta corriente se origina en una preocupación universal y filosófica que se distingue de la preocupación particular e histórica dominante en la corriente historicista. No se trata de renovar y reconstruir un estado determinado con d retorno a sus orígenes históricos, sino de renovar y reconstruir el estado, en general, por el retorno a su fundamento universal y eterno. • La indagación sobre la naturaleza del estado se hace aquí más amplia y 'se desarrolla sobre un fundamento filosófico-jurídico. Se busca la esencia, el principio último que da fuerza y valor a cada estado y se plantean cambios y reformas que pueden conducirlo a su forma ideal. En eso puede reconocerse la primera manifestación del iusnaturalismo; y en aquella pasión por una forma ideal de estado que se encuentra en la Utopía de Tomás Moro. La forma ideal del estado es, en efecto, su estructura racional; y la naturaleza fundamental de cada comunidad política se halla en la razón. El verdadero iusnaturalismo, el de Gentile y el de Crocio, se desarrollará precisamente sobre este presupuesto: la identidad del derecho natural con las exigencias de una estructura puramente racional de la comunidad. Tomás Moro nació en Londres en 1480. Literato y estadista, se opuso al acta del Parlamento, que declaraba nulo el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón y designaba para la sucesión al hijo del segundo matrimonio del rey con Ana Bolena. Fue por ello condenado a muerte y decapitado en el año 1533. Sus puntos de vista filosóficos y políticos están expresados en la Utopía, publicada en el año 1516: una especie de novela filosófica en la que los puntos de vista de Moro son enunciados por un filósofo llamado Rafael, que relata lo que había conocido en una isla ignorada, bautizada precisamente Utopía, en uno de los viajes de Aménco Vespucio. El punto de partida de Moro es la crítica de las condiciones sociales de Inglaterra en su tiempo. La aristocracia terrateniente iba substituyendo los cultivos de cereales por los pastos de carneros, de cuya lana obtenía una renta mayor. Los campesinos eran expulsados de las casas y de las fincas y no tenían otro remedio que mendigar (para el cual la reina Isabel instituyó luego penas muy severas) o robar. Por el análisis de esta situación llega Moro a anhelar una reforma radical del orden social. En la isla de Utopía está suprimida la propiedad privada. Se cultivan las tierras por turnos de los habitantes, los cuales están adiestrados sin excepción en la agricultura; cada dos años se relevan en el campo. El oro y la plata no tienen ningún valor y sirven para los utensilios más humildes. Luego cada uno tiene su propio oficio y magistrados especiales, llamados sifograntos, vigilan para que nadie esté ocioso y ejerza cada cual con esmero su propio arte. Los ciudadanos de la isla trabajan tan sólo seis horas, y el resto del tiempo lo dedican a las letras o a la diversión. La cultura de aquel pueblo está toda orientada a la utilidad común, a la que los ciudadanos subordinan su interés particular. Se preocupan poco de la lógica, pero cultivan las ciencias positivas y la filosofía; completan los conocimientos racionales con los principios de la religión, reconociendo que la razón humana sola no puede conducir al hombre a su verdadera felicidad. Los principios que reconocen como propios de la religión son: la inmortalidad del alma, destinada por Dios a la felicidad; el premio y el castigo después de la muerte, según la conducta observada en esta vida. Si bien estos principios derivan de la religión, los ciudadanos consideran que se puede creer en ellos basándose en razones y fundamentos humanos. Reconócese además que la sola guía natural del hombre es el placer, y que sobre esta guía está fundado el mismo sentimiento de solidaridad humana. De hecho, el hombre no tendería a ayudar a los otros hombres y a evitarles el dolor si no considerara que el placer es un bien para los demás; pero lo que es un bien para los otros es también un bien para sí mismo; y en realidad el placer es el objeto que la naturaleza ha asignado al hombre. Pero la característica principal de Utopía es la tolerancia religiosa. Todos reconocen la existencia de un Dios creador del universo y autor de su orden providencial. Pero cada uno lo concibe y lo venera a su manera. La fe cristiana coexiste con las otras; y tan sólo se condena y queda excluida la intolerancia de quien condena o amenaza a los secuaces de una confesión religiosa diferente. Cada cual puede intentar convencer al otro sin violencia y sin injuria; nadie puede violar la libertad religiosa de otro. Los ciudadanos consideran que a Dios le place el culto vario y diferente; por eso consienten que cada uno crea lo que prefiera. Queda prohibida tan sólo la doctrina que niega la inmortalidad del alma y la providencia divina; pero quien la profesa no es castigado, sino que sólo se le impide difundir su creencia. La república de Utopía es, pues, un estado conforme a la razón, en el que los mismos principios de la religión son los que la razón puede defender y hacer valer: sólo no hay lugar para la intolerancia. Si Tomás Moro había idealizado en el estado de Utopía la estructura de una comunidad conforme a la razón, Juan Bodín se coloca, por el contrario, explícitamente, en el plano de la realidad política y analiza los principios jurídicos de un estado racional. Bodín nació en Angers el año 1530 (o 1529), fue jurista y abogado en París y tuvo mucha influencia en la corte del rey Enrique III. Murió en 1596 (o 97). En los Six limes de la réfrublique (1576), se propone aclarar la definición del estado que da al principio de su obra: "La república es un gobierno recto de muchas familias, y de lo que a las mismas es común, con poder soberano." Pero la validez propia del estado reside en su última determinación, en la soberanía. Esta, la concibe Bodín sin límites, excepto los impuestos por la ley de Dios o de la naturaleza. El poder absoluto y soberano del estado no es un arbitrio incondicionado, porque tiene su norma en la ley divina y natural, norma que le viene de su fin intrínseco, la justicia. No existe poder soberano donde no hay independencia del poder estatal de todas las leyes y capacidad de hacer y deshacer las leyes. La soberanía no es un atributo puramente negativo que consiste en estar dispensado y libre de las leyes y costumbres de la república. Se puede tener esta dispensa como lo consiguió en Roma Pompeyo el Grande, sin poseer soberanía. Consiste, por lo contrario, en el poder positivo de dar leyes a los súbditos o de suprimir las leyes inútiles y hacer otras: esto no puede hacerlo quien está sujeto a las leyes o quien recibe de otro el poder que posee (Rep., I, 9.a ed., 1576, 131-132). El límite intrínseco del poder soberano, sometido a la ley natural y divina, permite establecer la regla de que el príncipe soberano está obligado a observar los compromisos por él contraídos, tanto con sus propios súbditos como con el extranjero. El garantiza a los súbditos los pactos y las obligaciones mutuas, y está obligado a respetar la justicia de todas sus acciones. Un príncipe no puede ser perjuro (Ibid., 148). En conformidad con estos principios, Bodín afirma, por un lado, la indivisibilidad del poder soberano, por la que no puede pertenecer. Al mismo tiempo a uno, a pocos o a toaos (acepta la antigua clasificación de las formas de gobierno en monarquía, aristocracia y democracia); pero, por otro lado, afirma enérgicamente el límite de la soberanía, que no puede prescindir de la ley divina y natural. "La más notable diferencia entre el rey y el tirano es que el rey se conforma a las leyes de la naturaleza, el tirano las pisotea; el uno cultiva la piedad, la justicia y la fe, el otro no tiene Dios, ni fe, ni ley" (Ibid., II, 4, 246). Sostenedor de la monarquía francesa, Bodín considera el gobierno monárquico como el mejor de todos, siempre que sea moderado por el gobierno aristocrático y popular. Precisamente es propia del gobierno aristocrático la justicia distributiva o geométrica, que reparte los bienes según los méritos de cada uno; del gobierno popular es propia la justicia conmutativa o-aritmética, que tiende a la igualdad. La justicia perfecta es la armónica, que se compone de las dos; y tal justicia es propia de las monarquías reales (Ibid., VI, 6, 727 sigs.). La república bien ordenada se parece al hombre en el cual la inteligencia representa la unidad indivisible a que están subordinadas el alma racional, el alma irascible y el alma apetitiva. La república aristocrática y popular, sin rey, es como el hombre a quien falte la actividad intelectual. Puede vivir como vive el hombre que no se preocupa de la contemplación de las cosas divinas e intelectuales; pero no tiene la unidad ni el acuerdo intrínseco, que sólo puede dar un príncipe, el cual, con el intelecto del hombre, une y armoniza a la vez todas las partes (Ibid., 756-7). Como Tomás Moro, Bodín considera propio de una comunidad racionalmente organizada el principio de la tolerancia religiosa. El Colloquium heptaplomeres (compuesto hacia el año 1593) está dedicado a la defensa de este principio: es un diálogo en que hablan siete personas representantes de siete confesiones religiosas diferentes (de ahí el título): un católico, un luterano, un calvinista, un hebreo, un mahometano, un pagano y un sostenedor de la religión natural. Se supone que el diálogo tiene lugar en Venecia, la cual, antes de que Holanda se convirtiese en sede de la libertad religiosa, era considerada como el estado más liberal, según lo probaba el episodio de Fra Paolo Sarpi. El personaje más significativo del diálogo es Toralba, partidario de la religión natural. La tesis de Toralba es que, dado el conflicto entre las religiones positivas, la paz religiosa no es posible sino con la vuelta al fundamento puramente natural (o sea racional) de las diversas religiones, fundamento que constituye su sustancia común. Pero este retorno no impide la permanencia de las religiones positivas, ya que la religión natural, abiertamente racional y filosófica, no puede conseguir de la plebe y del vulgo el consentimiento que tan sólo las ceremonias y los ritos pueden procurarle. Reducidas otra vez a su esencia común según la razón filosófica, las religiones positivas pierden los motivos de contraposición y se reconocen solidarias, haciendo posible la paz religiosa del género humano. En realidad, esta paz, que era el ideal de los platónicos del Renacimiento desde el Cardenal de Cusa, es también el ideal de Bodín, que escribe su obra durante el período de las guerras religiosas en Francia. Pero la preocupación de Bodín es, sobre todo, política. Le interesa establecer el principio de la tolerancia religiosa, como fundamento del orden civil en la mejor república.


Filosofía Moderna: Renacimiento y Humanismo, CAPITULO I: Dante y Montaigne


Dante

El primer anuncio del renacer está en Dante Alighieri. Toda su cultura es medieval y escolástica. Su pensamiento filosófico oscila entre Santo Tomás y Siger de Brabante, a quien exaltó en el Paraíso, a pesar de la condenación eclesiástica, y se aprovecha de los textos y de las disputas que dominaban en las escuelas. Pero su obra poética vive en un nuevo clima y anuncia los aspectos fundamentales del Renacimiento.
La poesía autobiográfica de la "Vida nueva" ya no es más que el análisis y la expresión poética de la renovación por la que atraviesa el poeta bajo la fuerza espiritualizadora del amor. Precisamente, en virtud de tal renovación el poeta nace a su arte y es capaz de poetizar según el "dolce stil nuovo", o sea, no por mediación de una fría elaboración doctrinal, sino por inspiración del amor, que le hace hablar tal como le dicta por dentro (Purg., 24, 49 sigs.). Pero en la Divina Comedia la idea de renovación se extiende y se profundiza, envolviendo en la persona misma del poeta y en su destino individual, la renovación dé todo el mundo que le es propio, de la religión y del arte, de la Iglesia y del Estado. En apariencia, la Divina Comedia es la visión profética del viaje de Dante a través de los tres reinos ultramundanos: viaje por el que el poeta, después de haber conocido los abismos de la culpa y del pecado, abandona con dificultad el mal, ascendiendo la montaña del Purgatorio para alcanzar en su cima, en el Paraíso terrestre, el olvido del pecado y la completa renovación de su alma, simbolizados en la acción purificadora de las aguas del Leteo y del Eunoé. De este modo se hace digno de iniciar la última parte de su viaje a través de las esferas celestes, hasta el umbral del misterio divino.
Pero el objeto de la visión dantesca no es el de describir la preparación del alma de Dante a la vida ultraterrena, sino el de promover la renovación del mundo al que el hombre Dante pertenece. El mismo Dante, en la carta con que dedicó el "Paraíso" a Cangrande de la Scala, afirma que el fin del poema es el de "alejar los que viven en esta vida, del estado de miseria y conducirlos a un estado de felicidad" (Ep., XIII, 15). El viaje ultramundano de Dante es el viaje de un hombre vivo que tiene que regresar a la vida entre los vivos y relatar su visión.
Precisamente el Dante confía en el renacimiento del mundo contemporáneo suyo, por la manifestación de su visión y, por tanto, por la participación en ella de todos los hombres de buena voluntad, que podrán, mediante el magisterio artístico del poeta, rehacer con él el viaje y renovarse con él. Y este renacimiento que espera es un retorno a los orígenes. "El sumo deseo de cada cosa, escribe en el Convivio (IV, 12, 14), y el primero dado por la naturaleza, es el de volver a su principio." La Iglesia deberá renovarse volviendo a la austeridad primitiva, según las amonestaciones y los ejemplos de sus grandes reformadores, Santo Domingo y San Francisco. El estado deberá volver a la paz, a la libertad y a la justicia que eran sus prerrogativas en la edad de Augusto, renovándose, pues, en la vuelta a la idea imperial de Roma.
Precisamente porque el intento de Dante se dirige al ultramundo para volver al mundo y provocar su renacimiento, la obra del poeta está llena de una realidad humana, en que los símbolos y las alegorías encuentran carne y sangre que les da vida. La naturaleza del arte de Dante está determinada por el intento de renovación, cuyo instrumento lo considera el poeta.
Precisamente, porque tiene que sacar a los hombres de su miseria y llevarlos al renacimiento en un mundo renovado, los hombres aparecen en el poema dantesco, no como símbolos o esquemas conceptuales (aunque en ciertos casos se les utiliza con este fin), sino en su realidad humana, en sus pecados, en sus pasiones y en su aspiración a lo divino. Es imposible separar en el poema de Dante el contenido doctrinal, las alegorías y los símbolos de la forma poética, en la que éstos encuentran su realidad artística. La distinción de contenido y forma haría imposible entender el arte de Dante, que tiene la unidad misma de la personalidad histórica del poeta. Las doctrinas, las alegorías y los símbolos son partes integrantes de la idea dantesca del renacer, como son partes integrantes de la misma los hombres que tienen que .vivirla y hacerla propia. Dante no se habría preocupado de revestir de carne y hueso sus símbolos, si no hubiese sido empujado por un interés humano fundamental, que es el de hacer partícipes a los hombres y su mundo del renacer que se ha operado en él mismo durante su viaje ultramundano. Cuanto más grande es la corpulencia humana, pasional, de aquellas sombras que pululan en los círculos infernales o sufren los tormentos purificadores o sonríen envueltas de luz en el paraíso, tanto más evidente resulta la llamada a la renovación, la exigencia del renacer a que tiende el espíritu de Dante.
En el ocaso de la Edad Media, Dante afirma, con toda la potencia de su arte, la exigencia de aquella renovación espiritual que debía ser el mensaje del Renacimiento.


Montaigne

El retorno del hombre a sí mismo, que constituye la esencia del movimiento de renovación renacentista, encuentra su máxima expresión en la obra de Montaigne.
Miguel de Montaigne nació el 23 de febrero de 1533 en el castillo de Montaigne, en el Périgord (Francia). Fue educado por su padre con un método que excluía cualquier rigor y coacción, aprendió el latín como lengua materna.
En el año 1580 publicó los primeros dos libros de los Ensayos En 1582 publicó una segunda edición de los Ensayos ampliada, y en el 1588 todavía publicó otra con numerosos aditamentos en los dos primeros libros y un tercer libro. En este tercero la pintura del yo es el tema principal. El título de la obra de Montaigne indica claramente su naturaleza. Ensayos quiere decir experiencias (no tentativas): Montaigne pretende recoger las experiencias humanas expresadas en los escritos de los autores antiguos y modernos y ponerlas a prueba en relación con sus propias experiencias.
La mirada dirigida siempre sobre sí mismo; la meditación interior, ya no religiosa, sino laica y filosófica y dirigida, por tanto, no tan sólo al propio yo espiritual, sino a todos los asuntos y las cosas humanas; y al mismo tiempo, el continuo dialogar con los demás y la continua comparación entre las experiencias propias y las ajenas, constituyen los trazos esenciales de la obra de Montaigne. Esta, en realidad, no es filosofía en el sentido de contener un conjunto sistemático de doctrinas, sino que es un auténtico y verdadero filosofar en el sentido moderno de la palabra.
Descanes y Pascal son sus descendientes directos. Ante esta actitud pierden valor las cualidades personales en que se insiste habitualmente para determinar la posición histórica de su pensamiento. En realidad, ha pasado de una orientación estoica a una orientación escéptica, para hallar, el equilibrio en una posición socrática; pero sólo esta última constituye la sustancia de su persona y de su pensamiento. El estoicismo y el epicureísmo no son para él doctrinas a las que siga adicto, sino experiencias a través de las cuales llega al equilibrio que le es propio. En la experiencia del estoicismo adquiere el reconocimiento del estado de dependencia en que el adquiere el medio para librarse, en todo lo que sea posible, de esta dependencia y para reducir las cosas a su justo valor. De este modo aclara, por ejemplo, las preocupaciones que ligan al hombre con el futuro.
'Nosotros nunca estamos cerca, de nosotros, sino siempre más allá de nosotros mismos. El temor, el deseo, la esperanza nos lanzan hacia el futuro y nos quitan el sentimiento y la consideración de lo que es, para interesarnos en lo que será, o sea, cuando nosotros ya no seremos" (I, 3, p 14). Repite la sentencia estoica de que los hombres están atormentados por las opiniones que tienen de las cosas, no por las cosas mismas, y a fin de aligerar la miserable condición, humana" reconoce a los hombres el poder de despreciar las opiniones mismas o de ajustarías al bien (I, 14, p. 63).
Con la misma finalidad se sirve de la experiencia escéptica: tiene que curar a los hombres de la presunción, que es su enfermedad natural originaria, y llevarlos a una aceptación lúcida y serena de sus condiciones. Este es el espíritu que anima el más largo y conocido capítulo de los Ensayos (I, 12): la Apología de Raimundo de Sabunde. Montaigne hace de la condición humana un diagnóstico amargo y despiadado que Pascal se apropiará: " ¿Qué se puede imaginar más ridículo que esta criatura miserable y mezquina, que ni siquiera es dueña de sí misma, expuesta a los ataques de todas las cosas, y que dice ser dueña y señora del universo, pero que, sin embargo, no tiene siquiera la facultad de conocer la mínima parte del mismo y mucho menos de dominarla?" El hombre tiene que curarse de la presunción con que parece haberle dotado la naturaleza para consolarlo de su miserable estado (Ib., p. 227). Montaigne halla acentos y frases que luego repetirá Pascal: "Un antiguo al que se reprochaba haber hecho profesión de filosofía, aun no prestando a ella mucha atención, contestó que esto era filosofar" (Ib., p. 262). "Burlarse de la filosofía es verdaderamente filosofar" (Pascal, Pensamientos, 4). Sin embargo, este escepticismo lleva a Montaigne a valorar adecuadamente todo lo que es auténtica posesión del hombre empezando por el conocimiento sensible. "La ciencia empieza por los sentidos y se resuelve en los sentidos. No seríamos más que una piedra, si no supiéramos que existe el sonido, el olor, la luz, el sabor, la medida, el peso, la blandura, la dureza, la aspereza., el color, la brillantez, la anchura, la profundidad. He aquí las raíces y los principios de todo el edificio de nuestra ciencia" (Essais, I, 12, página 379).
"El privilegio de los sentidos es el de ser el límite extremo de nuestra experiencia-, nada hay más allá de ellos que pueda servirnos para descubrirlos y un sentido no puede descubrir otro sentido"(Ib., p. 380).
El conocimiento sensible carece de cualquier criterio seguro para discernir las apariencias verdaderas de las falsas. No hay manera de supervisar las percepciones sensibles mediante su comparación con las cosas que las producen en nosotros; no podemos, pues, aquilatar su verdad como quien, desconociendo a Sócrates, no puede decir si su retrato se le parece.
No tenemos comunicaciones con el ser porque la naturaleza humana está siempre entre el nacimiento y la muerte, y no obtiene de sí misma más qué una apariencia obscura y sombreada, una incierta y débil opinión. Y si acaso nuestro pensamiento se obstina en asir su ser, será como querer apretar el agua en el puño: cuanto más se cerrará y apretará lo que por naturaleza se escurre de todas partes, tanto más perderá lo que quería sujetar y retener" (Ib., p. 399).
Estoicismo y escepticismo son las experiencias de que Montaigne se ha servido para poner en claro la condición humana. Pero la consideración del hombre se determina cada vez más en él como consideración de ese hombre singular que es él mismo; sus últimos Ensayos asumen cada vez más un carácter autobiográfico, por el que filosofar se convierte en un continuo experimentarse a sí mismo, una continua aclaración del yo a sí mismo. Ya en el prefacio de la obra, Montaigne había dicho: "Yo mismo soy la materia de mi libro".
En el tercer libro llega claramente a definir su filosofar como una incesante experiencia de sí mismo. "Si mi alma pudiese tomar pie, yo no me experimentaría, me resolvería (je ne m'essaierois pas, je me resondráis); pero está siempre en aprendizaje y a prueba" (III, 2, p. 29). Montaigne tiene siempre despierto el sentido de la problematicidad de la existencia; la existencia es para él un problema siempre abierto, una experiencia continua que nunca puede concluir definitivamente, y, por tanto, debe aclararse incesantemente a sí misma. Para conseguir tal aclaración no importa considerar una vida humilde y sin brillo. "De igual manera se refiere la filosofía moral a una vida popular y privada que a una vida de sustancia más rica: cada hombre lleva entera la forma de la condición humana." Por esto no pretende comunicarse con los demás mediante alguna contraseña particular y rara, sino sólo por su ser universal, "como Miguel de Montaigne, no como gramático o poeta o urisconsulto" (Ib.). Y declara conformarse consigo mismo, no como conciencia de un ángel o de un caballo, sino como conciencia de un hombre. "Yo" hablo buscando e ignorando, adaptándome decididamente a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño en absoluto, yo relato" (Ib., p. 30). Este filosofar autobiográfico, que dirigiéndose a la humanidad misma del propio yo, comprende y aprehende igualmente la singularidad absoluta del individuo y la extrema universalidad de la condición humana, es el fruto más maduro del Humanismo y marca la iniciación de la filosofía moderna. Descartes, en el Discurso del método, procederá de igual manera para llegar al principio fundamental del saber científico: hará la historia de sus estudios, de sus dudas, de sus investigaciones.
De esta actitud nace la aceptación serena de la condición humana, tan alejada de la exaltación como del desaliento, que es característica de Montaigne. A la afirmación de Séneca (Quaest. nat., proem.)-. "Cosa vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de la humanidad", contesta: "He aquí una frase aguda y un deseo tan inútil como absurdo: hacer el puño más grande que la mano, el paso más largo que la pierna, es imposible y monstruoso. El hombre no puede elevarse por encima de sí mismo y de la humanidad, ya que no puede ver más que con sus ojos ni sujetar nada que huya de ser su presa." El hombre no puede ni debe intentar ser más que hombre. Montaigne añade: "Es cierto que esto podrá conseguirlo con la ayuda divina; pero es evidente que el efecto de la gracia sobrenatural cae fuera de las posibilidades y de los límites humanos. El hombre debe aceptarse tal como es." Esta aceptación es tema de uno de los más notables Ensayos, el del arrepentimiento (III, 2), del que han sido tomados los textos que acabamos de citar. En este Ensayo, Montaigne, aun valorando positivamente el arrepentimiento moral que es un serio empeño en la reforma de sí mismo, excluye y condena el arrepentimiento, que implica desaprobación por parte del hombre de la condición humana. Yo puedo desear, dice, ser diferente; puedo condenar y disgustarme de mi forma universal y rogar a Dios para mi reforma radical y para excusarme de mi debilidad natural. Pero esto no puedo llamarlo arrepentimiento más de lo que pueda llamar arrepentimiento al disgusto de no ser ángel o Catón.
 Mis acciones son reguladas y conformes a lo que yo soy y a mi condición. Yo no puedo obrar mejor. Y el arrepentimiento no se refiere propiamente a las cosas que no están en nuestro poder como no se refiere al dolor. Yo imagino infinitas naturalezas más altas y más ordenadas que la mía; pero con esto no mejoro mis facultades, como mi brazo y mi espíritu no se vuelven más vigorosos porque yo conciba otro que lo sea" (Ib., p. 40). Fantasear acerca de una condición mejor y más alta que la que el hombre posee efectivamente', cultivar la queja por aquélla y el desprecio de ésta, es una actitud inútil y perniciosa. De la condición humana es elemento constitutivo la muerte: "Tú no mueres por estar enfermo; tú mueres porque eres vivo" (III, 13). "La muerte se mezcla y se confunde por doquier con nuestra vida", no tanto porque roe nuestro organismo como porque su necesidad ineluctable se impone a nuestro espíritu. Y, "quien teme sufrir, sufre ya por lo que teme" (Ib.). Por eso quien enseña a los hombres a morir, les enseña a vivir; pero esta enseñanza excluye el miedo a la muerte. Cuando el hombre sabe que su condición es perecedera, se dispone a perderla sin queja. La idea de la muerte hace que la vida sea más apreciable. "Yo la gozo más que los demás, dice Montaigne (III, 13), porque la medida del goce depende más o menos de la aplicación que pongamos en ello... A medida que la posesión de la vida se hace más breve, hace falta que yo la haga más profunda y plena."
Así, el pensamiento de la muerte suscita un empeño en vivir, en vivir más profunda y plenamente. En Montaigne el Humanismo alcanza su equilibrio.
El hombre ya no se exalta, sino que se acepta por lo que es. Si la primera llamada a la conciencia de su subjetividad individual e histórica lleva al hombre, en el Renacimiento, a la exaltación de su estado privilegiado, el profundizar esta conciencia en su continuo experimentarse y ponerse a prueba, lo conduce al reconocimiento de sus límites y a la lúcida aceptación de sí mismo. Montaigne representa precisamente esta segunda fase del Humanismo renacentista; y a través de esta segunda fase el Humanismo desemboca en la filosofía moderna y abre camino a Descartes y a Pascal.

Fuente: N. Abbagnano