Los físicos posteriores
EMPÉDOCLES
El eleatismo, declarando aparente
el mundo del devenir y engañoso el conocimiento sensible que le concierne, no
ha desviado a la filosofía griega de la investigación naturalista, la cual
continúa según la tradición iniciada por los jonios, pero no puede dejar de
tener en cuenta las conclusiones del eleatismo. La afirmación de que la sustancia del mundo es una sola y ella sola es
el ser, no permite salvar la realidad de los fenómenos y explicarlos. Si se
quiere sostener que el mundo del devenir es real dentro de ciertos límites, se
debe admitir que el principio de la realidad no es único, sino múltiple. En
este camino se sitúan los físicos del siglo V, buscando la explicación del
devenir en la acción de una multiplicidad de elementos, cualitativa o
cuantitativamente diversos.
Empédocles
de Agrigento nació hacia el 492 y murió alrededor de los 60 años. Hijo de
Metón, que ocupó un puesto importante en el gobierno democrático de la ciudad,
intervino en la vida política y fue al propio tiempo médico, taumaturgo y
hombre de ciencia. El mismo presenta su doctrina como un instrumento eficaz
para dominar las fuerzas naturales e incluso para recuperar del Hades la vida
de los difuntos
(fr. 111, Diels). Su figura de mago (o de charlatán) está iluminada por las
leyendas que se formaron respecto a su muerte. Sus secuaces dijeron que fue
llevado al cielo durante la noche; sus adversarios, que se había precipitado en
el cráter del Etna para que le creyeran un Dios (Diels, A 16).
Empédocles
fue, después de Parménides, el único filósofo griego que expuso en verso sus
doctrinas filosóficas.
Su ejemplo no fue seguido en la antigüedad más que por Lucrecio, quien le
dedicó un magnifico elogio (De rer. nat., I, 716 sigs.). Nos quedan de
él fragmentos más abundantes que de cualquier otro filósofo presocrático,
pertenecientes a dos poemas, Sobre la
naturaleza y Purificaciones: el primero es de carácter cosmológico, el
segundo es de carácter teológico y se inspira en el orfismo y en el
pitagorismo.
Empédocles
es consciente de los límites del conocimiento humano. Los poderes cognoscitivos
del hombre son limitados; el hombre ve sólo una pequeña parte de una "vida
que no es vida" (porque se desvanece pronto) y conoce solo aquello con que
casualmente se encuentra. Pero precisamente por esto no puede renunciar a
ninguno de sus poderes cognoscitivos: necesita servirse de todos los sentidos y
también del intelecto, para ver cada cosa en su claridad. Al igual que
Parménides, Empédocles sostiene que el ser no puede nacer ni perecer; pero a
diferencia de Parménides quiere explicar la apariencia del nacimiento y de la
muerte y la explica recurriendo a la mezcla y a la disolución de las cosas
mezcladas. El mezclarse de los elementos que componen las cosas es el
nacimiento, su disolverse es la muerte. El ser inmutable no es, pues, una
sustancia única: se compone de elementos, que son cuatro: fuego, agua, tierra y
aire.
El nombre de "elemento"
aparece en la terminología filosófica más tarde, con Platón: Empédocles habla de las "cuatro raíces
de todas las cosas". Estas cuatro raíces están animadas por dos fuerzas
opuestas: el Amor (Φιλια) que tiende a unirlas y la Discordia u Odio (Νηικος)
que tiende a desunirlas. El Amor y la Discordia son dos fuerzas cósmicas, de
naturaleza divina, cuya acción se sucede en el universo determinando, con su
alternancia, las fases del ciclo cósmico.
Hay una frase en la que domina
completamente el Amor y es el Sfero, en el cual todos los elementos
están perfectamente unificados y ligados en la más completa armonía. Pero en
esta fase no hay sol ni tierra ni mar, porque no hay más que un Todo uniforme,
una divinidad que goza de su soledad (fr. 27, Diels). La acción de la Discordia
rompe esta unidad y comienza a introducir la separación de los elementos. Pero
en esta fase, la separación no es destructiva: hasta cierto punto, determina la
formación de las cosas tal como son en nuestro mundo, el cual es el producto de
la acción combinada de las dos fuerzas y está a medio camino entre el reino del
Amor y del Odio.
Al continuar el Odio en su
acción, las cosas mismas se disuelven y se produce el reino del caos: el puro
dominio del Odio. Pero entonces, toca de nuevo al Amor volver a comenzar la
reunificación de los elementos: a medio camino se forma de nuevo el mundo
actual, mezclado de odio y de amor que, por último, retorna al Sfero, desde
el cual se reanudará un nuevo ciclo. Aristóteles
observó (Met., I, 4, 985 a, 25) que Empédocles no es coherente
pues admite al mismo tiempo que el Amor una vez cree el mundo y otra lo
destruya; y lo mismo el Odio. Pero Aristóteles hace esta observación porque
identifica el Amor y el Odio respectivamente con el Bien y con el Mal (Ib., 985
a, 3). En Empédocles no se da
esta identificación. Empédocles está muy lejos de admitir que el Amor, y sólo
el Amor, sea el principio del cosmos: lo mismo que Heráclito, está convencido
de que la división de los elementos, el odio, la lucha, tengan una parte
importante en la constitución del mundo. "Estas dos cosas, escribe él,
son iguales e igualmente originarias y cada una tiene su precio y su carácter, predominando
alternativamente en la sucesión del tiempo (fr. 17, v. 26,
Diels).
Los
cuatro elementos y las dos fuerzas que les mueven son también la condición del
conocimiento humano. El principio fundamental del conocimiento es que lo
semejante se conoce por lo semejante. "Conocemos la tierra mediante la
tierra, el agua mediante el agua, el éter divino mediante el éter, el fuego
destructor mediante el fuego, el amor mediante el amor y el odio funesto
mediante el odio" (fr. 109). El conocimiento se produce mediante el encuentro
entre el elemento que reside en el hombre y el mismo elemento fuera del hombre.
Los efluvios que provienen de las cosas producen la sensación cuando se adaptan
a los poros de los órganos de los sentidos por su tamaño; en caso contrario,
permanecen inadvertidos (Diels, A 86). Empédocles no formula ninguna distinción
entre el conocimiento de los sentidos y el del intelecto; también este último
se produce de la misma manera gracias a un encuentro de los elementos externos
con los internos. En
las Purificaciones, Empédocles vuelve a la doctrina órfico-pitagórica de
la metempsícosis. Hay una ley necesaria
de justicia que hace expiar a los hombres, a través de una serie sucesiva de
nacimientos y de muertes, los pecados con que se mancharon (fr. 115). Empédocles
presenta esta doctrina como su destino personal: "Fui un tiempo niño y
niña, arbusto y pájaro y mudo pez del mar" (fr. 117). Y deplora la
felicidad de la antigua morada:
"De qué honores, de qué
altura de felicidad he caído para errar aquí, por la tierra, entre los
mortales" (fr. 119).
ANAXÁGORAS
Anaxágoras de Clazomene, nacido
en el 499-98 a. de J. C. y muerto en el 428-27, es presentado por la tradición
como un hombre de ciencia absorto en sus especulaciones y extraño a cualquier
actividad práctica. Para poderse ocupar de sus investigaciones, cedió cuanto
poseía a sus parientes.
Interrogado sobre el objetivo de
su vida, respondió orgullosamente que era vivir "para contemplar el sol,
la luna y el cielo". A quien le reprochaba que no le importaba nada su
patria, respondió: "Mi patria me importa muchísimo", indicando con la
mano el cielo (Diels, A 1). Fue el
primero que introdujo la filosofía en Atenas, gobernada entonces por Pericles,
cuyo amigo y maestro fue; pero acusado de impiedad por los enemigos de Pericles
y obligado a regresar a Jonia, se estableció en Lampsaco. Nos quedan algunos
fragmentos del primer libro de su obra Sobre la naturaleza.
También
Anaxágoras acepta el principio de Parménides de la sustancial inmutabilidad del
ser. ''Respecto al nacer y al perecer, dice (fr. 17), los griegos no tienen una
opinión justa. Nada nace ni perece, antes bien, cada cosa se compone de cosas
ya existentes o se descompone en ellas. Y así deberían llamar más bien reunirse
al nacer y separarse al perecer". Al igual que Empédocles,
admite que los elementos son cualitativamente distintos unos de otros; pero a
diferencia de Empédocles, sostiene que tales elementos son partículas
invisibles que llama semillas. Una consideración fisiológica es base de
su doctrina. Empleamos un alimento simple y de una sola especie, el pan y el
agua, y de este alimento se forman la sangre, la carne, los pelos, los huesos,
etc. Es preciso, pues, que en el alimento haya partículas que engendran todas
las partes de nuestro cuerpo, partículas visibles sólo para la mente.
Anaxágoras ha sustituido así como fundamento de la física la consideración
biológica a la consideración cosmológica. Las partículas elementales, en cuanto
son semejantes al todo que constituyen, fueron llamadas por Aristóteles homeomerías.
La primera característica de las semillas u homeomerías es su infinita
divisibilidad; la segunda, su infinita agregabilidad. En otros
términos, según Anaxágoras, con la división de las semillas no se puede llegar
a elementos indivisibles, como tampoco se puede llegar con la agregación de las
semillas a un todo máximo, que no haya otro mayor. He aquí el fragmento famoso
en el que Anaxágoras expresa este concepto: "No hay un grado mínimo de lo pequeño pero siempre hay un grado menor,
siendo imposible que lo que es, deje de ser por división. Pero en cuanto a lo
grande siempre hay también uno más grande. Y lo grande es igual a lo pequeño en
composición. Considerada en sí misma, toda cosa es al mismo tiempo pequeña y
grande" (fr. 3, Diels).
Como se ve, aquella infinita
divisibilidad que Zenón asumía para negar la realidad de las cosas, la asume
también Anaxágoras como la característica misma de la realidad. La importancia
matemática de este concepto es evidente. Por un lado, la noción de que siempre
se pueda alcanzar, por división, una cantidad más pequeña de toda cantidad
dada, es el concepto fundamental del cálculo infinitesimal. Por otro lado, que
toda cosa pueda ser llamada grande o pequeña según el proceso de división o de composición
en que esté implicada, es una afirmación que supone la relatividad de los
conceptos de grande y pequeño.
Según
Anaxágoras, como nunca se llega a un elemento último e indivisible, tampoco se
llega nunca ni a un elemento simple, es decir, a un elemento cualitativamente
homogéneo que sea, por ejemplo, sólo agua o sólo aire. "En todas las
cosas, dice, hay semillas de todas las cosas" (fr. 11).
La
naturaleza de una cosa está determinada por las semillas que en ella
predominan: parece oro aquella en que prevalecen las partículas de oro, aunque
haya en ella partículas de las demás sustancias. Originariamente las semillas
estaban mezcladas desordenadamente entre sí y constituían una multitud
infinita, bien en el sentido de la magnitud del conjunto, bien en el sentido de
la pequeñez de cada una de sus partes. Esta mezcla caótica estaba inmóvil;
intervino la Inteligencia (fr. 12) para introducir en ella el movimiento
y el orden. Según Anaxágoras, la inteligencia está completamente separada de la
materia constituida por las semillas. La inteligencia es simple, infinita y
dotada de fuerza propia; y de esta fuerza se vale para producir la separación
de los elementos. Pero como las semillas son infinitamente divisibles, la
separación de partes producida por la inteligencia no elimina la mezcla: de
manera que tanto ahora como en principio, "todas las cosas están
juntas" (fr. 6). Si es así, se puede preguntar en que consiste el orden
que el entendimiento da al universo. La respuesta de Anaxágoras es que este
orden consiste en el predominio relativo que presentan las cosas del mundo, de
una determinada especie de semillas: por ejemplo, el agua es tal porque
contiene una prevalencia de semillas, aunque también las contenga de todas las
demás cosas. Por esta prevalencia, que es el efecto de la acción ordenadora del
intelecto, se determina también la separación y la oposición de las cualidades:
por ejemplo, de lo raro y de lo denso, de lo frío y de lo caliente, de lo
oscuro y de lo luminoso, de lo húmedo y de lo seco (fr. 12, Diels).
Mientras
Empédocles había explicado el conocimiento mediante el principio de la
semejanza, Anaxágoras lo explica por medio de los contrarios. Sentirnos el frío mediante el calor, lo
dulce mediante lo amargo y cada cualidad mediante la cualidad opuesta. Como
toda disensión lleva dolor, toda sensación es dolorosa y el dolor se vuelve
sensible por su larga duración o mediante el exceso de la sensación (Diels, A
92).
La constitución misma de las
cosas introduce un límite en nuestro conocimiento; no podemos percibir la
multiplicidad de las semillas que constituyen cada cosa: por eso Anaxágoras dice que "la debilidad de
nuestros sentidos nos impide alcanzar la verdad" (fr. 21). Pero añade: "lo que aparece es una visión de lo
invisible" (fr. 21 a); y, en efecto, los sentidos nos muestran
las semillas que predominan en la cosa que tenemos delante, y nos dan a
entender su constitución interna. La
importancia de Anaxágoras radica en haber afirmado un principio inteligente
como causa del orden del mundo. Platón (Fed., 97 b) lo alaba por
esto y Aristóteles por el mismo motivo dice de él: "Quien dijo: 'También
hay una mente en la naturaleza, como la hay en los seres vivientes, causa de la
belleza y del orden del universo'; pasó por hombre discreto y sus predecesores,
comparados con él, parecieron gente que habla al acaso" (Met., I,
3, 984 b). Pero Platón confiesa su desilusión al comprobar que
Anaxágoras no se sirve de la mente para explicar el orden de las cosas y recurre
a los elementos naturales, y Aristóteles análogamente dice (Ib., I, 4, 985
a, 18) que Anaxágoras utiliza la mente como a un deus ex machina cuantas
veces le resulta difícil explicar algo por medio de causas naturales, mientras
en los demás casos recurre a todo, menos a la mente. Platón y Aristóteles han
indicado justamente así la importancia y los límites de la concepción de
Anaxágoras. A pesar de permanecer fiel al método naturalístico de la filosofía
joma, Anaxágoras innovó radicalmente la concepción del mundo propia de aquella
filosofía, admitiendo una inteligencia divina separada del mundo y causa del
orden del mismo.
LOS
ATOMISTAS
La escuela de Mileto no acabó con
Anaxímenes de Mileto procede también Leucipo
(aunque algún escritor le llame de
Elea o de Abdera), fundador del atomismo, que puede considerarse el último
y más maduro fruto de la investigación naturalista iniciada en la escuela de
Mileto. Se sabe tan poco de Leucipo, que hasta se ha podido dudar de su
existencia. Epicuro (Diels, 67 A 2) dice que no ha existido nunca un filósofo
de tal nombre; y esta opinión la han admitido también historiadores recientes.
Según testimonios antiguos, fue contemporáneo de Empédocles y de Anaxágoras y discípulo
de Parménides. Sus escritos debieron confundirse con los de Demócrito, con
quien se le unía al indicar a los dos fundadores del atomismo antiguo.
Demócrito
de Abdera fue el mayor naturalista de su tiempo. Era contemporáneo de Platón, quien, sin
embargo, no le nombró nunca. El mismo nos dice (fr. 5, Diels) que era
todavía joven, cuando Anaxágoras era viejo; su nacimiento se sitúa en el 460-59
a. de J. C. Las numerosas obras que llevan su nombre, y de las cuales poseemos
numerosos fragmentos, La gran ordenación, La pequeña ordenación, Sobre la
inteligencia, Sobre las formas, Sobre la bondad del alma, etc., muy
probablemente no son todas debidas a él; algunas exponen la doctrina general de
la escuela. La fama de Demócrito como hombre de ciencia ha dado lugar a que su
figura se estilizase en la de un sabio completamente abstraído de la práctica
de la vida. Horacio (Ep., I, 12, 12) cuenta que manadas de ganado
saqueaban, paciendo, los campos de Demócrito, en tanto que la mente del hombre
de ciencia vagaba lejana. En el reparto de la rica herencia paterna quiso tener
su parte en metálico, con lo cual recibió menos, y lo gastó todo en sus viajes por
Egipto y entre los caldeos. Cuando su padre vivía todavía, acostumbraba a
encerrarse en una casita campestre que servía también de establo; y en ella cierta
vez quedó encerrado sin darse cuenta con un buey que su padre había atado allí
en espera de llevarlo al sacrificio (Diels, 68 A I). El carácter ligeramente
burlón de estas anécdotas lo dibuja como el tipo del sabio distraído.
Parece
que Leucipo sentó las bases generales de la doctrina y que Demócrito desarrolló
después estas bases, tanto en la investigación física como en la moral. Los
atomistas están de acuerdo con el principio fundamental del eleatismo de que
sólo el ser es; pero intentan llevar este principio a la experiencia sensible y
servirse de él para explicar los fenómenos. Así entienden el ser como lo lleno,
el no ser como el vacío y sostienen que lo lleno y lo vacío son los
principios constitutivos de todas las cosas. Pero lo lleno no es un todo compacto:
está formado por un número infinito de elementos que son invisibles a causa de
la pequeñez de su masa.
Si
estos elementos fuesen infinitamente divisibles, se disolverán en el vacío; deben
ser, pues, indivisibles, y por esto se les llama átomos. Únicamente los
átomos son continuos en su interior; los demás cuerpos no son continuos, porque
resultan del simple contacto de los átomos y por esto pueden dividirse. La
diferencia entre los átomos no es cualitativa, como la de las semillas de
Anaxágoras, sino cuantitativa. Los átomos no difieren entre sí por naturaleza,
sino solamente por su forma y magnitud. Determinan el nacimiento y la
muerte de las cosas mediante la unión y la disgregación; determinan
la diversidad y el cambio de las cosas mediante su orden y su posición. Son, según el
ejemplo de Aristóteles (Met., I, 4, 985 d), semejantes a las
letras del alfabeto, que difieren entre sí por la forma y dan lugar a palabras
y a discursos diversos al disponerse y combinarse de distintas maneras. Todas
las cualidades de los cuerpos dependen, pues, o de la figura de los átomos o
del orden y de la combinación de los mismos. Por eso no todas las cualidades
sensibles son objetivas, ni pertenecen verdaderamente a las cosas que
las provocan en nosotros. Son objetivas las cualidades propias de los átomos:
la forma, la dureza, el número, el movimiento; en cambio, el frío, el calor,
los olores, los colores son únicamente apariencias sensibles, provocadas
ciertamente por especiales figuras o combinaciones de átomos, pero no
pertenecientes a los átomos mismos (fr. 5).
Los átomos están todos animados
por un movimiento espontáneo, por el cual chocan entre sí y rebotan, dando
origen al nacer, al perecer y al cambio de las cosas. Pero el movimiento está
determinado por leyes inmutables.
"Nada,
dice Leucipo (fr. 2), acontece sin razón, antes bien todo acontece por una
razón y por una necesidad". El movimiento originario de los átomos,
haciéndoles rodar y entrechocarse en todas direcciones, produce un torbellino
por el que las partes más pesadas son llevadas al centro y las demás son,
por el contrario, lanzadas hacia la periferia. Su peso, que las hace tender
hacia el centro, es, pues, un efecto del movimiento vertiginoso en que son
arrastrados. De este modo se han formado infinitos mundos que incesantemente
se engendran y se disuelven.
El
movimiento de los átomos explica también el conocimiento humano. La sensación
nace de las imágenes (ei)/dwla) que las cosas producen en el alma
mediante flujos o corrientes de átomos que emanan de ellas. Toda la sensibilidad
se reduce, pues, al tacto; puesto que todas las sensaciones son producidas por
el contacto, con el cuerpo del hombre, de los átomos que proceden de las cosas.
Pero de este conocimiento, al cual el hombre se encuentra necesariamente
limitado, el mismo Demócrito no se da por satisfecho. "En verdad, dice,
nada sabemos de nada, antes bien, a cada cual la opinión le viene desde
fuera" (fr. 7). "Se debe conocer al hombre con este criterio: que la
verdad está lejos de él" (fr. 6). Y, en efecto, las sensaciones de las
cuales deriva todo el conocimiento humano, varían de hombre a hombre, varían
incluso en el mismo hombre al albur de las circunstancias, de manera que no
suministran un criterio absoluto de lo verdadero y de lo falso (Diels, 68 A
112). Estas limitaciones, sin embargo, no afectan al conocimiento intelectual.
Aunque éste esté sujeto a las condiciones físicas que se verifican en el
organismo (Diels, 68 A 135), es, sin embargo, superior a la sensibilidad,
porque permite aprehender, más allá de las apariencias, al ser del mundo: el
vacío, los átomos y su movimiento. Allí donde termina el conocimiento sensible,
que, cuando la realidad se sutiliza y tiende a resolverse en sus últimos
elementos, se vuelve ineficaz, empieza el conocimiento racional, que es un
órgano más sutil y alcanza a la realidad misma (Democr., fr. 11). La
antítesis entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual es tan precisa
como la existente entre el carácter aparente y convencional de las cualidades
sensibles y la realidad de los átomos y del vacío. "Se habla
convencionalmente, dice Demócrito (fr. 125), de color, de dulce, de amargo; en
realidad, no hay más que átomos y vacío".
De
tal manera, correspondiendo al contraste entre apariencia y realidad, se mantiene
en el atomismo el contraste entre conocimiento sensible y conocimiento
intelectual, a pesar de su común reducción a hechos mecánicos; y ambos
contrastes han sido tomados del eleatismo.
El
atomismo representa la reducción naturalista del eleatismo. Del eleatismo ha
tomado como propia la proposición fundamental: el ser es necesidad; pero ha
entendido esta proposición en el sentido de la determinación causal. Parménides
expresaba poéticamente el sentido de la necesidad recurriendo a las nociones de
justicia o de hado. El atomismo identifica la necesidad con la acción de las
causas naturales. Del eleatismo, tomó también la antítesis entre realidad y
apariencia; pero esta antítesis la traslada al plano de la naturaleza y la
realidad de que se habla es la de los elementos indivisibles de la propia
naturaleza. El resultado, que sobrepasa las intenciones de los mismos
atomistas, fue encaminar la investigación naturalista hacia su constitución
como ciencia independiente y a distinguirse de la investigación filosófica como
tal.
La constitución de una ciencia de la naturaleza en disciplina particular, como
aparece en Aristóteles, fue preparada por la obra de los atomistas, que
redujeron la naturaleza a pura objetividad mecánica, con exclusión de cualquier
elemento mítico o antropomórfico. La prueba de esta incipiente separación de la ciencia de la naturaleza respecto a la
ciencia del hombre se encuentra en el hecho de que Demócrito no establece
ninguna relación intrínseca entre una y otra.
La
ética de Demócrito no tiene, en efecto, ninguna relación con su doctrina
física. El bien más alto para el hombre es la felicidad, y ésta no, reside en
las riquezas, sino sólo en el alma (fr. 171). No hacen feliz los cuerpos y la
riqueza, sino la justicia y la razón, y donde la razón falta, no se sabe gozar
de la vida ni vencer el temor a la muerte. Para los hombres el gozo nace de la
mesura del placer y de la proporción de la vida: los defectos y los excesos
tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos intensos. Y las
almas que se mueven entre uno y otro extremo, no son constantes ni están
contentas (fr. 191). El goce espiritual, la euqumi/a, no tiene, pues, nada que
ver con el placer (ηδονή): "El bien y lo verdadero —dice Demócrito—
son idénticos para todos los hombres; el placer es distinto para cada uno de
ellos" (fr. 69). Por eso el placer no es un bien en sí mismo: es necesario
elegir únicamente el que deriva de lo bello (fr. 207). La ética de
Demócrito esta, pues, muy alejada del hedonismo que podríamos esperar como
corolario de su naturalismo teorético. También al decidido objetivismo, que es
la directriz de Demócrito en el campo de la investigación naturalista, le
corresponde, en la ética, un subjetivismo moral igualmente decidido. La guía de la acción moral es, según
Demócrito, el respeto (ai)dw/j) hacia sí mismo. "No debes tener mayor
respeto para los demás nombres que para ti mismo, ni obrar cuando, nadie lo
sepa peor que cuando lo sepan todos; pero debes tener para ti mismo el mayor
respeto e imponer a tu alma esta ley: no hacer lo que no se debe hacer"
(fr. 264). Aquí la ley moral se sitúa en la pura interioridad de la persona
humana, la cual se hace también ley para sí misma mediante el concepto de
respeto hacia sí mismo. Este concepto, fundamental para comprender el valor y
la dignidad humana, sustituye al viejo concepto griego del respeto hacia la ley
de la πόλις, y demuestra que la investigación moral de Demócrito se mueve en
dirección antitética a la de su investigación física y que, en consecuencia, se
ha iniciado ya la diferenciación de la ciencia natural y de la filosofía.
Otro
rasgo es notable en la ética de Demócrito: el cosmopolitismo. "Para el
hombre sabio —dice— toda la tierra es transitable, porque la patria del alma
excelente es todo el mundo" (fr. 247). Reconoce, sin embargo, el
valor del Estado y dice que nada es preferible a un buen gobierno, puesto que
el gobierno lo abarca todo: si se mantiene, todo se mantiene, si cae todo perece
(fr. 252). Y declara que es preferible vivir pobre y libre en una democracia
que rico y siervo en una oligarquía (fr. 251). La superioridad que atribuye a
la vida exclusivamente dedicada a la investigación científica se manifiesta con
toda evidencia en sus ideas sobre el matrimonio.
Demócrito condena el matrimonio,
en cuanto fundado en las relaciones sexuales, que disminuyen el dominio del
hombre sobre sí mismo, y en cuanto la educación de los hijos impide dedicarse a
quehaceres más necesarios, mientras que el éxito de su educación resulta
dudoso. Aquí, evidentemente, la preocupación de Demócrito es la de salvaguardar
la libertad interior y la disponibilidad del hombre para sí mismo que permiten consagrarse
a la investigación científica.
Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofia
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