La filosofía de Schopenhauer parte de un primer pensamiento
capital: el ser es voluntad, el ser quiere ser y quiere permanecer como
querer; el ser es esa voluntad que quiere ser siempre voluntad. En su
obra El mundo como voluntad y representación persigue mostrar el enigma del
mundo, que descifra como fundamento irracional, y alcanzar el sentido de la
existencia, que revela como sinsentido.
Schopenhauer se da cuenta de que el mundo habitado no es sino
el producto de una representación hecha por un sujeto que conoce el mundo. Esboza
su propio sistema e introduce la categoría de voluntad como eje desde el cual
entablar una comprensión del mundo.
Su objeto de estudio son las acciones de los seres humanos;
observamos cómo la voluntad de vivir, auténtico motor del mundo, tras su
afirmación y, después de ser conocida por sí misma, puede llegar a negarse. Sin
embargo, hay que tener en cuenta que no plantea ninguna doctrina del deber,
ningún principio moral universal o deber incondicionado. El fundamento
de la moral no propone en absoluto un principio al que haya que obedecer, sino
que más bien delega en la piedad, en la compasión, el pilar de las
acciones que juzgamos morales.
Hemos de renunciar por completo a guiar la vida humana por
los cauces habituales, Así, por este camino, descubrimos otra manera de
existir, una vida alejada del fatal influjo de la voluntad de vivir. Es
importante resaltar que hay un componente de
particular influencia en la filosofía de Schopenhauer y es su insistencia sobre
el primado de la voluntad en oposición a la razón. Aquí hay un viraje radical
en relación con la tendencia predominante en la cultura occidental, que desde
los griegos había tenido un marcado matiz intelectualista.
“Así pues, aquel poderoso apego a la vida es ciego e
irracional: sólo se explica porque todo nuestro ser en sí es una voluntad de
vivir y a dicha voluntad la vida le ha de parecer el supremo bien por muy
amarga, corta e incierta que pueda ser, así como porque tal voluntad es de suyo
y originariamente ciega e inconsciente. El conocimiento, en cambio, lejos de
ser el origen de ese apego a la vida, lo estorba, en tanto que descubre su
falta de valor y contrarresta el miedo a la muerte”. (MVR II, Cap. 41)
El
único hecho que
podemos considerar para sentar el fundamento de la moral, es la constatación
de la necesidad del dolor. El mundo es el autoconocimiento de la voluntad.
La
desgracia y la calamidad quedan aseguradas en la afirmación constante de la
voluntad de vivir. “Querer vivir” no es fruto de la procreación ni perece con
la muerte, sino que siempre existe. Siendo, pues, la propia existencia
lo que desde el principio se encuentra corrompido. El autor contempla la posibilidad de ser
salvados, redimidos, de una vida cuya esencia es una extraña y ominosa mezcla
entre lucha y dolor. Pero en ello radica la “gran verdad”: La posibilidad de la
negación de la voluntad de vivir, la penuria, la aflicción y la injusticia que
padecemos a lo largo de nuestra existencia albergan una causa ontológica,
en el ser, pues es la voluntad misma la que está manchada. Es el principio y
artífice del mundo el que contiene el defecto originario.
La
salvación no supone un simple cambio, sino una total conversión de nuestro ser. La necesaria salvación consiste en volvernos lo
opuesto a lo que somos, puesto que mientras nuestra voluntad permanezca
igual, nuestro mundo tampoco podrá cambiar.
Con
la visión del dolor del mundo y de la miseria de existir, bien podríamos decir que tiene una conclusión pesimista de la concepción
metafísica.
Ahora bien lo que ha de
ser rescatado, liberado del dolor y de la muerte no son los fenómenos del
mundo, sino su esencia, la voluntad que palpita en nosotros. Así, dado que el
querer sostiene el mundo, la salvación consistirá en la liberación de ese mismo
querer. Como alguna vez escribió Fernando Pessoa, “Ser es razón para dejar de
ser”. Y es que, a ojos de Schopenhauer, el único fin legítimo de la existencia
es el de convencernos de que sería mejor no existir.
Estamos
ya en condiciones de asegurar que la cesación de la voluntad sólo podrá ser
comprendida como una negación de la voluntad. No se dará una auténtica
salvación y redención de la vida y del dolor sin una completa negación de su
esencia. Una negación que no se refiere tan sólo al “no” que la voluntad
refiere a los objetos de sus deseos, sino que afecta a la radical
oposición frente a la realidad positiva, al querer en el que consiste el ser.
Se trata, pues, de una negación ontológica, que nada tiene que ver con el suicidio; en el que la voluntad
quedaría rendida, derrotada.
Schopenhauer
dirá que consiste en una cierta concepción de lo real que revela la unidad y
unicidad del ser del mundo y su condición, una concepción, que posibilita el fin de la manifestación de
la voluntad, la salvación, la total redención. La voluntad, así, sólo queda
suprimida a través del conocimiento.
En definitiva, la asunción de los
dolores del mundo, ajenos a nuestro fenómeno individual, funda la única vía
para la salvación, a la que se arriba, sin embargo, a través de una dolorosa
renuncia y tras sufrir una inmensa pena en sí mismo. Aunque, por este camino,
finalmente la individualidad queda suprimida y es absorbida por el todo. El
dolor, pues, no es más que nuestra guía hacia el más puro fin de la vida: la
destrucción del influjo de la voluntad de vivir. Como
observamos, Schopenhauer asegura que los dogmas, morales, religiones,
etc. sólo pueden oficiar como motivos de la voluntad, los actos en que se hace
visible, pero nunca cambia el sentido de la volición misma. Así pues, la
significación ética mora únicamente en la disposición de ánimo que motiva los
actos. Es por ello que nunca será posible determinar el valor ético de las
acciones en base a su manifestación externa; los dogmas, las costumbres y los
ejemplos determinan sólo tal exterioridad, pero dejan intacta nuestra
disposición interna.
La
auténtica bondad de ánimo, la magnanimidad y la virtud desinteresada provienen
exclusivamente de un conocimiento intuitivo e inmediato, que cada cual ha
de asumir por sí mismo. Mediante este conocimiento llegamos a comprender, al
fin, que el prójimo que está ante nosotros, ese otro, esa pura ajenidad, es
también nosotros, es parte de un todo al que pertenecemos. La esencia del amor
puro se identifica, por tanto, con la compasión, con la total comprensión del
sufrimiento ajeno.
La voluntad
de vivir y que no debe interpretarse en el sentido corriente del término más
que metafóricamente: nuestra voluntad, deseo o pulsión no es más que una
proyección insignificante de esa Voluntad con mayúscula, de la cual la representación es
mero fenómeno o apariencia.
La voluntad no se encuentra sujeta a las formas del fenómeno, es decir, a la
causalidad, el espacio y el tiempo. Tampoco se objetiva en los seres
individuales, sino en la suma de los mismos: la voluntad integra toda la
naturaleza y el universo con la totalidad de entidades y seres
que contienen. La voluntad, así, es una fuerza que obra sin motivo,
irracionalmente. Todas las energías de la naturaleza son expresivas de la
Voluntad, incluyendo lo mismo las fuerzas naturales de todo signo ya sea luz,
gravedad, como las motivaciones, los instintos y tendencias, tanto animales como
humanos.
Siguiendo
en esto a las doctrinas orientales, el hombre es esclavo de su deseo, de la
voluntad ciega de vivir, y este precisamente es el fundamento del radical
pesimismo del autor: «La vida es
un anhelo opaco y un tormento». El autor propone la práctica de la compasión para con sus
semejantes y liberarse del yugo de la voluntad, aunque no de la propia vida,
pues Schopenhauer no predica el suicidio. Así como también plantea varias alternativas
por ejemplo, la del arte, expuesta en su libro tercero, dado que el placer de
su ejercicio sustrae al dolor del deseo, pues la contemplación estética aparta al hombre de
la cadena infinita de las necesidades y de los deseos, con una satisfacción
inmóvil y completa.
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