Las indicaciones de Aristóteles
se limitan a pocas y simples doctrinas, referidas en la mayoría de los casos no
a Pitágoras, sino en general a los pitagóricos; y si la tradición se acrecienta
a medida que se aleja en el tiempo del Pitágoras histórico, esto es signo
evidente de que se enriquece con elementos legendarios y ficticios, que poco o
nada tienen de histórico.
Hijo de Mnesarco, Pitágoras nació
en Samos, probablemente en el 571-70, fue a Italia en el 532-31 y murió en el
497-96 a. de J. C. Se dice que fue discípulo de Ferécides de Siro y de
Anaximandro y que viajó por Egipto y por los países de Oriente. Lo que hay de
cierto es que de Samos emigró a la Magna Grecia y se domicilió en Crotona, en
donde fundó una escuela que fue también asociación religiosa y política. La
leyenda representa a Pitágoras como profeta y obrador de milagros; su doctrina
le habría sido transmitida directamente por su dios protector, Apolo, por boca
de la sacerdotisa de Delfos, Temistoclea (Aristóxeno, en Diog. Laer., V
I I I , 21).
Es muy probable que Pitágoras no
haya escrito nada. Aristóteles, en efecto, no conoce ningún escrito suyo; y la
afirmación de Jámblico (Vida de Pit., 199) de que los escritos de los
primeros pitagóricos hasta Filolao se habrían conservado como secreto de la
escuela, no tiene valor más que como prueba del hecho de que aún más tarde no
se poseían escritos auténticos de pitagóricos anteriores a Filolao. Esto
sentado, es muy difícil dilucidar en el pitagorismo la parte que corresponde a
su fundador. Sólo una doctrina se le
puede atribuir con absoluta certidumbre: la de la supervivencia del alma
después de la muerte y su transmigración
a otros cuerpos. Según esta
doctrina, que Platón (Gorg., 493 a) se apropió, el cuerpo es una
cárcel para el alma, que la divinidad ha encerrado ahí como castigo. Mientras
el alma se encuentra en el cuerpo, tiene necesidad del mismo, pues sólo por
medio de éste puede sentir; pero cuando está fuera de él, vive una vida
incorpórea en un mundo superior. El alma vuelve a esa vida, si se purifica
durante la vida corpórea; en caso contrario, vuelve después de la muerte a la
cadena de las transmigraciones.
La escuela de
Pitágoras fue una asociación religiosa y política, además de filosófica. Parece que la admisión en la sociedad estuvo subordinada a pruebas rigurosas y a la
observancia de un silencio de varios años. Era necesario abstenerse de ciertos
alimentos (carne, habas) y observar el celibato.
Además, en los grados más altos
de los pitagóricos vivían en completa comunidad de bienes. Pero hay poco
fundamento histórico para todas estas noticias. Muy probablemente el
pitagorismo fue una de tantas sectas que celebraban misterios a cuyos iniciados
se imponía una cierta disciplina y ciertas reglas de abstinencia, que no debían
ser pesadas. El carácter político de la
secta determinó su ruina. Contra el gobierno aristocrático, tradicional en las
ciudades griegas de Italia meridional, al cual prestaban su apoyo los
pitagóricos, se produjo un movimiento democrático que provocó revoluciones y
tumultos. Los pitagóricos fueron objeto de persecución: las sedes de su escuela
fueron incendiadas, ellos mismos fueron muertos o huyeron; y sólo tiempo
después los desterrados pudieron volver a la patria.
Es probable que Pitágoras se viese
precisamente obligado por tales movimientos insurreccionales, a dejar Crotona
para irse a Metaponto. Después de la dispersión de las comunidades itálicas se
tiene noticia de filósofos pitagóricos fuera de la Magna Grecia. El primero es
Filolao, contemporáneo de Sócrates y Demócrito, qué vivió en Tebas en los
últimos decenios del siglo V. En el mismo período sitúa Platón a Timeo de
Locris, de quien no estamos seguros siquiera de que sea un personaje histórico.
En la segunda mitad del siglo IV, el
pitagorismo alcanzó nueva importancia política, gracias a Arquitas, señor de
Tarento, de quien fue huésped Platón durante su viaje por la Magna Grecia.
Después de Arquitas, la filosofía pitagórica parece haberse extinguido, incluso
en Italia. Se adscribe al pitagorismo, aunque no haya sido (como algunos
dicen) discípulo de Pitágoras, el médico de Crotona, Alcmeón, quien repite
algunas de las doctrinas típicas del pitagorismo; pero es notable sobre todo
por haber señalado el cerebro como órgano de la vida espiritual del hombre.
La
doctrina de los pitagóricos tenía esencialmente carácter religioso. Pitágoras se
presenta como el depositario de una sabiduría que la divinidad le ha
transmitido; a esta sabiduría sus discípulos no podían aportar ninguna modificación,
antes bien debían permanecer fieles a la palabra del maestro (ipse dixit). Estaban,
además, obligados a mantener el secreto y por esto la escuela se envolvía en
misterios y en símbolos que velaban ante los profanos el significado de su
doctrina.
La
Metafísica y el número
La
doctrina fundamental de los pitagóricos consiste en que la sustancia de las
cosas es el número.
Según Aristóteles (Met., I, 5),
los pitagóricos, que habían sido los primeros que hicieron progresar la
matemática, creyeron que los principios de la matemática fuesen los principios
de todas las cosas; y puesto que los principios de las matemáticas son los
números, les pareció ver en éstos, más que en el fuego, en la tierra o en el
aire, muchas semejanzas con las cosas que son o que devienen. Aristóteles
opina, por tanto, que los pitagóricos atribuyeron al número la función de causa
material que los jonios atribuían a un elemento corpóreo: lo cual resulta, sin
duda, una indicación preciosa para entender el significado del pitagorismo,
pero no es aún suficiente para hacerlo claro. En realidad, si los jonios para
explicar el orden del mundo recurrían a una sustancia corpórea, los pitagóricos
consideran este orden mismo como la sustancia del mundo. El número como sustancia
del mundo es la hipóstasis del orden mensurable de los fenómenos.
El
gran descubrimiento de los pitagóricos, el descubrimiento que determina su
importancia en la historia de la ciencia occidental, consiste precisamente en
la importancia fundamental que concedieron a la medida matemática para entender
el orden y la unidad del mundo. Veremos que la última fase del
pensamiento platónico está dominada por la misma preocupación: hallar aquella ciencia de la medida que es
al mismo tiempo fundamento del ser en sí y de la existencia humana. Los
pitagóricos dieron antes que nadie expresión técnica a la aspiración
fundamental del espíritu griego hacia la medida, aquella aspiración que Solón
expresaba diciendo: "La cosa más difícil de todas es aprehender la
invisible medida de la sabiduría, única que lleva en sí los límites de
todas las cosas." Como sustancia del mundo, el número es el modelo
originario de las cosas (Ib., I, 6, 987 b, 10), puesto que constituye,
en su perfección ideal, el orden en ellas implícito. El número es, pues, sustancia incluso en el sentido de la normatividad,
del deber ser; y el concepto de la sustancia originaria adquiere así, gracias a
los pitagóricos, una determinación fundamental.
El concepto de número como orden
mensurable permite eliminar la ambigüedad entre significado aritmético y
significado espacial del número pitagórico, ambigüedad que ha dominado las
interpretaciones antiguas y recientes del pitagorismo. Aristóteles dice que los
pitagóricos trataron los números como magnitudes espaciales (Ib. XIII,
6, 1080 b, 18) y refiere también la opinión de que las figuras
geométricas eran el elemento sustancial en que los cuerpos consisten (Ib., VII,
2, 1028 b, 15). Sus comentadores van aún más allá, sosteniendo
que los pitagóricos consideraron las figuras geométricas como principios de la
realidad corpórea y redujeron estas figuras a un conjunto de puntos,
considerando a su vez los puntos como unidades extensas (Alejandro, In met.,
I, 6, 987 b, 33, ed. Bonitz, p. 41). E intérpretes recientes
insisten en considerar el significado geométrico como el único que permite
entender el principio pitagórico que todo resulta compuesto de números. En
realidad, si por número se entiende el orden mensurable del mundo, el
significado aritmético y el significado geométrico resultan fundidos, puesto
que la medida supone siempre una magnitud espacial ordenada, por lo tanto,
geométrica, y al mismo tiempo un número que la exprese. Se puede decir que el verdadero significado del número pitagórico se
expresa mediante aquella figura sagrada, la tet rakt u) j, por la cual los
pitagóricos tenían la costumbre de jurar y que era la siguiente:
La
tet rakt u) j representa el número 10, como el triángulo que tiene el 4 por
lado. La figura constituye, pues, una disposición geométrica que expresa un
número, o un número expresado mediante una disposición geométrica: el concepto
que esta disposición presupone es el del orden mensurable.
COSMOLOGÍA
Y ANTROPOLOGÍA
Con
mayor o menor conformidad con la doctrina metafísica del número, los
pitagóricos desarrollaron una doctrina cosmológica y antropológica de la cual
sólo conocemos escasos elementos. Filolao afirmó el principio de que la
diversidad de los elementos corpóreos (agua, aire, fuego, tierra y éter) dependen
de la diversidad de la forma geométrica de las partículas más menudas que los
componen.
Esta doctrina, que en él se encuentra apenas esbozada, se precisa en el Timeo
de Platón, quien atribuyó a cada elemento la constitución de un determinado
sólido geométrico; pero esta precisión, hecha posible gracias al desarrollo dado a la geometría del espacio por
el matemático Teetetes (que da título al homónimo diálogo de Platón), no le era
posible a Filolao. Acerca de la
formación del mundo, los pitagóricos pensaban que en el corazón del universo
hay un fuego central, que llaman madre de los dioses, porque de él proviene la
formación de los cuerpos celestes; o también Hestia, el hogar o altar del
universo, la ciudadela o el trono de Zeus, porque es el centro del que emana la
fuerza que conserva al mundo. Por este fuego central son atraídas las partes
más cercanas de lo ilimitado que lo circunda (espacio o materia infinita),
partes que se ven limitadas por esta atracción y, por tanto, plasmadas en el
orden. Este proceso, repetido a menudo, conduce a la formación del universo
entero, en el cual, por lo mismo, según Aristóteles refiere (Met., XII,
7, 1072 b, 28), la perfección no se halla al principio, sino al fin.
Es de notar que de conformidad con esta cosmogonía, los pitagóricos logran
una doctrina cosmológica que les coloca entre los primeros precursores de
Copérnico. Conciben el mundo como una esfera, en cuyo centro hay el fuego
originario, y a su alrededor se mueven, de occidente a oriente, diez cuerpos
celestes; el cielo de las estrellas fijas, que es el más lejano del centro, y
luego, a distancias cada vez menores, los cinco planetas, el sol, que como una
gran lente recoge los rayos del fuego central y los refleja alrededor, la luna,
la tierra y la antitierra, un planeta hipotético que los pitagóricos admitían
para completar el número sagrado de diez. El límite extremo del universo debía
estar formado por una esfera envolvente de fuego correspondiente al fuego celeste.
Las estrellas están fijas en esferas transparentes, cuya rotación las hace
girar (Aristóteles, De Coelo, II, 13).
Así
como cualquier cuerpo movido velozmente produce un sonido musical, lo mismo
ocurre también en los cuerpos celestes: el movimiento de las esferas produce
una serie de tonos musicales que forman en su conjunto una octava. Los hombres
no perciben estos sones, porque los han oído ininterrumpidamente desde su
nacimiento o también porque sus oídos no son adecuados para percibirlos.
Como
cualquier otra cosa, el alma humana es armonía: la armonía entre los elementos
contrarios que componen el cuerpo. A esta doctrina, expuesta por Simmias,
discípulo de Filolao, en el Fedón platónico, el mismo Platón objeta que,
como armonía, el alma no podría ser inmortal, porque dependería de los
elementos corpóreos, que se disuelven con la muerte. Y esta objeción pareció
tan seria, que se ha negado que la doctrina del alma-armonía se entendiera por
los pitagóricos en el sentido explicado por Platón y se la ha llevado, por el
contrario, a la interpretación de Claudiano Mamerto (De statu animae, II,
7; v. par. 170), según la cual la armonía sería más bien la conveniencia, esto
es, el vínculo que une el alma y el cuerpo. En realidad, si se mantiene
firmemente el principio pitagórico de que la armonía es número y el número es
sustancia, la objeción platónica pierde valor: es la armonía lo que determina y condiciona la mezcla de los elementos
corpóreos, sin ser ésta condición de aquélla.
A
la doctrina de la armonía se vincula igualmente la ética pitagórica, con su
definición de la justicia. La justicia es un número cuadrado; consiste en el
número igual multiplicado por el número igual, porque restituye lo igual por lo
igual. Por esto los pitagóricos la indican con el cuatro, que es el primer
número cuadrado, o con el nueve, que es el primer número cuadrado impar. En
cuanto a lo demás, la ética pitagórica es de carácter religioso; su precepto
fundamental consiste en seguir la divinidad y en hacerse semejante a ella.
Las máximas y prescripciones de
carácter práctico que constituyen el patrimonio ético de la escuela no ofrecen
un especial significado filosófico más que en cuanto, tal vez, se empieza a
entrever en ellas la subordinación de la acción a la contemplación, de la moral
práctica a la sabiduría, que saldrá triunfante con el platonismo. El pitagorismo subrayó la purificación del
alma, que las demás sectas análogas veían en forma de rito y prácticas propiciatorias,
por medio de la actividad teorética, única capaz de sustraer el alma a la
cadena de los nacimientos y de reconducirla a la divinidad.
Fuente: Abbagnado Nicolas, Historia de la Filosofia
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