La filosofía presocrática está
dominada por el problema cosmológico hasta los sofistas. No excluye al hombre
de sus consideraciones; pero ve en él solamente una parte o un elemento de la
naturaleza y no el centro de un problema específico. Para los presocráticos,
los mismos principios que explican la constitución del mundo físico explican
también la del hombre.
Les es ajeno el reconocimiento de
los caracteres específicos de la existencia humana y, por eso, les es ajeno el
problema de lo que es el hombre en su subjetividad como principio autónomo de
la investigación. Es tarea de la
filosofía presocrática rastrear y reconocer, más allá de las apariencias
múltiples y continuamente mudables de la naturaleza, la unidad que hace de ésta
un mundo: la única sustancia que constituye su ser, la ley única que
regula su devenir. La sustancia es para los presocráticos la materia de que
todas las cosas se componen; pero es también la fuerza que explica su
composición, su nacimiento y su muerte, su perpetua mutación. Es su
principio no sólo en el sentido de que explica su origen sino también y sobre
todo en el sentido de que hace inteligible y reunifica aquella multiplicidad y
mutabilidad de las cosas que parece, a primera vista, tan rebelde a cualquier
consideración unitaria. De ahí se desprende el carácter activo y dinámico que
la naturaleza, la fysis, tiene para los presocráticos: no es una
sustancia inmóvil, sino la sustancia como principio de acción y de
inteligibilidad de todo lo que es múltiple y deviene. De esto deriva también el
llamado hilozoísmo de los presocráticos: la convicción implícita de que la
sustancia corpórea primordial encierra en sí misma una fuerza que la hace
moverse y vivir.
La filosofía presocrática, a
pesar de la simplicidad del tema de su especulación y del grosero materialismo
de muchas de sus concepciones, ha conquistado por primera vez la posibilidad
especulativa de concebir la naturaleza como un mundo y establecido como base de
tal posibilidad a la sustancia, entendida como principio del ser y del
devenir. Es un hecho indudable que esas conquistas se refieren exclusivamente
al mundo físico; pero es igualmente indudable que comportan, al menos
implícitamente, otras tantas conquistas referentes al mundo propio del hombre,
su vida interior. El hombre no puede emprender una indagación del mundo como objetividad,
sin que se le clarifique su subjetividad, el reconocimiento del mundo como lo otro
respecto a uno mismo está condicionado por el reconocimiento de sí mismo
como yo; y viceversa. El hombre no puede ir en busca de la unidad de los
fenómenos externos, si no es sensible al valor de la unidad de su vida interior
y de sus relaciones con los otros hombres. El hombre no puede reconocer que una
sustancia constituya el ser y el principio de las cosas externas sino en cuanto
reconozca también el ser y la sustancia de su existencia individual y
colectiva. La investigación que se encamina al mundo objetivo está
necesariamente conexionada con la del mundo propio del hombre. Esta conexión
resulta clara en Heráclito. Plantea el problema del mundo físico unificándolo
esencialmente con el problema del yo; y cada conquista en el primero de estos
campos le parece condicionada por la investigación dirigida a sí mismo:
"Yo me he indagado a mí mismo" (fr. 101, Diels). Aparte Heráclito,
sin embargo, el problema a que intencionadamente se dirige la investigación de
los presocráticos es el cosmológico: todo lo que la investigación dirigida a
este problema implica en el hombre y para el hombre queda sin expresar y
corresponderá ponerlo en claro al siguiente período dé la filosofía griega.
Los
caracteres de cada filosofía son determinados por la naturaleza de sus
problemas; y no cabe duda de que el problema predominante en la filosofía
presocrática es el cosmológico. La tesis propuesta por ciertos
críticos modernos (en contraposición polémica con la de Zeller sobre el
carácter meramente naturalista de la filosofía presocrática) acerca de la
inspiración mística de tal filosofía, inspiración de la cual procedería su
tendencia a considerar antropomórficamente el universo físico, se funda en
afinidades arbitrarias carentes de base histórica. Por otra parte, esta tesis
se origina en la última fase de la filosofía griega que, por su inspiración
religiosa, trata de fundarse en una sabiduría revelada y garantizada por la
tradición; y precisamente saca de esta fase los testimonios sobre los cuales se
funda la proporción de verosimilitud que posee. Pero es notorio que los neopitagóricos,
neoplatónicos, etc., fabricaban los testimonios que habían de servir para
fundamentar el carácter religioso-tradicional de sus doctrinas.
Es imposible hacer gravitar toda
la consideración de la filosofía griega sobre los presupuestos aceptados por
ellos: especialmente cuando el mayor mérito de los primeros filósofos griegos
ha sido el de haber aislado un problema específico determinado, el del mundo,
saliendo de la confusión caótica de problemas y de exigencias que se
entrecruzan en las primeras manifestaciones filosóficas de los poetas y de los
profetas más antiguos. Los pensadores presocráticos verificaron por primera vez
aquella reducción de la naturaleza a objetividad, que es condición primaria de
toda consideración científica de la naturaleza; reducción que es precisamente
lo más opuesto a la confusión entre la naturaleza y el hombre, propia del
misticismo antiguo.
Es un hecho indudable (como se ha
dicho) que la investigación naturalista implica el sentido de la subjetividad
espiritual o contribuye a formarlo; mas este hecho no se debe a una influencia
religiosa sobre la filosofía sino que más bien es inherente al mismo filosofar;
es un nexo que los problemas establecen en la vida misma de los filósofos que
los debaten.
TALES
El fundador de la escuela jónica
es Tales de Mileto, contemporáneo de Solón y de Creso. Su acmé, o sea su
florecimiento se sitúa hacia el año 585muerte se hace coincidir con el 546-45. Tales
fue político, astrónomo, matemático y físico además de filósofo.
Como
político impulsó a los griegos de Jonia, como relata Herodoto (I, 170), a
unirse en un estado federal con capital en Teos. Como astrónomo predijo un
eclipse solar (probablemente el del 28 de marzo del 585 antes de J. C.). Como
matemático estableció varios teoremas de geometría. Como físico descubrió las
propiedades del imán.
De su fama de sabio continuamente absorto en la especulación da testimonio la
anécdota referida por Platón (Teet., 174 e) de que, observando el
cielo se cayó en un pozo, cosa que provocó la risa de una sirvienta tracia.
Otra anécdota contada por Aristóteles (Pol., I, 11, 1259 a) tiende,
por el contrario, a destacar su habilidad como hombre de negocios: previendo
una abundantísima cosecha de aceitunas, arrendó todos los molinos de la comarca
y los subarrendó luego a un precio mucho más alto a sus mismos propietarios. Se
trata probablemente de anécdotas espúreas referidas de Tales más como símbolo y
encarnación del sabio que como persona concreta. Pues la última de ellas (como
observa el propio Aristóteles) trata de demostrar que la ciencia no es inútil,
sino que ordinariamente los científicos no la usan (como podrían) para
enriquecerse.
No parece que haya dejado
escritos filosóficos. Debemos a
Aristóteles el conocimiento de su doctrina fundamental (Met., I, 3, 983 b,
20): "Tales dice que el principio es el agua, por la cual afirmaba
también que la tierra se sostiene sobre el agua; quizá sus razones fueran el
ver que el alimento de todas las cosas es húmedo y que lo cálido se engendra y
vive en la humedad; pues aquello de que todo se engendra es el principio de
todo. Por eso siguió tales conjeturas y también porque las semillas de todas
las cosas son de naturaleza húmeda y el agua es para lo húmedo el principio de
su naturaleza." Aristóteles observa que esta creencia es antiquísima;
Homero ha cantado a Océano y Tetis como principios de la generación. Así pues, Aristóteles sólo presenta un argumento como
propio de Tales: el de que la tierra se sostiene sobre el agua: el agua es aquí
sustancia en el más simple de los significados, como lo que está debajo (subiectum)
y sostiene. El otro argumento (la generación de lo húmedo) es aducido
solo como probable; quizás es una conjetura de Aristóteles. Tales creía unida al agua una fuerza
activa, vivificante y transformadora: tal vez en este sentido decía que
"todo está lleno de dioses" y que el imán tiene alma porque atrae al
hierro.
ANAXIMANDRO
Conciudadano y contemporáneo de
Tales, Anaximandro nació en el 610-9 (tenía 64 años cuando descubrió la
oblicuidad del Zodíaco en el 547-46). También fue político y astrónomo. Es el primer autor de escritos filosóficos de
Grecia; su obra en prosa Acerca de la naturaleza señala una etapa
notable de la especulación cosmológica entre los jonios. Usó por primera vez el
nombre de principio (arché) para referirse a la sustancia única; y encontró
tal principio no en el agua o en el aire o en otro elemento determinado, sino
en el infinito (ápeiron) o sea en la cantidad infinita de materia, de la
cual se originan todas las cosas y en la cual todas se disuelven, cuando
termina el ciclo que tienen impuesto por una ley necesaria. Este principio
infinito abraza y gobierna a todas las cosas; por su parte es inmortal e
indestructible y, por lo tanto, divino. No lo concibe como una mezcla (migma)
de los distintos elementos en la cual esté cada uno comprendido con sus
cualidades peculiares, sino más bien como materia en que aún no se han
diferenciado los elementos y que, así, además de infinita es indefinida
(aóriston) (Diels, A 9 a).
Estas precisiones constituyen ya
un enriquecimiento y un desarrollo de la
cosmología de Tales. En primer lugar, el carácter indeterminado de la sustancia
primordial, no identificada con ninguno de los elementos corpóreos, a la
vez que permite comprender mejor la derivación de éstos como otras tantas
especificaciones y determinaciones de aquélla, la priva de todo carácter de verdadera y propia corporeidad,
convirtiéndola en una pura masa cuantitativa o espacial. Estando de hecho
ligada la corporeidad al carácter determinado de los elementos particulares, el
ápeiron no puede distinguirse de ellos sino por estar privado de las
determinaciones que constituyen la corporeidad sensible de los mismos y, así,
porque se reduce al infinito espacial.
Aunque
no pueda encontrarse en Anaximandro el concepto de espacio incorpóreo, la
indeterminación del ápeiron, al reducirlo a la espacialidad, lo convierte
necesariamente en un cuerpo determinado solamente por su magnitud espacial. Tal
magnitud es infinita y, como tal, lo abarca y lo gobierna todo (Diels, A 15).
Estas determinaciones y sobre todo la primera, hacen del ápeiron una
realidad distinta del mundo y trascendente: lo que abarca está siempre fuera y
más allá de lo que resulta abarcado, aunque en relación con ello. Así pues, el
principio que Anaximandro establece como sustancia originaria merece el nombre
de "divino".
Las propias exigencias de la explicación naturalista conducen a Anaximandro a
una primera elaboración filosófica de lo trascendente y lo divino,
sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito. Mas el infinito es
también lo que gobierna al mundo: no es, pues, sólo la sustancia sino también
la ley del mundo.
Anaximandro es el primero en
plantearse el problema del proceso a través del cual las cosas se derivan de la
sustancia primordial. Tal proceso es la separación. La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en virtud
del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y húmedo, etc.
Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos, que se suceden
según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su
nacimiento, de su duración y de su fin. "Todos los seres deben pagarse
unos a otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo"
(fr.1, Diels). Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el
mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte
en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero
¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos deben expiar?
Evidentemente, se debe a la constitución misma y, así, al nacimiento de los seres,
ya que ninguno de ellos puede evitarla, así como no puede sustraerse a la pena.
El nacimiento es, como se ha visto, la separación de los seres de la sustancia
infinita. Evidentemente, tal separación equivale a la rotura de la unidad, que
es propia del infinito; es la infiltración de la armonía. Pues con la
separación se determina la condición propia de los seres finitos: múltiples,
distintos y opuestos entre sí, inevitablemente destinados, por ello, a expiar
con la muerte su propio nacimiento y a volver a la unidad.
A pesar de los siglos y de la
escasez de las noticias que nos han llegado, todavía podemos darnos cuenta, por
estos vestigios, de la grandeza de la personalidad filosófica de Anaximandro. Fundamentó la unidad del mundo no sólo en
la de su sustancia, sino también en la unidad de la ley que lo gobierna. Y en
esta ley no ha visto una necesidad ciega, sino una norma de justicia. La unidad
del problema cosmológico con el humano está aquí latente: Heráclito la sacará a
la luz del día.
Mientras tanto, la misma
naturaleza de la sustancia primordial conduce a Anaximandro a admitir una
infinidad de mundos. Se ha visto que infinitos mundos se suceden según un ciclo
eterno; mas ¿son los mundos también infinitos contemporáneamente en el espacio
o sólo sucesivamente en el tiempo? Un testimonio de Aecio cuenta a Anaximandro
entre los que admiten innumerables mundos que circundan por todos lados el que nosotros
habitamos; y hay un testimonio análogo en Simplicio, que pone junto a
Anaximandro a Leucipo, Demócrito y Epicuro (Diels, A 17).
Cicerón (De nat. deor., I,
10, 25), copiando a Filodemo, autor de un tratado sobre la religión hallado en
Herculano, dice: "Era opinión de Anaximandro que hay divinidades que
nacen, crecen y mueren a largos intervalos y que tales divinidades son mundos
innumerables." En realidad es difícil negar que Anaximandro haya admitido
una infinidad de mundos en el espacio. Puesto que, si el infinito abarca todos
los mundos, debe pensarse que, con ello, no sólo alcanza más allá de un único
mundo sino también de otros y otros más.
Solamente en relación con
infinitos mundos puede concebirse la infinitud de la sustancia primordial, que
lo abraza y trasciende todo. Anaximandro tuvo un modo original de considerar la
forma de la tierra: es un cilindro que gravita en medio del mundo sin
sostenerse en ningún sitio porque, hallándose a igual distancia de todas
partes, no es empujado a moverse por ninguna de ellas. Respecto a los hombres, no se trata de seres originarios de la
naturaleza. En efecto, no pueden alimentarse por sí mismos y, por tanto, no
hubieran podido sobrevivir, si desde el comienzo hubieran nacido tal como nacen
ahora. Han debido, pues, originarse a partir de otros animales. Nacieron dentro
de los peces y después de haber sido alimentados, al ser ya capaces de
protegerse por sí mismos, fueron expulsados y pisaron tierra. Teorías extrañas
y primitivas que, sin embargo, muestran de la manera más decisiva la exigencia
de hallar una explicación puramente naturalista del mundo y la de atenerse a
los datos de la experiencia.
ANAXIMENES
Anaxímenes de Mileto, más joven
que Anaximandro y quizá discípulo suyo, floreció hacia el 546-45 y murió hacia
el 528-25 (63.a Olimpiada). Al igual que
Tales, reconoce como principio una materia determinada, que es el aire; pero
a esta materia atribuye los caracteres del principio de Anaximandro: la
infinitud y el movimiento perpetuo. También veía en el aire la fuerza que
anima el mundo: "Tal como nuestra alma, que es aire, nos sostiene, así el
soplo y el aire circundan al mundo entero" (fr.2, Diels). El mundo es como
un gigantesco animal que respira: y su aliento es su vida y su alma. Del aire
nacen todas las cosas que hay, que fueron y que serán, incluso los dioses y las
cosas divinas. El aire es principio de movimiento y de toda mutación. Anaxímenes
llega a decirnos incluso de qué modo el aire determina la transformación de las
cosas: se trata del doble proceso de la rarefacción y de la condensación.
Al enrarecerse, el aire se vuelve fuego; al condensarse se hace viento,
después nube y, volviéndose a condensar, agua, tierra y luego piedra. También
el calor y el frío se deben al mismo proceso: la condensación produce el frío,
la rarefacción, el calor.
Como Anaximandro, Anaxímenes
admite el devenir cíclico del mundo; de ahí su disolución periódica en el
principio originario y su periódica regeneración a partir del mismo.
Posteriormente la doctrina de Anaxímenes
fue sostenida por Diógenes de Apolonia, contemporáneo de Anaxágoras. La acción
que Anaxágoras atribuía a la inteligencia la atribuyó Diógenes al aire, que
todo lo penetra y como alma y soplo (pneuma) crea la vida, el movimiento
y el pensamiento en los animales. Por eso, según Diógenes, el aire es increado,
luminoso, inteligente, lo ordena y domina todo.
HERÁCLITO
La especulación de los jonios
culmina en la doctrina de Heráclito, que por primera vez aborda el problema
mismo de la investigación y del hombre que la emprende. Heráclito de Efeso
perteneció a una familia noble de su ciudad, fue contemporáneo de Parménides y,
como él, floreció hacia el 504-01 antes de J. C. Es autor de una obra en prosa que fue después conocida con el acostumbrado
título Acerca de la naturaleza, constituida por aforismos y sentencias
breves y tajantes, no siempre claras, que le valieron el sobrenombre de
"oscuro".
El
punto de partida de Heráclito es la comprobación del incesante devenir de las
cosas. El mundo es un flujo perpetuo: "No es posible meterse dos veces en
el mismo río ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado; a
causa de la velocidad del movimiento todo se dispersa y se recompone de nuevo,
todo viene y va" (fr. 91, Diels). La sustancia que sea principio del mundo
debe explicar el incesante devenir de éste con su propia y extrema movilidad;
Heráclito la identifica con el fuego. Pero puede
decirse que en su doctrina el fuego pierde todo carácter corpóreo: es un principio activo, inteligente y
creador. "Este mundo, que es el mismo para todos, no ha sido creado por
ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que fue siempre, es y será fuego
eternamente vivo que se enciende según un orden regular y se apaga según un
orden regular" (fr. 30, Diels). Así que el cambio es un salir del fuego o
un retorno al mismo. "Con el fuego se intercambian todas las cosas y el
fuego se intercambia con todas ellas, así como el oro se intercambia con
las mercancías y las mercancías con el oro" (fr. 90, Diels).
La
afirmación de que "este mundo" es eterno y de que la mutación es un intercambio
incesante con el fuego, excluyen evidentemente el concepto, que los estoicos
atribuyeron a Heráclito, de una conflagración universal, mediante la cual todas
las cosas retornarían al fuego primitivo. En efecto, el incesante intercambio
entre las cosas y el fuego implica que no todo se reduzca al fuego, así como el
intercambio entre las mercancías y el oro implica que no todo se reduce al oro.
Pero estos fundamentos de una
teoría de la naturaleza son presentados por Heráclito como resultado de una
sabiduría difícil de adquirir e ignorada por la mayor parte de los hombres. En
las palabras iniciales de su libro, Heráclito se lamentaba de que los hombres,
a pesar de haber escuchado al logos, la voz de la razón, se olvidan de
ella tanto en las palabras como en las obras de modo que no saben lo que hacen
despiertos, de la misma manera que no saben lo que hacen dormidos (fr. 1,
Diels). A lo largo de toda la obra se mantenía una polémica contra la sabiduría
aparente de quien sabe muchas cosas pero no comprende ninguna: a tal sabiduría
se opone la investigación de los filósofos, que se dirige efectivamente a
múltiples objetos (fr. 35, Diels), pero los reduce todos a una unidad (fr. 41,
Diels). Heráclito es verdaderamente el
filósofo de la investigación. En él alcanza por primera vez la investigación
filosófica conciencia de su naturaleza y de sus supuestos.
No en vano el mismo término
filosofía es usado y explicado por él en su sentido propio (§ 2). Según Heráclito, la misma naturaleza exige
la investigación: en efecto, a ella "le gusta ocultarse" (fr.
123, Diels). A la investigación se le abre el más vasto de los horizontes:
"Si no esperas no hallarás lo inesperado, que es inaccesible y no se puede
encontrar" (fr. 18, Diels). Mas no se oculta la dificultad y el riesgo de
la investigación: "Los buscadores de oro excavan mucha tierra, pero
encuentran poco" (fr. 22, Diels).
Se detiene especialmente en las
condiciones que la hacen posible. La primera consiste en que el hombre se observe a sí mismo: "Yo
me he investigado a mí mismo", dice (fr. 101, Diels). La investigación
dirigida al mundo natural está condicionada por la luz que el hombre pueda
lanzar sobre su propio ser. La investigación interior descubre
profundidades infinitas: " No encontrarás los confines del alma, su razón
es tanto más profunda cuanto más te adentres en ella" (fr. 45, Diels). La investigación interior abre al hombre
sucesivas zonas de profundidad, que nunca se agotan: la razón, la ley última
del yo, aparece continuamente más allá, en una profundidad cada vez más lejana
y al mismo tiempo cada vez más íntima. Pero esta razón, que es la ley del alma,
es además ley universal. La segunda y fundamental condición de la investigación
es la comunicación entre los hombres. El pensamiento es común a todos, según
Heráclito (fr. 113, Diels). "Es preciso seguir lo que es común a todos,
porque lo que es común es general" (fr. 2, Diels). "Quien quiera
hablar inteligentemente debe sacar fuerza de lo que es común a todos, como la
ciudad saca fuerza de la ley y más aún. Ya que todas las leyes humanas se
alimentan de una única ley divina y ésta domina todo lo que quiere, es
suficiente para todo y todo lo supera" (fr. 114, Diels). Así pues, el hombre no sólo debe dirigir la investigación
hacia sí mismo, sino también y con el mismo impulso, a aquello que lo
vincula a los demás: el logos que constituye la esencia más profunda del
nombre individual es también lo que une a los hombres entre sí en una comunidad
de naturaleza. Este logos es como la ley para la ciudad, es él mismo la
ley, ley suprema que lo rige todo: el hombre individual, la comunidad de
los hombres y la naturaleza exterior. No es solamente la racionalidad sino el
ser mismo del mundo: así es como se manifiesta en todas las facetas de la
investigación. Heráclito plantea constantemente al hombre la alternativa de
estar despierto o dormir: entre el abrirse, mediante la investigación, a la
comunicación interhumana, que le descubre la auténtica realidad del mundo
objetivo; y el encerrarse en su propio pensar aislado, en un mundo ficticio que
no tiene comunicación con los demás (fr. 2, 34, 73, 89). El sueño es el
aislamiento del individuo, su incapacidad para comprenderse a sí mismo, a los
demás y al mundo. La vigilia es la investigación atenta que no se limita a las
apariencias, que consigue la realidad de la conciencia, la comunicación con los
demás y la sustancia del mundo en la única ley (logos) que lo rige todo.
Tal alternativa establece el valor decisivo que la investigación tiene para el
hombre. No es sólo pensamiento (noesis) sino sabiduría para la vida (fronesis);
determina el temperamento del hombre, el ethos, que es su destino
mismo (fr. 119).
Pero Heráclito ha determinado
también cuál es esa ley cuyo significado debe aclarar y profundizar la
investigación. Este fue el gran descubrimiento de Heráclito ya a juicio de los
antiguos; así lo atestigua Filón (Rer. Div. Her., 43): "Lo que
resulta de dos contrarios es uno; y si lo uno se divide, se destacan los
contrarios. ¿No es éste el principio con que, por cuanto justamente afirman los
griegos, su grande y celebérrimo Heráclito encabezaba su filosofía, el
principio que la resume toda y del cual se vanagloriaba como de un nuevo
descubrimiento? “Así pues, el gran
descubrimiento de Heráclito es que la unidad del principio creador no es una
unidad idéntica ni excluye la lucha, la discordia, la oposición. Para entender
la ley suprema del ser, el logos que lo constituye y gobierna, es
preciso unir lo completo y lo incompleto, lo concorde y lo discorde, lo
armónico y lo disonante (fr. 10), y darse cuenta de que la unidad surge de
todos los opuestos y de ella salen todos éstos. "La misma cosa son lo vivo
y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo: ya que cada uno de
estos opuestos, al cambiar, es el otro y, a su vez, este otro es, al cambiar,
aquél" (fr. 88). De la misma manera que en la circunferencia cada
punto es a la vez principio y fin, tal como el mismo camino puede ser recorrido
hacia arriba y hacia abajo (fr. 103, 60), así todo contraste supone una unidad
que constituye el significado vital y racional del contraste mismo. "Lo
que es opuesto une y lo que diverge unifica". "La lucha es la norma
del mundo y la guerra es la común progenitura y señora de todas las cosas".
En estas afirmaciones se encierra la enseñanza fundamental de Heráclito,
aquella enseñanza mediante la cual sostuvo que los hombres no pueden elevarse
sino tras una larga investigación. "Los hombres no saben cómo lo discorde concuerda
consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y de la
lira" (fr. 51). Al modo en que las cuerdas del arco y las de la lira se tienden
para reunir y apretar unas con otras las extremidades opuestas, así la unidad
de la sustancia primordial vincula con el logos a los opuestos sin identificarlos,
sino más bien oponiéndolos. La armonía
no es para Heráclito la síntesis de los opuestos, la conciliación y anulación
de su oposición; sino que es la unidad que subyace precisamente a la oposición
y la hace posible, Homero, que había dicho: "Ojalá pueda la discordia
desaparecer entre los dioses y entre los hombres", contesta Heráclito:
"Homero no se percata de que ruega por la destrucción del universo; si su
plegaria fuera escuchada, perecerían todas las cosas" (Diels, A 22). La
tensión es una unidad (es decir, una relación) que sólo puede darse entre las
cosas opuestas en tanto que opuestas. La conciliación, la síntesis la anularía.
Según Heráclito, la unidad propia del mundo es una tensión de este género: no
anula, ni concilia, ni supera el contraste, sino que lo hace ser y lo hace
entender como contraste.
Hegel vio en Heráclito al
fundador de la dialéctica y afirmó que no había proposición de Heráclito que no
la hubiese acogido él en su lógica (Geschichte der Phil., ed. Gockler,
1, p. 343). Pero Hegel había interpretado la doctrina heraclitea de la tensión
entre los opuestos como conciliación o armonía de los opuestos mismos. Según
Heráclito, los opuestos están ciertamente unidos, pero no conciliados: su
estado permanente es la guerra.
Según Hegel, los opuestos se
concilian de continuo y su conciliación es también su "verdad".
Heráclito no es un filósofo optimista que considera (como Hegel) la realidad en
paz consigo misma. Es un filósofo de tendencia amarga y pesimista (por algo la
tradición lo representaba como "lloroso": Hipólito, Refut., I,
4; Séneca, De ira, I I , 10, 5, etc.) que tiene por sueño o ilusión
ignorar la lucha y la discordia de que están constituidas y en la que viven
todas las cosas.
Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofia.
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