EL
PROBLEMA HISTORIOGRAFICO
A partir de la segunda mitad del
siglo XIV, literatos, historiadores, moralistas y políticos insisten
unánimemente, en Italia, sobre el cambio radical que parecía haber tenido lugar
en la actitud de los hombres frente al mundo y a la vida. Están convencidos de
que ha comenzado una nueva época que constituye una ruptura radical con el
mundo medieval, y tratan de explicarse a sí mismos el significado del cambio. Este
significado lo interpretan ellos como el "renacimiento" de un
espíritu que fue propio del hombre en la edad clásica y que se perdió durante
la Edad Media: un espíritu de libertad, por el cual reivindica el hombre su
autonomía de ser racional y se reconoce profundamente inserto en la naturaleza
y en la historia y decidido a hacer de ellas su reino.
Desde
el punto de vista de estos escritores, el renacimiento es un regreso a lo
antiguo, un reapropiarse del poder y de la capacidad que los antiguos (o sea,
los griegos y los latinos) habían poseído y ejercitado: pero un retorno que
consiste no en la mera repetición de lo antiguo, sino en la reanudación
y prosecución de lo realizado por el mundo antiguo. Son muchísimas
las figuras del Renacimiento italiano que expresan estas convicciones de una u
otra manera, pero puede decirse que cada nuevo descubrimiento de material
documental permite darse mejor cuenta de la extensión en que participaron de ellas
los escritores y personajes de la época.
Estos testimonios se han visto
apoyados por imponentes fenómenos culturales: el nacimiento de un arte nuevo,
esplendido en la variedad y en el valor de sus manifestaciones; una nueva
concepción del mundo; una ciencia que, desde entonces hasta ahora tenía que dar
frutos estupendos; un nuevo modo de entender la historia, la política y, en
general, las relaciones entre los hombres. Todos estos testimonios fueron
admitidos durante largo tiempo al pie de la letra y han servido de fundamento
para la periodización, histórica de la civilización occidental.
Sin embargo, la historiografía
filosófica no se limitó, ni podía hacerlo, a tomar nota de la contraposición
que los propios humanistas trataron de establecer entre su época y la Edad
Media. Si una parte de esta historiografía ha aceptado esta contraposición como
hilo conductor para la interpretación de las doctrinas y de las figuras que
dominan la escena del siglo XV, la otra en cambio ha puesto de relieve la
continuidad que existe entre este siglo y los anteriores. Sin embargo, es muy
cierto que, desde el punto de vista de la exactitud histórica, no se puede
establecer la interpretación del humanismo y del Renacimiento sobre la base de
una antítesis entre el "hombre medieval" y el "hombre del
Renacimiento". No es posible considerar el Renacimiento como afirmación de
la inmanencia frente a la trascendencia medieval, de la irreligiosidad y del
paganismo, del individualismo, del sensualismo, del escepticismo, frente a la religiosidad,
al universalismo, al espiritualismo y al dogmatismo de la Edad Media. En el Renacimiento no faltan, más bien
abundan, motivos netamente religiosos, afirmaciones enérgicas de la
trascendencia, aceptación de elementos cristianos y dogmáticos; y muchas veces
estos elementos y estos motivos están enlazados con elementos y motivos
opuestos, en formas complejas, de las que resulta difícil determinar el centro
de gravedad y el significado total. También es fácil entender el significado
de las polémicas que agitan la vida cultural del Renacimiento: la que entablan
los humanistas en nombre de la elocuencia y de la antigua sabiduría clásica
contra la ciencia, y la opuesta, emprendida por los sostenedores de la ciencia
contra la elocuencia; la suscitada entre platónicos y aristotélicos y la que se
desarrolla en el mismo seno de los aristotélicos, entre alejandrinistas y
averroístas. Es evidente que ninguna de esas posiciones polémicas tomada por sí
sola representa el Renacimiento, y, por lo tanto, no es posible ver en esto tan
sólo la reacción de la sabiduría y de la elocuencia, ni la de la ciencia contra
la elocuencia; ni la reivindicación del platonismo contra el aristotelismo
medieval, ni el resurgir del aristotelismo científico contra la trascendencia platonizante.
Lo que debe intentarse
primeramente es comprender el Renacimiento en su totalidad, y, por tanto, determinar
el terreno común del que nacen y en el que radican las opuestas tesis
polémicas.
EL HUMANISMO
La primera de estas polémicas,
entre sabiduría clásica y ciencia, ha sido presentada a veces como antítesis
entre Humanismo y Renacimiento.
Puesto que del Renacimiento surge el origen de la nueva ciencia de la naturaleza,
la polémica contra la ciencia, iniciada por Petrarca, ha sido interpretada como
defensa de la trascendencia religiosa y de la sabiduría revelada contra la
libertad de investigación científica. Pero la defensa de la sabiduría clásica,
inspirada en la convicción (que es una herencia de la Patrística) del perfecto
acuerdo de la misma con la verdad revelada del cristianismo, es bastante más
antigua que el Renacimiento y nunca fue olvidada por la Escolástica: así, pues,
el Humanismo sería la fuerza que combate y retrasa el advenimiento del
verdadero espíritu renacentista, que, como reivindicación de la libertad de investigación,
sería la continuación del aristotelismo y del averroísmo medievales.
Humanismo y Renacimiento, aun en
su antítesis, serían así reducidos a actitudes propias del espíritu medieval; esto,
aun permitiendo comprender la continuidad histórica, que tiene que haber, entre
la Edad Media y la Edad Moderna, elimina toda posibilidad de entender la
originalidad y el valor del Renacimiento que ha establecido los postulados del
pensamiento moderno.
La interpretación histórica del Renacimiento si, por
un lado, debe atenuar la contraposición polémica del mismo frente a la Edad
Media, en cambio, por otro, debe esclarecer los aspectos que distinguen
suficientemente su configuración doctrinal. Entre estos aspectos, los más
importantes que a este propósito pueden enunciarse aquí, son los siguientes:
1) el descubrimiento de la historicidad del
mundo humano;
2) el descubrimiento del hombre y de su naturaleza
mundana (natural e histórica);
3) la tolerancia religiosa.
1)
El humanismo del Renacimiento no es solamente el amor y el estudio de la
sabiduría clásica y la demostración de su concordancia fundamental con la
verdad cristiana, sino también y, más que nada, la voluntad de renovar tal
sabiduría en su forma autentica y entenderla en su efectiva realidad
histórica. Por primera vez se
presenta en el humanismo la exigencia de reconocer la dimensión histórica de
los acontecimientos. La Edad Media había ignorado por completo esta dimensión.
Es muy cierto que conocía y utilizaba la cultura clásica, pero la utilizaba
asimilándola a sí misma, haciéndola contemporánea. Para los escritores de la
Edad Media, los hechos, las figuras y las doctrinas no tenían un rostro
preciso, individual e irrepetible: solamente valían por la validez que podía
reconocérseles en el universo del discurso en que dichos escritores se movían.
Desde este punto de vista, la geografía y la cronología eran inútiles como
instrumentos de investigación histórica. Cada figura o doctrina se movía en una
esfera sin tiempo, que luego era la descrita por los intereses fundamentales de
la época y por lo cual se presentaba como contemporánea de esta esfera. Con
su interés por lo antiguo, pero por lo antiguo auténtico, no como había sido
transmitido por una tradición deformante, el humanismo renacentista realiza por
primera vez la actitud de la perspectiva histórica, esto es, de la
separación y alteridad del objeto histórico frente al presente historiográfico.
En el Renacimiento, los platónicos y aristotélicos se hallan en polémica, pero
su interés común es el descubrimiento del verdadero Platón o del verdadero
Aristóteles, es decir, de la doctrina genuina de sus fundadores, no deformada
ni camuflada por los "bárbaros" medievales. La exigencia filológica no es un aspecto formal o accidental del
humanismo, sino algo constitutivo del mismo. La necesidad de descubrir los
textos y restaurarlos en su forma auténtica, estudiando y comparando los
códices, va acompañada por la necesidad de descubrir en ellos el significado
auténtico de poesía o de verdad filosófica o religiosa que contienen. Sin la investigación
filológica no hay, propiamente hablando, humanismo, porque no hay sino una
actitud genérica de defensa de la cultura clásica que puede encontrarse en
todas las épocas, pero que no caracteriza a ninguna.
La
defensa de la elocuencia clásica es una defensa de la lengua genuina del clasicismo
contra la deformación que había experimentado en la Edad Media, y el propósito
de restablecerla en su forma original. El descubrimiento de falsificaciones
documentales, de atribuciones falsas, la tentativa de interpretar las figuras
de los literatos y de los filósofos en su propio ambiente, en su lejanía
cronológica, son los aspectos fundamentales del carácter historicista del
humanismo. No cabe duda que el humanismo realizó sólo parcialmente o
imperfectamente, en sus resultados, esta tarea de restauración histórica; por
lo demás, se trata de una tarea que nunca se agota y que siempre se replantea
de nuevo en el trabajo historiográfico. Pero el humanismo ha comprendido su valor y lo ha iniciado y encaminado, dejándolo
en herencia a la cultura moderna. El iluminismo del siglo XVIII constituyó
luego el paso decisivo en este mismo camino, del que luego nació la
investigación historiográfica moderna. Nunca se podrá valorar debidamente
la importancia de este aspecto del Renacimiento. La perspectiva historiográfica
hace posible el alejamiento entre el pasado y el presente: de ahí el
reconocimiento de la diversidad y de la individualidad del pasado: la indagación
de los caracteres y condiciones que determinan esta individualidad e
irrepetibilidad; y por último, la conciencia de la originalidad del pasado
frente a nosotros y de nuestra originalidad frente al pasado.
Con respecto al tiempo, el
descubrimiento de la perspectiva histórica es lo que el descubrimiento de la
perspectiva óptica, realizado por la pintura del Renacimiento, viene a ser con
relación al espacio: es la capacidad de realizar la distancia de los
objetos unos de otros y de aquel que los contempla; de ahí la capacidad de
entenderlos en su lugar efectivo, en su distinción de los demás y en su
individualidad auténtica. El significado de la personalidad humana, como centro
original autónomo de organización de los diversos aspectos de la vida, está condicionado
por la perspectiva en este sentido. La importancia que el mundo moderno
atribuye a la personalidad humana es la consecuencia de una actitud, realizada
por vez primera, por el humanismo renacentista.
2) Cuando se dice que el humanismo renacentista ha descubierto o vuelto a descubrir "el
valor del hombre" se quiere afirmar que ha reconocido el valor del hombre
como ser terrestre o mundano, inserto en el mundo de la naturaleza y de la
historia y capaz de forjar en el mismo su propio destino. El hombre a quien se
le reconoce este valor es un ser racional finito, cuya pertenencia a la
naturaleza y a la sociedad no es una condena ni un destierro sino un
instrumento de libertad, merced a lo cual puede realizar en la naturaleza y
entre los hombres su formación propia y su felicidad. Indudablemente, este
reconocimiento no es más que la expresión filosófica o conceptual, unida (como
suele suceder) a un retraso de capacidad y poderes que el hombre se había
atribuido desde siglos y que había ya ejercido y ejercía en las ciudades que
fueron la cuna del humanismo. La experiencia humana sobre la que se apoya él
mismo había dado ya sus frutos en el mundo de la economía, de la política y del
arte: lo cual explica la conexión geográfica del humanismo con las grandes
ciudades y, en especial, con aquéllas, (como Florencia) donde más libre y
maduro había sido y era el ejercicio de las nuevas actividades económico políticas.
En el volumen I de esta Historia se ha visto ya cómo, en la misma
escolástica, a partir del siglo XI, el hombre exige una autonomía de la razón
cada vez mayor, es decir, de su iniciativa inteligente, con respecto a las
instituciones típicas del mundo medieval (la iglesia, el imperio, el
feudalismo) que propendían a manifestar como derivados de lo alto todos los
bienes de que ellas podían disponer. Pero, en el humanismo renacentista, esta
autonomía se reconoce de modo más radical, como facultad del hombre para proyectar
la propia existencia singular y asociada en la naturaleza y en la historia.
Claro que, si por naturalismo se entiende la tesis de que nada existe más allá
de la naturaleza y de la historia, no se puede afirmar que el humanismo y el
Renacimiento conocieron el naturalismo; pero si se entiende por naturalismo la
tesis de que el hombre está radicado en la naturaleza y en la sociedad y que
sólo de estos dos campos puede obtener los instrumentos de su propia
realización, este naturalismo fue propio de todos los escritores de la época.
Dichos autores exaltan ciertamente el "alma" del hombre, que es el
sujeto de sus poderes de libertad, pero no olvidan el cuerpo ni lo que a éste
le pertenece. La aversión contra el ascetismo medieval, el reconocimiento
del valor del placer, la nueva valoración del epicureísmo son las
manifestaciones más evidentes de este naturalismo del humanismo. A él está
vinculado el reconocimiento de la unión del hombre con la comunidad humana:
tema éste, preferido especialmente por los humanistas florentinos que
participan activamente en la vida política de su ciudad. Desde este punto de
vista, se exalta la vida activa con respecto a la especulativa y la filosofía
moral en comparación con la física y la metafísica. Se estudia con renovado
interés la Política de Aristóteles mientras se celebra al propio
Aristóteles por haber reconocido el valor del dinero como cosa indispensable
para la vida y para la conservación del individuo y de la sociedad. También se les reconocía un valor esencial
a la poesía, a la historia, a la elocuencia y a la filosofía, que le hacen al
hombre ser lo que realmente debe ser; y recobra su pleno sentido el concepto de
paideia o humanistas que, ya en tiempo de Cicerón y de Varrón,
expresaba el ideal de la formación humana como tal; un ideal que sólo puede
identificarse por medio de las artes que son propias del hombre y que lo
diferencian de los demás animales (Aulo Gelio, Noct. Att., XIII, 17).
3)
Por último, forma también parte del
humanismo renacentista el concepto de la función civil de la religión y de la
tolerancia religiosa. La función civil de la religión se reconoce en el
fundamento de la correspondencia entre ciudad celestial y ciudad terrenal: la
ciudad terrenal debe realizar, en cuanto sea posible, la armonía y la felicidad
de la ciudad celestial. La armonía y la felicidad suponen la paz religiosa. El
ideal de la paz religiosa es la forma en que se presenta, tanto en el humanismo
como en el Renacimiento, la exigencia de la tolerancia religiosa. Los
humanistas están convencidos de la identidad esencial de filosofía y religión y
de la unidad de todas las religiones aun en la diversidad de sus cultos. Naturalmente,
este ideal propende a privar de toda base a la intolerancia; en efecto, la
confianza en la posibilidad de una "paz" en el sentido en que, por
ejemplo, emplea este término, Pico de la Mirándola, significa la renuncia a las
oposiciones irremediables y a la lucha entre la religión y la filosofía y entre
las diversas religiones y las diversas filosofías, y el fin del odio teológico.
Cada
época vive de una tradición, de una herencia cultural, en la que ve asentados
los valores fundamentales que inspiran sus actitudes. Pero la tradición nunca
es una herencia transmitida pasiva o automáticamente, sobre todo en las edades
de transición y de renovación. Es la selección de una herencia. Los humanistas
rechazaron la herencia medieval y eligieron la herencia del mundo clásico como
aquella en que veían afirmados los valores fundamentales que tenían en su
corazón. Lo que les urgía era hacer revivir esta herencia como instrumento de
educación, es decir, de formación humana y social. El privilegio concedido por
ellos a las llamadas letras humanas, o sea, a la poesía, a la retórica, a la
historia, a la moral y a la política, se fundaba en la convicción, heredada
igualmente de los antiguos, de que tales disciplinas son las únicas que educan
al hombre en cuanto tal y lo ponen en posesión de sus facultades auténticas.
Tal vez parezca hoy esta convicción demasiado restringida, pero no puede ser
tenida por un prejuicio de literatos. Para los humanistas, las letras humanas
no eran un campo de ejercicios brillante pero inútil ni un adorno ficticio para
alardear en los círculos aristocráticos. Eran el único instrumento que conocían
ellos, para formar al hombre digno y libre, empeñado en la construcción de un mundo
justo y feliz. No hay duda de que el humanismo (como cualquier otro período de
la historia occidental) conoció también el gusto del ejercicio literario, el
valor de la investigación erudita, la tentación de ocultar, bajo los méritos
formales del lenguaje, de la literatura o del arte, la carencia de un interés
humano serio y provechoso. Tampoco hay duda de que estos aspectos menos
perfectos predominaron o se hicieron más evidentes cuando, en el siglo XVII, la
decadencia política y civil de Italia hizo casi imposible el ejercicio de
aquellas actividades que los humanistas de los siglos anteriores habían
ensalzado en el mundo antiguo. Pero, entre tanto, el humanismo renacentista
italiano había dado ya sus frutos incluso fuera de Italia; y en Italia, el nuevo
espíritu de iniciativa y de libertad, suscitado por el Renacimiento, daba sus
frutos propios en la ciencia.
EL RENACIMIENTO
Los recientes estudios
filológicos (Hildebrand, Walser, Burdach) han confirmado sin ninguna duda el
origen religioso de la palabra y del concepto del Renacimiento. Renacimiento es el segundo
nacimiento, el nacimiento del hombre nuevo o espiritual del que hablan el Evangelio
de San Juan y las Epístolas de San Pablo (vol. I § 130-131). El concepto y la palabra se conservan
durante toda la Edad Media para indicar la vuelta del hombre a Dios, su regreso
a la vida que ha perdido con la caída de Adán. El Renacimiento es el resurgir
del hombre precisamente en este sentido, o sea, como renovación espiritual;
pero la renovación espiritual no es ya el trashumanarse, el vivir solamente en
la pura relación con Dios, sino el renovarse del hombre en sus poderes humanos,
en relación con los otros hombres, con el mundo y con Dios, Un renacimiento en
Dios, en un sentido renovado, más genuino, de la relación entre hombre y Dios,
no está excluido, sino que debe considerarse como la condición primera de la renovación;
pero no agota el significado del Renacimiento. Este implica el mundo del hombre
en su totalidad: su actividad práctica, su arte, su poesía, su vida social. El
renacer del hombre no es el nacer a una vida diferente y superhumana, sino el
nacer a una vida verdaderamente humana, porque se funda en lo que el hombre
posee de más propio: las artes, las ciencias, la investigación, que hacen de él
un ser distinto de todos los demás seres de la naturaleza y semejante a Dios,
devolviéndolo a la condición de que había decaído. El significado religioso y
el significado mundano del renacer se identifican, el último término del
renacer es el hombre mismo.
El instrumento
fundamental del renacimiento es el retorno a los antiguos, entendido
asimismo como un retorno al principio: como una vuelta a lo que da
fuerza y vida a cada cosa y de lo que depende la conservación y el perfeccionamiento
de todo ser. El retorno al principio era un concepto neoplatónico, por lo que
no es de extrañar que lo teorizaran especialmente los neoplatónicos del
Renacimiento (Ficino, Pico). Pero también fue defendido explícitamente por los
filósofos naturalistas (Bruno, Campanella) y por Maquiavelo, el cual señala en
la "reducción a los principios" el único modo de que las comunidades
puedan renovarse y evitar así su ruina y decadencia; pues, como dice
Maquiavelo, todos los principios tienen en sí algo de bondad de la cual las
cosas pueden tomar su vitalidad y su fuerza primitiva.
En el neoplatonismo antiguo, el
retorno al principio era un concepto genuinamente religioso. El principio es
Dios y el retorno a Dios es el cumplimiento del verdadero destino del hombre:
consiste en rehacer a la inversa el proceso de emanación por el cual los seres
se alejan de Dios, en remontar la pendiente, en tender a identificarse con
Dios. Este significado religioso no es ajeno a los escritores del Renacimiento:
sobre todo, los neoplatónicos lo repiten y se lo hacen propio. Pero este
retorno a los principios adquiere en el Renacimiento un significado humano e
histórico por el cual el "principio" al que se debe volver no es Dios
sino el origen terreno del hombre y del mundo humano. Este es, sin duda, el
sentido en que Maquiavelo hablaba de la "reducción a los principios"
como medio de renovación de las comunidades humanas. El mismo Pico de la
Mirándola admite (en el De ente et uno) junto al retorno al principio
absoluto, es decir, a Dios, el retorno del hombre al principio propio, o sea, a
sí mismo, en que consiste la felicidad terrena del hombre. Ahora bien, este
retorno del hombre a su principio es, sustancialmente, un retorno a lo que el hombre
ha sido: a su lejano, pero más antiguo pasado, a los orígenes de su
historia.
Naturalmente,
los orígenes de la historia humana se extienden más allá del mundo clásico
hacia el que miran sobre todo los escritores del Renacimiento; pero creen ellos
que precisamente en el mundo clásico ha encontrado su expresión madura y
perfecta el ejercicio de aquellos poderes que desde los orígenes han asegurado
al hombre un puesto privilegiado en el mundo. Por eso el Renacimiento pudo
llegar al concepto de la verdad como filia temporis, o sea de la
continuidad de la historia a través de la cual el nombre vuelve a vigorizarse y
así amplía sus facultades, por lo que permite a los modernos ver más allá de
los antiguos, como el enano que está sobre los hombros del gigante.
A través del retorno a la
antigüedad clásica, que es al mismo tiempo el retorno del hombre a sí mismo, se
realiza lentamente la conquista de la personalidad humana. Esta conquista está
condicionada por la conciencia de la propia originalidad respecto a los demás,
respecto al mundo y respecto a Dios. El
descubrimiento de la historicidad y la investigación filológica dan al hombre
el sentido de la propia originalidad frente a los demás, frente a aquellos
ejemplares de la humanidad que habían vivido en el pasado.
La vuelta del
arte a la naturaleza, la reducción de la naturaleza a la objetividad (de la que
nació la ciencia) ponen en evidencia la originalidad del hombre frente a la
naturaleza misma de la que forma parte, y así contribuyen a establecer el
sentido y el concepto de la personalidad humana. Por último, la confirmación de
la trascendencia divina, confirmación por la que el Renacimiento se une
directamente con la especulación cristiana de la Edad Media, acentuando la
separación entre el hombre y Dios, destaca todavía más el carácter original del
hombre, la irreductibilidad de su situación a la de cualquier otro ser,
superior o inferior.
De ahí la función
mediadora y central que se le atribuye al hombre como "cúpula del
mundo" (Ficino, Pico, Bouiflé, Pompanazzi), como nudo de la creación, en
la que encuentran su unidad y su equilibrio los varios aspectos de la misma. De
ahí también la afirmación de la libertad humana y las discusiones en torno a su
relación con el orden providencial del mundo. De ahí asimismo los análisis de
la fortuna o del azar a los que no debemos sacrificar el poder decisivo de la
voluntad, que se afirma como dominadora de ambos. De ahí, en fin, el
reconocimiento del origen humano de los estados, fruto de la habilidad y de la
sagacidad de los políticos.
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