CARACTERES
DEL PERIODO
La
elaboración doctrinal del cristianismo, iniciada por los apologetas para
defender la comunidad eclesiástica contra perseguidores y herejes, fue
continuada y profundizada en siglos sucesivos por una necesidad interna, que se
va afirmando cada vez más en el campo mismo de la Iglesia.
En
esta sucesiva elaboración dominan menos los motivos polémicos y más la
exigencia de constituir la doctrina eclesiástica como un organismo único y
coherente, fundado sobre una sólida base lógica.
El
uso de la filosofía se hace por esto cada vez mayor. La continuidad que los
apologetas orientales, comenzando con San Justino, habían establecido entre el
cristianismo y la filosofía pagana, se solidifica y profundiza.
El
cristianismo se presenta como la filosofía auténtica que absorbe y lleva a la
verdad el saber antiguo, del cual puede y debe servirse para obtener los
elementos y motivos de su propia justificación.
Las
doctrinas fundamentales del cristianismo reciben, mediante este trabajo, su
sistematización definitiva. El período que va desde el 200 al 450 es decisivo
para la construcción de todo el edificio doctrinal del cristianismo.
Las esperanzas escatológicas de
las numerosas sectas cristianas, que habían dominado el período precedente,
disminuyen. Si frente al inminente retorno de Cristo, el trabajo largo y
paciente de la investigación doctrinal parecía casi inútil, y ocupaban el
primer lugar los ritos propiciatorios y preparatorios, una vez perdida la
expectación ante aquel retorno, la
investigación doctrinal se convierte en la primera y fundamental exigencia de
la Iglesia, que es la que debe garantizar su unidad y solidez en la historia.
El
primer impulso para tal investigación fue dado por la escuela catequética de
Alejandría, que existía ya desde hacía mucho tiempo, cuando, en 180, llegó a
presidirla Panteno, que le dio el carácter de una academia cristiana en la cual
toda la sabiduría griega era utilizada para los fines apologéticos del
cristianismo.
La escuela alcanzó su máximo esplendor
con Clemente y Orígenes; pero cuando, en 233, Orígenes buscó en Palestina una
nueva patria y abrió en Cesárea su escuela, ésta suplantó a la otra y se
convirtió en la sede de una gran biblioteca que fue la más rica de toda la
antigüedad cristiana.
CLEMENTE
DE ALEJANDRÍA
Tito
Flavio Clemente nació hacia el 150, probablemente en Atenas.
Convertido
al cristianismo, viajó por Italia, Siria, Palestina y finalmente por Egipto. En
Alejandría, poco antes del 180, se hizo discípulo de Panteno y luego presbítero
de aquella Iglesia. Desde
el 190, más o menos, fue colaborador y ayudante en la enseñanza de Panteno y
después de la muerte de éste (hacia el 200), se convirtió en director de la
escuela catequética. En el 202 o 203 fue obligado a abandonar Alejandría por la
persecución de
Septimio Severo; hacia el 211
estaba en Asia Menor con su discípulo Alejandro, que fue después obispo de
Jerusalén: en una carta de Alejandro a Orígenes, de 215 o 216, se habla de
Clemente como de un padre ya muerto (Eusebio, Hist. eccl., VII, 14,
8-9).
Los
tres escritos que nos quedan de Clemente, Protréptico a los griegos, Pedagogo
y Tapetes, fueron concebidos por él como tres partes de un único plan, de
una progresiva introducción al cristianismo. El Protréptico, o
exhortación a los griegos, se acerca mucho en su contenido y forma a la
literatura apologética del siglo II. El Pedagogo, en tres libros, se
propone educar en la vida cristiana al lector que ya se ha separado del
paganismo. Los
Tapetes
o Stromata, esto es,
"tejidos de comentarios científicos sobre la filosofía", debían tener
por finalidad el exponer científicamente la verdad de la revelación cristiana. Se ha perdido
su obra titulada Hipotiposis (esquemas o esbozos) y nos ha quedado una
homilía que tiene por título ¿Qué rico se salvará?
El
primer fin de Clemente es elaborar el concepto mismo de una gnosis cristiana.
No hay duda de que el conocimiento es el límite más alto a que el hombre puede
llegar. Es el ápice (Teleiosis) del hombre: es la sólida y segura
demostración de lo que ha sido aceptado por la fe, y frente a él la fe es sólo
el conocimiento abreviado y sumario de las verdades indispensables (Stromata,
VII, 10). Pero, por otra parte, la fe es condición del conocimiento. Entre
fe y conocimiento hay la misma relación que los estoicos establecían entre prolepsis,
esto es, el conocimiento preliminar de los primeros principios, y la ciencia:
como la ciencia supone la prolepsis, así la gnosis supone la fe. La fe es tan
necesaria al conocimiento como los cuatro elementos son necesarios para la vida
del cuerpo (Ibid., II, 6). Fe y
conocimiento no pueden subsistir la una sin el otro (Ibid., II, 4). Pero
para llegar de la fe al conocimiento es necesaria la filosofía. La filosofía ha
tenido para los griegos el mismo valor que para los hebreos la ley del Viejo
Testamento: los ha conducido a Cristo. Clemente
admite, como Justino, que en todos los hombres, pero especialmente en los que
se han dedicado a la especulación
racional, hay un "efluvio divino", una "chispa del Logos
divino" que les descubre una parte de la verdad, aunque no les haga
capaces de llegar a la verdad entera, que sólo es revelada por Cristo (Protréptico,
6, 10; 7, 6). Ciertamente los
filósofos han mezclado lo verdadero con lo falso; se trata, pues, de escoger
entre sus doctrinas lo que haya de verdad, abandonando lo falso, y la fe otorga
el criterio de esta selección (Strom., II , 4). La filosofía debe ser en
este sentido la sierva de la fe, como Agar de Sara (Ibid., I, 5). En
esta subordinación de la filosofía a la fe consiste el carácter de la gnosis
cristiana. La gnosis de los
gnósticos es una falsa gnosis, porque establece entre filosofía y fe la
relación inversa: si al gnóstico le fuese planteada la elección entre la gnosis
y la salvación eterna, escogería la gnosis, porque la considera superior a todo
(Ibid., IV, 22). Este concepto de gnosis influye poderosamente en las
doctrinas teológicas de Clemente. El cristianismo es la educación progresiva
del género humano y Cristo es esencialmente el Maestro, El Pedagogo. Tal
interpretación se hace predominante en la Iglesia a medida que disminuyen las
esperanzas en la inmediata venida de Cristo y, por consiguiente, en la
inmediata destrucción o regeneración del mundo. El concepto de una regeneración
instantánea es sustituido por el de una regeneración gradual que debe
verificarse a través de la historia con la asimilación y la comprensión
progresiva de la enseñanza de Cristo. Esta interpretación, ya clara en
Clemente, dominará toda la obra de Orígenes.
Frente a Dios, que es
inasequible, porque supera toda palabra y todo pensamiento y del cual podemos
saber lo que no es, más bien que lo que es, el Logos es la sabiduría, la
ciencia, la verdad y, como tal, el guía de toda la humanidad (Ped., 1, 7). El Logos es el alfa y la omega, porque
todo proviene de Él y todo vuelve a Él (Strom., IV, 25). La acción
misma del Espíritu Santo está subordinada al Logos, ya que el Espíritu es la
luz de la verdad, la luz de la cual participan, sin multiplicarla, todos
aquellos que tienen fe (Ibid., IV, 16). Como supremo maestro, el Logos es también guía y norma de la conducta
humana. La máxima estoica del "vivir conforme a razón", toma en
Clemente el significado de vivir conforme a las enseñanzas del Hijo de Dios (Ibid.,
VII, 16). Pero obedecer al Logos significa amarle; la obediencia y el amor
están condicionados por el conocimiento. A la fe le es dado el conocimiento, al
conocimiento el amor, al amor el premio celestial (Ibid., VII, 10).
ORÍGENES:
VIDA Y ESCRITOS
Orígenes nació en 185 o 186,
probablemente en Alejandría, de padres cristiano
El padre, Leónidas, murió mártir
en la persecución de Septimio Severo, el 202 o 203, y el hijo, que quería
correr la misma suerte que su padre, fue salvado por la madre (Eusebio, Hist.
Eccl. 2-5). A los 18 años, el año 203, fue nombrado director de la escuela
catequética, como sucesor de Clemente, que se había ido, por Demetrio, obispo
de Alejandría. Desde esta fecha hasta el 215 o 216 desarrolló una actividad
ininterrumpida; y a través del estudio de los filósofos griegos y los textos
sagrados, llego a formular las bases de su sistema. En este período su celo
religioso le llevó a emascularse.
Sin duda había tomado al pie de
la letra la palabra evangélica (Mat., XIX, 12), que alaba a aquellos que se
hacen eunucos por amor del reino de los cielos. Pero probablemente, como el
mismo Eusebio observa (IV, 23, 1), quería quitar todo pretexto a la malignidad
pública, puesto que su escuela era frecuentada también por mujeres.
En el 215 o 216 los extraños
estragos hechos por Caracalla en Alejandría obligó a Orígenes a huir a
Palestina, donde los obispos Alejandro de Jerusalén y Teoctisto de Cesárea le
acogieron con honor y le hicieron predicar en sus iglesias. Demetrio no aprobó
esta predicación de un lego e impuso a Orígenes su vuelta a Alejandría. Allí
reemprendió su actividad como maestro y escritor, que era intensísima: un
discípulo, Ambrosio, había puesto a su disposición siete taquígrafos y varios
copistas (Euseb., IV, 23, 2). Ordenado sacerdote durante un viaje, cayó en
desgracia del obispo Demetrio y fue expulsado de Alejandría. Entonces residió
en Cesárea, donde fundó una escuela teológica que pronto floreció y en la que
permaneció hasta su muerte. Murió mártir durante la persecución de Decio.
Orígenes sufrió tortura en la prisión y poco después murió en Tiro, a los
sesenta y nueve años y, por tanto, el 254 o 255.
Un
discípulo suyo, Gregorio el Taumaturgo, nos da interesantes detalles de su
enseñanza en Cesárea (Panegiricum in Orig., 7-15). Principio y base de
la enseñanza de Orígenes era el estudio de la dialéctica. A él seguía el
estudio de las ciencias naturales, de las matemáticas, de la geometría, de la
astronomía; la geometría era considerada como modelo de todas las demás
ciencias. A continuación se estudiaba la ética, que tenía por objeto las cuatro
virtudes cardinales de Platón y la caridad cristiana. Un sitio eminente tenía
en este curso de estudios la filosofía griega, y el punto culminante estaba
representado por la teología.
La
producción literaria de Orígenes fue amplísima: se le atribuye un número de
obras que va de 600 (según Epifanio, Haer., 64, 63) a 800 (según San
Jerónimo, Epist., 33). Pero el edicto de Justiniano contra él (543) y el
juicio del V Concilio ecuménico (553) que le incluía entre los herejes,
provocaron la pérdida de una buena parte de la producción de Orígenes. Nos quedan:
una obra apologética en ocho libros, Contra Celsum, dirigida contra el
neoplatónico Celso, que en 178 había escrito un Discurso verdadero para
refutar el cristianismo; un tratado dogmático, el De principiis, que nos
ha llegado sólo en una traducción latina arreglada por Rufino, el cual se ha
preocupado de atenuar o eliminar las afirmaciones que estaban en conflicto con
las decisiones del Concilio de Nicea; partes o fragmentos de sus vastísimos
comentarios bíblicos; dos escritos, Sobre la oración y Exhortación al
martirio ·, dos cartas y fragmentos de otras obras. Las obras exegéticas, que indudablemente constituían su más amplia
producción, eran de tres clases: escolios, esto es, notas sobre pasajes
difíciles de la Biblia; homilías o discursos sagrados sobre capítulos de
la Biblia; comentarios o tomos, que eran análisis minuciosos de
libros enteros de la Biblia. De todos estos escritos, las partes más
notables que nos han quedado son las del comentario al Evangelio de San Mateo,
del cual tenemos los libros X-XVII, el comentario al Evangelio de San Juan, del
que nos quedan nueve libros no consecutivos, y el de la Epístola a los
Romanos, del que tenemos un
arreglo de Rufino en diez libros.
ORÍGENES:
FE Y GNOSIS
La
doctrina de Orígenes es el primer gran sistema de filosofía cristiana. En el
prólogo al De principiis, él mismo señala la finalidad que se ha
impuesto. "Los Apóstoles, dice, nos han transmitido con la mayor claridad
todo lo que han juzgado necesario a todos los fieles, aun a los más lentos en
cultivar la ciencia divina. Pero han dejado a los dotados de dones superiores
del espíritu y especialmente de la palabra, de la prudencia y de la ciencia, el
cuidado de buscar las razones de sus afirmaciones. Sobre otros muchos puntos,
se limitaron a la afirmación y no han dado ninguna explicación, para que
aquellos sucesores suyos que tengan pasión por la sabiduría puedan ejercitar su
ingenio" (De princ., pref., 3).
Orígenes distingue aquí las doctrinas esenciales y las doctrinas accesorias del
cristianismo. El cristiano que ha recibido la gracia de la palabra y de la
sabiduría tiene la obligación de interpretar las primeras y explicar las
segundas. La primera función es indispensable para todos; la segunda es una
investigación supletoria, inspirada por un particular amor a la sabiduría, y
consiste en el simple ejercicio de la razón. Orígenes ha emprendido una y otra
investigación. Su trabajo exegético de los textos bíblicos tiende a poner en
claro el significado oculto y, por consiguiente, la justificación profunda de
las verdades reveladas. Distingue un
triple significado de la escritura: el somático, el psíquico y el espiritual,
que se relacionan entre sí como las tres partes del alma: el cuerpo, el alma y
el espíritu (De princ., IV, 11). En la práctica, no obstante, contrapone
al significado corpóreo o literal, el significado espiritual o alegórico y
sacrifica resueltamente el primero al segundo cada vez que lo considera
necesario (Ibid., IV, 12).
El
paso del significado literal al significado alegórico de las Sagradas
Escrituras es el paso de la fe al conocimiento. Orígenes
acentúa la diferencia entre la una y el otro y afirma la superioridad del
conocimiento, que compendia en sí a la fe (In Job., XIX, 3). Profundizando en sí misma, la fe se
convierte en conocimiento: este proceso se verifica en los mismos apóstoles,
que primeramente han alcanzado por la fe los elementos del conocimiento, y
después han progresado en el conocimiento y llegado a ser capaces de conocer al
Padre (In Mat., XII. 18). La fe misma, pues, por una exigencia
intrínseca, busca sus razones y se convierte en conocimiento.
Veremos en seguida que la
redención del hombre, su retorno gradual a la vida espiritual, de que gozaba en
el mundo inteligible en el acto de la creación, es entendido por Orígenes como
educación para el conocimiento.
Ahora
bien, respecto al grado más alto del conocimiento, la enseñanza de las
Escrituras es insuficiente. Las Escrituras son tan sólo elementos mínimos del
conocimiento completo y constituyen la introducción al mismo (In Job.,
XIII, 5-6). Por encima del Evangelio histórico y como complemento de las
verdades reveladas en él, hay un evangelio eterno que vale en todas las épocas
del mundo y solamente a pocos les es dado conocer (De principiis, IV, 1 sigs.
;In Job., I, 7).
ORÍGENES:
DIOS Y EL MUNDO
La
primera preocupación de Orígenes es afirmar contra los herejes la
espiritualidad de Dios. Dios no es un cuerpo y no existe en un cuerpo; su
naturaleza es espiritual y simplicísima. Su ser homogéneo, indivisible y
absoluto, no puede ser considerado como el todo ni como una parte del todo,
porque el todo está compuesto de partes (Contra Cels., I, 23). Para
indicar la unidad de Dios, Orígenes se sirve del término pitagórico de mónada,
al lado del cual emplea el término neoplatónico de énada, que
expresa aún más netamente la singularidad absoluta de Dios (De princ., I,
1,6).
Dios
es superior a la misma sustancia, ya que no participa de ella; la sustancia
participa de Dios, pero Dios no participa de nada. El Logos se puede decir que
es el ser de los seres, la sustancia de las sustancias, la idea de las ideas;
Dios está más allá que todas estas cosas (Ibid., VI, 64). Orígenes rechaza decididamente los
antropomorfismos del Viejo Testamento, interpretándolos alegóricamente. Decir
que Dios tiene forma humana y está agitado por pasiones como las nuestras, es
la mayor de las impiedades (Ibid., IV, 71). La omnipotencia de Dios
está limitada por su perfección. Dios puede hacer todo lo que no es contrario a
su naturaleza; pero no puede cometer injusticia, porque el poder ser injusto es
contrario a su divinidad y a su potencia divina (Ibid., III, 70). Dios es vida, pero en un sentido diverso de
la vida de nuestro mundo: es la ida absoluta, esto es, en su absoluta
inmutabilidad (In Job., I,
31). Dios es el bien en el sentido platónico, ya que a Él solo pertenece la
bondad absoluta: el Logos es imagen de la bondad de Dios, pero no es el bien en
sí (In Math., XV, 10).
La providencia divina está
dirigida en primer lugar a la educación de los hombres. Recogiendo y ampliando
el concepto de Clemente, Orígenes compara la acción de Dios a la de un pedagogo
o de un médico que castiga e inflige males y dolores para corregir o para sanar
(Contra Cels., VI, 56). Así se explica la misma severidad divina, de la
cual los libros del Viejo Testamento nos dan tantos ejemplos. "Si Dios
fuese solamente bueno y no fuese severo, nosotros despreciaríamos su bondad; si
fuese solamente severo sin ser bueno, nuestros pecados nos conducirían a la
desesperación" (In Jerem., IV, 4).
Frente a la trascendencia divina,
afirmada en términos tan rigurosos, el Logos se halla en una posición
subordinada. Es ciertamente coeterno con el Padre, el cual no lo sería si no
engendrase al Hijo; pero no es eterno en el mismo sentido. La eternidad del
Hijo depende de la voluntad del Padre: Dios es vida y el Hijo recibe la vida
del Padre. El Padre es el Dios, el Hijo es Dios (In Joh., II,
1-2). El Espíritu Santo es creado no directamente por
Dios, sino a través del Logos (Ibid.,
II, 10). El Espíritu Santo lo entiende Orígenes como una fuerza puramente
religiosa, que no tiene en el mundo ninguna tarea propia.
Recogiendo
la doctrina platónica del Fedro, no sin experimentar el influjo de los
gnósticos y especialmente de Valentino, Orígenes explica la formación del mundo
sensible por la caída de las sustancias intelectuales que habitaban el mundo
inteligible. Las inteligencias incorpóreas, que constituyen el mundo
inteligible, son creadas y como tales sujetas a cambio; están, además,
provistas de libre albedrío. Su caída se
explica por la pereza y repugnancia hacia el esfuerzo que la práctica del bien
exige. Dios había establecido que el bien dependiese exclusivamente de la
voluntad de aquéllas y las había creado por ello libres. Descuidando y
oponiéndose al bien, han procurado su caída, ya que la ausencia del bien es el
mal y en la medida en que nos alejamos del bien caemos en el mal. Así las
inteligencias han sido conducidas al mal, a medida que han descuidado más o
menos el bien, conforme al movimiento secreto de cada una de ellas (De
princ., III, 9, 2; fr23 a). Orígenes insiste en la libertad del acto que ha
provocado su caída. La doctrina gnóstica había negado esta libertad: Orígenes
combate vivamente al gnosticismo (Ibid., 1, 8, 2-3). El mismo demonio,
dice, no es malo por naturaleza, sino que lo ha sido por su voluntad (In
Joh., XX, 28). La caída es debida a un acto libre de rebelión contra Dios
en que participaron todos los seres suprasensibles, con la sola excepción del
Hijo de Dios.
Su
primer resultado es que las inteligencias se convierten en almas, destinadas a
revestirse del cuerpo, más o menos luminoso o más o menos tenebroso, según la
gravedad de la culpa original. El segundo grado de la caída es precisamente el
revestirse del cuerpo. Aparece entonces el mundo visible en la variedad y
multiplicidad de los seres que lo constituyen. Y así algunas inteligencias se
convierten en almas de los cuerpos celestes, etéreos, luminosos y sutiles. Otras
se convierten en ángeles, a los cuales Orígenes da los nombres bíblicos de
tronos, potestades, dominaciones, etc., destinados a ser los ministros de Dios
cerca de los hombres. Otras todavía "descienden hasta la carne y la
sangre" y se convierten en hombres. Las últimas, en fin, se convierten en
demonios.
El mundo visible no es, pues,
otra cosa que la caída y degeneración del mundo inteligible y de las puras
esencias racionales que lo habitan. Orígenes admite una pluralidad sucesiva de
mundos; pero, corrigiendo al estoicismo, niega que estos mundos sean la
repetición uno del otro. La libertad de que están dotados los hombres impide
tal repetición (Contra Cels., IV, 67-68). Con todo, después que se han
sucedido un número indeterminado de mundos, llega el fin. El mundo visible
volverá al invisible. Los seres racionales habrán expiado a través de la serie
de vidas sucesivas en los diversos mundos, su pecado original, y llegarán a la
perfección y a la salvación final. Podrán entonces ser restituidos a su condición
primitiva y conocer a Dios (In Joh., I, 16, 20).
En
este proceso de caída del mundo inteligible en el mundo sensible y del retorno
del mundo sensible al inteligible, el Logos tiene una misión esencial.
En
primer lugar, Orígenes
atribuye al Logos la misma función que le atribuían los estoicos: el Logos es
el orden racional del mundo, la fuerza que determina su unidad ν lo dirige.
Precisamente como tal, se distingue de Dios. Solamente el Padre es el Dios en sí (A u t o q e o j). El Logos es la imagen y
el reflejo de Dios. Es distinto del Padre "por la esencia ν el sustrato" y dejaría de ser Dios si no contemplase continuamente
al Padre (Ibid., XV, I; II, 2). Por esta naturaleza suya subordinada, el
Logos ha recibido del Padre el encargo de penetrar en la obra de la creación y
de infundirle orden y belleza (Ibid., VI, 38, 39). Pero, en segundo
lugar, el Logos vive en los hombres, que participan todos de él (Ibid., I,
37): aun permaneciendo idéntico a sí mismo, el Logos se adapta a los hombres y
a su capacidad de llegar hasta él (Contra Cels., IV, 15); y se reviste
de formas diversas, según aquellos que se acercan a conocerle, esto es, según
su disposición y capacidad de progreso (Ibid., IV, 16). El Logos es,
pues, la fuerza inmanente que diviniza al mundo y al hombre.
En la misma medida en que se
acerca al mundo y al hombre para penetrarlos y volverlos a conducir a la
perfección originaria, se aleja del Padre.
Precisamente la función del Logos
en el hombre exige y justifica la encarnación. Por ella el Logos se apropia de
un cuerpo mortal y de un alma humana. Ni uno ni otro son algo divino: solamente
es divino el Logos, que permanece inmutable en su esencia y no sufre nada de lo
que le sucede al cuerpo y al alma de Cristo (Contra Cels., IV, 15). El elemento divino y el elemento humano no
permanecen, con todo, yuxtapuestos en Cristo después de la encarnación (que
Orígenes llama economía, para indicar su carácter providencial); el alma
y el cuerpo de Jesús constituyen con el Logos una unidad absoluta (Ibid., II,
9).
ORÍGENES:
EL DESTINO DEL HOMBRE
El
destino del hombre forma parte integrante del movimiento conjunto del mundo a
que el hombre pertenece. El hombre, primeramente, era una sustancia racional,
una inteligencia: con la caída se convirtió en alma. El alma es algo intermedio
entre inteligencia y cuerpo: la inteligencia, como pura vida espiritual, es
refractaria al mal; el alma, en cambio, es susceptible del bien y del mal (In
Joh., XXXII, 18). Como la caída del hombre ha sido un acto de libertad, así
será un acto de libertad la redención y el retorno a Dios. La libertad es, en
efecto, el don fundamental de la naturaleza humana, que es capaz de obrar en
virtud de la razón, por consiguiente, de escoger.
Como
Clemente, Orígenes interpreta la acción del mensaje cristiano como una acción
educadora que conduce gradualmente al hombre a la vida espiritual. Esta es la
función del Logos que se encarnó en Cristo. "Jesús aleja nuestra inteligencia de todo aquello que es
sensible y la conduce al culto de Dios, que reina sobre todas las cosas" (Contra
Cels., III, 34). En esto consiste la obra de la redención.
Comentando el prólogo del IV Evangelio, Orígenes
interpreta la acción iluminadora del Logos, no cómo una revelación repentina,
sino como una penetración progresiva de la luz en los hombres, como la
incesante llamada al hombre para que quiera libremente volver a Dios (In
Joh., I, 25-26). El camino de este retorno puede ser larguísimo. Si la
existencia en un mundo no basta, el hombre renacerá en el mundo siguiente y
después en otros, hasta que haya expiado su culpa y haya vuelto a la perfección
primitiva. Precisamente la necesidad de
la educación progresiva del hombre justifica la pluralidad sucesiva de mundos,
que Orígenes ha tomado del estoicismo. Los mundos son otras tantas escuelas, en
las cuales se reeducan los seres caídos (De princ., II, 6, 3). La
educación del hombre como retorno gradual a la condición de sustancia
inteligente se verifica a través de grados sucesivos de conocimiento.
Del
mundo sensible el hombre se eleva a la naturaleza inteligible, que es la del
Logos y del Logos a Dios. El Logos, en efecto, es la sabiduría y la verdad, y
sólo a través de él se puede discernir el ser, y más allá del ser el poder y la
naturaleza de Dios
(In Joh., VIII, 19). Pero cuando este conocimiento directo de Dios sea
posible, cuando Dios no sea ya visto a través del Hijo, en la imagen de una
imagen, sino directamente como el mismo Hijo le ve, el ciclo del retorno a Dios
del mundo, de la apocatástasis, se habrá realizado y Dios será todo en
todos (Ibid., XX, 7).
Tales
son los rasgos fundamentales del sistema de Orígenes, en el cual, por vez
primera, el cristianismo ha recibido una formulación doctrinal orgánica y
completa. El platonismo y el estoicismo constituyen las dos raíces fundamentales
por las cuales se une a la filosofía griega. Pero Orígenes ha adaptado con gran
equilibrio la doctrina platónica de la caída y de la redención de los seres
espirituales y la doctrina cosmológica de los estoicos a las exigencias del
mensaje cristiano. Ciertamente,
algunos elementos que la conciencia religiosa contemporánea consideraba
esenciales a este mensaje, se han perdido en la síntesis de Orígenes. El concepto de creación es fundamentalmente
ajeno a Orígenes, según el cual la creación de las sustancias racionales es
eterna. El Logos viene a ser en su naturaleza subordinado a Dios Padre y el
Espíritu Santo al Logos en su naturaleza y en su función. El sacrificio de-
Cristo no encuentra una propia y verdadera justificación, y la resurrección de
la carne, sobre la cual tanto habían insistido otros padres (por ejemplo,
Tertuliano), se excluye explícitamente (De princ., II, 10, 3; Contra
Cels., V, 18). Pero en compensación, Orígenes ha conducido por vez
primera a la claridad de la reflexión filosófica el significado más profundo y
universal del cristianismo. Ha sido el primero en ver en el hecho histórico de
la redención el destino de la humanidad entera, que, caída de la vida
espiritual, debe volver a ella. Por primera vez ha reunido en una única
visión de conjunto la suerte de la humanidad y la suerte del mundo, haciendo de
la antropología cristiana el elemento de una concepción cosmológica. Por
primera vez, en fin, ha afirmado enérgicamente la exigencia de la libertad
humana, que se había perdido no solo en las doctrinas dualistas de los
agnósticos, sino también en todas aquellas interpretaciones que hacían del
hombre el sujeto pasivo de la obra redentora de Cristo. Por último conviene
recordar que Orígenes es el primero en
expresar claramente el principio en que debían inspirarse las doctrinas
políticas del cristianismo en los siglos venideros. Empleando también aquí un
concepto estoico, afirma él que "existen dos leyes fundamentales, la
natural, cuyo autor es Dios, y la escrita que está formulada en los diversos
estados". Sobre esta base, afirma la independencia de los cristianos ante
la ley civil: "Cuando la ley escrita no se opone a la ley de Dios,
conviene que los ciudadanos la observen y la antepongan a las leyes
extranjeras; pero cuando la ley de la naturaleza, es decir, la ley de Dios,
ordena cosas contrarias a la ley escrita, la razón te aconseja abandonar de
buen grado las leyes escritas y la voluntad de los legisladores, y obedecer
únicamente a la ley de Dios, y regular tu vida según sus enseñanzas aunque ello
cueste trabajo, muerte y deshonra" (Contra Celsum, V, 37). De esta
manera, se aplicaba el principio estoico del derecho natural empleándolo en
defender la libertad de los cristianos frente a la ley civil.
SEGUIDORES
Y ADVERSARIOS DE ORÍGENES
Discípulo
de Orígenes fue Dionisio de Alejandría, al cual Eusebio da el calificativo de
Grande. Desde el 231-32 fue jefe de la escuela catequética de Alejandría,
sucediendo a Heraclio; en el 247-48 fue nombrado obispo de la ciudad y murió el
264 o 265.
Los Discursos sobre la
naturaleza, de los que Eusebio nos ha conservado fragmentos, estaban
dirigidos contra el atomismo de Demócrito y de los epicúreos. Entre sus
numerosas Cartas, muchas de las cuales tratan cuestiones dogmáticas y
disciplinarias, las que escribió contra el sabelianismo acentuaban la
diferencia entre el Logos y Dios Padre, haciendo de él una creación del Padre.
Pero en una obra ulterior, titulada Refutación y defensa, abandonó su
interpretación y dio otra completamente ortodoxa.
Discípulo
de Orígenes fue también Gregorio Taumaturgo, que nació hacia el año 213 en
Neocesarea del Ponto; fue obispo de su ciudad natal y murió en
tiempos de Aureliano (270 275). Dos biografías, una de Gregorio Niceno, la otra
siríaca, que es un arreglo de la primera, narran una serie de historias
milagrosas que explican su sobrenombre. Gregorio
es autor de un discurso de acción de gracias, en el cual se exalta la
obra del maestro Orígenes, de un escrito "a Teopompo sobre la capacidad e
incapacidad de padecer en Dios", conservado sólo en siríaco y en el cual
se discute la cuestión de si la impasibilidad de Dios implica su
despreocupación por los hombres; y de otros escritos menores, exegéticos y
dogmáticos. Se le atribuye también el breve tratado Sobre el alma, a
Taciano, que examina la naturaleza del alma, fuera de toda prueba tomada de
las Escrituras.
Conocido
sobre todo como historiador de los primeros siglos de la Iglesia es Eusebio,
obispo de Cesárea, nacido en el 265, y que murió el 340.
Discípulo
de Pánfilo, del cual por reconocimiento tomó su nombre (Eusebio de Panfilo) y
al que acompañó cuando el maestro fue encerrado en la prisión, junto con él
compuso una Apología de Orígenes, en cinco libros, de los cuales queda
sólo el primero en un arreglo de Rufino. Eusebio es autor de una crónica que
lleva por título Historias diversas y de una Historia Eclesiástica, que
llega hasta el año 323 y es un riquísimo archivo de hechos, documentos y
extractos de obras de toda clase, de la primera época de la Iglesia. Escribió,
además, un panegírico y un elogio del emperador Constantino, del cual fue gran
amigo. Las obras dogmáticas Contra Marcelo y Sobre la teología
eclesiástica, demuestran una acentuada tendencia al arrianismo, cuya tesis
fundamental sobre la no identidad de naturaleza entre el Padre y el Logos
defiende.
Las obras apologéticas, Preparación evangélica, en quince libros, y Demostración
evangélica, en veinte libros (de los cuales nos quedan sólo los diez
primeros), tienden a demostrar la superioridad del cristianismo sobre el
paganismo y el judaísmo. Un extracto de estas dos obras es el escrito Sobre
la teofanía, en cinco libros, de los que nos quedan fragmentos en griego y
una versión siríaca completa. Se conservan de Eusebio otras obras apologéticas (Introducción
general elemental, Contra Gerocles) y algunas partes o fragmentos de su
vasta obra exegética de las Sagradas Escrituras. El escrito filosóficamente más significativo es la Preparación
evangélica, en el que Eusebio, empleando la rica biblioteca de Cesárea,
acumuló un vastísimo material de extractos de escritos griegos, que son
frecuentemente preciosos aun para nosotros, por haberse perdido las obras de
las cuales fueron tomados. Esta obra está dominada por la convicción de que la
filosofía y la revelación son idénticas y que en el cristianismo ha encontrado
su plena expresión la verdad que ya había alboreado en los filósofos griegos.
Es la misma convicción que había animado a Justino, Clemente y Orígenes y que
dominará la obra de San Agustín. Aquella identidad le parece a Eusebio
evidente, sobre todo por lo que se refiere al platonismo. Platón es considerado
como un profeta (XIII, 3) o como un "Moisés ático" (XI, 10). Platón y Moisés van de acuerdo y tienen las
mismas ideas; Platón conoció la trinidad divina porque puso al lado de Dios y
el Logos el alma del mundo (XI, 16). En las doctrinas éticas y pedagógicas
coinciden Platón y Moisés, Platón y San Pablo; y la misma república platónica
ha encontrado su realización en la teocracia judaica (XIII, 12). Con todo,
Platón queda anclado en el politeísmo y admite el dualismo de Dios y de la
materia eterna, que son irreconciliables con el cristianismo: ha llegado, pues,
hasta el vestíbulo de la verdad, no hasta la verdad misma (XI11, 14). Esta fue
revelada por el cristianismo, que por ello es la verdadera y la definitiva
filosofía. En el cristianismo no sólo los hombres son filósofos, sino
también las mujeres; los ricos y los pobres, los esclavos y los señores (I, 4).
El que la filosofía griega haya podido alcanzar tantos elementos de la verdad
cristiana, se explica por su derivación de las fuentes hebraicas (X, 1); o
quizá también porque Platón fue encaminado hacia la verdad por la misma
naturaleza de las cosas o por Dios (XI, 8).
Adversario
de Orígenes fue, en cambio, Metodio, obispo de Filipo, que murió
mártir hacia el 311. Contra Orígenes
estaba dirigido su escrito Sobre las cosas creadas, del que
nos quedan algunos fragmentos. Es, además, autor de tres diálogos al modo de
Platón: Banquete o sobre la Virginidad, Sobre el libre albedrío, que nos
ha sido transmitido en gran parte en griego y en una traducción eslava, y Sobre
la resurrección, del que hay fragmentos del texto griego y una versión
eslava abreviada.
Para
demostrar la eternidad del mundo, Orígenes había dicho que si no existiera el
mundo, Dios no sería creador ni Señor. Metodio responde que entonces Dios es
por sí mismo incompleto y alcanza la perfección solo a través del mundo: lo que
es contrario al principio, afirmado por Orígenes, que Dios es perfecto por sí
mismo (De Creatis, 2). Contra
la doctrina de Orígenes, según la cual los hombres y los ángeles existían en el
mundo inteligible como sustancias espirituales de la misma clase y que sólo con
la caída se han diferenciado, Metodio defiende la diferencia entre las almas
humanas y los ángeles y niega la preexistencia de las almas humanas respecto al
cuerpo (De resurrect., 10-11). En su escrito sobre el libre albedrío
niega que el mal dependa de una materia eterna (doctrina gnóstica) y afirma que
es un efecto de la voluntad libre de la criatura racional.
Buena parte de la actividad
especulativa del siglo IV fue puesta al servicio de la discusión sobre el
arrianismo. Arrio, muerto el 336, había
afirmado que el Logos o Hijo de Dios ha sido creado de la nada, exactamente
como todas las otras criaturas, y que, por consiguiente, no es eterno. Si es
llamado en la Segunda Escritura Hijo de Dios, es en el sentido en que lo son
todos los hombres. Su naturaleza, por lo tanto, es diferente de la del Padre; su
sustancia es diferente.
De Arrio nos ha conservado
algunos fragmentos su gran adversario Atanasio. Nacido hacia el año 295,
Atanasio tuvo una parte predominante en la condenación que el primer concilio
ecuménico de la Iglesia, que tuvo lugar en Nicea el año 325, pronunció sobre el
arrianismo. Pero la sentencia del Concilio no fue acatada en seguida y la
polémica entre los cristianos continuó durante mucho tiempo. Atanasio, que
había sido nombrado obispo de Alejandría, sufrió persecuciones y condenas por obra
de los arrianos y murió el 2 de mayo de 373, en Alejandría. La parte más
notable de la actividad literaria de Atanasio, es la dedicada a la polémica
contra el arrianismo: Discurso contra los arrianos, Cartas a Serapión, Libro
sobre la Trinidad y el Espíritu Santo. Escribió, también, obras
historicopolémicas, exegéticas y ascéticas y dos apologías, Discurso contra
los griegos y Discurso sobre la encarnación del Verbo, que son dos
partes de un escrito único.
Atanasio
afirma enérgicamente la identidad de naturaleza del Hijo con el Padre; si el
Hijo fuese una criatura, no podría unir con Dios las criaturas, porque tendría
a su vez necesidad de esta unión. El Hijo tiene en común con el Padre toda la
plenitud de la divinidad y participa de su mismo poder. El Espíritu Santo
procede juntamente del Padre y del Hijo. Hay, por tanto, una sola divinidad y
un solo Dios en tres personas. Las
formulaciones de Atanasio constituyeron la doctrina aceptada oficialmente por
la Iglesia en el Concilio de Nicea. Esta doctrina tuvo como defensores a
"las tres luminarias de Capadocia", Basilio el Grande, Gregorio
Nazianceno y Gregorio de Nisa.
Basilio fue sobre todo un hombre
de acción; Gregorio Nazianceno, orador y poeta; Gregorio de Nisa, pensador.
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