CARACTERES
DE LA PATRÍSTICA
Cuando
el cristianismo, para defenderse de los ataques polémicos y de las
persecuciones, y asimismo para garantizar su propia unidad contra escisiones y
errores, tuvo que poner en claro sus propios presupuestos teóricos y
organizarse como sistema doctrinal, se presentó como expresión completa y
definitiva de la verdad que la filosofía griega había buscado, aunque sólo la
había hallado de una manera parcial e imperfecta. Una vez en el terreno de la
filosofía, el cristianismo sostuvo su continuidad con la filosofía griega y se
presentó como la última y más completa manifestación de la misma.
Justificó
esta continuidad con la unidad de la razón, que Dios ha creado idéntica para
todos los hombres y todos los tiempos y a la cual la revelación cristiana ha
dado el último y más seguro fundamento; y con esto afirmó implícitamente la
unidad de la filosofía y de la religión. Esta unidad no es un problema
para los escritores cristianos de los primeros siglos; es, más bien, un dato
o un presupuesto, que guía y dirige toda su investigación.
Y aun cuando establecen una
antítesis polémica entre la doctrina pagana y la cristiana (como en el caso de
Taciano), esta antítesis se establece en el terreno común de la filosofía y
presupone, por tanto, la continuidad entre cristianismo y filosofía.
Era
natural, desde este punto de vista, que se intentase por un lado interpretar el
cristianismo mediante conceptos tomados de la filosofía griega para así
enlazarlo con tal filosofía, por otra parte conducir el significado de la
filosofía griega al mismo cristianismo. Este doble intento, que en realidad es
uno solo, constituye la esencia de la elaboración doctrinal de que el
cristianismo fue objeto en los primeros siglos de la era común. En esta misma
elaboración los Padres de la Iglesia, como era inevitable, se ayudaron e
inspiraron en las doctrinas de las grandes escuelas filosóficas paganas, sobre
todo, de los estoicos, lanzándose a veces (como ocurre en Tertuliano) hasta
aceptar tesis aparentemente incompatibles con el cristianismo, como la de la
corporeidad de Dios.
Este
período de elaboración doctrinal es la patrística. Padres de la Iglesia son
los escritores cristianos de la antigüedad, que han contribuido a la
elaboración doctrinal del cristianismo, y cuya obra ha sido aceptada y hecha
propia por la Iglesia.
El período de los Padres de la
Iglesia se puede considerar cerrado con la muerte de Juan Damasceno para la
Iglesia griega (hacia 754) y con la de Beda el Venerable (735) para la Iglesia
latina. Este período puede dividirse en
tres fases. La primera, que llega hasta el año 200, está dedicada a la defensa
del cristianismo contra sus adversarios paganos y gnósticos. La segunda, que va
desde el 200 hasta el 450, está dedicada a la formulación doctrinal de las
creencias cristianas. La última, que va desde el 450 hasta el fin de la
patrística, se caracteriza por la reelaboración y sistematización de las
doctrinas ya formuladas.
LOS
PADRES APOLOGETAS
Los
Padres Apologetas del siglo I son los autores de Cartas que ilustran
algunos puntos particulares de la doctrina cristiana y regulan cuestiones de
orden práctico y religioso. Tales son: el autor de la llamada Carta de
Bernabé, Clemente Romano, Hermes, Ignacio de Antioquía y Policarpo.
Pero estos escritores todavía no
abordan problemas filosóficos. La verdadera actividad cristiana empieza con los
Padres Apologetas en el siglo II. Estos
Padres escriben en defensa (apología) del cristianismo contra los
ataques y persecuciones que se le dirigen. En este período "los cristianos
son hostilizados por los hebreos como extranjeros y son perseguidos por los
paganos" (Epist. ad Diogn., 5, 17). Los escritores paganos emplean
la sátira y la burla contra el cristianismo (Luciano, Celso). Los cristianos
son objeto del odio de la plebe pagana y de las persecuciones sistemáticas del
Estado.
En
estas condiciones nacen las apologías. La más antigua de que se tiene noticia
es la defensa presentada al emperador Adriano hacia el año 124, con ocasión de
una persecución de cristianos, por Cuadrato, discípulo de los Apóstoles. De
ella sólo conservamos un fragmento, guardado por Eusebio (Hist. Eccles., IV,
3, 2).
La
apología del filósofo Marciano Arístides ha sido encontrada en 1878 y va
dirigida al emperador Antonino Pío (138-161). En ella se afirma ya
explícitamente el principio de que sólo el cristianismo es la verdadera
filosofía. De hecho, sólo los cristianos tienen el concepto de Dios que se
deriva necesariamente de la consideración de la naturaleza. Se usan conceptos
platónicos en esta demostración. El orden del mundo, tal como aparece
en los cielos y en la tierra, hace pensar que todo se mueve por necesidad y que
Dios es el que lo mueve y lo gobierna todo. Arístides insiste en la
inaccesibilidad e inefabilidad de la esencia divina, para contraponer el
monoteísmo riguroso del cristianismo a las creencias de los bárbaros, que han
adorado los elementos materiales, de los griegos, que han atribuido a sus
dioses debilidades y pasiones humanas, y de los judíos, que aun admitiendo un
solo Dios, sirven más bien a los ángeles que a Él. Pero la primera gran figura de Padre apologista y el verdadero fundador de
la patrística es Justino.
JUSTINO
Justino nació probablemente en el
primer decenio del siglo II en Flavia Neápolis, la antigua Siquem, ahora Nablus
en Palestina. El mismo nos describe su formación espiritual. Hijo de padres
paganos, frecuentó los representantes de
las diversas tendencias filosóficas, estoicos, peripatéticos y pitagóricos, y
profesó durante largo tiempo las doctrinas de los platónicos.
Finalmente
encontró en el cristianismo lo que buscaba, y desde entonces, con su palabra y sus
escritos lo defendió como la única y verdadera filosofía.
Vivió mucho tiempo en Roma y
fundó allí una escuela; y en Roma sufrió el martirio entre el 163 y el 167. De
las obras que nos quedan, sólo tres son seguramente auténticas: el Diálogo
con el Judío Trifón y dos Apologías. La primera y más importante de
ellas está dirigida al emperador Antonino Pío, y debe haber sido compuesta en
los años 150-155. La segunda, que es un suplemento o un apéndice de la primera,
fue motivada por la condenación de tres cristianos, reos de profesarse tales.
El Diálogo con el judío Trifón refiere una discusión que tuvo lugar en
Efeso entre Justino y Trifón y tiende sustancialmente a demostrar que la
predicación de Cristo realiza y completalas enseñanzas del Viejo Testamento.
La
doctrina fundamental de Justino es que el cristianismo es la "única
filosofía segura y útil" (Dial., 8) y que es el resultado último y
definitivo a que la razón debe llegar en su investigación. Puesto que la razón
no es otra cosa que el Verbo de Dios, esto es, Cristo, del cual participa todo
género humano.
"Nosotros aprendimos, dice (Apol. Primera, 46), que Cristo es el
primogénito de Dios y que es la razón, de la cual participa todo el linaje
humano. Y los que vivieron según razón son cristianos, aunque fueran
considerados ateos; entre los griegos Sócrates, Heráclito y otros como ellos; y
entre los bárbaros, Abraham y Ananías y Azarías y Misael y Elias y otros
muchos. De modo que aquellos que
nacieron y vivieron irracionalmente eran malvados y enemigos de Cristo y
asesinos de los que viven según la razón; mas quienes vivieron y viven según la
razón, son cristianos impávidos y tranquilos." Con todo, estos cristianos
anteriores no conocieron toda la verdad. Había en ellos semillas de verdad,
que no pudieron entender
completamente (Ibid., 44). Podían ciertamente, ver de modo oscuro la
verdad mediante aquella semilla de razón que había innata en ellos. Pero una cosa es la semilla y la imitación,
otra es el desarrollo completo y la realidad, de la cual la semilla y la
imitación nacen (Apol. segunda, 13). Aquí la doctrina estoica de las razones
seminales es empleada para fundamentar la continuidad del cristianismo con
la filosofía griega, para reconocer en los filósofos griegos a los
anticipadores del cristianismo y para justificar la obra de la razón mediante
la identificación de la misma con Cristo. Esta doctrina permite a Justino la identificación completa entre el
cristianismo y la verdad filosófica. "Todo lo que de verdad se haya
dicho pertenece a nosotros los cristianos; ya que, además de Dios, nosotros
adoramos y amamos al Logos del Dios ingénito e inefable, el cual se hizo hombre
por nosotros, para curarnos de nuestras enfermedades participando de
ellas" (Apol. segunda, 13).
Dios
es el eterno, el increado, el inefable: es la noción de una realidad
inexplicable, enraizada en la misma naturaleza de los hombres (Apol. seg., 6).
A su lado y por debajo de él hay otro Dios, el Logos coexistente y
engendrado antes de la creación, por medio del cual Dios creó y ordenó todas
las cosas
(Apol. seg., 5). Así como una llama no disminuye cuando enciende otra,
del mismo modo aconteció con Dios en la creación del Logos (Dial., 48).
Después del Padre y el Logos está el Espíritu Santo, llamado por San Justino el
Espíritu Profético, al cual los hombres deben las virtudes y los dones
proféticos (Apol. primera, 5). El hombre ha sido creado por Dios libre
de hacer el bien y el mal. Si el hombre no tuviese libertad, no tendría mérito
del bien ni de la culpa del mal realizado (Apol. primera, 43). El alma
del hombre es inmortal sólo por obra de Dios: sin ésta, con la muerte volvería
a la nada (Dial., 6). Pero también el cuerpo está destinado a participar
de la inmortalidad del alma. Debe venir, en efecto, según el anuncio de los
profetas, una segunda parusia de Cristo; y esta vez vendrá con gloria,
acompañado por la legión de los ángeles: resucitará los cuerpos y revestirá de
inmortalidad a los de los justos, mientras condenará al fuego eterno a los de
los inicuos (Apol. primera 52).
LA
GNOSIS
La obra de los Padres apologetas
no debió dirigirse solamente contra los enemigos externos del cristianismo,
paganos y hebreos, sino también contra los enemigos internos, contra las
tendencias y las sectas que en su intento de interpretar el mensaje original
del cristianismo falsean su espíritu y letra contaminándolo con elementos y
motivos heterogéneos.
El
mayor peligro contra la unidad espiritual del cristianismo lo representó, en
los primeros siglos, el conjunto de sectas gnósticas, que se difundieron
ampliamente por Oriente y Occidente, especialmente en las esferas de los
doctos, y produjeron una rica y variada literatura. Esta literatura, con todo,
si se exceptúan unos pocos escritos, conservados en traducciones coptas, se ha
perdido y sólo la conocemos a través de los fragmentos citados por los Padres
apologetas que los refutaron.
La
importancia del intento de los gnósticos consiste en el hecho de que fue la
primera investigación de una filosofía del cristianismo. Pero esta
investigación fue verificada sin rigor sistemático, mezclando elementos
cristianos, míticos, neoplásticos y orientales, en un conjunto que no tiene
nada de filosófico. La palabra gnosis, como conocimiento religioso
distinto de la simple fe, está tomada de la tradición griega, especialmente del
pitagorismo, en el cual significaba el conocimiento de lo divino propio de los
iniciados. Fue así empleada para indicar al grupo de pensadores cristianos del
siglo II que hicieron del conocimiento la condición de la salvación. Se atribuyeron
por vez primera el nombre de gnósticos, los ofitas, o socios de la
serpiente, que después se dividieron en numerosas sectas. Estas utilizaban gran cantidad de textos religiosos atribuidos a
personalidades bíblicas: tal era el Evangelio de Judas, al que se
refiere Ireneo (Adv. haereses, I, 31, I).
Otros escritos de esta clase han
sido encontrados recientemente en traducciones coptas, y de ellos el más
importante es la Pistis Sophia, editada el año 1851, que expone en forma
de diálogos entre el Salvador resucitado y sus discípulos, especialmente María
Magdalena, la caída y redención de Pistis Sophia, un ser que pertenece al mundo
de los Eones (seres intermedios entre el hombre y Dios), y el camino para la
purificación del hombre mediante la penitencia. Los principales gnósticos de que tenemos noticias son Basílides,
Carpócrates, Valentino y Bardesanes. Basílides, que enseñó en Alejandría
entre el 120 y el 140, escribió un Evangelio, un Comentario y algunos
Salmos. Su doctrina nos es conocida a través de la obra de Clemente de
Alejandría (Tapetes) y las refutaciones de Ireneo (Contra los
herejes) y de Hipólito (Filosofemas). Para Basílides, la fe es una entidad real, una cosa puesta por
Dios en el espíritu de los elegidos, esto es, de los predestinados a la
salvación. Basílides, por la necesidad de explicar el mal en el mundo, fue
llevado a admitir dos principios de la realidad, uno como causa del bien y otro
como causa del mal: la luz y las tinieblas. Puestas en contacto entre sí, las
tinieblas trataron de unirse a la luz y participar de ella, mientras la luz,
por su parte, permanecía alejada sin absorber las tinieblas. Estas dieron lugar
así a una apariencia y a una imagen de la luz, que es el mundo en el
cual el bien se encuentra por esto en una cantidad despreciable y el mal
predomina. Esta concepción de Basílides es muy semejante a la maniquea; pero no
admite, como ésta, la lucha entre los dos principios.
De Carpócrates de Alejandría
sabemos solamente que una discípula suya, Marcelina, que fue a Roma en tiempos
de Aniceto (hacia el 160), "provocó la ruina de muchos" (Ireneo, Contra
los herejes, I, 25, 4). Carpócrates,
para explicar la superioridad de Cristo sobre los hombres, se sirve de la
teoría platónica de la reminiscencia. Cristo se hizo superior a los demás
hombres, porque su alma recordó con más amplitud todo lo que había visto
durante su vida con el Padre increado, de donde éste le dio una virtud
particular que le hizo capaz de sustraerse al dominio del mundo y regresar
libremente hasta El. Lo mismo
acontecerá a toda alma que se atenga a la misma línea de conducta. Los
seguidores de Carpócrates admitían la transmigración del alma de cuerpo en
cuerpo, hasta que hubiese cumplido el ciclo de las experiencias pecaminosas;
sólo al fin de esta odisea, el alma se haría digna de volver a subir al Padre,
librándose de todo lazo con el cuerpo.
El mayor número de los seguidores
pertenece a la escuela de Valentino, que, según Ireneo, fue a Roma en tiempos
del obispo Igino (135-140). En la cima
de la realidad Valentino y sus secuaces ponían un ser no temporal e incorpóreo,
increado e incorruptible, que ellos llamaban Padre o primer Padre o
también Eón (del griego αιών = eterno) perfecto. Este primer principio está
formado por una pareja de términos, Abismo y Silencio; y también los eones que
emanan de él están constituidos por parejas. Del primer eón se derivan, en
efecto, la Mente y la Verdad, de las cuales proceden por emanación la Razón y
la Vida; de las cuales a su vez proceden el Hombre (como determinación divina)
y la Comunidad (εκκλησία, comunidad de vida divina). El conjunto de estas ocho
determinaciones divinas (oγδοάδαι) es el reino de la perfecta vida divina o Pleroma. El último eón, la Sabiduría, quiso descubrir el
primero, el Abismo, y procuró subir hacia las regiones superiores del Pleroma.
Pero su esfuerzo fue inútil y durante el mismo dio origen al mundo, que
presenta por ello los caracteres de un esfuerzo incompleto, y los errores y el
llanto que produce siempre un esfuerzo fracasado. "De la
desazón e inquietud nacieron las tinieblas; del temor y de la ignorancia
nacieron la malicia y la perversión, de la tristeza y el llanto las fuentes de
agua y los mares. Cristo fue enviado por el Primer Padre, inviolable en su
misterio, para restaurar el equilibrio roto por el sueño loco de la
Sabiduría" (Tertuliano, Contra los valentinianos, 2). De esta manera el Universo nace de la
rebelión infecunda del eón Sabiduría, que da origen a la obra plasmadora de un
Demiurgo. Valentino dividía el género humano en tres categorías: la masa de los
hombres carnales, el conjunto de los psíquicos y la casta
de los espirituales (pneumáticos). Los primeros están destinados a la perdición;
los segundos pueden salvarse a costa de un esfuerzo; a los privilegiados les
basta, para conseguir la felicidad, la gnosis, esto es, el conocimiento
de los misterios divinos.
Bardesanes, nacido en Edesa el
año 154 y muerto el 222, fue discípulo de Valentino. Es esencialmente un
astrólogo y un naturalista que, de la astrología babilónica y egipcia, saca la
teoría de la influencia de los astros sobre los acontecimientos del mundo y las
acciones humanas. El persa Mani, que nació probablemente hacia el 216, se
proclamó Paráclito, esto es, el que debía llevar la doctrina cristiana a su
perfección. Su religión es una mezcla fantástica de elementos gnósticos,
cristianos y orientales, sobre el fundamento del dualismo de la religión de
Zaratustra.
Admite, en efecto, dos principios
originarios, uno del mal, o principio de las tinieblas, otro del bien, o
principio de la luz, que se combaten perpetuamente en el mundo. También en el
hombre hay dos almas, una corpórea, que es el principio del mal, y otra luminosa,
que lo es del bien. El hombre llega a su perfección con un triple sello, esto
es, absteniéndose de la comida animal y de los discursos impuros (signaculum
oris), de la propiedad y del trabajo (signaculum manus) y del
matrimonio y del concubinato (signaculum sinus). El maniqueísmo halló su grande e
implacable adversario en San Agustín.
LA
POLÉMICA CONTRA LA GNOSIS
En
la polémica contra la gnosis el cristianismo va hacia una más rigurosa
elaboración doctrinal. En este punto era menester, efectivamente, en primer
lugar, individualizar y defender las fuentes genuinas de la tradición
cristiana, y, en segundo lugar, fijar el significado auténtico de esta
tradición contra perversiones y errores que pretendían disputársela y
expresar su verdadero significado.
Un
cierto número de obras antignósticas se ha perdido. De otras obras (de Agripa
Castor, Egesipo, Rodón, Filipo de Cortina, Heráclito) nos quedan escasos e
insignificantes fragmentos (Migne, Patr. graec., 5. °). En cambio,
poseemos las obras de Ireneo e Hipólito.
Ireneo
nació hacia el 140 en Asia Menor, probablemente en Esmirna. Durante la
persecución de Marco Aurelio era sacerdote de la iglesia de Lyon, y según una
tradición que se remonta a San Jerónimo, murió martirizado; pero se ignora en
qué fecha.
Ireneo escribió numerosas obras. Eusebio, en su Historia Eclesiástica (V,
20), cita un tratado: Sobre la monarquía o Sobre que Dios no es Autor del
mal; otro Sobre las ogdóadas, diversas cartas y escritos menores de
los cuales hay uno contra los paganos, titulado Sobre la ciencia. De
todos estos escritos sólo nos quedan escasos fragmentos (en Migne, Patr.
graeca 7°, 1225-1274). En cambio, nos queda una gran obra contra el
gnosticismo titulada Refutación y desenmascaramiento de la falsa gnosis, llamada
comúnmente Adversus haereses. Pero nos ha llegado no en su original
griego, sino en una traducción latina del siglo IV; con todo, hay algunos
fragmentos del texto griego, especialmente del libro primero, en forma de citas
de escritores posteriores.
La
verdadera gnosis es, según Ireneo, la que nos han transmitido los Apóstoles de
la Iglesia. Pero esta gnosis no tiene la pretensión de superar los límites del
hombre, como la falsa gnosis de los heréticos. Dios es incomprensible y no
puede ser pensado. Todos nuestros conceptos le son inadecuados. Él es
entendimiento; pero no es semejante a nuestro entendimiento. Es luz, pero no es
semejante a nuestra luz. "Es mejor no saber nada, pero creer en Dios, y
permanecer en el amor de Dios, que arriesgarse a perderle con investigaciones
sutiles" (Adv. haeres., II, 28, 3).
Lo que nosotros podemos saber de
Dios, podemos conocerlo solamente por revelación: sin Dios no se puede conocer
a Dios. Y la revelación de Dios se nos manifiesta también a través del mundo,
que es obra de Dios, como lo reconocieron también los mejores paganos. La más grave blasfemia de los gnósticos es,
según Ireneo (II, 1, 1), la tesis de que el Creador del mundo no es Dios mismo,
sino una emanación suya. Que Dios haya tenido necesidad de seres intermedios
para la creación del mundo, significaría que él no habría tenido la capacidad
de llevar a efecto lo que había proyectado contra la doctrina gnóstica de que
el Logos y el Espíritu Santo son eones subordinados, Ireneo afirma la igualdad
de esencia y de dignidad entre el Hijo, el Espíritu Santo y el Padre. El Hijo
de Dios no ha tenido principio, ya que Él es eternamente coeternamente
existente con el Padre, y el Espíritu Santo tampoco ha tenido principio, por
estar junto al Padre desde la eternidad como el Hijo. No se puede admitir
la emanación del Hijo y del Espíritu Santo, del Padre. La simplicidad de la
esencia divina no permite la separación del Logos o del Espíritu Santo del
Padre (II, 13, 8). El hijo es el órgano de la revelación divina y está
subordinado al Padre no por su ser, o por su esencia, sino sólo por su
actividad (V, 18, 2).
Por
lo que se refiere al hombre, Ireneo, contra la distinción gnóstica de cuerpo,
alma y espíritu, afirma que el hombre resulta compuesto de alma y cuerpo y que
el espíritu es solamente una capacidad del alma, por la cual el hombre llega a
ser perfecto y se constituye en imagen de Dios. Pero para que el espíritu
transfigure y santifique la figura humana es necesaria la acción del Espíritu
Santo. El alma humana se encuentra entre la carne y el espíritu y puede
dirigirse a una u otro. Solamente con la fe y el temor de Dios, el hombre
participa del espíritu y se eleva a la vida divina (V, 9, 1). Pero yerran los gnósticos al
afirmar que la carne sea en sí el mal o el origen del mal. El cuerpo, como el
alma, es una creación divina, y no puede, por tanto, implicar mal en su
naturaleza (IV, 37, 1). El origen del mal está más bien en el abuso de la
libertad, y por esto deriva no de la naturaleza, sino del hombre y de su
elección (IV, 37, 6). El bien consiste
en obedecer a Dios, en creer en El, en guardar sus preceptos; el mal consiste
en la desobediencia y negación de Dios (IV, 39, 1). El bien conduce al hombre a
la inmortalidad, que es concedida al alma por Dios, pero que no es intrínseca a
la naturaleza de la misma. El mal es castigado con la muerte eterna. También
los cuerpos resucitarán; pero resucitarán en la nueva venida de Cristo, que se
verificará después del reino del Anticristo. Entonces las almas, habiendo
readquirido sus cuerpos, podrán llegar a la visión de Dios (V, 31,2; 27, 2).
De la vida de Hipólito, discípulo
de Ireneo, nos da algunas indicaciones la obra que nos ha quedado de él, el Philosophoumena.
Contra el Papa Calixto (217-222), se puso a la cabeza de un partido
cismático y fue así uno de los primeros antipapas que la historia conoce. El
motivo del cisma fueron las mitigaciones de la disciplina eclesiástica
introducidas por Calixto, que había permitido la readmisión en la Iglesia de
los que volvían de las sectas heréticas, la concesión de las dignidades
eclesiásticas a los bígamos, etc.
(Philos., IX, 12). En 235
Hipólito fue desterrado a Cerdeña, con el segundo sucesor de Calixto, Ponciano,
y allí, probablemente, el Papa y el antipapa se reconciliaron. Muertos ambos en
Cerdeña, sus cuerpos fueron transportados a Roma y sepultados el mismo día, 13
de agosto de 236 o 237. La estatua de Hipólito, encontrada mutilada el año 1551
y conservada en el museo lateranense, lleva a los lados del pedestal una lista
incompleta de sus numerosos escritos. Entre las obras de Orígenes iba
comprendido en muchos manuscritos el primer libro de una Refutación de todas
las herejías, que ciertamente no pertenece a Orígenes, porque el autor se
titula obispo. El año 1842, en un manuscrito del monte Athos, fueron hallados
los libros IV-X de la misma Refutación, la cual es hoy atribuida
universalmente a Hipólito con el título impropio de Philosophoumena. De
las demás obras nos han llegado fragmentos; entre éstos el capítulo final del
escrito Contra
Noetum. Nos quedan
enteros un escrito apologético Sobre el Anticristo y un Comentario
del Profeta Daniel, que es el primer intento de esta clase entre los
teólogos cristianos. Otros fragmentos de obras de Hipólito han sido conservados
en lengua eslava, armenia, siria, etc.
Hipólito se propone refutar a los
herejes demostrando que sacan su doctrina, no de la tradición cristiana, sino
de la sabiduría pagana. Por esto el libro I y el IV (en el último de los cuales
se pueden quizá ver también el II y el III) trazan un cuadro de la sabiduría
pagana, mientras los últimos seis exponen y refutan las herejías. Al papa Calixto le reprende Hipólito por no
establecer una distinción suficiente entre el Padre y el Logos y por atribuir,
por tanto, toda la obra redentora al Padre más bien que al Hijo. Su doctrina
del Logos tiende esencialmente a establecer esta distinción. El Padre y el Hijo
son dos personas (πρόσωπα) diversas, aunque constituyan una sola potencia (δύναμις). Primeramente el Hijo existía
en el Padre impersonalmente, en inseparable unidad con El, como Logos no
expresado. Cuando el Padre quiso, y de la manera que quiso El procedió del
Padre y llegó a ser una persona aparte como otro respecto al Padre. En
fin, con la encarnación, el Logos se transformó en el verdadero y perfecto Hijo
del Padre. Hipólito insiste en la arbitrariedad de la generación divina del
Logos. "Si Dios hubiese querido" dice (Philos., X, 33),
"hubiera podido hacer Dios a un hombre (o al hombre) en vez del
Logos." Afirma así la subordinación de la naturaleza del Logos a la del
Padre. Con todo, afirmando que el Logos es otro que Dios, él no quiere
decir que sean dos divinidades: la relación entre el Padre y el Logos es
semejante a la que hay entre la fuente luminosa y la luz, entre el agua y la
fuente, entre el rayo y el sol. Puesto que el Logos es una potencia que procede
del todo y el todo es el Padre, de cuya potencia procede (Contra Noet., 11).La
procedencia del Logos del Padre era necesaria para la creación del mundo, ya
que el Logos es el intermediario de la obra creadora.
Además
del Padre y del Hijo, Hipólito admite la tercera institución (oeconomia) el
Espíritu Santo. "El Padre manda, el Hijo obedece, el Espíritu Santo
ilumina; el Padre está por encima de todo, el Hijo está por todo, el Espíritu Santo
está en todo. No podemos pensar en un único Dios, si no creemos en el Padre, en
el Hijo y en el Espíritu Santo" (Contra Noet., 14).
El hombre ha sido creado por
Dios, dotado de libertad, y Dios le ha dado a través de los profetas,
especialmente Moisés, la ley que debe guiar su libre voluntad. El hombre no es
Dios; pero si quiere, puede llegar a serlo: "Sé seguidor de Dios y
coheredero de Cristo, en vez de servir a los instintos y pasiones, y llegarás a
ser Dios" (Philos., X, 33).
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