Filosofía Antigua: Periodo Cosmologico, Escuelas Pluralistas




Los físicos posteriores

EMPÉDOCLES
El eleatismo, declarando aparente el mundo del devenir y engañoso el conocimiento sensible que le concierne, no ha desviado a la filosofía griega de la investigación naturalista, la cual continúa según la tradición iniciada por los jonios, pero no puede dejar de tener en cuenta las conclusiones del eleatismo. La afirmación de que la sustancia del mundo es una sola y ella sola es el ser, no permite salvar la realidad de los fenómenos y explicarlos. Si se quiere sostener que el mundo del devenir es real dentro de ciertos límites, se debe admitir que el principio de la realidad no es único, sino múltiple. En este camino se sitúan los físicos del siglo V, buscando la explicación del devenir en la acción de una multiplicidad de elementos, cualitativa o cuantitativamente diversos.
Empédocles de Agrigento nació hacia el 492 y murió alrededor de los 60 años. Hijo de Metón, que ocupó un puesto importante en el gobierno democrático de la ciudad, intervino en la vida política y fue al propio tiempo médico, taumaturgo y hombre de ciencia. El mismo presenta su doctrina como un instrumento eficaz para dominar las fuerzas naturales e incluso para recuperar del Hades la vida de los difuntos (fr. 111, Diels). Su figura de mago (o de charlatán) está iluminada por las leyendas que se formaron respecto a su muerte. Sus secuaces dijeron que fue llevado al cielo durante la noche; sus adversarios, que se había precipitado en el cráter del Etna para que le creyeran un Dios (Diels, A 16).
Empédocles fue, después de Parménides, el único filósofo griego que expuso en verso sus doctrinas filosóficas. Su ejemplo no fue seguido en la antigüedad más que por Lucrecio, quien le dedicó un magnifico elogio (De rer. nat., I, 716 sigs.). Nos quedan de él fragmentos más abundantes que de cualquier otro filósofo presocrático, pertenecientes a dos poemas, Sobre la naturaleza y Purificaciones: el primero es de carácter cosmológico, el segundo es de carácter teológico y se inspira en el orfismo y en el pitagorismo.
Empédocles es consciente de los límites del conocimiento humano. Los poderes cognoscitivos del hombre son limitados; el hombre ve sólo una pequeña parte de una "vida que no es vida" (porque se desvanece pronto) y conoce solo aquello con que casualmente se encuentra. Pero precisamente por esto no puede renunciar a ninguno de sus poderes cognoscitivos: necesita servirse de todos los sentidos y también del intelecto, para ver cada cosa en su claridad. Al igual que Parménides, Empédocles sostiene que el ser no puede nacer ni perecer; pero a diferencia de Parménides quiere explicar la apariencia del nacimiento y de la muerte y la explica recurriendo a la mezcla y a la disolución de las cosas mezcladas. El mezclarse de los elementos que componen las cosas es el nacimiento, su disolverse es la muerte. El ser inmutable no es, pues, una sustancia única: se compone de elementos, que son cuatro: fuego, agua, tierra y aire.
El nombre de "elemento" aparece en la terminología filosófica más tarde, con Platón: Empédocles habla de las "cuatro raíces de todas las cosas". Estas cuatro raíces están animadas por dos fuerzas opuestas: el Amor (Φιλια) que tiende a unirlas y la Discordia u Odio (Νηικος) que tiende a desunirlas. El Amor y la Discordia son dos fuerzas cósmicas, de naturaleza divina, cuya acción se sucede en el universo determinando, con su alternancia, las fases del ciclo cósmico.
Hay una frase en la que domina completamente el Amor y es el Sfero, en el cual todos los elementos están perfectamente unificados y ligados en la más completa armonía. Pero en esta fase no hay sol ni tierra ni mar, porque no hay más que un Todo uniforme, una divinidad que goza de su soledad (fr. 27, Diels). La acción de la Discordia rompe esta unidad y comienza a introducir la separación de los elementos. Pero en esta fase, la separación no es destructiva: hasta cierto punto, determina la formación de las cosas tal como son en nuestro mundo, el cual es el producto de la acción combinada de las dos fuerzas y está a medio camino entre el reino del Amor y del Odio.
Al continuar el Odio en su acción, las cosas mismas se disuelven y se produce el reino del caos: el puro dominio del Odio. Pero entonces, toca de nuevo al Amor volver a comenzar la reunificación de los elementos: a medio camino se forma de nuevo el mundo actual, mezclado de odio y de amor que, por último, retorna al Sfero, desde el cual se reanudará un nuevo ciclo. Aristóteles observó (Met., I, 4, 985 a, 25) que Empédocles no es coherente pues admite al mismo tiempo que el Amor una vez cree el mundo y otra lo destruya; y lo mismo el Odio. Pero Aristóteles hace esta observación porque identifica el Amor y el Odio respectivamente con el Bien y con el Mal (Ib., 985 a, 3). En Empédocles no se da esta identificación. Empédocles está muy lejos de admitir que el Amor, y sólo el Amor, sea el principio del cosmos: lo mismo que Heráclito, está convencido de que la división de los elementos, el odio, la lucha, tengan una parte importante en la constitución del mundo. "Estas dos cosas, escribe él, son iguales e igualmente originarias y cada una tiene su precio y su carácter, predominando alternativamente en la sucesión del tiempo (fr. 17, v. 26,
Diels).
Los cuatro elementos y las dos fuerzas que les mueven son también la condición del conocimiento humano. El principio fundamental del conocimiento es que lo semejante se conoce por lo semejante. "Conocemos la tierra mediante la tierra, el agua mediante el agua, el éter divino mediante el éter, el fuego destructor mediante el fuego, el amor mediante el amor y el odio funesto mediante el odio" (fr. 109). El conocimiento se produce mediante el encuentro entre el elemento que reside en el hombre y el mismo elemento fuera del hombre. Los efluvios que provienen de las cosas producen la sensación cuando se adaptan a los poros de los órganos de los sentidos por su tamaño; en caso contrario, permanecen inadvertidos (Diels, A 86). Empédocles no formula ninguna distinción entre el conocimiento de los sentidos y el del intelecto; también este último se produce de la misma manera gracias a un encuentro de los elementos externos con los internos. En las Purificaciones, Empédocles vuelve a la doctrina órfico-pitagórica de la metempsícosis. Hay una ley necesaria de justicia que hace expiar a los hombres, a través de una serie sucesiva de nacimientos y de muertes, los pecados con que se mancharon (fr. 115). Empédocles presenta esta doctrina como su destino personal: "Fui un tiempo niño y niña, arbusto y pájaro y mudo pez del mar" (fr. 117). Y deplora la felicidad de la antigua morada:
"De qué honores, de qué altura de felicidad he caído para errar aquí, por la tierra, entre los mortales" (fr. 119).

ANAXÁGORAS
Anaxágoras de Clazomene, nacido en el 499-98 a. de J. C. y muerto en el 428-27, es presentado por la tradición como un hombre de ciencia absorto en sus especulaciones y extraño a cualquier actividad práctica. Para poderse ocupar de sus investigaciones, cedió cuanto poseía a sus parientes.
Interrogado sobre el objetivo de su vida, respondió orgullosamente que era vivir "para contemplar el sol, la luna y el cielo". A quien le reprochaba que no le importaba nada su patria, respondió: "Mi patria me importa muchísimo", indicando con la mano el cielo (Diels, A 1). Fue el primero que introdujo la filosofía en Atenas, gobernada entonces por Pericles, cuyo amigo y maestro fue; pero acusado de impiedad por los enemigos de Pericles y obligado a regresar a Jonia, se estableció en Lampsaco. Nos quedan algunos fragmentos del primer libro de su obra Sobre la naturaleza.
También Anaxágoras acepta el principio de Parménides de la sustancial inmutabilidad del ser. ''Respecto al nacer y al perecer, dice (fr. 17), los griegos no tienen una opinión justa. Nada nace ni perece, antes bien, cada cosa se compone de cosas ya existentes o se descompone en ellas. Y así deberían llamar más bien reunirse al nacer y separarse al perecer". Al igual que Empédocles, admite que los elementos son cualitativamente distintos unos de otros; pero a diferencia de Empédocles, sostiene que tales elementos son partículas invisibles que llama semillas. Una consideración fisiológica es base de su doctrina. Empleamos un alimento simple y de una sola especie, el pan y el agua, y de este alimento se forman la sangre, la carne, los pelos, los huesos, etc. Es preciso, pues, que en el alimento haya partículas que engendran todas las partes de nuestro cuerpo, partículas visibles sólo para la mente. Anaxágoras ha sustituido así como fundamento de la física la consideración biológica a la consideración cosmológica. Las partículas elementales, en cuanto son semejantes al todo que constituyen, fueron llamadas por Aristóteles homeomerías. La primera característica de las semillas u homeomerías es su infinita divisibilidad; la segunda, su infinita agregabilidad. En otros términos, según Anaxágoras, con la división de las semillas no se puede llegar a elementos indivisibles, como tampoco se puede llegar con la agregación de las semillas a un todo máximo, que no haya otro mayor. He aquí el fragmento famoso en el que Anaxágoras expresa este concepto: "No hay un grado mínimo de lo pequeño pero siempre hay un grado menor, siendo imposible que lo que es, deje de ser por división. Pero en cuanto a lo grande siempre hay también uno más grande. Y lo grande es igual a lo pequeño en composición. Considerada en sí misma, toda cosa es al mismo tiempo pequeña y grande" (fr. 3, Diels).
Como se ve, aquella infinita divisibilidad que Zenón asumía para negar la realidad de las cosas, la asume también Anaxágoras como la característica misma de la realidad. La importancia matemática de este concepto es evidente. Por un lado, la noción de que siempre se pueda alcanzar, por división, una cantidad más pequeña de toda cantidad dada, es el concepto fundamental del cálculo infinitesimal. Por otro lado, que toda cosa pueda ser llamada grande o pequeña según el proceso de división o de composición en que esté implicada, es una afirmación que supone la relatividad de los conceptos de grande y pequeño.
Según Anaxágoras, como nunca se llega a un elemento último e indivisible, tampoco se llega nunca ni a un elemento simple, es decir, a un elemento cualitativamente homogéneo que sea, por ejemplo, sólo agua o sólo aire. "En todas las cosas, dice, hay semillas de todas las cosas" (fr. 11).
La naturaleza de una cosa está determinada por las semillas que en ella predominan: parece oro aquella en que prevalecen las partículas de oro, aunque haya en ella partículas de las demás sustancias. Originariamente las semillas estaban mezcladas desordenadamente entre sí y constituían una multitud infinita, bien en el sentido de la magnitud del conjunto, bien en el sentido de la pequeñez de cada una de sus partes. Esta mezcla caótica estaba inmóvil; intervino la Inteligencia (fr. 12) para introducir en ella el movimiento y el orden. Según Anaxágoras, la inteligencia está completamente separada de la materia constituida por las semillas. La inteligencia es simple, infinita y dotada de fuerza propia; y de esta fuerza se vale para producir la separación de los elementos. Pero como las semillas son infinitamente divisibles, la separación de partes producida por la inteligencia no elimina la mezcla: de manera que tanto ahora como en principio, "todas las cosas están juntas" (fr. 6). Si es así, se puede preguntar en que consiste el orden que el entendimiento da al universo. La respuesta de Anaxágoras es que este orden consiste en el predominio relativo que presentan las cosas del mundo, de una determinada especie de semillas: por ejemplo, el agua es tal porque contiene una prevalencia de semillas, aunque también las contenga de todas las demás cosas. Por esta prevalencia, que es el efecto de la acción ordenadora del intelecto, se determina también la separación y la oposición de las cualidades: por ejemplo, de lo raro y de lo denso, de lo frío y de lo caliente, de lo oscuro y de lo luminoso, de lo húmedo y de lo seco (fr. 12, Diels).
Mientras Empédocles había explicado el conocimiento mediante el principio de la semejanza, Anaxágoras lo explica por medio de los contrarios. Sentirnos el frío mediante el calor, lo dulce mediante lo amargo y cada cualidad mediante la cualidad opuesta. Como toda disensión lleva dolor, toda sensación es dolorosa y el dolor se vuelve sensible por su larga duración o mediante el exceso de la sensación (Diels, A 92).
La constitución misma de las cosas introduce un límite en nuestro conocimiento; no podemos percibir la multiplicidad de las semillas que constituyen cada cosa: por eso Anaxágoras dice que "la debilidad de nuestros sentidos nos impide alcanzar la verdad" (fr. 21). Pero añade: "lo que aparece es una visión de lo invisible" (fr. 21 a); y, en efecto, los sentidos nos muestran las semillas que predominan en la cosa que tenemos delante, y nos dan a entender su constitución interna. La importancia de Anaxágoras radica en haber afirmado un principio inteligente como causa del orden del mundo. Platón (Fed., 97 b) lo alaba por esto y Aristóteles por el mismo motivo dice de él: "Quien dijo: 'También hay una mente en la naturaleza, como la hay en los seres vivientes, causa de la belleza y del orden del universo'; pasó por hombre discreto y sus predecesores, comparados con él, parecieron gente que habla al acaso" (Met., I, 3, 984 b). Pero Platón confiesa su desilusión al comprobar que Anaxágoras no se sirve de la mente para explicar el orden de las cosas y recurre a los elementos naturales, y Aristóteles análogamente dice (Ib., I, 4, 985 a, 18) que Anaxágoras utiliza la mente como a un deus ex machina cuantas veces le resulta difícil explicar algo por medio de causas naturales, mientras en los demás casos recurre a todo, menos a la mente. Platón y Aristóteles han indicado justamente así la importancia y los límites de la concepción de Anaxágoras. A pesar de permanecer fiel al método naturalístico de la filosofía joma, Anaxágoras innovó radicalmente la concepción del mundo propia de aquella filosofía, admitiendo una inteligencia divina separada del mundo y causa del orden del mismo.

LOS ATOMISTAS
La escuela de Mileto no acabó con Anaxímenes de Mileto procede también Leucipo (aunque algún escritor le llame de Elea o de Abdera), fundador del atomismo, que puede considerarse el último y más maduro fruto de la investigación naturalista iniciada en la escuela de Mileto. Se sabe tan poco de Leucipo, que hasta se ha podido dudar de su existencia. Epicuro (Diels, 67 A 2) dice que no ha existido nunca un filósofo de tal nombre; y esta opinión la han admitido también historiadores recientes. Según testimonios antiguos, fue contemporáneo de Empédocles y de Anaxágoras y discípulo de Parménides. Sus escritos debieron confundirse con los de Demócrito, con quien se le unía al indicar a los dos fundadores del atomismo antiguo.
Demócrito de Abdera fue el mayor naturalista de su tiempo. Era contemporáneo de Platón, quien, sin embargo, no le nombró nunca. El mismo nos dice (fr. 5, Diels) que era todavía joven, cuando Anaxágoras era viejo; su nacimiento se sitúa en el 460-59 a. de J. C. Las numerosas obras que llevan su nombre, y de las cuales poseemos numerosos fragmentos, La gran ordenación, La pequeña ordenación, Sobre la inteligencia, Sobre las formas, Sobre la bondad del alma, etc., muy probablemente no son todas debidas a él; algunas exponen la doctrina general de la escuela. La fama de Demócrito como hombre de ciencia ha dado lugar a que su figura se estilizase en la de un sabio completamente abstraído de la práctica de la vida. Horacio (Ep., I, 12, 12) cuenta que manadas de ganado saqueaban, paciendo, los campos de Demócrito, en tanto que la mente del hombre de ciencia vagaba lejana. En el reparto de la rica herencia paterna quiso tener su parte en metálico, con lo cual recibió menos, y lo gastó todo en sus viajes por Egipto y entre los caldeos. Cuando su padre vivía todavía, acostumbraba a encerrarse en una casita campestre que servía también de establo; y en ella cierta vez quedó encerrado sin darse cuenta con un buey que su padre había atado allí en espera de llevarlo al sacrificio (Diels, 68 A I). El carácter ligeramente burlón de estas anécdotas lo dibuja como el tipo del sabio distraído.
Parece que Leucipo sentó las bases generales de la doctrina y que Demócrito desarrolló después estas bases, tanto en la investigación física como en la moral. Los atomistas están de acuerdo con el principio fundamental del eleatismo de que sólo el ser es; pero intentan llevar este principio a la experiencia sensible y servirse de él para explicar los fenómenos. Así entienden el ser como lo lleno, el no ser como el vacío y sostienen que lo lleno y lo vacío son los principios constitutivos de todas las cosas. Pero lo lleno no es un todo compacto: está formado por un número infinito de elementos que son invisibles a causa de la pequeñez de su masa.
Si estos elementos fuesen infinitamente divisibles, se disolverán en el vacío; deben ser, pues, indivisibles, y por esto se les llama átomos. Únicamente los átomos son continuos en su interior; los demás cuerpos no son continuos, porque resultan del simple contacto de los átomos y por esto pueden dividirse. La diferencia entre los átomos no es cualitativa, como la de las semillas de Anaxágoras, sino cuantitativa. Los átomos no difieren entre sí por naturaleza, sino solamente por su forma y magnitud. Determinan el nacimiento y la muerte de las cosas mediante la unión y la disgregación; determinan la diversidad y el cambio de las cosas mediante su orden y su posición. Son, según el ejemplo de Aristóteles (Met., I, 4, 985 d), semejantes a las letras del alfabeto, que difieren entre sí por la forma y dan lugar a palabras y a discursos diversos al disponerse y combinarse de distintas maneras. Todas las cualidades de los cuerpos dependen, pues, o de la figura de los átomos o del orden y de la combinación de los mismos. Por eso no todas las cualidades sensibles son objetivas, ni pertenecen verdaderamente a las cosas que las provocan en nosotros. Son objetivas las cualidades propias de los átomos: la forma, la dureza, el número, el movimiento; en cambio, el frío, el calor, los olores, los colores son únicamente apariencias sensibles, provocadas ciertamente por especiales figuras o combinaciones de átomos, pero no pertenecientes a los átomos mismos (fr. 5).
Los átomos están todos animados por un movimiento espontáneo, por el cual chocan entre sí y rebotan, dando origen al nacer, al perecer y al cambio de las cosas. Pero el movimiento está determinado por leyes inmutables.
"Nada, dice Leucipo (fr. 2), acontece sin razón, antes bien todo acontece por una razón y por una necesidad". El movimiento originario de los átomos, haciéndoles rodar y entrechocarse en todas direcciones, produce un torbellino por el que las partes más pesadas son llevadas al centro y las demás son, por el contrario, lanzadas hacia la periferia. Su peso, que las hace tender hacia el centro, es, pues, un efecto del movimiento vertiginoso en que son arrastrados. De este modo se han formado infinitos mundos que incesantemente se engendran y se disuelven.
El movimiento de los átomos explica también el conocimiento humano. La sensación nace de las imágenes (ei)/dwla) que las cosas producen en el alma mediante flujos o corrientes de átomos que emanan de ellas. Toda la sensibilidad se reduce, pues, al tacto; puesto que todas las sensaciones son producidas por el contacto, con el cuerpo del hombre, de los átomos que proceden de las cosas. Pero de este conocimiento, al cual el hombre se encuentra necesariamente limitado, el mismo Demócrito no se da por satisfecho. "En verdad, dice, nada sabemos de nada, antes bien, a cada cual la opinión le viene desde fuera" (fr. 7). "Se debe conocer al hombre con este criterio: que la verdad está lejos de él" (fr. 6). Y, en efecto, las sensaciones de las cuales deriva todo el conocimiento humano, varían de hombre a hombre, varían incluso en el mismo hombre al albur de las circunstancias, de manera que no suministran un criterio absoluto de lo verdadero y de lo falso (Diels, 68 A 112). Estas limitaciones, sin embargo, no afectan al conocimiento intelectual. Aunque éste esté sujeto a las condiciones físicas que se verifican en el organismo (Diels, 68 A 135), es, sin embargo, superior a la sensibilidad, porque permite aprehender, más allá de las apariencias, al ser del mundo: el vacío, los átomos y su movimiento. Allí donde termina el conocimiento sensible, que, cuando la realidad se sutiliza y tiende a resolverse en sus últimos elementos, se vuelve ineficaz, empieza el conocimiento racional, que es un órgano más sutil y alcanza a la realidad misma (Democr., fr. 11). La antítesis entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual es tan precisa como la existente entre el carácter aparente y convencional de las cualidades sensibles y la realidad de los átomos y del vacío. "Se habla convencionalmente, dice Demócrito (fr. 125), de color, de dulce, de amargo; en realidad, no hay más que átomos y vacío".
De tal manera, correspondiendo al contraste entre apariencia y realidad, se mantiene en el atomismo el contraste entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual, a pesar de su común reducción a hechos mecánicos; y ambos contrastes han sido tomados del eleatismo.
El atomismo representa la reducción naturalista del eleatismo. Del eleatismo ha tomado como propia la proposición fundamental: el ser es necesidad; pero ha entendido esta proposición en el sentido de la determinación causal. Parménides expresaba poéticamente el sentido de la necesidad recurriendo a las nociones de justicia o de hado. El atomismo identifica la necesidad con la acción de las causas naturales. Del eleatismo, tomó también la antítesis entre realidad y apariencia; pero esta antítesis la traslada al plano de la naturaleza y la realidad de que se habla es la de los elementos indivisibles de la propia naturaleza. El resultado, que sobrepasa las intenciones de los mismos atomistas, fue encaminar la investigación naturalista hacia su constitución como ciencia independiente y a distinguirse de la investigación filosófica como tal. La constitución de una ciencia de la naturaleza en disciplina particular, como aparece en Aristóteles, fue preparada por la obra de los atomistas, que redujeron la naturaleza a pura objetividad mecánica, con exclusión de cualquier elemento mítico o antropomórfico. La prueba de esta incipiente separación de la ciencia de la naturaleza respecto a la ciencia del hombre se encuentra en el hecho de que Demócrito no establece ninguna relación intrínseca entre una y otra.
La ética de Demócrito no tiene, en efecto, ninguna relación con su doctrina física. El bien más alto para el hombre es la felicidad, y ésta no, reside en las riquezas, sino sólo en el alma (fr. 171). No hacen feliz los cuerpos y la riqueza, sino la justicia y la razón, y donde la razón falta, no se sabe gozar de la vida ni vencer el temor a la muerte. Para los hombres el gozo nace de la mesura del placer y de la proporción de la vida: los defectos y los excesos tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos intensos. Y las almas que se mueven entre uno y otro extremo, no son constantes ni están contentas (fr. 191). El goce espiritual, la euqumi/a, no tiene, pues, nada que ver con el placer (ηδονή): "El bien y lo verdadero —dice Demócrito— son idénticos para todos los hombres; el placer es distinto para cada uno de ellos" (fr. 69). Por eso el placer no es un bien en sí mismo: es necesario elegir únicamente el que deriva de lo bello (fr. 207). La ética de Demócrito esta, pues, muy alejada del hedonismo que podríamos esperar como corolario de su naturalismo teorético. También al decidido objetivismo, que es la directriz de Demócrito en el campo de la investigación naturalista, le corresponde, en la ética, un subjetivismo moral igualmente decidido. La guía de la acción moral es, según Demócrito, el respeto (ai)dw/j) hacia sí mismo. "No debes tener mayor respeto para los demás nombres que para ti mismo, ni obrar cuando, nadie lo sepa peor que cuando lo sepan todos; pero debes tener para ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma esta ley: no hacer lo que no se debe hacer" (fr. 264). Aquí la ley moral se sitúa en la pura interioridad de la persona humana, la cual se hace también ley para sí misma mediante el concepto de respeto hacia sí mismo. Este concepto, fundamental para comprender el valor y la dignidad humana, sustituye al viejo concepto griego del respeto hacia la ley de la πόλις, y demuestra que la investigación moral de Demócrito se mueve en dirección antitética a la de su investigación física y que, en consecuencia, se ha iniciado ya la diferenciación de la ciencia natural y de la filosofía.
Otro rasgo es notable en la ética de Demócrito: el cosmopolitismo. "Para el hombre sabio —dice— toda la tierra es transitable, porque la patria del alma excelente es todo el mundo" (fr. 247). Reconoce, sin embargo, el valor del Estado y dice que nada es preferible a un buen gobierno, puesto que el gobierno lo abarca todo: si se mantiene, todo se mantiene, si cae todo perece (fr. 252). Y declara que es preferible vivir pobre y libre en una democracia que rico y siervo en una oligarquía (fr. 251). La superioridad que atribuye a la vida exclusivamente dedicada a la investigación científica se manifiesta con toda evidencia en sus ideas sobre el matrimonio.

Demócrito condena el matrimonio, en cuanto fundado en las relaciones sexuales, que disminuyen el dominio del hombre sobre sí mismo, y en cuanto la educación de los hijos impide dedicarse a quehaceres más necesarios, mientras que el éxito de su educación resulta dudoso. Aquí, evidentemente, la preocupación de Demócrito es la de salvaguardar la libertad interior y la disponibilidad del hombre para sí mismo que permiten consagrarse a la investigación científica.

Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofia

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