FIGURA
HISTÓRICA
Por primera vez en la
personalidad de Agustín la especulación cristiana realiza su pleno y auténtico
significado humano. La investigación teológica cesa para el de ser puramente
objetiva, como había ocurrido aun en las más poderosas personalidades de la
patrística griega, para hacerse más interior y acomodarse al mismo hombre que
la realiza.
El
problema teológico es en San Agustín el problema del hombre Agustín: el
problema de su dispersión y de su inquietud, el problema de su crisis y de su
redención, el problema de su razón especulativa y de su obra de obispo. Lo que
Agustín dio a los otros es lo que ha conquistado para sí mismo. La sugestión y
la fuerza de su enseñanza, que no han disminuido a través de los siglos, aunque
hayan cambiado los términos del problema, surgen precisamente del hecho de que en
toda referencia inmediata a la vida, no ha buscado y conseguido más que la claridad
sobre sí mismo y sobre su propio destino, el significado auténtico de su vida
interior.
El
centro de la investigación agustiniana coincide verdaderamente con el centro de
su personalidad. La actitud de la confesión no está limitada sólo a su famoso
escrito, sino que es la posición constante del pensador y del hombre de acción
que, en todo lo que dice o emprende, no tiene otra finalidad que la de ponerse
en claro consigo mismo y de ser lo que debe ser.
Por
esto declara que no quiere conocer otra cosa que el alma y Dios, y se mantiene
constantemente fiel a este programa. El alma, esto es, el hombre interior, el
yo en la simplicidad y verdad de su naturaleza. Dios, esto es, el ser en su
trascendencia y en su valor normativo, sin el cual no es posible admitir la
verdad del yo.
Por esto los problemas teológicos están
siempre en él sólidamente unidos al problema del hombre, que los hace objeto de
investigación; y toda solución de esos problemas es siempre justificación de la
investigación humana que conduce a ella. Agustín ha recogido lo mejor de la
especulación patrística precedente; y los conceptos teológicos fundamentales,
ya entonces adquiridos por la especulación y aceptados por la Iglesia, no
tienen en su obra desarrollos sustanciales. Pero se enriquecen con un calor y
un significado humano que antes no poseían, se convierten en elementos de vida
interior para el hombre, ya que son tales para él, para San Agustín. Y de esta
manera consigue unirlos a las inquietudes y a las dudas, a la necesidad de amor
y felicidad que son propios del hombre: fundamentarlos, en una palabra, en la
investigación. Esta halla en la razón su disciplina y su rigor sistemático,
pero que no es una exigencia de pura razón.
Todo el hombre busca:
cada parte o elemento de su naturaleza, en la intranquilidad de su finitud, se
mueve hacia el Ser, que es el único que puede darle consistencia y estabilidad.
San Agustín presenta en la especulación
cristiana la exigencia de la investigación, con la misma fuerza con que Platón
la había presentado en la filosofía griega.
Pero,
a diferencia de la platónica, la investigación agustiniana radica en el terreno
de la religión.
Desde el comienzo San Agustín abandona la iniciativa de la misma a Dios: Dad
quod iubes et iube quod vis. Sólo Dios determina y guía la investigación
humana, sea como especulación, sea como acción; y así la especulación es, en su
verdad, fe en la revelación, y la acción es, en su libertad, gracia concedida
por Dios. La polémica antipelagiana ofreció a San Agustín ocasión de expresar
en la forma más fuerte y vigorosa el fondo de su convicción; pero no constituye
una ruptura en su personalidad, una victoria del hombre de iglesia sobre el
pensador. Ya que en él el pensador vive por dentro en la esfera de la
religiosidad, la cual necesariamente encuentra solamente en Dios la iniciativa
de la investigación y halla, por consiguiente, su mejor expresión en la frase:
Dios es nuestra única posibilidad.
VIDA
Aurelio Agustín nació el 354 en
Tagaste del África romana. Su padre, Patricio, era pagano; su madre, Mónica,
cristiana, y ejerció sobre el hijo una profunda influencia. Pasó su niñez y
adolescencia entre Tagaste y Cartago; de temperamento ardiente, opuesto a toda
clase de frenos, llevó en este período una vida desordenada y disoluta, de lo
cual se acusó ásperamente en las Confesiones. Cultivaba, no obstante,
los estudios clásicos, especialmente latinos, y se ocupaba con pasión de la
gramática, hasta considerar (como confiesa con horror, Conf., I, 8) un
solecismo cosa más grave que un pecado mortal.
Hacia
los 19 años, la lectura del Hortensio de Cicerón, le condujo a la
filosofía. La obra de Cicerón (que se ha perdido) era, como hemos dicho (§ 10),
una exhortación a la filosofía que seguía de cerca las huellas del Protréptico
de Aristóteles.
En virtud de ella, San Agustín, del
entusiasmo por las cuestiones formales y gramaticales, se encaminó al
entusiasmo por los problemas del pensamiento, y por vez primera fue encaminado
a la investigación filosófica. Se adhirió entonces (374) a la secta de los
maniqueos (§ 139). Desde los 19 años comenzó a enseñar retórica en Cartago y
conservó tal ocupación en esta ciudad hasta los 29 años, entre los amores de
mujeres y el afecto de los amigos, de lo que se acusó y arrepintió igualmente
después. A los 26 o 27 años compuso su primer libro, Sobre lo bello y lo
conveniente (De pulchro et apto), que se ha perdido. Su pensamiento iba
madurando; leyó y comprendió por sí mismo el libro de Aristóteles De las
categorías y otros escritos y entretanto formulaba las primeras dudas sobre
la verdad del maniqueísmo, dudas que se confirmaron cuando vio que ni siquiera
Fausto, el más famoso maniqueo de sus tiempos, sabía resolverlas. A los 29
años, en el 383, se dirigió a Roma con intención de continuar allí su enseñanza
de la retórica; iba movido por la esperanza de encontrar en aquella ciudad una
estudiantina menos díscola y más preparada que la de Cartago, y quizá también
por la ambición de obtener éxito y dinero. Pero sus esperanzas no se realizaron
y al cabo de un año se dirigió a Milán para enseñar oficialmente retórica,
cargo que había obtenido por el prefecto Simaco. El ejemplo y la palabra del
obispo Ambrosio le persuadieron de la verdad del cristianismo y se hizo
catecúmeno. En Milán se le reunió su madre, cuya influencia tuvo una
importancia decisiva en la crisis espiritual de Agustín. La lectura de los escritos de Plotino en la traducción de Mario
Victorino, un famoso retórico que se había convertido al cristianismo, dio a
Agustín la orientación definitiva. No halló en los libros neoplatónicos la
encarnación del Verbo y, por consiguiente, el camino de la humildad cristiana;
pero halló en ellos confirmada y demostrada claramente la incorporeidad e
incorruptibilidad de Dios, y esto le libertó definitivamente del materialismo,
al cual había permanecido hasta entonces atado, hasta creer que el Universo
estaba lleno de Dios, a la manera de una gigantesca esponja que ocupase el mar (Conf.,
VII, 5).
En otoño del 386, Agustín deja la
enseñanza y se retira, con una pequeña compañía de parientes y amigos, en la
villa de Verecondo, a Cassiciaco, cerca de Milán. De la meditación en esta
villa y de las conversaciones con sus amigos nacen sus primeras obras: Contra
los académicos, Del orden, Sobre la felicidad, Soliloquios. El 25 de abril
del 387 recibía el bautismo de manos de Ambrosio. Entonces se convence con
certeza de que su misión era la de difundir en su patria la sabiduría
cristiana; pensó, pues, en el regreso. En
Ostia, esperando su embarque,
pasó con su madre días de inmensa alegría espiritual, tratando con ella sobre
cuestiones religiosas; pero Mónica murió allí. Desde aquel momento la vida de
San Agustín es una continua búsqueda de la verdad y una continua lucha contra
el error. Después de una nueva permanencia en Roma, volvió a Tagaste, donde en
el año 391 fue ordenado sacerdote; en el 395 fue consagrado obispo de Hipona. Su actividad se dirigió entonces a defender
y esclarecer los principios de la fe, mediante una investigación de la cual la
es más el resultado que el presupuesto, pero también a combatir a los enemigos
de la fe y de la Iglesia: el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo. El saqueo de Roma, perpetrado en el 410 por
los godos de Alarico, había vuelto a dar actualidad a la vieja tesis de que la
seguridad y la fuerza del Imperio romanos estaban ligados al paganismo, y que
el cristianismo representaba para él un elemento de debilidad y de disolución.
Contra esta tesis, San Agustín compuso, entre el 412 y 426, su obra maestra: La
ciudad de Dios. Pero, entretanto, un azote análogo, la invasión
de los vándalos, se abatió en el 428 sobre el África romana. Ya hacía tres
meses que las tropas de Genserico asediaban a Hipona, cuando, el 28 de agosto
del 430, moría Agustín.
OBRAS
Los
primeros escritos de Agustín que han llegado hasta nosotros son los que compuso
en Cassiciaco: Contra los académicos, De la felicidad, Del orden,
Soliloquios.
De
una exposición completa de todas las artes liberales acabó, en Tagaste, sólo la
parte que se refiere a la Música. En
Roma, mientras esperaba embarcarse para África, compuso el escrito Sobre la
cantidad del alma, referente a las relaciones entre el alma y el cuerpo.
Vuelto
a Tagaste acabó el escrito Sobre el libre albedrío, que había empezado
en Roma; compuso el titulado Sobre el "Génesis" contra los
maniqueos, el diálogo Del maestro y el libro De la verdadera
religión, que es uno de sus escritos filosóficos más notables. La polémica
contra los maniqueos le tuvo ocupado largamente. Sus escritos polémicos contra la secta son numerosos (Sobre la
utilidad de creer, compuesto en el 391 en Hipona; De las dos almas,
Contra Fortunato, Contra Adimanto, Contra Fausto, Sobre la naturaleza del bien y
otros). Convertido en obispo, San Agustín dirigió su polémica, por un lado,
contra los-donatistas que propugnaban una iglesia africana independiente
y resueltamente hostil al Estado romano (§ 165), y, por otro lado, contra los pelagianos,
que negaban o al menos limitaban la acción de la gracia divina. Contra los donatistas compuso, entre el 393
y el 420, muchos escritos (Contra la carta de Parmeniano, Sobre el bautismo,
contra los donatistas, Contra las Cartas de Petiliano donatista, Cartas a los
católicos contra los donatistas, Contra el gramático Cresconio, Sobre el único
bautismo, Contra Petiliano, etc.); así como el De diversis quaestionibus
83. Contra los pelagianos, Agustín abrió su lucha en el año 412, con el
escrito Sobre la culpa γ la remisión de los
pecados y sobre el bautismo de los niños, al
cual siguieron: Sobre el espíritu γ sobre la letra, a Marcelino, De la
naturaleza γ de la gracia, Carta a los obispos Eutropio y Pablo, Sobre la gesta
de Pelagio, La gracia de Cristo y el pecado original, y otros varios.
Con ocasión de una
carta de San Agustín, en el 418 (Ep., 194), los monjes de Adrumeto
(Susa) empezaron a rebelarse contra sus abades, sosteniendo que, puesto que la
buena conducta depende solamente del socorro divino, sus superiores no debían
dar órdenes, sino solamente elevar oraciones a Dios para su mejoramiento
espiritual. Para tranquilizar e iluminar
a aquellos monjes sobre el verdadero significado de su doctrina, Agustín
compuso, en el 426 o 427, el escrito Sobre la gracia y el libre arbitrio y
el De la corrección y de la gracia.
Como
el movimiento pelagiano se difundía en la Galia meridional, en la forma
atenuada que se llamó después semipelagianismo, la cual declaraba inútil la
gracia en el comienzo de la obra de salvación y en la perseverancia de la
justificación conseguida, Agustín escribió contra esta doctrina otros dos escritos:
De la predestinación de los santos y Del don de la perseverancia. Junto a éstas y otras obras polémicas menores,
componía el importante escrito De la Trinidad, el de Sobre la
doctrina cristiana, la obra exegetica DelGénesis al pie de la letra, y
su obra más amplia: La ciudad de Dios (413-426). Hacia el 400 compuso los trece
libros de las Confesiones, que son la obra clave de su personalidad de
pensador. Hacia el fin de su vida, en el 427, en las Retractaciones, daba
una mirada retrospectiva sobre toda su obra literaria, a partir de su
conversión en el 386. Agustín recuerda, por orden cronológico, y uno por uno,
todos sus escritos, excepto las cartas y sermones, y a menudo indica la ocasión
y la finalidad de su composición y hace una revisión crítica de las doctrinas
contenidas en ellos, corrigiendo sus errores o imperfecciones dogmáticas. La
obra es una guía preciosa para comprender el desarrollo de la actividad
literaria de Agustín.
CARACTERES DE LA
INVESTIGACIÓN AGUSTINIANA
San Agustín ha sido llamado el
Platón cristiano. Esta definición no es verdadera tanto porque en su doctrina
se encuentran vislumbres y motivos doctrinales del auténtico Platón o del
neoplatonismo, cuanto porque renueva en el espíritu del cristianismo aquella
investigación que había sido la realidad fundamental de la especulación
platónica. La fe está, según Agustín, al
final de la investigación, no en sus comienzos. Ciertamente la fe es condición
de la investigación, que no tendría, sin ella, ni dirección ni guía; pero
la investigación se dirige hacia su condición y trata de esclarecerla con la
profundización constante de los problemas que suscita. Por esto la investigación encuentra fundamento y
guía en la fe y la fe halla su consolidación y enriquecimiento en la
investigación. Por un lado, impulsando a esclarecer y profundizar su propia
condición, la investigación se extiende y se robustece porque se aproxima a la
verdad y se basa en ella; por otro, la fe misma se alcanza y posee a través de
la investigación en su realidad más rica y se consolida en el hombre triunfando
de la duda. Nada hay tan contrario
al espíritu de Agustín como la pura gnosis, un conocimiento puramente
racional de lo divino, excepto tal vez la afirmación exasperada de la irracionalidad
de la fe, tal como se encuentra en Tertuliano.
Para Agustín, la investigación
afecta a todo el hombre, y no solamente al entendimiento. La verdad a la que él tiende es también, según la frase
evangélica, el camino y la vida. Buscarla significa buscar el verdadero
camino y la verdadera vida. Por esto no sólo la mente tiene
necesidad de ella, sino el hombre entero, y debe satisfacer y dar reposo a
todas las exigencias del hombre. Por otro lado, la investigación agustiniana se
impone una rigurosa disciplina: no se abandona fácilmente a creer, no cierra
los ojos ante los problemas y dificultades de la fe, no procura evitarlos y
eludirlos, sino que los afronta y considera incesantemente, volviendo sobre las
propias soluciones, para profundizarlas y esclarecerlas. La racionalidad de la investigación no equivale para Agustín a su
organización como sistema, sino más bien a su disciplina interior, al rigor del
procedimiento que no se detiene frente al límite del misterio, sino que hace de
este límite y del mismo misterio punto de referencia y base. El entusiasmo religioso, el ímpetu místico
hacia la Verdad no obran en él como fuerzas contrarias a la investigación, sino
que robustecen la misma investigación,
le dan un valor y un calor vital. De aquí surge el enorme poder de sugestión
que la personalidad de Agustín ha ejercido, no solamente sobre el pensamiento
cristiano y medieval, sino también sobre el pensamiento moderno y
contemporáneo.
EL FIN DE LA
INVESTIGACIÓN: DIOS Y EL ALMA
Al comienzo de los Soliloquios
(I, 2), que es una de sus primeras obras, Agustín declara el fin de su investigación: "Yo deseo conocer a
Dios y el alma. ¿Nada más? Nada más absolutamente." Y tales han sido,
en realidad, los términos hacia los cuales se dirige constantemente su
especulación desde el principio hasta el fin. Pero Dios y el alma no requieren, para Agustín, dos investigaciones
paralelas o quizá diversas. Dios, en efecto, está en el alma y se revela en la
más recóndita intimidad del alma misma. Buscar a Dios significa buscar el alma
y buscar el alma significa replegarse sobre sí mismo, reconocerse en la propia
naturaleza espiritual, confesarse. La actitud de la confesión, que ha
dado origen a la más famosa de las obras agustinianas, es en realidad desde el
principio la posición fundamental de San Agustín, que él constantemente
mantiene y observa en toda su actividad de filósofo y hombre de acción.
Esta actitud no consiste en describir para sí mismo o para otros las
alternativas de la propia vida interna o externa, sino en esclarecer todos los
problemas que constituyen el núcleo de la propia personalidad.
Las mismas Confesiones no
son una obra autobiográfica: la autobiografía es un elemento de las mismas, que
proporciona los puntos de referencia de los problemas de la vida de San
Agustín, pero no es su carácter fundamental y dominante, y tanto es así que en
un cierto punto, en el libro X, cesa toda referencia autobiográfica y San
Agustín pasa a tratar en los otros tres libros problemas de especulación
puramente teológica. El esfuerzo de San
Agustín en esta obra está dirigido a proyectar luz sobre los problemas que
constituyen su misma existencia. Cuando aclara la naturaleza de la
inquietud que ha dominado la primera parte de su vida y le ha conducido a
disiparse y divagar desordenadamente, se da cuenta de que en realidad nunca ha deseado
otra cosa que la verdad, de que la verdad es Dios mismo, de que Dios se halla
en el interior de su alma. ‘No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior
del hombre habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, levántate
por encima de ti mismo" (De vera rel., 39). Solamente la vuelta a sí mismo, el encerrarse en la propia
interioridad es verdaderamente abrirse a la verdad y a Dios. Es menester
llegar hasta el más íntimo y escondido núcleo del yo, para encontrar más
allá de él ("levántate por encima de ti misino") la verdad y a
Dios.
En
la búsqueda de esta interioridad que se trasciende y se abre a Dios, se
encuentra una certeza fundamental que elimina la duda. No fue
casualidad que la carrera de escritor de San Agustín empezase con una
refutación del escepticismo académico. No puede uno detenerse en la duda, como
pretendían los académicos, y suspender el asentimiento.
Quien duda de la verdad, está
cierto de que duda, esto es, de que vive y piensa; tiene, por consiguiente, en
la misma duda una certeza que le sustrae de la duda y le lleva a la verdad (Contra
acad., I I I , 11; De vera rel., 39; De Trin., X, 10).
Esta
movilidad del pensamiento por la cual el mismo acto de la duda se toma como
fundamento de una certeza, que no es inmóvil, porque significa solamente que se
puede y debe buscar, se volverá a encontrar en los comienzos de la
filosofía moderna en Descartes. En Agustín significa que la vida interior del
alma no puede pararse ante la duda, que hasta la duda permite al alma elevarse
más allá de sí misma hacia la verdad.
La
verdad es, pues, al mismo tiempo interior al hombre y trascendente. El hombre no puede buscarla si no es
encerrándose en sí mismo, reconociéndose en lo que es, confesándose con
absoluta sinceridad. Pero no puede reconocerse y confesarse si no es por la
verdad y frente a la verdad: la cual, por consiguiente, se afirma precisamente
en aquel acto, en toda su trascendencia, como guía y luz de la investigación.
La verdad se muestra precisamente trascendente al que la busca como debe
buscarse, en lo íntimo de la conciencia. La verdad, en efecto, no es el alma,
sino la luz que desde lo alto guía y llama a la sinceridad del
reconocimiento de sí misma y a la humildad de la confesión. La verdad no es la razón, sino que es la ley
de la razón, esto es, el criterio del cual se sirve la razón para juzgar
las cosas. Si la razón es superior a las cosas que juzga, la ley a base de la
cual juzga es superior a la razón. El juez humano juzga a base de la ley;
pero no puede juzgar la ley misma. El legislador humano, si es honrado y
prudente, juzga las leyes humanas, pero consulta, al hacer esto, la ley eterna
de la razón.
Pero esta ley sobrepasa todo
juicio humano, porque es la verdad misma en su trascendencia (De vera rel., 30-31).
LA
BÚSQUEDA DE DIOS
La
verdad es Dios: éste es el principio fundamental de la teología agustiniana. El carácter
fundamental de la verdad reside en el hecho que ella nos revela lo que es, en
contraste con la falsedad, que nos hace aparecer o creer lo que no es. La verdad es la revelación del ser como
tal. Es el ser que se revela, el ser que ilumina la razón humana con su luz y
le suministra la norma de todo juicio, la medida de cualquier
valoración. En esta revelación del ser hecha al hombre en su interior, en este
valor suyo para el hombre como principio que ilumina su investigación, consiste
la verdad. Pero el Ser que se revela y habla al hombre, el Ser que es Palabra y
Razón iluminadora, es Dios en su Logos o Verbo (De vera rel., 36). La verdad no es otra, por tanto, que el
Logos o Verbo de Dios. La primera
y fundamental determinación teológica del Dios cristiano nace, pues, del
planteamiento mismo de la investigación agustiniana. Precisamente en
cuanto el hombre busca a Dios en el interior de su conciencia, Dios es para él
Ser y Verdad, Trascendencia y Revelación, Padre y Logos. Dios se revela como
trascendencia al hombre que incesante y amorosamente le busca en la profundidad
de su yo: esto quiere decir que Él no es ser, sino en cuanto es a la vez
manifestación de sí mismo como tal, esto es, Verdad: que no es trascendencia
sino en cuanto es al mismo tiempo revelación, que no es Padre sino en cuanto
también es Hijo, Logos o Verbo que se acerca al hombre para traerle a sí. Las dos primeras personas de la Trinidad se
manifiestan al hombre en la investigación; y también la otra, el Espíritu
Santo, que es el amor. Dios es Amor, además de Verdad; amor y verdad van juntos
porque no puede haber amor si no es por la verdad y en la verdad. Amar a Dios significa
amar al Amor, pero no se puede amar al Amor si no se ama a quien ama. No es
amor el no amar a nadie. Por esto el hombre no puede amar a Dios, que es Amor,
si no ama a los otros hombres. El amor fraterno entre los hombres "no
sólo nace de Dios, sino que es Dios mismo" (De Trin., VIII, 12).
Dios
se revela como Verdad a quien busca la verdad; Dios se ofrece como amor sólo a
quien ama. La búsqueda de Dios no puede ser, pues, solamente intelectual, es
también necesidad de amor: parte de la pregunta fundamental: "¿Qué amo, oh
Dios, cuando te amo a ti?” (Confesiones, X, 6).
*
Aquí está el nudo de la investigación acerca del alma y de Dios, nudo que es el
centro de la personalidad de Agustín. No es posible buscar a Dios si no es
sumergiéndose en la propia interioridad, confesándose y reconociendo el
verdadero ser propio: pero este reconocimiento de Dios como verdad y
trascendencia. Si el hombre no se busca a sí mismo puede encontrar a Dios. Toda la
experiencia de la vida de Agustín se expresa en esta fórmula, ya que sólo más
allá de sí mismo, en lo que trasciende la parte más elevada del yo, se
vislumbra, por la misma imposibilidad de alcanzarla, la realidad del ser
trascendente. Por un lado, las
determinaciones de Dios se fundan en la investigación; por otra parte, la
investigación se funda en las determinaciones de la trascendencia divina.
Cierto que el hombre no puede
admitir la trascendencia si no busca; pero no puede buscar si la trascendencia
no le llama hacia sí, y no le sostiene revelándose en su inescrutabilidad.
Dios, por su trascendencia, es el trascendental del alma, la condición
de la investigación, de toda su actividad.
Al mismo tiempo, es la condición
de las relaciones entre los hombres. Dios es el Amor, que condiciona y hace
posible cualquier amor. Pero no es posible reconocerle como amor, y, por tanto,
amarle, si no se ama; y no puede amarse más que al prójimo. Amar al Amor
significa, en primer lugar, amar; y no se puede amar sino al hombre. El amor
fraterno, la caridad cristiana, condiciona la relación entre Dios y el hombre;
y al mismo tiempo está condicionada por ella. También aquí el Amor divino, el
Espíritu Santo, es en su trascendencia el trascendental de la búsqueda que
lleva al hombre hacia los demás hombres.
El
tema de toda la investigación de San Agustín es el mismo, y es el tema de su
vida: la relación entre el alma y Dios, entre la investigación humana y su
término trascendente y divino. Pero esta relación se manifiesta en San Agustín
religiosa y no filosóficamente. Su acento no cae sobre la posibilidad humana de
la búsqueda de lo trascendente, sino sobre la presencia de lo trascendente al
hombre como posibilidad de la investigación. La iniciativa se deja a Dios.
Precisamente mientras el hombre se da a la investigación y quema en el ardor de
ella las escorias de su humanidad inferior, debe reconocerse que la iniciativa
no parte de él, sino de Dios, que él consigue entrar en relación con la
trascendencia divina sólo porque ésta se le revela, y llega a amar a Dios, sólo
porque Dios le ama. El esfuerzo
filosófico se transforma en humildad religiosa, la investigación se
convierte en fe. La libertad de la iniciativa filosófica aparece
como gracia. La exigencia de referir cualquier esfuerzo,
cualquier valor humano a la gracia divina no es un puro resultado de la
polémica contra los pelagianos, resultado que negaría los motivos agustinianos
más profundos, sino una exigencia intrínseca de la especulación agustiniana.
Tal exigencia se funda en la relación con que en la personalidad de Agustín se enlazan
la filosofía y la religión, la investigación y la fe: relación de tensión, por
la cual se atraen, y al mismo tiempo se oponen una a otra.
EL
HOMBRE
La
posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la misma naturaleza
del hombre.
Si fuésemos animales, podríamos amar solamente la vida carnal y los objetos
sensibles. Si fuésemos árboles no podríamos amar nada de lo que tiene
movimiento y sensibilidad. Pero somos
hombres, creados a imagen de nuestro creador, que es la verdadera Eternidad, la
eterna Verdad, el eterno y verdadero Amor; tenemos, pues, la posibilidad de
volver a él, en el cual nuestro ser no volverá a morir, nuestro saber no tendrá
errores, nuestro amor no incurrirá ya en ofensas (De civ. Dei, XI, 28).
Esta posibilidad de volver a Dios en la triple forma de su naturaleza, está
inscrita en la triple forma de la naturaleza humana, en cuanto imagen de Dios.
"Yo soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; sé que
soy y quiero; quiero ser y saber. Vea quien pueda cómo en estas tres
cosas hay una vida inseparable, una vida única, una mente única, una única
esencia, y cómo la distinción es inseparable, y, sin embargo, existe," (Conf.,
XIII, 11). Los tres aspectos del
hombre se manifiestan en las tres facultades del alma humana: la memoria, la
inteligencia y la voluntad, las cuales, juntas y cada una por
separado, constituyen la vida, la mente y la sustancia del alma. "Yo,
dice Agustín (De Trin., X, 18), recuerdo que tengo memoria,
inteligencia y voluntad; sé que entiendo, quiero y recuerdo, y quiero
querer, recordar y entender." Y recuerdo toda mi memoria, toda la
inteligencia y toda la voluntad y de la misma manera, entiendo y quiero todas
estas tres cosas; las cuales, pues, coinciden plenamente y, a pesar de su
distinción, constituyen una unidad, una sola vida, una sola mente y una sola
esencia. En esta unidad del alma que se
diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las cuales comprende las
otras, está la imagen de la trinidad divina: imagen desigual, pero siempre imagen.
La
misma estructura del hombre interior hace, pues, posible la búsqueda de Dios.
Que el hombre esté hecho a imagen de Dios significa, por tanto, que el hombre
puede buscar a Dios, y amarle y referirse a su ser. Dios ha creado al hombre para que éste sea,
puesto que el ser, aunque en grado menor, es siempre un bien y el supremo
Ser es el supremo Bien; pero el hombre puede alejarse y apartarse del ser, y en
tal caso peca. La constitución del hombre como imagen de Dios, si, por una
parte, le da la posibilidad de relacionarse con Dios, no le garantiza, por
otra, la relación necesaria de esta posibilidad. El hombre, en efecto, es, en primer lugar, un hombre viejo, el
hombre exterior y carnal, que nace y crece, envejece y muere. Pero, en segundo
lugar, puede ser también hombre nuevo o espiritual, puede renacer
espiritualmente y llegar a someter su alma a la ley divina. También este hombre
nuevo tiene sus edades, que no se distinguen por el correr del tiempo, sino por
su progresivo acercamiento a Dios (De vera rel., 26). Todo individuo
es por su naturaleza un hombre viejo; pero debe convertirse en hombre nuevo,
debe renacer a la vida espiritual. Este renacimiento se le presenta como
alternativa entre la cual debe escoger; o vivir según la carne y debilitar y
romper su propia relación con el ser, esto es, con Dios, y caer en la mentira y
en el pecado; o vivir según el espíritu estrechando su relación personal con
Dios y prepararse para participar de su misma eternidad (De civ. Dei, XIV,
1, 4). Pero la primera elección no es verdaderamente una elección, ni una
decisión. La verdadera elección es aquella con la cual el hombre decide
adherirse al ser, esto es, relacionarse con Dios.
La causa del pecado, tanto en los
ángeles rebeldes como en los hombres, es una sola: la renuncia a esta adhesión.
"La causa de la felicidad de los ángeles buenos es que ellos se adhieren a
lo que verdaderamente es; mientras que la causa de la miseria de los ángeles
malos es que ellos se alejaron del ser y se volvieron hacia sí mismos, que no son
el ser. Su pecado fue, pues, el de soberbia" (Ibid., XII, 6). Consubstancial con la soberbia de la
voluntad que nos aparta del ser y nos ata a lo que tiene menos ser, es el pecado.
El cual, por esto, no tiene causa eficiente, sino causa deficiente, no es
una realización (effectio), sino una defección (defectio).
Es renuncia a lo sumo para adaptarse a lo inferior. Querer hallar las
causas de tal defección es como querer ver las tinieblas u oír el silencio,
tales cosas sólo se pueden conocer ignorándolas, mientras que, conociéndolas,
se ignoran (Ibid., XII, 7).
EL
PROBLEMA DE LA CREACIÓN Y DEL TIEMPO
En cuanto es Ser, Dios es el
fundamento de todo lo que es; es, pues, el creador de todo. Y de hecho la
mutabilidad del mundo que nos rodea demuestra que no es el ser: ha debido,
pues, ser creado, y ha tenido que ser creado por un Ser eterno (Conf., XI,
4). Dios ha creado todas las cosas por medio de la Palabra; pero la palabra de
que habla el Génesis no es la palabra sensible, sino el Logos o Hijo de
Dios, que es coeterno con él (Ibid., XI, 7).
El Logos o Hijo tiene en sí las
ideas, esto es, las formas o las razones inmutables de las cosas,
que son eternas como lo es él mismo; y en conformidad con tales formas o
razones han sido formadas todas las cosas que nacen y mueren (De div.
quaest. 83, q. 46). Estas formas o ideas no constituyen, pues, como quería
Platón, un mundo inteligible, sino la eterna e inmutable Razón por medio de la
cual Dios ha creado el mundo. Separar el mundo inteligible de Dios sería
admitir que Dios está privado de razón en la creación del mundo o antes de ella
(Retract., I, 3). Las ideas divinas son comparadas por Agustín a las rationes
seminales, de que hablaban los estoicos (§ 93). El orden del mundo, que
depende de la división de las cosas en géneros y especies, está garantizado
precisamente por las razones seminales, que, implícitas en la mente divina,
determinan, en el acto de la creación, la división y ordenación de las cosas
individuales.
Algunos Padres de la Iglesia, por
ejemplo, Orígenes, sostenían que la creación del mundo era eterna, puesto que
no podía suponer un cambio en la voluntad divina. El problema se presenta
también a Agustín: "¿Qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra?
“Se podría responder, bromeando: "Preparaba el infierno para quien quiere
saber demasiado"; pero sería eludir con una broma un problema serio. En
realidad, Dios es autor no sólo de lo que existe en el tiempo, sino del mismo
tiempo. Antes de la creación, no había tiempo: no había, por consiguiente, un
"antes" y no tiene sentido preguntarse qué hacía "entonces"
Dios. La eternidad está por encima de todo tiempo: en Dios nada es pasado ni
nada es futuro, porque su ser es inmutable y la inmutabilidad es un eterno
presente, en el que nada pasa.
Pero, ¿qué es el tiempo? Ciertamente
la realidad del tiempo no es nada permanente. El pasado lo es porque no existe
ya, el futuro es tal porque todavía no existe; y si el presente fuese siempre
presente y no se transformase continuamente en pasado, no habría tiempo, sino
eternidad. A pesar de este continuo huir del tiempo, nosotros conseguimos
medirlo y hablamos de un tiempo corto o largo, pasado o futuro. ¿Cómo y dónde
efectuamos su medición? Agustín responde: en el alma. No se puede ciertamente
medir el pasado, que ya no existe, o el futuro, que todavía no es; pero
conservamos el recuerdo del pasado y estamos esperando el futuro. El futuro
todavía no existe, pero hay en el alma la espera de las cosas futuras;
el pasado ya no existe, pero hay en el alma la memoria de las cosas
pasadas. El presente carece de duración y en un instante pasa, pero dura en el
alma la atención por las cosas presentes. El tiempo encuentra en el alma
su realidad: en la distensión (distensio) de la vida interior del hombre
a través de la atención, la memoria y la expectación, en la continuidad
interior de la conciencia, que conserva dentro de sí el pasado y tiende hacia
el futuro. Partiendo en busca de la realidad objetiva del tiempo, Agustín
llega, en cambio, a aclarar su subjetividad. Una vez más el replegarse de la
conciencia sobre sí misma aparece como método que resuelve un problema
fundamental.
LA
POLÉMICA CONTRA EL MANIQUEISMO
Una
vez alcanzada la determinación de la naturaleza del pecado, San Agustín se
encontraba en disposición de abordar el problema del mal en el mundo y combatir
victoriosamente las afirmaciones de los maniqueos. Lo que, según San Agustín,
desmiente irrefutablemente el principio mismo del maniqueísmo, es el carácter
fundamental de Dios: la incorruptibilidad que es propia de Dios, por
cuanto es el mismo Ser. La argumentación de su amigo Nebridio hacia ver el
contraste entre este carácter de la divinidad y la tesis de los maniqueos. Estos admitían que Dios debía combatir eternamente con el principio del mal.
Pero si el principio del mal puede dañar a Dios, Dios no es incorruptible,
porque puede recibir una ofensa. Y si no puede ser dañado, no hay ningún motivo
para que Dios haya de combatir (Conf., VII, 2). De modo que el
reconocimiento de la incorruptibilidad de Dios quita todo fundamento a la
afirmación maniquea de un principio del mal; pero, al mismo tiempo, vuelve a
proponer en toda su grandeza y urgencia el problema del mal en el mundo. Si
Dios es el autor de todo, aun del hombre, ¿de dónde procede el mal? Si el diablo
es el autor del mal, ¿de dónde procede el diablo? Si el mal depende de la
materia de que el mundo está formado, ¿por qué Dios al ordenarla dejó en ella
un residuo de mal? Cualquiera que sea la solución a que se recurra, la realidad
del mal contradice a la bondad perfecta de Dios: no queda, pues,
otra solución que negar la realidad del mal; y tal es la solución por la que se
decide Agustín.
Todo lo que es, en cuanto es, es
bien. Aun las cosas corruptibles son buenas, ya que si no fueran tales no
podrían, al corromperse, perder su bondad. Pero a medida que se corrompen, no
pierden la bondad solamente, sino también la realidad; ya que si perdieran la
bondad y continuasen existiendo, llegarían a un punto en que estarían privadas
de toda bondad, y con todo serían reales: por consiguiente, incorruptibles.
Pero lo incorruptible es Dios y es absurdo suponer que, al corromperse, las
cosas se acercan a Él. Es menester, por
lo tanto, admitir que a medida que se corrompen, las cosas pierden su realidad,
que el mal absoluto es la nada absoluta y que el ser y el bien coinciden (Conf.,
VII, 12 sigs.).
No puede, pues, haber otro mal en
el mundo sino el pecado y la pena del pecado. Ahora bien, el pecado consiste,
como se ha dicho, en la deficiencia de la voluntad que renuncia al ser y se
entrega a lo que es bajo. Como no es un mal el agua, pero, en cambio, es un mal
arrojarse voluntariamente a ella, así también ninguna cosa creada, por humilde
que sea, es un mal; pero es mal entregarse a ella, como si fuese el ser y
renunciar por ella al ser verdadero (De vera rel., 20). De la tesis maniquea que hacía del mal no
sólo una realidad, sino un principio sustancial del mundo, San Agustín ha
llegado a la tesis opuesta: la negación total de la realidad o sustancialidad
del mal y la reducción del mismo a la defección de la voluntad humana ante el
ser. El mal no es, pues, una realidad ni siquiera en el hombre, ya que es
defección, deficiencia, renuncia, no-decisión, no-elección; aun en el hombre
es, pues, no ser y muerte. En el pecado,
Dios que es el ser, abandona al alma, igual que en la muerte del cuerpo el alma
abandona al cuerpo (De civ. Dei, XIII, 2).
LA
CIUDAD DE DIOS
La
vida del hombre individual está dominada por una alternativa fundamental: vivir
según la carne o vivir según el espíritu. La misma alternativa domina la historia
de la humanidad. Esta está constituida por la lucha de dos ciudades o
reinos: el reino de la carne y el reino del espíritu, la ciudad terrena, o
ciudad del diablo, que es la sociedad de los impíos, y la ciudad celestial o
ciudad de Dios, que es la comunidad de los justos.
Estas dos ciudades no se
distribuyen nunca netamente su campo de acción en la historia. Ningún período de la historia, ninguna
institución es dominada exclusivamente por una u otra de las dos ciudades.
No se identifican nunca con los elementos particulares con que la historia de
los hombres se construye, ya que dependen solamente de lo que cada individuo decide
ser: "El amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, engendra la
ciudad terrena; el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí, engendra la
ciudad celestial. Aquélla aspira a la gloria de los hombres; ésta, por encima
de todo, a la gloria de Dios, testimoniado por la conciencia...
Los
ciudadanos de la ciudad terrena están dominados por una necia ambición de
dominio que los induce a subyugar a los demás; los ciudadanos de la ciudad
celestial se ofrecen uno a otro con espíritu de caridad y respetan dócilmente
los deberes de la disciplina social" (De civ. Dei, XIV, 28). Ninguna contraseña exterior distingue las
dos ciudades, que están mezcladas desde el comienzo de la historia humana y lo
estarán hasta el fin de los tiempos. Sólo preguntándose a sí mismo podrá
cada uno averiguar a cuál de las dos ciudades pertenece.
Toda
la historia de los hombres en el tiempo es el desarrollo de estas dos ciudades:
se divide en tres períodos fundamentales. En el primero los hombres viven sin leyes
y no hay todavía lucha contra los bienes del mundo; en el segundo los
hombres viven bajo la ley y por esto combaten contra el mundo, pero son
vencidos. El tercero es el tiempo de la gracia, en el cual los hombres
luchan y vencen. Agustín distingue estos períodos en la historia del pueblo de
Israel.
Atenas y Roma son juzgadas por San Agustín, sobre todo a través del politeísmo
de su religión. Roma es la Babilonia de Occidente. En su origen hay un
fratricidio, el de Rómulo, que reproduce el fratricidio de Caín, del cual nació
la ciudad terrena. Las mismas virtudes de los ciudadanos de Roma son virtudes
aparentes, pero en realidad son vicios, porque la virtud no es posible sin
Cristo (Ibid., XIX, 25).
El libro VIII del De civitate
Dei está dedicado al examen de la filosofía pagana. Agustín se detiene sobre todo en Platón, a quien llama "el más
merecidamente famoso entre los discípulos de Sócrates". Platón ha admitido
la espiritualidad y unidad de Dios, pero ni siquiera él ha glorificado y
adorado a Dios como tal, sino que, como los demás filósofos paganos, ha
admitido el culto politeísta (Ibid., VIII, 11). Las coincidencias de la
doctrina platónica con la cristiana son explicadas por Agustín aduciendo los
viajes de Platón a Oriente, durante los cuales pudo conocer el contenido de los
libros sagrados (Ibid., VIII, 12). En cuanto a los neoplatónicos, se ha
visto cómo Agustín mismo ha sido dirigido hacia el cristianismo por los
escritos de Plotino: han enseñado la doctrina del Verbo; pero no que el Verbo
se haya encarnado y sacrificado por los hombres (Confes., VII, 9).
Estos filósofos han vislumbrado,
sin duda, aunque de una manera oscura, el fin del hombre, su patria celestial;
pero no han podido enseñarle el camino, que es el señalado por el apóstol San
Juan: la encarnación del Verbo (De civ. Dei, X, 29).
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