VIDA
Cuando Aristóteles (que había
nacido en Estagira en el 384-83 a. de Jesucristo) entró en la escuela de
Platón, contaba sólo 17 años. En esta escuela permaneció veinte años, esto es,
hasta la muerte del maestro (348-47).
Esta larga permanencia, tanto más
notable tratándose de un hombre que poseía capacidad especulativa e
independencia de pensamiento excepcionales, hace imposible que se pueda prestar
fe a las anécdotas llegadas hasta nosotros sobre la ingratitud de Aristóteles
con respecto a su maestro. Según Diógenes Laercio (V, 2), Platón habría dicho:
"Aristóteles me ha pateado como los potros a su madre cuando les ha dado a
luz". Pero en realidad, la existencia, hoy demostrada, de un período
platónico en la especulación aristotélica, la elegía del altar destinada a
exaltar a Platón (§69) y el mismo tono que Aristóteles emplea al criticarle,
demuestran que la actitud de Aristóteles hacia su maestro fue la de la
fidelidad y del respeto, aunque dentro de la más resuelta independencia de
crítica filosófica.
Aprestándose en la Ética a
Nicómaco (I, 4, 1096 a, 11-6) a criticar la doctrina platónica de las
ideas, Aristóteles dice cuán penosa le resulta esta tarea, dada la amistad que
le liga con los hombres que la sostienen; y añade: "Pero tal vez sea
mejor, incluso un deber, para la salvación de la verdad, prescindir de los
asuntos privados, sobre todo si se es filósofo: la amistad y la verdad son
ambas estimables, pero es cosa santa honrar más a la verdad".
A la muerte de Platón,
Aristóteles dejó la Academia y no volvió más a la escuela donde se había
formado. Para suceder a Platón se había designado, por Platón mismo, o por los
condiscípulos, a Espeusipo; y esta elección había de imprimir a la Academia una
orientación que Aristóteles no podía aprobar. Desde entonces el espíritu de
Platón se desterraba de la escuela y Aristóteles ya no tenía motivo para
permanecer fiel a ella. Acompañado de Jenócrates, se fue entonces a Assos en la
Tróada, donde los dos discípulos de Platón, Erasto y Coriseo, habían
constituido con Hermias una comunidad filosófica-política (§ 42), de la que
tenemos noticia por la Carta VI de Platón y por otros testimonios (Dídimo,
ln Demost., col. 5). Aquí probablemente Aristóteles ejerció su primera
enseñanza autónoma. El hijo de Coriseo, Neleo, se convirtió en uno de los más
fervientes secuaces del filósofo; y precisamente en la casa de los
descendientes de Neleo se encontraron, según cuenta Estrabón ( X I I I , 54),
los manuscritos de las obras acroamáticas de Aristóteles.
Después de tres años de
permanencia en Assos, Aristóteles se trasladó a Mitilene. Según Estrabón,
Aristóteles huyó de Assos tras la muerte de Hermías, junto con la hija del
tirano, Pitia, que después fue su mujer. Pero parece que Aristóteles se alejó
de Assos antes de la muerte de Hermías y que su matrimonio tuvo lugar mientras
residía en Assos. Sea como sea, al saberse la noticia del asesinato de Hermías por
obra de los persas, Aristóteles compuso una elegía que enaltece la virtud
heroica del amigo perdido.
Durante este primer período de su
actividad didáctica en Assos y en Mitilene, debió producirse el apartamiento de
Aristóteles de la doctrina de su maestro. Debió componer entonces el Diálogo
sobre la filosofía, en el cual aparece (como sabemos por algún fragmento)
la crítica de las ideas-números.
En
el año 342 Aristóteles fue llamado por Filipo, rey de Macedonia, a Pella, para
hacerse cargo de la educación de Alejandro. El padre de Aristóteles, Nicómaco,
había sido médico de la corte en Macedonia unos cuarenta años antes; pero tal
vez lo que determinó la elección de Filipo fue la amistad de Aristóteles con
Hermías quien estaba en relación con Filipo.
En
la tarea de conquista y de unificación de todo el mundo griego, para la cual la
educación de Aristóteles preparó a Alejandro, obró seguramente la convicción de
Aristóteles de la superioridad de la cultura griega y de su capacidad para
dominar el mundo, si se le unía una fuerte unidad política.
El
alejamiento entre el rey y Aristóteles se produjo solamente cuando Alejandro,
extendiendo sus designios de conquista, pensó en la unificación de los pueblos
orientales y adoptó las formas orientales de la soberanía. Cuando Alejandro
subió al trono, Aristóteles regresó a Atenas (335-34).
Volvió allí después de trece años
de ausencia, célebre como maestro de vida espiritual y como filósofo; y la
amistad del poderosísimo rey debió poner a su disposición métodos de
investigación y de estudio excepcionales para aquellos tiempos. Fundó entonces su escuela, el Liceo,
que comprendía, además de un edificio, y del jardín, el paseo o περίπατος del que tomó el nombre. Lo
mismo que la Academia, el Liceo practicaba la comunidad de vida; pero aquí el
orden de las lecciones estaba firmemente establecido. Aristóteles dedicaba
las mañanas a los cursos más difíciles de tema filosófico; por las tardes daba
lecciones de retórica y de dialéctica a un público más vasto. Al lado del maestro
profesaban cursos los discípulos más ancianos, como Teofrasto y Eudemo.
Cuando en 323 Alejandro murió, la
insurrección del partido nacionalista contra los partidarios del rey puso en
peligro a Aristóteles. Para evitar que "los atenienses cometiesen un
segundo crimen contra la filosofía", Aristóteles se alejó de Atenas y huyó
a Calcis en Eubea, patria de su madre, donde poseía una propiedad que de ella
había heredado. Aquí se quedó durante los meses siguientes hasta el día de su
muerte. Una enfermedad del estómago, que le afligía, puso término a su vida a
los 63 años, en el 322-21.
Poseemos el testamento que
escribió en Calcis: se citan en él su hija menor de edad Pitia, una mujer,
Herpilis, que había tomado en su casa después de la muerte de su esposa, y el
hijo Nicómaco, que había tenido de Herpilis. Dispone que sus restos mortales no
se separen de los de su mujer Pitia, conforme ella misma había también deseado.
DEL
FILOSOFAR PLATÓNICO A LA FILOSOFÍA ARISTOTÉLICA
En un fragmento de la elegía,
dirigida a Eudemo, colocada en el altar de Platón, Aristóteles ensalza así al
maestro:
El hombre que a
los malos no les es lícito siquiera alabar,
que solo o el
primero entre los mortales demostró claramente
con el ejemplo
de su vida y con el rigor de sus argumentos
que bueno y
feliz el hombre se vuelve al mismo tiempo.
A nadie se ha
concedido ya el poder alcanzar a tanto.
La
enseñanza fundamental de Platón es, pues, según Aristóteles, la estrecha
relación que existe entre la virtud y la felicidad; y el valor de esta enseñanza
consiste en el hecho de que Platón no se limitó a demostrarla con argumentaciones
cerradas, sino que lo incorporó a su vida y vivió para ello.
Pero
según Platón, el hombre puede alcanzar el bien, que es la misma felicidad, sólo
mediante una búsqueda rigurosamente conducida que se dirija hacia la ciencia
del ser en sí. Platón no establecía solamente la identidad entre virtud y
felicidad, sino también entre virtud y ciencia. ¿Qué piensa Aristóteles de esta
segunda identidad, a cuya demostración tiende toda la obra de Platón? Se
encuentra aquí precisamente la separación entre Platón y Aristóteles.
Para
Platón la filosofía es búsqueda del ser y a la vez realización de la vida verdadera
del hombre en esta búsqueda; es ciencia y, en cuanto ciencia, virtud y
felicidad.
Pero, para Aristóteles, el saber ya
no es la misma vida del hombre que busca el ser y el bien, sino una ciencia objetiva que se escinde y se
articula en numerosas ciencias particulares, cada una de las cuales adquiere su
autonomía. Por una parte, según Aristóteles, la filosofía se ha convertido
en sistema de las ciencias particulares. Por otra parte, la misma filosofía es
una ciencia particular, ciertamente la "reina" de las demás, pero sin
absorberlas ni resolverlas en sí misma. Por esto, mientras para Platón la investigación filosófica da lugar a sucesivas
profundizaciones, al examen de problemas siempre nuevos que procuran aprehender
por todas partes al mundo del ser y del valor, para Aristóteles se encamina
hacia la constitución de una enciclopedia de las ciencias en la cual no se deja
de lado ningún aspecto de la realidad. La misma vida moral del hombre se
convierte en objeto de una ciencia particular, la ética, que es autónoma, como
otra ciencia cualquiera, respecto a la filosofía.
El
concepto de filosofía aparece, pues, en Aristóteles, profundamente cambiado.
Por un lado, la filosofía debe constituirse como ciencia en sí y reivindicar,
por tanto, para sí aquella misma autonomía que las demás ciencias reivindican
frente a ella. Por otra parte, a diferencia de las demás ciencias, debe dar
razón de su común fundamento y justificar su prioridad respecto a ellas. En
estos términos, el problema es propiamente aristotélico y no se encuentra nada
parecido en la obra de Platón. Para éste la filosofía no es más que el
filosofar, y el filosofar es el hombre que procura realizar su verdadera
mismidad, ligándose con el ser y con el bien, que es el principio del ser. No existe en
Platón el problema de qué sea la filosofía, sino sólo el problema de qué es el
filósofo, el hombre en su auténtica y lograda realización. Tal es la
investigación que domina todos los diálogos platónicos, principalmente la República
y el Sofista. Pero en Aristóteles
la filosofía, en cuanto es ciencia objetiva, debe constituirse por analogía con
las demás. Y como cada ciencia se define y se especifica por su objeto, del
mismo modo la filosofía debe tener un
objeto propio que la caracterice frente a las demás ciencias y al mismo
tiempo le dé, frente a ellas, la superioridad que le corresponde. ¿Cuál es este objeto?
Dos
puntos de vista se entrelazan a este propósito en la Metafísica aristotélica,
puntos
de vista que señalan dos etapas fundamentales de la evolución filosófica de
Aristóteles.
Según
el primero, la filosofía es la ciencia que tiene por objeto el ser inmóvil y
trascendente, el motor o los motores de los cielos; y es, por tanto,
propiamente hablando, teología. Como tal, ésta es la ciencia más
alta, porque estudia la realidad más alta, la divina (Met., VI, I,1026 a,
19). Pero así entendida, falta a la
filosofía universalidad (y Aristóteles mismo lo advertía, 1026 a, 23),
porque se reduce a una ciencia particular
con un objeto que, aunque sea más alto y más noble que los de las demás
ciencias, no tiene nada que ver con ellos. En esta fase, Aristóteles, aun habiéndose apartado del concepto platónico del
filosofar, permanece fiel al principio platónico de que la investigación humana
debe exclusiva o preferentemente dirigirse hacia los objetos más altos, que
constituyen los valores supremos. Pero una filosofía entendida así no alcanza a
constituir el fundamento de la enciclopedia de las ciencias ni a
suministrar la justificación de cualquier investigación respecto a cualquier
objeto. Esta exigencia lleva a Aristóteles
al segundo punto de vista, que es el definitivo, cuya realización constituye
su tarea histórica.
Según
este segundo punto de vista, la filosofía tiene por objeto, no una
realidad particular (aunque sea la más alta de todas), sino el aspecto fundamental y propio de toda la
realidad. Todo el reino del ser se divide entre las ciencias particulares, cada
una de las cuales considera un aspecto particular del mismo; sólo la filosofía
considera el ser en cuanto tal, prescindiendo de las determinaciones que
constituyen el objeto de las ciencias particulares. Este concepto de filosofía
como "ciencia del ser en cuanto ser" es verdaderamente el gran
descubrimiento de Aristóteles. No sólo esta ciencia permite justificar la
labor de las ciencias particulares, sino que da a la filosofía su plena autonomía y su máxima universalidad,
constituyéndolas como presupuesto indispensable de cualquier investigación
humana. En este sentido, la
filosofía ya no es sólo teología; la teología es ciertamente una de sus partes,
pero no la primera ni la fundamental; puesto que la primera y fundamental es
aquella que conduce a la búsqueda del principio en virtud del cual el ser,
cualquier ser —tanto Dios como la realidad natural más íntima— es verdadera y necesariamente
tal.
LA
FILOSOFÍA PRIMERA: SU POSIBILIDAD Y SU PRINCIPIO
El
primer grupo de investigaciones emprendidas por Aristóteles en la Metafísica
versa precisamente sobre la posibilidad y sobre el principio de una ciencia
del ser. Aristóteles se preocupa en primer término de definir el lugar que
ocupa esta ciencia en el sistema del saber y sus relaciones con las demás
ciencias.
Ante todo, cada ciencia puede tener por
objeto o lo posible o lo necesario; lo posible es lo que puede ser
indiferentemente de un modo o de otro; lo necesario es lo que no puede
ser de distinto modo de como es.
El
dominio de lo posible comprende la acción (πράξις), que tiene su
fin en sí misma, y la producción
(ποιησις),
que tiene su fin en el objeto producido. Las ciencias que tienen por objeto lo
posible, en cuanto son normativas o técnicas,
pueden también ser consideradas como artes; pero no hay arte que concierna a lo
que es necesario (Et. Nic., VI, 3-4). Entre las ciencias de lo posible,
la política y la ética tienen por objeto las acciones y se llaman, por lo
tanto, prácticas; las artes tienen por finalidad la producción de cosas
y se llaman poiéticas. Entre estas últimas, hay una que lleva en su
propio nombre el sello de su carácter creador, y es la poesía.
El
reino de lo necesario pertenece, en cambio, a las ciencias especulativas o
teoréticas. Estas son tres: la matemática, la física y la filosofía primera,
que después de Aristóteles se llamará metafísica.
La
matemática tiene por objeto la cantidad en su doble aspecto de cantidad
discreta o numérica (aritmética) y de cantidad continua de una, dos o tres
dimensiones (geometría) (Met., XI, 3, 1061 a, 28).
La
física tiene por objeto
el ser en movimiento, y, en consecuencia, aquellas determinaciones del ser que
van ligadas a la materia, que es condición de movimiento (Ib., VI, 1,
1026 a, 3).
La
filosofía debe constituirse por analogía con las demás ciencias
teoréticas, si quiere asumir como objeto de su consideración el ser en cuanto
ser. Al igual que la matemática y la física, debe proceder por abstracción.
El matemático despoja las cosas
de todas las cualidades sensibles (peso, ligereza, dureza, etc.) y las reduce a
la cantidad discreta o continua; el físico prescinde de todas las
determinaciones del ser que no se reducen al movimiento. Análogamente, el
filósofo debe despojar al ser de todas las determinaciones particulares
(cantidad, movimiento, etc.) y considerarlo sólo en cuanto ser. Además, así
como la matemática parte de ciertos principios fundamentales que conciernen al
objeto que le es propio, la cantidad en general (por ejemplo, el axioma:
quitando cantidades iguales a cantidades iguales los restos son iguales), así
la filosofía debe partir de un principio que le sea propio y que concierne al
objeto que le es propio, el ser en cuanto tal.
El problema consiste en ver si
tal ciencia es posible. Evidentemente, la primera condición de su posibilidad
consiste en que sea posible reducir los diversos significados del ser a un
único significado fundamental. El ser,
en efecto, se dice de muchas maneras: se dice que son las cantidades, las
calidades, las privaciones, las corrupciones, los accidentes; e incluso del no
ser decimos que es no ser. Todos estos modos deben reducirse a unidad,
si han de ser objeto de una ciencia única. El ser y el uno deben de algún modo
identificarse; ya que es necesario descubrir aquel sentido del ser, por el cual
el ser es uno, y es también la unidad misma del ser (Met., IV, 2, 1003 b).
Y esta unidad no debe ser accidental, sino intrínseca y necesaria a todos
los diversos significados que el ser asume. Lo que es accidental no puede ser
objeto de ciencia, porque no posee ninguna estabilidad o uniformidad; y la
ciencia lo es solamente de lo que es siempre, o casi siempre, de un modo (Ib.,
VI, 2, 1027, a). Si se
quiere, pues, determinar el único significado fundamental del ser, es preciso
reconocer un principio que garantice la estabilidad y la necesidad del ser
mismo. Tal es el principio de contradicción.
Este
principio es considerado por Aristóteles en primer lugar como principio
constitutivo del ser en cuanto tal; en segundo lugar, como condición de toda
consideración del ser, esto es, de cualquier pensamiento verdadero. Es, por lo
tanto, a la vez un principio ontológico y lógico; y Aristóteles lo expresa en
dos fórmulas que corresponden a estos dos significados fundamentales: "Es
imposible que una misma cosa convenga a una misma cosa, precisamente en cuanto
es la misma"; "Es imposible que la misma cosa sea y a la vez no
sea"; tales son las dos fórmulas principales con que el principio se
presenta en Aristóteles (por ejemplo, Met., IV, 3, 1005 b, 18; 4,
1006 a, 3); y de estas fórmulas evidentemente la primera se refiere a la
imposibilidad lógica de predicar el ser y el no ser de un mismo sujeto; la
segunda a la imposibilidad ontológica de que el ser sea y no sea. Aristóteles defiende
polémicamente este principio contra los que lo niegan: megarenses, cínicos y
sofistas, los cuales admiten la posibilidad de afirmar cualquier cosa de
cualquier cosa; heraclitarcos, que admiten la posibilidad de que el ser, en el
devenir, se identifique con el no ser. En realidad, el principio puede sólo defenderse
y esclarecerse polémicamente, porque, como fundamento de toda demostración, no
puede a su vez ser demostrado. Se puede ciertamente demostrar que quien lo
niega no dice nada o suprimir la posibilidad de cualquier ciencia; y éste es,
en efecto, el argumento polémico adoptado por Aristóteles contra los que lo
niegan. Pero con esto todavía no resulta
evidente su valor como axioma fundamental de la filosofía primera, como
principio constitutivo de la metafísica en tanto que ciencia del ser en cuanto
tal. Este valor se manifiesta, en cambio, a través de las consideraciones que Aristóteles
desarrolla a propósito del ser determinado (to/de ti/).
Si
por ejemplo, el ser del hombre se ha determinado como el del "animal
bípedo", necesariamente todo ser que se reconozca como hombre
deberá ser reconocido como animal bípedo. "Si la verdad —dice Aristóteles—
posee un significado, necesariamente quien dice hombre dice animal bípedo: ya
que esto significa hombre, pero si esto es necesario, no es posible que el
hombre no sea animal bípedo: la necesidad significa, en efecto,
precisamente esto, que es imposible que el ser no sea" (Met., IV,
4, 1006 b, 30). Aquí se percibe claramente el significado del principio
de contradicción como fundamento de la metafísica: el principio llega a
determinar el fundamento por el cual el ser es necesariamente. Y
efectivamente la fórmula negativa del principio de contradicción: "Es
imposible que el ser no sea", se traduce positivamente con esta otra: El
ser, en cuanto tal, es necesariamente.
En
esta fórmula el principio revela claramente su capacidad para fundamentar la
metafísica.
Evidentemente, el ser, que es el objeto de esta ciencia, es aquel precisamente
que no puede no ser, el ser necesario.
Por consiguiente, la necesidad
constituye para Aristóteles el sentido primario o fundamental del ser, aquel
que a partir del cual todos los demás (si los hay) pueden ser comprendidos y
distintos. Esta era la misma tesis de Parménides ("el ser es y no puede no
ser": fr. 4, Diels) aceptada también por los megáricos. Sin embargo,
Aristóteles no entiende esta tesis en el sentido de que sólo lo necesario
existe y que lo no necesario es nada. Por cuanto (como ya se ha visto) afirma
él que sólo lo necesario es el objeto de la ciencia y que por lo tanto la
ciencia misma es necesidad (apodíctica, es decir, demostrativa), lo posible
lo admite él como objeto de artes o de disciplinas que sólo tienen un carácter
científico, imperfecto o aproximativo. En consecuencia, lo que Aristóteles quiere afirmar es que el ser necesario es el único
objeto de la ciencia y que de lo que no es necesario se puede tener
conocimiento sólo en la medida en que se aproxima de alguna manera a la
necesidad, en el sentido de que manifiesta cierta uniformidad o persistencia.
"Algunas cosas —dice— son siempre,
por necesidad lo que son, no en el sentido de ser obligadas, sino en el sentido
de no poder ser de otra manera; en cambio, otras son lo que son, no por
necesidad sino por lo más; y este es el principio por el que podemos distinguir
lo accidental, el cual es tal precisamente porque no es ni siempre ni por
lo más (1026 b, 27). Como se ve, Aristóteles admite junto al necesario
y al uniforme (el "por lo más"), el accidental; pero no hay ciencia de
lo accidental y, en todo caso, tanto lo accidental como lo uniforme no-necesario
pueden distinguirse y reconocerse sobre el fundamento de lo necesario.
¿Cuál
es, pues, el ser necesario? A esta pregunta Aristóteles responde con la
doctrina fundamental de su filosofía. El ser necesario es el ser sustancial. El
ser que el principio de contradicción permite reconocer y aislar en su
necesidad es la sustancia.
"Estos, dice (refiriéndose a
los que niegan el principio de contradicción), destruyen completamente la
sustancia y la esencia necesaria, ya que se ven obligados a decir que todo es
accidental y no hay nada como el ser-hombre o el ser-animal. Si, en efecto, hay
algo como el ser hombre, éste no será el ser no hombre o el no ser hombre; sino
que éstos serán negaciones de aquél.
Uno
sólo es, efectivamente, el significado del ser y éste es la sustancia del
mismo. Indicar la sustancia de una cosa no es más que indicar el ser propio de
ella"
(Met., IV, 4, 1007 a, 21-27). El principio de contradicción, tomado en su alcance ontológico-lógico,
conduce directamente a la determinación del ser en cuanto tal, que es el objeto
de la metafísica. Este ser es la sustancia. La sustancia es el ser por
excelencia, el ser que es imposible que no sea y, por lo tanto, es
necesariamente, el ser que es primero en todos los sentidos. "La sustancia
es primera, dice Aristóteles (Ib., VII, 1, 1028 a, 31), por
definición, para el conocimiento y para el tiempo. Es la única, entre todas las
categorías, que puede subsistir separadamente. Es primera por definición, ya
que la definición de la sustancia está implícita necesariamente en la
definición de cualquier otra cosa. Es
primera para el conocimiento, porque creemos que conocemos una cosa, por
ejemplo, el hombre o el Fuego, cuando sabemos qué es, más que cuando
conocemos el cuál, el cuánto y el dónde de ella; e incluso sólo conocemos cada
determinación de éstas cuando sabemos qué son ellas mismas." El qué
es la sustancia. El problema del ser se transforma, pues, en problema de la
sustancia y en este último se concreta y determina el objetivo de la
metafísica. "Lo que desde hace tiempo y aún ahora, y siempre, hemos
buscado, lo que siempre será un problema para nosotros: ¿Que es el ser?,
significa esto: ¿Qué es la sustancia?” (Met., VII, 1, 1028 b, 2).
LA
SUSTANCIA
¿Qué es la sustancia? Tal es el tema del principal grupo de investigaciones en la Metafísica. Aristóteles
lo acomete con su característico procedimiento analítico y dubitativo, pasando
revista a todas las soluciones posibles, desarrollando y discutiendo cada una
de ellas y haciendo así brotar un problema de otro. En el nudo de las
investigaciones, que en los varios escritos que componen la Metafísica se
entrelazan al acaso, volviendo a empezar a menudo la discusión o interrumpiéndola
antes de la conclusión, el libro VII nos ofrece el tratado más maduro y
concluyente de este problema fundamental. El último capítulo del libro, el
XVII, presenta a modo de conclusión el verdadero principio lógico y
especulativo del tratado entero.
La
sustancia se considera en él como el principio (αρχή) y la causa (αιτία) en consecuencia como lo que
explica y justifica el ser de cada cosa. La sustancia es la causa primera del ser
propio de cada realidad determinada. Es lo que hace de un compuesto algo
que no se resuelve en la suma de sus elementos componentes. Del mismo modo que la sílaba ba no es igual que a la
suma de b y a, sino que posee una naturaleza propia que
desaparece en cuanto se resuelve en las letras que la componen, así cualquier realidad posee una naturaleza que
no resulta de la suma de sus elementos componentes y es distinta de cada uno y
de todos estos elementos. Tal naturaleza es la sustancia de aquella realidad:
el principio constitutivo de su ser. La sustancia es siempre principio, nunca
elemento componente (1041 b, 31).
Sólo ella, por tanto, permite contestar a la pregunta respecto al por qué de
una cosa.
Si
se pregunta, por ejemplo, por qué de una casa o de un lecho, se pregunta
evidentemente la finalidad para la cual la casa y el lecho se
construyeron. Si se pregunta el porqué del nacer, del perecer o en general del
cambio, se pregunta evidentemente la causa eficiente, el principio del cual
el movimiento se origina. Pero finalidad y causa eficiente no son más que la
sustancia misma de la realidad cuyo por qué se pregunta (1041 a,
29).
Estas observaciones son la clave
para entender toda la doctrina aristotélica de la sustancia y. en consecuencia,
para penetrar en el corazón mismo de la metafísica aristotélica.
La
expresión que emplea Aristóteles para definir la sustancia es: lo que el ser
era
(to/ ti/ ei) nai, quod quid erat esse). En
esta fórmula, la repetición del verbo ser expresa que la sustancia es el
principio constitutivo del ser como tal; y el imperfecto (era) indica la
persistencia y la estabilidad del ser, su necesidad. La sustancia es el ser
del ser: el principio por el cual el ser es necesariamente tal. Pero en
tanto que ser del ser, la sustancia posee una doble función, a la cual
corresponde una doble consideración de la misma: es, por una parte, el ser en
que se determina y limita la necesidad del ser, por otra, el ser que es
necesidad determinante y limitadora. Podemos expresar la doble funcionalidad de
la sustancia, a la cual corresponden dos significados distintos, pero
necesariamente conjuntos, diciendo que la sustancia es, por un lado, la esencia
del ser, por otro, el ser de la esencia. Como esencia del ser, la
sustancia es el ser determinado, la naturaleza propia del ser necesario:
el hombre como "animal bípedo".
Como
el ser de la esencia, la sustancia es el ser determinante, el ser
necesario de la realidad existente: el animal bípedo como este hombre
individual. Los dos significados pueden comprenderse bajo la expresión esencia
necesaria, la cual da, lo más exactamente posible, el sentido de la fórmula
aristotélica.
Evidentemente, la esencia
necesaria no es la simple esencia de una cosa. No siempre la esencia es la
esencia necesaria: quien dice de un hombre que es músico, no dice su esencia
necesaria, puesto que se puede ser hombre sin ser músico. La esencia necesaria
es aquella que constituye el ser propio de una realidad cualquiera,
aquel ser por el cual la realidad es necesariamente tal. La sustancia es, por tanto, no la esencia, sino la esencia necesaria,
no el ser genéricamente tomado, sino el ser auténtico: es la esencia del ser y
el ser de la esencia.
Entendida así, la sustancia
manifiesta el aspecto más íntimo del pensamiento aristotélico y al mismo tiempo
su más secreta relación con el pensamiento de Platón. Platón había explicado la
validez intrínseca del ser como tal, la normatividad que el ser presenta en sí
mismo y al hombre, refiriendo el ser a los demás valores y haciendo del bien el
principio del ser. Según Platón, si el ser vale, si posee un valor
gracias al cual se pone como norma, esto ocurre, no porque es ser, sino porque
es bien; lo que lo constituye en cuanto ser es el bien, el valor en sí mismo. La normatividad del ser es, para Platón,
extraña al ser mismo: el ser es en el valor, no el valor en el ser. Aristóteles
descubrió, en cambio, el intrínseco valor del ser. La validez que el ser posee
no proviene de un principio extrínseco, del bien, de la perfección o del orden,
sino de su principio intrínseco, de la sustancia. No está el ser en el
valor, sino el valor en el ser. Todo lo que es, en cuanto es,
realiza el valor primordial y único, el ser en cuanto tal. La sustancia, como
ser del ser, confiere a las más insignificantes y pobres manifestaciones del
ser una validez necesaria, una absoluta normatividad. Efectivamente, no es
privilegio de las realidades más elevadas, sino que se encuentra tanto en la
base como en la cima de la jerarquía de los seres y representa el verdadero
valor metafísico.
Con
el descubrimiento de la validez del ser en cuanto tal, Aristóteles está en
condiciones de adoptar ante el mundo una actitud completamente distinta de la
de Platón. Para él, todo lo que es, cuanto es, tiene un valor intrínseco, es
digno de consideración y de estudio y puede ser objeto de ciencia. Para Platón,
en cambio, sólo lo que encarna un valor distinto del ser puede y debe ser
objeto de ciencia: el ser en cuanto tal no basta, porque no tiene en sí su
valor. Con la teoría de la sustancia, Aristóteles elaboró el principio que justifica su actitud ante la naturaleza, su
obra de investigador incansable, su interés científico que no se apaga ni
disminuye ni siquiera ante las más insignificantes manifestaciones del ser. La
teoría de la sustancia es a la vez el centro de la metafísica de Aristóteles y
el centro de su personalidad. Manifiesta el íntimo valor existencial de su
metafísica.
LAS
DETERMINACIONES DE LA SUSTANCIA
La doble función de la sustancia
aparece continuamente en la investigación aristotélica y le comunica una
aparente ambigüedad, que sólo se puede eliminar reconociendo la distinción y la
unidad de las dos funciones de la sustancia. Cuando Aristóteles dice que la sustancia es expresada por la definición
y que sólo de la sustancia hay verdadera definición (VII, 4, 1030 b, 4),
entiende la sustancia como esencia del ser, como lo que la razón puede entender
y demostrar del ser. Cuando, en cambio, declara que la esencia se identifica
con la realidad determinada (to/de ti)y que, por ejemplo, la belleza no
existe más que en lo que es bello (VII, 5, 1031 b, 10), entiende la
sustancia como ser de la esencia, como principio que confiere a la naturaleza
propia de una cosa su existencia necesaria.
Como
esencia del ser, la sustancia es la forma de las cosas compuestas, y da unidad
a los elementos que componen el todo y al todo una naturaleza propia, distinta
de la de los elementos componentes (VIII, 6 b, 2). La forma de las cosas materiales, que
Aristóteles llama especie (VII, 8, 1033 b, 5), es, por tanto, su
sustancia.
Como
ser de la esencia, la sustancia es el sustrato (to/ u(poxei/menon,
subiectum): aquello de lo que cualquier otra cosa se predica, pero que no
puede ser predicado de ninguna.
Y
como sustrato, es materia, esto es, realidad privada de cualquier
determinación y que posee esta determinación sólo en potencia (VIII, 1, 1042 a,
26).
Como
esencia del ser, la sustancia es el concepto o λόγος, del cual no
existe generación ni corrupción (ya que lo que
deviene no es la esencia necesaria de la cosa, sino esta o aquella cosa).
Como
ser de la esencia, la sustancia es el compuesto o su/noloj, esto es, la
unión del concepto (o forma) con la materia, la cosa existente; y en tal
sentido la sustancia nace y perece (VII, 15, 1039 b, 20).
Como
esencia del ser, la sustancia es el principio de inteligibilidad del ser mismo.
Es
lo que la razón puede tomar de la realidad en cuanto tal; y constituye el
elemento estable y necesario, sobre el cual se funda la ciencia. No hay
ciencia, en efecto, más que de lo necesario; mientras que el conocimiento de lo
que puede ser y no ser, es más opinión que ciencia. Precisamente por esto no
existe definición o demostración de las sustancias sensibles particulares que
están dotadas de materia y no son, por tanto, necesarias, sino corruptibles: su
conocimiento se oscurece apenas cesan de ser percibidas. Sin embargo, queda
íntegro, en el sujeto que las conoce, su concepto, que expresa
precisamente su naturaleza sustancial, aunque no en la forma rigurosa de la
definición (Met., VII, 15, 1039 b, 27). La sustancia es, pues, objetiva y subjetivamente el principio de la
necesidad: objetivamente, como ser de la esencia, en cuanto realidad necesaria;
subjetivamente, como esencia del ser, en cuanto racionalidad necesaria.
Considerando la diversidad y
disparidad de significados que la sustancia asume para Aristóteles, se diría
que Aristóteles se había limitado a desplegar dialécticamente todos los
significados posibles de la palabra, sin escoger entre ellos ni determinar el
único significado auténtico y fundamental.
Por una parte, en tanto que forma o especie, la sustancia es inengendrable e
incorruptible, por otra parte, en tanto que compuesto y realidad particular existente,
es engendrable y corruptible; por una parte, en tanto que sustrato, es la
existencia real que no se reduce nunca a predicado, esto es, a pura
determinación lógica; por otra parte, en tanto que definición y concepto, es
una pura entidad lógica.
En
realidad, concebida la sustancia como el ser del ser, en su doble funcionalidad
de ser de la esencia y esencia del ser, Aristóteles podía admitir la sustancia
igualmente en todas aquellas diversas determinaciones y reducir, por tanto, a
unidad su aparente disparidad. Tal era precisamente el objetivo que se había
propuesto al constituir la metafísica como ciencia del ser en cuanto tal y al
colocar como fundamento de ella el principio de contradicción.
La riqueza de las determinaciones
ontológicas que el concepto de sustancia permite a Aristóteles justificar, relacionándolas
con un único valor fundamental, demuestra que verdaderamente alcanzó, con el
concepto de sustancia, el principio de la filosofía primera, como aquella
ciencia que ha de constituir el fundamento común y la justificación ultima de
todas las ciencias particulares. Sólo un
significado de la sustancia debía Aristóteles excluir por ilegítimo: el que
separa el ser de la esencia o la esencia del ser, que coloca la validez y la
necesidad del ser fuera del ser, en una universalidad que no constituye el alma
y la vida del ser mismo. Tal era el punto de vista del platonismo; por cuyo
motivo se sirve Aristóteles de él continuamente, a modo de término de
confrontación polémica, en la construcción de su metafísica.
LA
POLÉMICA CONTRA EL PLATONISMO
La
característica del platonismo es, según Aristóteles, la de considerar las especies
como sustancias separadas, reales e independientes de cada uno de los seres
individuales cuya forma o sustancia son.
Para
Aristóteles, la sustancialidad (la realidad) de la especie es la misma del
individuo cuya especie es.
Según
Platón, las especies poseen una realidad en sí que no se reduce a la de los
individuos singularmente existentes; y en tal sentido son sustancias separadas.
Ahora bien, tales sustancias separadas son imposibles, según Aristóteles. En
calidad de especies, habrían de ser universales; pero es imposible que lo universal
sea sustancia, porque mientras lo universal es común a muchas cosas, la
sustancia es propia de un ser individual y no pertenece a ningún otro. Si
en Sócrates, que es sustancia, hubiese otra sustancia ("hombre" o ser
viviente"), tendríamos un ser compuesto de varias sustancias, lo cual es imposible.
Aristóteles insiste, pues,
distintas veces, en la Metafísica, en
la crítica de los argumentos adoptados por Platón y por los platónicos para
establecer la realidad de la idea. Dicha crítica versa esencialmente sobre
cuatro puntos.
En
primer lugar, admitir una idea en correspondencia con cada concepto significa
obrar más o menos como aquel que, habiendo de contar objetos, creyese que no
podía hacerlo más que acrecentando su número. Las ideas han de
ser, en efecto, en número mayor que los mismos objetos sensibles, porque ha de
haber no sólo la idea de cada sustancia, sino también de todos sus modos o
caracteres que puedan acogerse bajo un único concepto.
Son otras tantas realidades que
se añaden a las realidades sensibles; de modo que el filósofo se encuentra con
que debe explicar, además de estas últimas, también las primeras, enfrentándose
con dificultades mayores que si se encontrase solamente ante el mundo sensible.
En
segundo lugar, los argumentos con los cuales se demuestra la realidad de la
idea conducirían a admitir ideas incluso de aquello que los platónicos no
consideran que las haya, por ejemplo, de las negaciones y de las cosas
transitorias: ya que incluso de éstas hay conceptos. Y así, incluso para la
relación de semejanza entre las ideas y las cosas correspondientes (por ejemplo, entre la idea del hombre y
cada hombre), debería haber una idea (un tercer hombre); y entre esta idea por
una parte y la idea del hombre y cada hombre individual por otra, otras ideas;
y así hasta el infinito.
En
tercer lugar, las ideas son inútiles porque no contribuyen para nada a hacer
comprender la realidad del mundo. De hecho no son causas de ningún
movimiento ni de ningún cambio. Decir que las cosas participan de las ideas no
quiere decir nada, porque las ideas no
son principios de acción que determinen la naturaleza de las cosas.
En fin, y éste es el argumento
más importante que se enlaza con la teoría aristotélica de la sustancia, la sustancia no puede existir separadamente
de aquello cuya sustancia es. La afirmación del Fedón de que las
ideas son causas de las cosas es, según Aristóteles, incomprensible; ya que aun
suponiendo que haya ideas, de ellas no derivarán las cosas si no interviene
para crearlas un principio activo.
Estos argumentos a los cuales
Aristóteles recurre a menudo son sencillamente indicativos, pero no
reveladores, del verdadero punto de separación entre él y Platón. Dichos
argumentos parten de la presuposición de una realidad de las ideas
absolutamente separada del mundo sensible y de la misma inteligencia humana que
las aprehende: presuposición que no se verifica en el espíritu auténtico del
platonismo. Según Platón, la idea es el
valor y constituye al mismo tiempo el deber ser, lo mejor, de las cosas
del mundo y la norma que debe servir al hombre para la valoración de las
mismas. La idea aparece a Aristóteles como separada del mundo, no porque Platón
haya negado implícita o explícitamente su relación con el mundo, sino porque la
idea es inconmensurable con el ser del mundo mismo. La idea es el bien, lo
bello o en general (según los últimos diálogos platónicos) el orden y la medida perfecta del mundo, y
constituye un principio distinto y, en consecuencia, extraño y separado del ser
cuyo fundamento se pretende que sea. El descubrimiento de la validez intrínseca
del ser como tal, el reconocimiento de que el ser precisamente en cuanto ser, y
no ya en cuanto perfección o valor, posee validez necesaria, conduce a
Aristóteles a rechazar la doctrina que separa al ser de su propio valor y
convierte a éste en un mundo o una
sustancia separada.
Por esto, la sustancia
aristotélica, aun entendida como forma o especie, no puede enlazarse con la
idea platónica. No es la idea que abandonando la esfera supraceleste se ha
metido en el ser y en el devenir del mundo y ha readquirido su concreción, sino
un principio de validez intrínseco al
ser como tal: es el ser mismo del devenir y del mundo en su propia esencia necesaria.
Aristóteles realizó una inversión
del punto de vista platónico. Según
Platón, los valores fundamentales son los morales, que no son puramente
humanos, sino cósmicos, y constituyen el principio y el fundamento del ser.
Según
Aristóteles, el valor fundamental es el ontológico, constituido por el ser en
cuanto tal, por la sustancia; y los valores morales se circunscriben en la
esfera puramente humana. Cuando
Aristóteles niega que lo universal sea sustancia, se refiere cabalmente al
universal platónico, que está verdaderamente separado del ser, en cuanto es un
valor distinto del ser. Lo que él sostiene constantemente contra el platonismo
es que el valor del ser es intrínseco al ser: la doctrina de la sustancia.
LA
SUSTANCIA COMO CAUSA DEL DEVENIR
Con la indagación sobre la
naturaleza de la sustancia se enlaza en la Metafísica la indagación en
torno a las sustancias particulares.
En esta segunda investigación
Aristóteles se guía por el criterio que ilustra en un pasaje famoso del libro
VII. Es necesario partir de las cosas
que son más cognoscibles para el hombre, a fin de alcanzar aquellas que son más
cognoscibles en sí; del mismo modo que, en el campo de la acción, se parte de
lo que es bien para el individuo, a fin de que consiga hacer suyo el bien
universal (1020 b, 3). Más
fácilmente cognoscibles para el hombre son las sustancias sensibles; se debe,
pues, partir de éstas, en la consideración de las sustancias determinadas. Y
puesto que están sujetas al devenir, se trata de ver qué función desempeña la
sustancia en el devenir.
Todo
lo que deviene posee una causa eficiente que es el punto de partida y el
principio del devenir; llega a ser algo (por ejemplo, una esfera o un círculo)
que es la forma o punto de llegada del devenir; y deviene a partir de
algo, que no es la simple privación de esta forma, sino su posibilidad o
potencia y se llama materia. El artífice, que construye una
esfera de bronce, del mismo modo que no produce el bronce, tampoco produce la
forma de esfera que infunde al bronce. No hace más que dar a una materia
preexistente, el bronce, una forma preexistente, la esfericidad. Si hubiese de
producir también la esfericidad, debería sacarla de alguna otra cosa, como saca
del bronce la esfera de bronce; esto es, debería haber una materia de la cual
sacar la esfericidad y luego una materia aún de esta materia, y así hasta el
infinito. Es evidente, pues, que la
forma o especie que se imprime a la materia, no deviene, antes bien, lo que
deviene es el conjunto de materia y forma (σύνολος) que de ésta toma su nombre. La sustancia,
en tanto que materia o en tanto que forma escapa al devenir; al cual, por el
contrario, se somete la sustancia como σύνολος
(VII, 8, 1033 b). Esto no
quiere decir que haya una esfera aparte de las que vemos o una casa aparte de
las construidas con ladrillos. Si así fuese, la especie no se convertiría
nunca en una realidad determinada, esto es, esta casa ó esta esfera.
La especie expresa la naturaleza de una cosa, no dice que exista la cosa. Quien produce la cosa, saca de algo que
existe (la materia, el bronce) algo que existe y que posee en sí aquella
especie (la esfera de bronce). La
realidad determinada es la especie ya subsistente en estas carnes y en estos
huesos, que forman Calias y Sócrates; los cuales son, ciertamente, distintos por
la materia, pero idénticos por la especie, que es indivisible (Ib., 1034
a, 5).
La
sustancia es, pues, la causa no sólo del ser, sino también del devenir.
En el primer libro de la Metafísica
Aristóteles había distinguido cuatro
especies de causas, repitiendo una doctrina ya expuesta en la Física (II,
3 y 7) "De causas, había dicho (Met., I, 3, 983 a, 26), se
habla de cuatro modos.
Causa
primera llamamos a la sustancia y la esencia necesaria, ya que el porqué se
reduce en última instancia al concepto (λόγος), el cual, siendo el primer porqué, es causa y principio. La segunda causa es la
materia y el sustrato.
La
tercera es la causa eficiente, esto es, el principio del movimiento.
La
cuarta es la causa opuesta a esta última, el objetivo y el bien que es el fin (τέλος) de cada generación y de cada devenir."
Ahora
bien, claro está que estas causas son verdaderamente tales sólo en cuanto se
reducen todas a la primera causa, a la sustancia, cuyas determinaciones o expresiones
diversas son.
En aquel primer ensayo de historia de la filosofía que Aristóteles nos ofrece
precisamente en el primer libro de la Metafísica, pone a prueba esta
doctrina de las cuatro causas para cerciorarse de si sus predecesores habían
descubierto otra especie de causa, además de aquellas enunciadas por él en los
escritos de física. La conclusión de su
análisis es que todos se limitaron a tratar de una o dos de las causas por él
enunciadas: la causa material y la causa eficiente fueron admitidas por los
físicos, la causa formal por Platón; mientras que de la causa final tuvo un
cierto barrunto solamente Anaxágoras. "Pero éstos, añade Aristóteles,
han tratado de ellas confusamente; y si en un sentido se puede decir que las
causas han sido indicadas antes de nosotros, en otro sentido se puede decir que
no han sido indicadas del todo" (I, 10, 992 b, 13). Aristóteles es
consciente, por tanto, de que se inserta históricamente en la investigación
establecida por sus predecesores y de que la lleva a su culminación y claridad.
El objetivo que se ha propuesto le parece sugerido por los resultados
históricos que la filosofía ha conseguido antes de él.
POTENCIA
Y ACTO
La
función de la sustancia en el devenir confiere a la sustancia misma un nuevo
significado. La sustancia adquiere un valor dinámico, se identifica con el fin
(τέλος)
con la acción creadora
que forma la materia, con la realidad concreta de cada ser en que el devenir se
verifica. En tal sentido la sustancia es acto: actividad, acción,
cumplimiento.
Aristóteles
identifica la materia con la potencia, la forma con el acto. La potencia
(dunamoj) es en general la posibilidad de producir un cambio o de sufrirlo. Hay
la potencia activa, que consiste en la capacidad de producir un cambio
en sí o en otro
(como, por ejemplo, en el fuego la potencia de calentar y en el constructor la
de construir); y la potencia pasiva, que
consiste en la capacidad de sufrir un cambio (como, por ejemplo, en la
madera la capacidad de arder, en lo que es frágil la capacidad de romperse). La potencia pasiva es propia de la materia;
la potencia activa es propia del principio de acción o causa eficiente. El acto
(e)ne/rgeia) es, en cambio, la existencia misma del objeto. Este se halla
con respecto a la potencia "como el construir con respecto al saber construir,
el estar despierto al dormir, el mirar al tener los ojos cerrados, a pesar de
poseer la vista, y como el objeto sacado de la materia y elaborado completamente
se halla con respecto a la materia bruta y al objeto no acabado todavía" (Met.,
IX, 6, 1048 b). Algunos actos
son movimientos (xi/nqcij), otros son acciones (πράξυς).
Son
acciones aquellos movimientos que poseen en sí
mismos su fin. Por ejemplo, el ver es un acto que posee en sí mismo su fin, y
así también el entender y el pensar; mientras que el aprender, el caminar, el
construir poseen fuera de sí su fin en la cosa que se aprende, en el lugar
hacia donde se va, en el objeto que se construye. A estos actos Aristóteles les
llama, no acciones, sino movimientos o movimientos incompletos.
El
acto es anterior a la potencia. Lo es con respecto al tiempo: ya que es verdad
que la semilla (potencia) es antes que la planta, la capacidad
de ver antes que el acto de ver; pero la semilla no puede proceder más que de
una planta y la capacidad de ver no puede ser propia más que de un ojo que ve. El acto es anterior también por la
sustancia, ya que lo que en el devenir es último, la forma lograda, es
sustancialmente anterior: por ejemplo, el adulto es anterior al muchacho y la
planta a la semilla, en cuanto que el uno ha realizado ya la forma que el
otro no posee.
La
causa eficiente del devenir debe preceder al devenir mismo y la causa eficiente
es acto. Incluso desde el punto de vista del valor el acto es anterior, ya que
la potencia es siempre posibilidad de dos contrarios; por ejemplo, la potencia
de estar sano es también potencia de estar enfermo; pero el acto de estar sano
excluye la enfermedad. El acto es, pues, mejor que la potencia.
La
acción perfecta que posee en sí su fin es llamada por Aristóteles acto final o
realización final
(e)ntele/xeia). Mientras que el movimiento es el proceso que conduce
gradualmente al acto lo que antes estaba en potencia, la entelequia es el término final (τέλος) del movimiento, su logro perfecto.
Pero como tal, la entelequia es también la
realización plena y, por tanto, la forma perfecta de lo que deviene; es la
especie y la sustancia. El acto se
identifica, pues, en cada caso con la forma o especie y, cuando es acto
perfecto o realización final, se identifica con la sustancia. Esta es la misma
realidad en acto y el principio de ella.
Frente
a ella, la materia considerada en sí, esto es, como pura materia p materia
prima, absolutamente privada de actualidad o de forma, es indeterminable e
incognoscible y no es sustancia (Met., VII, 10, 1036 a, 8; IX,
7, 1049 a 27). La materia prima
es el límite negativo del ser corno sustancia, el punto en que cesa a la
vez la inteligibilidad y la realidad del ser. Pero lo que se llama
comúnmente materia, por ejemplo, el fuego, el agua, el bronce, no es materia
prima, porque posee ya en sí en acto una determinación y, por lo tanto, una
forma; es materia, esto es, potencia, respecto a las formas que puede tomar,
mientras que es ya, como realidad determinada, forma y sustancia mediante la
especie o forma (que es precisamente la sustancia de las realidades compuestas) la materia representa el residuo irracional del conocimiento, así como
la sustancia representa el principio o la causa no sólo del ser, sino también
de la inteligibilidad del ser como tal.
LA
SUSTANCIA INMÓVIL
A
la filosofía como teoría de la sustancia compete evidentemente
no sólo la tarea de considerar la naturaleza de la sustancia, sus
determinaciones fundamentales y su función en el devenir, sino también la de clasificar las sustancias determinadas
existentes en el mundo, que son objeto de las ciencias particulares y de tomar
como objeto de estudio aquélla o aquéllas de éstas que se salen del ámbito de
las demás ciencias.
Ahora bien, todas las sustancias
se dividen en dos clases:
Las
sustancias sensibles y en movimiento; las sustancias no sensibles e inmóviles.
Las
sustancias del primer género constituyen el mundo físico y a su vez se
subdividen en dos clases:
La
sustancia sensible que constituye los cuerpos celestes y es inengendrable e incorruptible;
las sustancias constituidas por los cuatro elementos del mundo sublunar, que
son, por el contrario, engendrables y corruptibles.
Estas
sustancias son el objeto de la física. El otro grupo de sustancias,
Las
no sensibles e inmóviles, es objeto de una ciencia distinta: la teología, a la cual Aristóteles
dedica el libro XII de la Metafísica.
La
existencia de una sustancia inmóvil es demostrada por Aristóteles tanto en la Metafísica
(XII, 6) como en la Física (VIII, 10), mediante la necesidad de
explicar la continuidad y la eternidad del movimiento celeste.
El
movimiento continuo, uniforme, eterno, del primer cielo, el cual regula los
movimientos de los demás cielos, igualmente eternos y continuos, debe tener
como su causa un primer motor. Pero este primer motor no puede ser a su vez
movido, ya que de otro modo requeriría una causa de su movimiento y esta causa
otra a su vez, y así hasta el infinito; ha de ser, pues, inmóvil. Ahora bien,
el primer motor inmóvil debe ser acto, no potencia. Loque posee solamente la
potencia de mover, puede también no mover; pero si el movimiento del cielo es
continuo, el motor de este movimiento no sólo debe ser eternamente activo, sino
que debe ser por su naturaleza acto, absolutamente privado de potencia. Y
puesto que la potencia es materia, ese acto está también privado de materia: es
acto puro
(Met., XII,
6, 1071 b,22).
Este
acto puro o primer motor no tiene magnitud, ni, por tanto, partes y es
indivisible.
En efecto, una magnitud finita no podría mover por un tiempo infinito, ya que
nada finito posee una potencia infinita; y una magnitud infinita no puede
subsistir. Pero no teniendo materia ni
magnitud, la sustancia inmóvil no puede mover como causa eficiente; le queda,
pues, la posibilidad de mover como causa final, en cuanto objeto de la voluntad
y de la inteligencia. Así, todo lo
que es deseable e inteligible, mueve sin ser movido y lo uno y lo otro se
identifican en su principio, puesto que lo que se desea.es lo que la
inteligencia juzga bueno en cuanto es realmente tal. En la jerarquía de las
realidades inteligibles, la sustancia simple y en acto ocupa el primer lugar;
en la jerarquía de los bienes ocupa el primer lugar lo que es excelente y
deseable por sí mismo, Gracias a la identidad de lo inteligible con lo
deseable, el grado sumo de lo inteligible, la sustancia inmóvil, se identifica
con el grado sumo de lo deseable: dicha sustancia es, pues, también el supremo
grado de la excelencia, el sumo bien. Como tal, es objeto de amor, mueve
en cuanto es amada y las demás cosas son movidas por lo que ella mueve de tal
manera, esto es, por el primer cielo (Met., XII, 7, 1072 b, 2).
A la sustancia inmóvil en cuanto
es la más elevada de todas, pertenece propiamente la que incluso para los
hombres es la vida más excelente, pero que se les da sólo por breve tiempo: la
vida de la inteligencia. Únicamente la
inteligencia divina no puede tener un objeto distinto de sí o inferior a sí
misma. Ella se piensa a sí misma en el lugar de lo inteligible: la inteligencia
y lo inteligible son en Dios una sola cosa. Mientras que en el conocimiento
humano a menudo el ser del pensar es distinto del ser de lo pensado, porque esto
último está ligado a materia, en el
conocimiento divino, al igual que en general en cualquier conocimiento que no
se dirige a la realidad material, el pensar y lo pensado se identifican y se
convierten en uno solo. "Dios, pues, si es lo más perfecto que hay, se
piensa en sí mismo y su pensamiento es pensamiento del pensamiento"
(Met., XII, 9, 1074 b, 34). Y siendo así que la actividad del
pensamiento es lo más excelente y lo más dulce que pueda existir, la vida
divina es la más perfecta entre todas, eterna y feliz (Ib., 7,1072 b,
23).
Si
en el orden de los movimientos, Dios es el primer motor, en el orden de las
causas Dios es la causa primera, en la que desembocan todas las series
causales, incluida la de las causas finales (Met., II, 2). Precisamente, en el sentido de la causa
final, Dios es el creador del orden del universo al que Aristóteles compara con
una familia o con un ejército. "Todas las cosas están ordenadas unas
con respecto a otras, pero no todas del mismo modo: los peces, las aves, las
plantas tienen orden diverso. Sin embargo, ninguna cosa se halla con respecto a
otra como si nada tuviese que ver con ella, sino que todas están coordenadas a
un único ser. Esto es, por ejemplo, lo
que ocurre en una casa donde los hombres libres no pueden hacer lo que les
place, sino que todas las cosas o la mayor parte de ellas suceden según un
orden; mientras los esclavos y los animales sólo en poco contribuyen al bienestar
común y mucho lo hacen por casualidad" (Ib., XII, 10, 1075 a,
12). Del mismo modo, el bien de un ejército consiste "tanto en su orden como
en su jefe, pero especialmente en este último, ya que el comandante no es el
resultado del orden sino que, más bien, el orden depende de él" (1075 a,
13). De la misma manera, Dios es el
creador del orden del mundo, pero no del ser de dicho mundo.
Tanto
para Aristóteles como para Platón, la estructura sustancial del universo está
más allá de los límites de la creación divina: es insusceptible de principio y
de fin. Y en efecto, sólo la cosa individual, compuesta de materia y forma, nace
y muere,
según Aristóteles; mientras la sustancia que es forma o razón de ser o aquella
que es materia ni nace ni muere (VIII, 1, 1042 a, 30). El mismo Dios participa de esta eternidad
de la sustancia ya que él es sustancia (XII, 7, 1073 a, 3) y sustancia
en el mismo sentido en que lo son las demás sustancias (Et. Nic., I,
6 1096 a, 24).
La superioridad de Dios consiste
sólo en la perfección de su vida, no en su realidad ni en su ser, pues como
dice Aristóteles, ninguna sustancia es más o menos sustancia que otra"
(Cat., V, 2b, 25).
Al
igual que Platón, Aristóteles es politeísta. Primero, porque Dios no es la
única sustancia inmóvil. Dios es el principio que explica el movimiento del
primer cielo; pero, como además de este, están los movimientos, igualmente
eternos, de las otras esferas celestes, la misma demostración que vale para la
existencia del primer motor inmóvil vale también para la existencia de tantos
motores cuantos son los movimientos de las esferas celestes. Aristóteles
admite así numerosas inteligencias motoras, cada una de las cuales preside el
movimiento de una esfera determinada y es principio del mismo a la manera que
Dios, como inteligencia motora del primer cielo, es el principio primero de
todo movimiento del universo. Aristóteles
deduce el número de tales inteligencias motoras del número de las esferas que
los astrónomos de su época habían admitido para explicar el movimiento de los planetas.
Estas esferas eran muy superiores en número al de los planetas, ya que la explicación
del movimiento aparente de los planetas alrededor de la tierra exigía que cada
planeta fuera movido por varias esferas, y ello para justificar las anomalías
que el movimiento de los planetas presenta con relación a un movimiento
circular perfecto alrededor de la tierra. En este sentido, Aristóteles admitía
47 o 55 esferas celestes y, por lo tanto, 47 o 55 inteligencias motoras; la
oscilación en el número se debía al distinto número de esferas admitido por
Eudoxo y por Calipo, los dos astrónomos a quienes se refería Aristóteles (Met.,
XII, 8).
Por otra parte, Aristóteles habla
continuamente de "dioses" (Et. Nic, X,9, 1179 a, 24; Met.,
I, 2, 983 a, 11; III, 2, 907 b, 10, etc.); y aludiendo a la creencia
popular de que lo divino abarca a toda la naturaleza, encuentra que este punto
esencial de "que las sustancias primeras se consideran tradicionalmente
como dioses", ha sido "dicho divinamente" y es una de las más
preciosas enseñanzas salvadas por la tradición (Met., XII, 8, 1074 a,
38).
En
otros términos, la sustancia divina la participan muchas divinidades, en lo
cual coinciden la creencia popular y la filosofía.
LA
SUSTANCIA FÍSICA
La palabra metafísica, acuñada
probablemente por un peripatético anterior a Andrónico, deriva de la ordenación
de los escritos aristotélicos, en la cual los libros de filosofía se colocaron
"después de la física"; pero expresa también el motivo fundamental de
la "filosofía primera" de Aristóteles, la cual se ocupa de las
sustancias inmóviles, partiendo de las apariencias sensibles y está dominada
por la preocupación de "salvar los fenómenos".
El
estudio del mundo natural que, según Platón, corresponde a la esfera de la
opinión y no traspasa el límite de los "razonamientos probables" (§
59), para Aristóteles es, en cambio, una ciencia en el pleno y riguroso
significado del término. Para Aristóteles, no hay en la naturaleza nada tan
insignificante, tan omisible que no valga la pena de ser estudiado y no sea
manantial de satisfacción y de gozo para el investigador.
"Las sustancias inferiores
—dice (Sobre las partes de tos animales, I, 5, 645 a, 1 sigs.)—,
siendo más o menos accesibles al conocimiento, adquieren superioridad sobre las
demás en el campo científico; y como están más cercanas a nosotros y son más
conformes a nuestra naturaleza, su ciencia acaba por ser equivalente a la
filosofía que estudia las sustancias divinas... En efecto, aun en el caso de
las menos favorecidas desde el punto de vista de la apariencia sensible, la
naturaleza que las ha producido ofrece gozos inefables a quienes,
considerándolas científicamente, saben comprender sus causas y son por
naturaleza filósofos... Se debe, además,
tener presente que quien discute una parte cualquiera o elemento de la
realidad, no considera su aspecto material, ni éste le interesa, antes bien, se
fija en la forma en su totalidad. Lo que importa es la casa, no los
ladrillos, la cal y las vigas: así, en el estudio de la naturaleza, lo que
interesa es la sustancia total de un ser determinado y no sus partes que,
separadas de la sustancia que
constituyen, ni siquiera existen." Estas palabras, que puede
decirse que forman el programa científico de Aristóteles, hallan su
justificación en la teoría de la sustancia, que es el centro de su metafísica.
Esta teoría demuestra, en efecto, que cada ser posee, en la sustancia que lo
constituye, el principio o la causa de su validez necesaria. Cada ser posee,
pues, en cuanto tal, su propio valor y, si se considera en él lo que precisamente
lo hace ser, esto es, la forma total o sustancia, es digno de consideración y
de estudio y puede ser objeto de ciencia. Por eso Aristóteles advierte en el
paisaje referido que se debe mirar a la forma y no a la materia, a la
totalidad, en que se actualiza la sustancia, y no a las partes.
Conforme con el programa que sus
últimas y más maduras investigaciones metafísicas habían especulativamente
justificado, la actividad científica de Aristóteles se dirigió cada vez más
hacia las investigaciones particulares. Fijó sobre todo su atención en el mundo
animal, según se deduce de los numerosos escritos de historia natural que nos
quedan; y no se puede decir que le fuese extraño ningún campo de la
investigación empírica, ya que preparaba a la vez la reunión de las ciento
cincuenta y ocho constituciones políticas y se consagraba a otras indagaciones
eruditas, cual la compilación del catálogo de los vencedores en los juegos
pídeos.
Pero no es posible ocuparnos de
todas las vastas investigaciones naturalísticas de Aristóteles, que como tales
se salen del campo de la filosofía. Sabemos
ya que la física es para él una ciencia teorética, al lado de la matemática y
de la filosofía primera. Su objeto es el ser en movimiento, constituido por las
dos sustancias que están dotadas de movimiento, la engendrable y corruptible
que forma los cuerpos sublunares y la inengendrable e incorruptible, que forma
los cuerpos celestes.
El
movimiento es, según Aristóteles, el paso de la potencia al acto y posee, por
tanto, siempre un fin (te/loj), que es la forma o especie que el movimiento
tiende a realizar. Puesto que el acto como sustancia precede siempre a la
potencia, cada movimiento presupone ya en acto la forma que es su término
final.
Aristóteles
admite cuatro tipos fundamentales de movimientos; el movimiento es de cuatro
especies:
1.
a movimiento sustancial, esto es, generación o corrupción;
2.
a movimiento cualitativo, o cambio;
3.
a movimiento cuantitativo, aumento o disminución;
4.
a movimiento local o movimiento propiamente dicho.
Este
último es, según Aristóteles, el movimiento fundamental al que se reducen todos
los demás; en efecto, el aumento y la disminución se deben al aflujo o al
alejamiento de una materia determinada; el cambio, la generación y la
corrupción suponen el reunirse en un lugar dado, o el separarse, de
determinados elementos. De modo que, solamente el movimiento local, o sea,
el cambio de lugar, es el movimiento fundamental que permite distinguir y
clasificar las diversas sustancias físicas.
Ahora
bien, el movimiento local es, según Aristóteles, de tres clases:
1)
movimiento circular alrededor del centro del mundo;
2)
movimiento del centro del mundo hacia arriba;
3)
movimiento desde arriba hacia el centro del mundo.
Estos
dos últimos movimientos se oponen recíprocamente y pueden pertenecer a las
mismas sustancias, las cuales estarán así sometidas al cambio, a la generación
y a la corrupción.
En efecto, los elementos constitutivos
de estas sustancias al poderse mover tanto de arriba abajo como de abajo
arriba, provocarán con estos desplazamientos el nacimiento, el cambio y la
muerte de las sustancias compuestas.
En
cambio, el movimiento circular no tiene contrarios, por lo que las sustancias
que se mueven con esta clase de movimiento son por necesidad inmutables,
ingenerables e incorruptibles. Aristóteles afirma que el éter, el elemento
que compone los cuerpos celestes, es el único que se mueve con movimiento
circular. Esta opinión de que los cuerpos celestes estén formados por un
elemento distinto de los que componen el universo y que por ello no se halla
sujeto a la sucesión de nacimientos, muerte y cambios de las demás cosas, se
mantuvo largo tiempo en la cultura occidental y sólo llegó a ser abandonada en
el siglo XV por obra de Nicolás de Cusa.
Por
su parte, los movimientos de arriba abajo y de abajo arriba son propios de los
cuatro elementos que componen las cosas terrestres o sublunares: agua, aire,
tierra y fuego.
Para explicar el movimiento de estos
elementos, Aristóteles establece la teoría de los lugares naturales. Cada uno
de estos elementos tiene su lugar natural en el universo. Si la
parte de un elemento es alejada de su lugar natural (cosa que no puede ocurrir
sino con un movimiento violento, o sea, contrario a la situación natural
del elemento) dicha parte tiende a volver a su lugar natural con un movimiento
natural.
Ahora
bien, los lugares naturales de los cuatro elementos están determinados por su
peso respectivo. En el centro del mundo está el elemento más pesado, la tierra;
en torno a la tierra están las esferas de los otros elementos por orden
decreciente de peso: agua, aire y fuego. El fuego constituye la esfera última
del universo sublunar; sobre él está la primera esfera etérea o celeste, la de
la luna.
Aristóteles llegó a esta teoría por experiencias demasiado sencillas: la piedra
inmersa en el agua se hunde, es decir, tiende a situarse debajo del agua; una
pompa de aire rota en el agua sube a la superficie del agua de modo que el aire
tiende a colocarse por encima del agua; el fuego llamea siempre hacia arriba,
esto es, tiende a unirse con su esfera que se encuentra más allá del aire.
El
universo físico, que comprende los cielos formados por el éter y el mundo
sublunar formado por los cuatro elementos es, según Aristóteles, perfecto, finito,
único y eterno. La perfección
del mundo la demuestra Aristóteles con argumentos apriorísticos, carentes de
toda alusión a la experiencia. Invoca la teoría pitagórica sobre la perfección
del número 3 y afirma que el mundo, como posee las tres dimensiones posibles
(altura, anchura y profundidad) es perfecto porque no carece de nada. Pero si el mundo es perfecto, es también finito.
En efecto, según Aristóteles, "infinito" significa incompleto:
infinito es lo que carece de alguna cosa y, por lo tanto, aquello a lo que
puede siempre añadirse algo de nuevo. En cambio, el mundo no carece de nada:
por consiguiente, es perfecto.
Por otra parte, según el propio
Aristóteles, ninguna cosa real puede ser infinita. En efecto, cada cosa existe en un espacio y cada espacio tiene un
centro, una parte baja, una parte alta y un límite extremo. Pero en el infinito
no puede existir ninguna de estas cuatro cosas. Por consiguiente, ninguna
realidad física es realmente infinita. La esfera de las estrellas fijas señala
los límites del universo, límites más allá de los cuales no hay espacio. Ningún volumen determinado puede ser mayor
que el volumen de esta esfera, ninguna línea puede prolongarse más allá de su
diámetro. De ello deduce que no puede haber otros mundos más allá del nuestro y
que no puede existir el vacío. No pueden existir otros mundos, pues toda la
materia disponible debe haber sido colocada ab aeterno en este universo
nuestro que tiene por centro la tierra y por límite extremo la esfera de las
estrellas. Como cada elemento tiende naturalmente a su lugar natural, cada
parte de tierra tiende a alcanzar la tierra que está en el centro y todo
elemento tiende a unirse a su propia esfera. De este modo, nuestro universo ha
debido recoger toda la materia posible y fuera de él no hay materia: es único.
Pero, fuera él, tampoco existe el
vacío. Los atomistas habían sostenido
que, sin el vacío, no era posible el movimiento, ya que pensaban que si los
átomos (que son parecidos a piedrecitas pequeñísimas) fueran prensados juntos
sin espacios vacíos entre unos y otros, ningún átomo podría moverse.
En
cambio, Aristóteles afirma que el movimiento en el vacío no sería posible. En
efecto, el vacío no sería ni centro, ni alto, ni bajo; en consecuencia, no
habría motivo para que un cuerpo se moviera en una dirección más que en otra y
todos los cuerpos permanecerían quietos.
Como se ve, en todas estas
argumentaciones, Aristóteles se apoya siempre en la teoría de los lugares
naturales, fundada en la clasificación de los movimientos. Y va tan allá que
cita como argumento contra el vacío el que hoy llamaríamos el principio de
inercia. En el vacío, dice, un cuerpo o permanecería en reposo o continuaría en
su movimiento, mientras no se le opusiera una fuerza mayor. Según Aristóteles,
esto es un argumento contra el vacío; pero, en realidad, este argumento
demuestra sólo que Aristóteles considera absurdo lo que es el primer principio
de la mecánica moderna, el principio de inercia. Ya veremos más adelante que
este principio queda reconocido en la escolástica del siglo XIV, siendo luego
formulado exactamente por Leonardo.
Por
último, como totalidad perfecta y finita, el mundo es eterno. Aristóteles
define el tiempo como "el número del movimiento según el antes y el
después" (Fis., IV, 11, 219 b, 1): entendiendo con ello que
el tiempo es el orden mensurable del movimiento. Además, distingue la duración
infinita del tiempo, en el cual vive todo lo que cambia, desde la eternidad que
es la existencia intemporal de lo inmutable. Pero atribuye al mundo en su
totalidad la eternidad precisamente en este sentido. Cree Aristóteles que el mundo no se engendró ni puede destruirse y
abarca ν comprende en su inmutabilidad total a toda la infinidad del tiempo y,
por lo mismo, a todos los cambios que ocurren en el tiempo.
Consecuentemente, Aristóteles no nos da una cosmogonía, como lo hizo Platón en
el Timeo; y no puede dárnosla desde el momento en que, según él, el
mundo no nace. A esta eternidad del mundo va unida la eternidad de todos los
aspectos fundamentales y de todas las formas sustanciales del mundo. Por eso
son eternas las especies animales y también la especie humana que, según
Aristóteles, puede experimentar vicisitudes alternas en su historia sobre la
tierra, pero es imperecedera como ingenerada que es.
La
perfección del mundo, que es el presupuesto de toda la física aristotélica,
implica la estructura finalista del propio mundo, es decir, implica que en el
mundo cada cosa tenga un fin. La consideración del fin es esencial a
toda la física aristotélica.
Ya se ha visto que, para
Aristóteles, el movimiento de un cuerpo no se explica sino admitiendo que el
mismo tiende naturalmente a alcanzar su lugar natural: la tierra tiende hacia
el centro y cada uno de los demás elementos a su propia esfera. El lugar
natural de un elemento está determinado por el orden perfecto de las partes del
universo. Alcanzar este lugar y, por lo tanto, mantener y garantizar la
perfección del todo, es el fin de todo movimiento físico. En la ley
fundamental que explica los movimientos de la naturaleza, está presente ya la
consideración del fin. Pero el fin es todavía más evidente en el mundo
biológico, esto es, en los organismos animales: así se explica la preferencia
de Aristóteles por las investigaciones biológicas, a las que dedicó gran parte
de su actividad. "La divinidad y la naturaleza —dice Aristóteles (De
caelo, I, 4, 271 a) — no hacen nada inútil". El acaso (αυτοματον),
hablando con propiedad, no existe.
Decimos que se verifican por
casualidad los efectos accidentales de ciertos acontecimientos que intervienen
en el orden de las cosas. Una piedra que hiere a alguien, lo hiere por
casualidad porque no ha caído con el fin de herirlo; sin embargo, la caída de
la misma forma parte del orden de las cosas.
La fortuna (τύχη) es una especie
de casualidad que se verifica en el orden de las acciones humanas: como, por
ejemplo, el que va al mercado por cualquier motivo y allí encuentra a un deudor
que le paga la suma debida. La acción de este hombre afortunado iba encaminada
a un fin, pero no a aquel fin: por eso se habla de fortuna (Fis., I, 5).
EL ALMA
Una
parte de la física es la que estudia el alma. El alma pertenece a la física en
cuanto es forma incorporada a la materia; las formas de esta clase son
estudiadas precisamente por la física, mientras las matemáticas estudian las
formas abstractas o separadas de la materia. El alma es una sustancia que
informa y vivifica a un determinado cuerpo. Es definida como "el acto (e)
ntele/xeia) primero de un cuerpo que tiene la vida en potencia".
El
alma es al cuerpo lo que el acto de la visión al órgano visual; es la
realización final de la capacidad propia de un cuerpo orgánico. Así como cada
instrumento tiene una función propia, que es el acto o actividad del
instrumento (verbigracia, la función del hacha es cortar), así el cuerpo como
instrumento tiene la vida y el pensamiento como función; y el acto de esta
función es el alma.
Aristóteles
distingue tres funciones fundamentales del alma:
a) la función vegetativa, es decir la
potencia nutritiva y reproductiva, propia de todos los seres vivientes,
empezando por las plantas;
b) la función sensitiva, que comprende la sensibilidad y el movimiento y es
propia de los animales y del hombre;
c)
la función intelectiva, propia del
hombre.
Las funciones superiores pueden
sustituir a las funciones inferiores, pero no viceversa; así en el hombre el
alma intelectiva cumple también las funciones que son verificadas por la
sensitiva en los animales, y la vegetativa en las plantas.
Además
de los cinco sentidos específicos, que producen cada uno particulares
sensaciones (colores, sonidos, sabores, etc.), hay un sensorio común,
que hace distinguir las sensaciones proporcionadas por órganos diferentes, por
ejemplo, lo blanco de lo dulce, de la misma manera que cada sentido
distingue las sensaciones que le atañen, por ejemplo, lo negro de lo blanco, lo
amargo de lo dulce. La sensación en acto
coincide con el objeto sensible; por ejemplo, coinciden el oír el sonido con el
sonido mismo. En ese sentido puede decirse que si no existieran los sentidos no
existirían los objetos sensibles (si no hubiera vista no habría colores). No
los habría en acto, pero sí en potencia, porque coinciden con la sensibilidad
solamente en el acto de ésta.
Hay
que distinguir del sentido la imaginación, que se distingue también de
la ciencia, que es siempre verdadera, y de la opinión, que es acompañada por la
fe en la realidad del objeto, porque la imaginación carece de esta fe.
La
imaginación es producida por la sensación en acto, y las imágenes que produce
la primera se asemejan a las sensaciones; puede, pues, determinar la acción en
los animales o en los hombres cuando tienen la inteligencia ofuscada por los
sentimientos, las enfermedades o el sueño.
La
función de la inteligencia es análoga a la de la sensibilidad. El alma
intelectiva recibe las imágenes como los sentidos reciben las sensaciones; su
misión es juzgarlas verdaderas o falsas, buenas o malas; y según cómo las
juzga, las aprueba o desecha, las desea o las rehuye. Es, pues, la inteligencia, la capacidad de juzgar las imágenes que los
sentidos proporcionan. "Nadie podría aprender o comprender algo, si
los sentidos no le enseñaran nada; y todo lo que se piensa, se piensa
forzosamente como imágenes" (De an., III,7, 432 a). Mas el pensamiento no tiene nada que ver
con la imaginación: es el juicio emitido sobre los objetos de la imaginación, y
los declara falsos o verdaderos, buenos o malos.
Como el acto de sentir es
idéntico al objeto sensible, así el acto de entender es idéntico al objeto
inteligible. Esto significa que cuando
el intelecto comprende, el acto de su comprensión se identifica con la verdad
misma, con el objeto entendido; más precisamente se identifica con la esencia
sustancial del objeto mismo (De an., III, 6, 430 b 27). Por
lo cual dice Aristóteles: "la
ciencia en acto es idéntica con su objeto" (Ib., 431 a, 1),
o más en general, que "el alma es,
en cierto modo, todos los entes"; efectivamente, los entes son o sensibles o inteligibles y mientras la ciencia se
identifica con los entes inteligibles, la sensación se identifica con los
sensibles (Ib., 431 b, 20).
Sin embargo, esta identidad no se da cuando se considera, no ya la conciencia en
acto, sino en potencia. Aristóteles insiste en la distinción entre intelecto
potencial e intelecto actual. Este último contiene en acto todas las verdades,
todos los objetos inteligibles.
El
intelecto actual obra sobre el potencial como la luz que hace pasar al acto los
colores que en la oscuridad existen en potencia: actualiza, pues, las verdades
que en el intelecto potencial están solamente en potencia. Por eso Aristóteles
lo llama intelecto activo, y lo considera "separado, impasible, no
mezclado" (De an., III, 5). Sólo él no muere y dura eternamente,
mientras el intelecto pasivo o potencial se corrompe, y sin el primero
no puede pensar nada.
Si
el intelecto activo es de Dios, del hombre o de ambos a la vez, en qué
relaciones está con la sensibilidad, cuál sea el significado de esa
"separación" que Aristóteles le atribuye, son problemas que
Aristóteles no estudia y que deberán ser largamente discutidos en la
escolástica árabe y cristiana y en el Renacimiento.
LA
ETICA
Cada arte, cada investigación,
así como cada acción y cada elección,
están hechas con vistas a un fin que nos parece bueno y deseable: el fin
y el bien coinciden. Los fines de las actividades humanas son múltiples y
algunos de ellos son deseados solamente en vista de fines superiores; por
ejemplo, deseamos la riqueza, la buena salud por la satisfacción y los
placeres que nos pueden proporcionar. Pero
debe existir un fin supremo, que es deseado por sí mismo, y no solamente como
condición o medio para un fin ulterior. Si los otros fines son bienes, éste es
el bien supremo, del cual dependen todos los otros. Y Aristóteles no
duda de que este fin sea la felicidad.
La
búsqueda y la determinación de este fin es el objeto primero y fundamental de
la ciencia política, porque solamente por referencia a él se puede determinar
lo que deben aprender o hacer los hombres en su vida social y personal. Mas,
¿en qué consiste la felicidad para el hombre? Se puede responder a esta
pregunta solamente si se determina cuál es la misión propia del hombre. Cada
cual es feliz cumpliendo bien su misión: el músico cuando toca bien, el constructor
cuando construye objetos perfectos. Más la misión propia del hombre no es la
vida vegetativa, que le es común con las plantas, ni la vida de los sentidos,
que le es común con los animales, sino solamente la vida de la razón. Así el hombre sólo será feliz si vive según la
razón; y esta vida es la virtud. El estudio sobre la felicidad se transforma
en un estudio sobre la virtud. Y el placer va unido a la vida según la
virtud. Esta es la verdadera actividad del hombre, y toda actividad es acompañada
y coronada por el placer (Et. Nic., X, 4, 1174 b). Los bienes
exteriores, como las riquezas, el poder o la belleza, pueden, con su presencia,
facilitar la vida virtuosa o volverla más difícil con su ausencia; mas no
pueden determinarla.
La virtud y la maldad dependen
solamente de los hombres. El hombre, desde luego, no escoge el fin, que está en
él por naturaleza como una luz que lo lleva a juzgar rectamente y escoger el
bien verdadero (III, 5, 1113 b). Más
la virtud depende precisamente de la elección de los medios que se hace en
vista del bien supremo. Es, pues, libre para el hombre.
En efecto, Aristóteles llama libre al que tiene en sí el principio de sus actos o es
"principio de sí mismo" (III, 3, 1112 b, 15-16). El hombre es
libre precisamente en este sentido: en cuanto es "el principio y el padre
de sus actos como de sus hijos"; y tanto la virtud como el vicio son
manifestaciones de esta libertad (III, 5, 1113 b, 10 y sigs.).
Puesto
que en el hombre, además de la parte racional del alma existe la parte
apetitiva, que aun careciendo de razón puede ser dominada y dirigida por ella,
así hay dos virtudes fundamentales: la primera consiste en el mismo ejercicio
de la razón, por lo cual es llamada intelectiva o racional (dianohtike\);
la otra consiste en el dominio de la razón sobre los impulsos sensibles, que
determina las buenas costumbres(e)=qoj = mos),y por eso se la llama
virtud moral (e)qikh\).
La
virtud moral consiste en la "capacidad (e=cij, habitus) de escoger
el justo medio (meso\thj, mediocritas), adecuado a nuestra naturaleza,
tal como es determinado por la razón, y como podría determinarlo el sabio". El justo
medio excluye los dos extremos viciosos, que pecan uno por exceso, otro por
defecto. Esta capacidad de elección es
un poder (δύναμις) que se perfecciona y refuerza con el ejercicio. Sus diferentes
aspectos constituyen las varias virtudes éticas.
El
valor, que es el justo medio entre la cobardía y la temeridad, determina lo que
debemos o no debemos temer.
La
templanza, que es el justo medio entre la intemperancia y la insensibilidad, se
refiere al uso moderado de los placeres.
La
liberalidad, justo medio entre la avaricia y la prodigalidad, concierne el uso
prudente de las riquezas.
La
magnanimidad, que es el punto medio entre la vanidad y la humildad, concierne a
la recta opinión de sí mismo.
La
mansedumbre, que es el justo medio entre la irascibilidad y la indolencia,
concierne a la ira.
La
virtud ética principal es la justicia, a la cual dedica
Aristóteles un libro entero de la ética (Nicom., V; Eudem., IV).
En un sentido más general, es decir, como conformidad a las leyes, la justicia
no es una virtud particular, más la virtud íntegra y perfecta. En efecto, el hombre que respeta todas las leyes es el
hombre completamente virtuoso. Pero, además de este sentido general, la justicia tiene un sentido específico y
es entonces o distributiva o conmutativa. La justicia distributiva es la
que determina la distribución de los honores o del dinero o de otros bienes que
pueden ser divididos entre quienes pertenecen a la misma comunidad. Estos
bienes deben ser distribuidos según los méritos de cada cual. Por eso la justicia distributiva es semejante a una
proporción geométrica en que las
recompensas distribuidas a dos personas se relacionan entre sí como sus méritos
respectivos. La justicia conmutativa,
en cambio, se ocupa de los contratos, que pueden ser voluntarios o
involuntarios. Se dicen contratos voluntarios la compra, la venta, el préstamo,
el depósito, el alquiler, etc. Entre los contratos involuntarios, los hay con
fraude, como el robo, el maleficio, la traición, los falsos testimonios;
otros son violentos, como los golpes, el crimen, la rapiña, la injuria, etc. La justicia conmutativa es correctiva: se
ocupa de equilibrar las ventajas y
desventajas entre dos contrayentes. En los contratos involuntarios la pena
infligida al reo debe ser proporcional al daño causado. Esta justicia es, pues, similar a una
proporción aritmética (ecuación pura y simple).
Sobre
la justicia está fundado el derecho. Aristóteles distingue el derecho privado
del derecho público, que atañe a la vida social de los hombres en el Estado, y
distingue el derecho público en derecho legítimo (o positivo), que es el
establecido en diferentes Estados, y el derecho natural, que conserva su valor
en cualquier lugar, incluso si no está sancionado por leyes. Distingue
del derecho la equidad, que es una corrección de la ley mediante el
derecho natural, necesaria por el hecho de que no siempre en la formulación de
las leyes ha sido posible determinar todos los casos, por lo cual su aplicación
resultaría a veces injusta.
La
virtud intelectiva o dianoética es propia del alma racional. Comprende
la ciencia, el arte, la prudencia, la sabiduría, la inteligencia.
La
ciencia es la capacidad demostrativa (apodíctica) que tiene por objeto
lo que no puede suceder diferentemente de como sucede, es decir, lo necesario y
lo eterno.
El
arte (τέχνη) es la capacidad acompañada de
razón, de producir algún objeto, y atañe, pues, a la producción (poi/hsij), que
tiene siempre su fin fuera de sí misma, y no la acción (πράξις).
La prudencia (fro/nhsij) es la capacidad unida a
la razón de obrar en forma
conveniente frente a los bienes humanos; y le compete determinar el justo medio
en que consisten las virtudes morales.
La
inteligencia (nou/j) es la capacidad de comprender los primeros
principios de todas las ciencias, que precisamente por ser principios no forman
parte de la misma ciencia. La sabiduría (σοφία) es el grado más
alto de la ciencia: el sabio es aquel que posee ciencia e inteligencia al mismo
tiempo, y que sabe no sólo deducir de los principios, sino juzgar su misma
verdad.
Mientras
la prudencia se refiere a las cosas humanas y consiste en el juicio sobre la
conveniencia, oportunidad y utilidad, la sabiduría (σοφία) se refiere a las cosas más altas y universales. La prudencia (φρόνησις)
es
siempre prudencia humana y no tiene valor para seres distintos o superiores al
hombre; la sabiduría es
universal.
Es absurdo, pues, sostener que la prudencia y la ciencia política coinciden con
la ciencia suprema, por lo menos mientras no se demuestre que el hombre es el
ser supremo del universo. Anaxágoras, Tales y otros hombres del mismo tipo eran
llamados sabios, no prudentes; porque conocían muchas cosas maravillosas,
difíciles y divinas, pero inútiles para los hombres, y se desinteresaban de los
bienes humanos (Et. Nic., VI, 7, 1141 a).
Este
contraste de sabiduría (σοφία) y prudencia (φρόνησις) es el reflejo en el campo de la ética
de la actitud filosófica fundamental de Aristóteles. Como teoría de
la sustancia, la filosofía es una ciencia que no tiene nada que ver con la de
los valores propiamente humanos; pero la sabiduría que es la posesión completa
de esta ciencia en sus principios y en sus conclusiones no tiene nada que ver
con la prudencia, que es la guía de la conducta humana. La sabiduría tiene por objeto lo necesario que, en cuanto tal,
nada tiene que ver con el hombre por cuanto no puede ser modificado por él:
frente a lo necesario, sólo es posible una actitud, la de la pura contemplación
(qewri/a).
Aristóteles
dedica a la amistad los libros VIII y IX de la Etica Nicomaquea. La
amistad es una virtud o por lo menos está estrechamente unida a la virtud: en
todo caso, es la cosa más necesaria a la vida. "Nadie —dice— escogería
vivir sin amigos, aunque estuviese provisto en abundancia de todos los demás
bienes." Entiende por amistad todas
las relaciones de solidaridad y de afecto entre los hombres. Estas
relaciones se pueden fundar o en el placer o en la utilidad o en el bien. Pero
las relaciones fundadas en la utilidad o en el placer recíproco son accidentales
y decaen de pronto cuando cesa el placer o la utilidad. En cambio, la amistad fundada en el bien y en la
virtud es verdaderamente perfecta, porque está enraizada en la naturaleza misma
de las personas que la contraen y es, por tanto, estable y firme. "El
hombre virtuoso —dice Aristóteles— se comporta con su amigo como consigo mismo,
porque el amigo es otro yo mismo: de ello se deriva que, como cada uno desea la
propia existencia, así también desea la del amigo" (Et. Nic., IX,
9, 1170 b, 5).
Puesto
que la virtud como actividad propia del hombre es la felicidad misma, la
felicidad más alta consistirá en la virtud más alta y la virtud más alta es la
teorética, que culmina en la sabiduría. En efecto, la inteligencia es la actividad más elevada que existe en nosotros; y
el objeto de la inteligencia es lo más elevado que existe en nosotros y fuera
de nosotros. El sabio se basta a sí mismo y no tiene necesidad, para
cultivar y extender su sabiduría, de nada que no posea en sí mismo. La vida del
sabio está hecha de serenidad y de paz, ya que no se afana por un fin externo
cuyo alcance es problemático, sino que su fin se encuentra en la misma
actividad de su inteligencia. La vida
teorética es, por tanto, una vida superior a la humana: el hombre no la vive
en cuanto es hombre, sino en cuanto posee en sí algo de divino. "El
hombre no debe, como dicen algunos, conocer en cuanto hombre las cosas humanas,
en cuanto mortal las cosas mortales, sino que debe volverse, en lo posible,
inmortal, procurando vivir de conformidad con lo que en él hay de más elevado:
y aunque esto sea poco en cantidad, en potencia y valor sobrepasa todas las
demás cosas" (Et. Nic., X, 7, 1177, b).
Así
la ética de Aristóteles se cierra con la resuelta afirmación de la superioridad
de la vida teorética.
Este es un punto en el que la
diferencia polémica entre Aristóteles y Platón es más acentuada. Platón no distingue la sabiduría de la
prudencia: con las dos palabras entendía una misma cosa, o sea, la conducta
racional de la vida humana, especialmente de la vida asociada (Rep. 428 b;
443 e).
Aristóteles
distingue y contrapone las dos cosas. La prudencia tiene por objeto las
acciones humanas que son mudables y no pueden ser incluidas entre las cosas más
altas; la sabiduría tiene por objeto el ser necesario, que se sustrae a toda
eventualidad (Et. Nic., VI, 7, 1041 b, 11). Así, la distancia que media entre prudencia y
sabiduría es la misma que existe entre el hombre y Dios. Lo cual quiere
decir que para Aristóteles la filosofía
tiene como objetivo fundamental conducir a cada hombre a la vida teorética, a
la pura contemplación de lo que es necesario; mientras que para Platón tiene
como objetivo llevar a los hombres a una vida en común, fundada en la justicia.
LA
POLÍTICA
La
virtud no es realizable, según Aristóteles, fuera de la vida en sociedad, esto
es, del Estado. El origen de la vida social es que el individuo no se basta a
sí mismo:
no sólo en el sentido que no puede por sí solo proveer a sus necesidades, sino
también en el sentido que no puede por sí solo, esto es, fuera de la disciplina
impuesta por las leyes y por la educación, alcanzar la virtud. En consecuencia,
el Estado es una comunidad que no sólo
tiene en cuenta la existencia humana, sino la existencia material y
espiritualmente feliz; y éste es el motivo por el cual ninguna comunidad
política puede estar constituida por esclavos o por animales, los cuales no
pueden participar de la felicidad ni de una vida libremente escogida (Pol.,
III, 9, 1280 a).
Entre
los que, como Platón, se limitan a delinear un tipo de Estado ideal
difícilmente realizable y los que, por otra parte, van en busca de un esquema
práctico de constitución y lo descubren en alguna de las constituciones ya
existentes, Aristóteles sigue una vía intermedia. El problema fundamental
consiste para él en encontrar la Constitución más adecuada a todas las ciudades:
"Es necesario tener en la mente un gobierno no sólo perfecto, sino también
realizable y que pueda fácilmente adaptarse a todos los pueblos" (IV, 1, 1288 b).
Se necesita, por tanto, proponer una constitución que tenga su base en las
existentes y vea de aportar a ella correcciones y cambios que la acerquen a la
perfecta. Por esto la Política de
Aristóteles culmina en la teoría de la mejor constitución expuesta en los dos
últimos libros; pero a esta teoría le conduce la consideración crítica de las
varias constituciones existentes y de los problemas a que dan lugar. Se ha
visto que Aristóteles recogió unas ciento cincuenta y ocho constituciones
estatales, de las cuales, sin embargo, sólo una, la de Atenas, se ha
encontrado. Evidentemente, debió utilizar este material para las observaciones
que estuvo haciendo, sobre todo en los libros IV, V, VI de su obra, que
aparecen compuestos más tarde.
Al
igual que Platón, Aristóteles distingue tres tipos fundamentales de
constitución: la monarquía o gobierno de uno solo; la aristocracia o
gobierno de los mejores; la democracia o gobierno de la multitud. Esta última se llama politei/a, esto es,
constitución por antonomasia, cuando la multitud gobierna para bien de todos.
A
estos tres tipos corresponden otras tantas degeneraciones cuando el gobierno
descuida el bien común en favor del bien propio. La tiranía es, en
efecto, una monarquía que tiene por objeto las ventajas del monarca, la oligarquía
tiene por objeto las ventajas de los pudientes, la democracia las
ventajas de los pobres: ninguna mira para la utilidad común. En realidad,
pues, cada tipo de constitución puede tomar caracteres distintos. No existe una
sola monarquía ni una sola oligarquía, antes bien, estos tipos se diversifican
según las instituciones en las cuales se realizan. Existen también distintas
especies de democracia, según que el gobierno se funde en la igualdad absoluta
de los ciudadanos o se reserve a determinados ciudadanos de especiales
requisitos. La democracia misma se
transforma en una especie de tiranía cuando con menoscabo de las leyes
prevalece el arbitrio de la multitud. El mejor gobierno es aquel en que
prevalece la clase media, esto es, de los ciudadanos poseedores de una modesta
fortuna. Este tipo de gobierno es el más alejado de los excesos que se cometen
cuando el poder cae en manos de los que no poseen nada o de los que poseen
demasiado.
Al esbozar la mejor constitución,
Aristóteles, de conformidad con el principio que cada tipo de gobierno es bueno
mientras se adapte a la naturaleza del hombre y a las condiciones históricas,
no se detiene en describir un gobierno ideal, sino que determina únicamente las
condiciones por cuyo medio un tipo cualquiera de gobierno puede lograr su forma
mejor. La primera y fundamental
condición consiste en que la constitución del Estado sea tal que procure la
prosperidad material y la vida virtuosa y feliz de los ciudadanos. A este
propósito se tienen presentes las conclusiones de la Etica, es decir,
que la vida activa no es la única vida posible para el hombre, ni siquiera la
más alta, y que al lado de ella u por encima de ella está la vida teorética.
Otras
condiciones se refieren al número de los ciudadanos, que no debe ser ni
demasiado elevado ni demasiado bajo, y a las condiciones geográficas, es decir,
al territorio del Estado.
Es
importante, además, la consideración de la índole de los ciudadanos, la cual
debe ser valiente e inteligente, como la de los griegos, que son los más aptos
para vivir en libertad y para dominar a los demás pueblos.
Es
necesario, también, que en la ciudad todas las funciones estén bien
distribuidas y que se formen las tres clases fundamentales, según el proyecto
de Platón, del cual Aristóteles excluye, sin embargo, la comunidad de la
propiedad y de las mujeres.
Es
necesario también que en el Estado manden los ancianos, ya que nadie se resigna
sin amargura a las condiciones de obediencia si ésta no es debida a la edad y
si no sabe que alcanzará, en edad más avanzada, una condición superior. En fin, el Estado debe preocuparse de la
educación de los ciudadanos, la cual ha de ser uniforme para todos y ha de
tener por objeto no sólo adiestrarse para la guerra, sino prepararse para la
vida pacífica, para las funciones necesarias y útiles y, sobre todo, para las
acciones virtuosas.
LA
RETORICA
Entre las artes necesarias a la
vida social está la retórica. La retórica es afín a la dialéctica: al
igual que la dialéctica, no tiene un objeto específico pues concierne a todo
tipo y especie de objeto y sin embargo es propia de todos los hombres porque
todos "se ocupan de investigar sobre cualquier tesis y de defenderla, de
defenderse y de acusar'' (Ret., I, 1, 1354 a). La función de la
retórica no es la de persuadir sino la de mostrar los medios que son adecuados
para inducir la persuasión.
La retórica trata de descubrir
cuáles son estos medios en torno a cualquier argumento dado: en este
sentido no constituye la técnica propia de un campo específico. El objeto de la
retórica es lo "verosímil", lo que ocurre casi siempre (mientras el
objeto de la ciencia es lo necesario que ocurre siempre: el objeto de la
retórica es lo análogo del necesario en las
disciplinas cuyo objeto carece de
necesidad (Ib., I, 2, 1357 a).
Como sea que cada discurso se
dirige a un auditorio, que es el fin del discurso mismo y el auditorio puede
ser un simple oyente o un juez que debe pronunciarse sobre las cosas pasadas o
futuras, hay tres géneros de retórica: la deliberativa, la judicial y
la demostrativa. La retórica deliberativa se refiere a cosas
futuras y debe persuadir o disuadir demostrando que algo es útil o pernicioso.
La retórica judicial se refiere a hechos acaecidos en el pasado y su
objeto es acusar o defender, persuadiendo de que tales hechos son justos o
injustos. En fin, la retórica demostrativa se refiere a cosas presentes
y su objeto es alabarlas o condenarlas, como verdaderas o falsas, buenas o malas.
LA
LÓGICA
La organización del saber en un
sistema de ciencias, cada una de las cuales se constituye con relativa
independencia de las demás, planteaba a Aristóteles el problema de la forma general
de la ciencia. Aristóteles (§ 72)
distinguía las ciencias en tres grandes grupos: ciencias teoréticas, física,
matemática y filosofía, que tienen como objeto el ser en algunos de sus
aspectos especiales o el ser en general (Met., XI, 7, 1064 b);
Ciencias
prácticas o normativas, de
las cuales la principal es la política, teniendo por objeto la acción;
Ciencias
poiéticas, que regulan la producción de los objetos.
Es
evidente que estas tres especies de ciencia, en cuanto son todas igualmente
ciencias, poseen en común la forma, esto es, la naturaleza de su
proceder.
Considerando aparte tal forma mediante
la abstracción de que cada ciencia se sirve para aislar y determinar su objeto,
se obtiene una disciplina que describe el procedimiento común de todas las
ciencias en cuanto tales; y tal disciplina es la lógica, que Aristóteles fue el
primero en concebir y fundar como ciencia independiente, utilizando y
sistematizando las observaciones y los resultados de sus predecesores y
especialmente de Platón. Pero evidentemente el valor de una lógica así
entendida depende de la legitimidad de distinguir la forma general de las
ciencias de su contenido, esto es, del objeto particular de cada una: depende, es decir, de la legitimidad de la
abstracción por cuyo medio cada ciencia singular, incluida la filosofía, logra
determinar su objeto. A su vez, la legitimidad de la abstracción se funda en la
teoría de la sustancia.
En
efecto, considerar la forma por separado de cualquier contenido particular, es
procedimiento legítimo solamente cuando la forma sea, al mismo tiempo, la sustancia,
esto es, la esencia necesaria de lo que se considera. Si la forma no
tuviese la validez absoluta que le confiere el ser y no fuese ella sola la
sustancia de aquello de que es forma, considerarla aparte mediante la
abstracción sería una falsificación injustificable. La abstracción se
justifica, por tanto, solamente como consideración de la esencia necesaria de
una cosa separada de sus particularidades contingentes. La lógica, como procedimiento analítico, esto es, resolutivo de la
forma del pensamiento como tal, se funda, pues, en la metafísica como teoría de
la sustancia, y se sostiene o cae con ella. En un pasaje de la Metafísica
(IV, 3, 1005 b, 6) en que parece que Aristóteles considere la lógica
como técnica indispensable para la investigación, tiene buen cuidado de añadir
que la consideración de los principios
silogísticos corresponde al filósofo y a quien especula sobre la naturaleza de
cualquier sustancia. Así, él mismo reconduce la lógica a su supuesto
indispensable: la teoría de la sustancia.
Por
otra parte, esta teoría es el fundamento de la verdad de todo conocimiento
intelectual. La forma es a la vez ratio essendi y ratio cognoscendi del
ser: en tanto que ratio essendi es sustancia, en tanto que ratio
cognoscendies concepto. La forma, pues, garantiza la correspondencia entre
el concepto y la sustancia y, por tanto, la verdad del conocimiento y la
racionalidad del ser. Por esto Aristóteles puede decir que el ser y la verdad
se hallan en relación recíproca: que, por ejemplo, si el hombre existe, la
afirmación de que el hombre exista, es verdadera; y recíprocamente, si es
verdadera la afirmación de que el hombre exista, el hombre existe. Pero
Aristóteles añade que en esta relación el fundamento es la realidad y que la
realidad no es tal porque la afirmación que la concierne sea verdadera, sino
que la afirmación es verdadera porque la realidad es tal, como ella la expresa (Cat.,
12, 14 b, 21). En otros términos, la verdad del concepto se funda en la sustancialidad de la forma y no
viceversa: la metafísica precede y fundamenta la lógica.
No puede, pues, afirmarse que
Aristóteles haya querido fundar la lógica como ciencia "formal", en
el sentido moderno del término, o sea, de ciencia sin objeto o sin contenido,
constituida únicamente por proposiciones tautológicas. Según Aristóteles, la lógica tiene un objeto y este objeto es la
estructura de la ciencia en general que luego es la misma estructura del ser
que es objeto de la ciencia. Precisamente sobre esta base, Aristóteles afirma
que la lógica debe analizar el lenguaje apofántico o declarativo, que es
el propio de las ciencias teoréticas, en el cual tienen lugar las
determinaciones de verdadero y falso según que la unión o la separación de los
signos (en que consiste una proposición) reproduzca o no la unión o la
separación de las cosas.
Aristóteles no niega que existan
discursos no apofánticos, por ejemplo, la plegaria. Pero, privilegiando el
discurso apofántico, hace de él el verdadero lenguaje, aquel sobre el cual los
otros se modelan más o menos o desde cuyo punto de vista deban ser juzgados.
Y en efecto, la poética y la
retórica que se ocupan de lenguajes no apofánticos, los trata Aristóteles aparte y subordinados a la
analítica. El lenguaje apofántico no tiene nada de convencional. Según Aristóteles, las palabras del
lenguaje son convencionales: tanto es así que de una lengua a otra son
distintas. Pero las palabras se refieren a "afectos del alma que son los
mismos para todos y constituyen imágenes de objetos que son los mismos para
todos" (De interpr., I, 16, a, 3). La combinación de las
palabras va ordenada, a. través de la imagen mental, por la combinación
efectiva de las cosas a que las mismas corresponden: de modo que, por ejemplo,
se pueden combinar las palabras "nombre" y "corre" en la
proposición "el hombre corre" sólo cuando, en realidad, el hombre
corre. Por consiguiente, se puede decir que, para Aristóteles, el lenguaje es convencional en su diccionario, no en
su sintaxis: en consecuencia, la lógica ha de mirar a esta sintaxis para
analizar la estructura fundamental del conocimiento científico y del ser.
Las
partes del Organon aristotélico, en el orden en que han llegado a
nosotros, tratan de objetos que van de lo simple a lo complejo, comenzando por
los más sencillos, por los elementos. Estos elementos se consideran y se
clasifican en las Categorías. "Categorías" significa
predicados; pero en realidad Aristóteles trata en el libro en cuestión de todos
los términos que "no entran en alguna combinación", porque son
considerados aisladamente como "hombre", "blanco",
"corre", "vence", etc. De los términos no se puede
decir ni que sean verdaderos ni falsos, ya que sólo es verdadera o falsa una
combinación cualquiera de ellos, por ejemplo, "el hombre corre".
Aristóteles
los clasifica en diez categorías: 1) la sustancia, por ejemplo, hombre;
2)
la cantidad, por ejemplo, de dos codos; 3) la cualidad, por
ejemplo, blanco; 4) la relación, por ejemplo, mayor; 5) el lugar, por
ejemplo, en el liceo; 6) el tiempo, por ejemplo, el año pasado; 7) la situación,
por ejemplo, está sentado; 8) el haber, por ejemplo, tiene los
zapatos; 9) el obrar, por ejemplo, quema; 10) el padecer por
ejemplo, es quemado.
Naturalmente, dado el
planteamiento de la lógica aristotélica, la clasificación de las categorías no
se refiere sólo a los términos elementales del lenguaje sino también a las
cosas a que se refieren: más aún, se refiere a los primeros sólo porque, en
primer lugar, se refiere a las cosas. De
acuerdo con la orientación de su metafísica, Aristóteles considera como
categoría fundamental la sustancia. Uno de los puntos más famosos de lo escrito
es la distinción entre sustancias primas y sustancias segundas. La
sustancia prima es la sustancia en sentido propio, que nunca puede ser usada
como predicado de un sujeto ni tampoco puede existir en otro sujeto: por ejemplo,
este hombre o aquel caballo. En cambio, las sustancias segundas son las especies
y los géneros: por ej., la especie hombre, a la que todo hombre
determinado pertenece, y el género animal al que pertenece la especie
hombre juntamente con otras especies. Al considerar justificado en cierta
manera llamar sustancias a las especies y a los géneros que sirven para definir
las sustancias primas, Aristóteles
confirma que sólo las sustancias primas "son sustancias en el sentido más
propio por cuanto están en la base de todos los demás objetos" (2 a
37).
En
el libro Sobre la interpretación, Aristóteles examina aquellas combinaciones
de términos que se llaman enunciados declarativos (logoi upofantikoi) ο proposiciones
(προτάσεις), es decir, las frases que constituyen asertos pero no plegarias, órdenes, exhortaciones, etc. El aserto puede ser afirmativo
o negativo según que "atribuya algo a algo" o que
"separe algo de algo". Además, puede ser universal o singular:
es universal cuando el sujeto es universal (entendiéndose por universal
"lo que por naturaleza se predica de varias cosas"), por ej., hombre;
es singular cuando el sujeto es un ente solo, por ej., Kalias. Pero un mismo
término universal puede emplearse en una proposición tanto en su universalidad,
como cuando se dice "todo hombre es blanco", como en su
particularidad, como cuando se dice "algún hombre es blanco".
Aristóteles se preocupa de establecer la relación entre la proposición
universal y la proposición particular, cada una de las cuales a su vez puede
ser afirmativa o negativa. Estas relaciones resultan del esquema siguiente:
El
esquema fue construido en esta forma (que refleja exactamente la doctrina
aristotélica) por los Lógicos medievales que lo llamaron "cuadrado de los
opuestos" y que indicaron las varias especies de proposición con las
letras mayúsculas que figuran en el mismo. Como se ve, Aristóteles llamó contraria
a la oposición entre la proposición universal afirmativa y la negativa y contradictoria
a la oposición entre la universal afirmativa y la particular negativa, y la
particular afirmativa y la universal negativa. La relación entre la particular
afirmativa y la particular negativa, la llamaron los Lógicos medievales
oposición sub-contraria. Se trata de una oposición para la cual, según
Aristóteles, no vale el principio de contradicción. En efecto, de las dos
proposiciones "algún hombre es blanco", "algún hombre no es
blanco", ambas pueden ser verdaderas. En cambio, para las proposiciones que
se hallan entre sí en oposición contraria y contradictoria, el principio de
contradicción es rigurosamente válido. Una de las dos tiene que ser falsa y la
otra tiene que ser verdadera. Esta segunda exigencia (esto es, que una de las
dos tiene que ser verdadera) es la expresada por el principio que mucho después
se llamó de "tercero excluido" y que Aristóteles, aunque sin distinguirlo
del principio de contradicción, expresó y defendió repetidamente (Met., IV,
7, 1011 b, 23; X, 7, 1057 a, 33), afirmando que "entre los
opuestos contradictorios no hay medio".
Sin embargo, Aristóteles hace
notar una dificultad que puede surgir del uso de este principio con respecto a
los acontecimientos futuros. Si se dice "mañana habrá una batalla
naval" y "mañana no habrá una batalla naval", de estas dos
proposiciones una tiene que ser necesariamente verdadera. Pero si una de ellas
es necesariamente verdadera, por ejemplo, la que dice "mañana no habrá una
batalla naval", esto quiere decir que necesariamente mañana no habrá una
batalla naval; precisamente porque es necesariamente verdadero que "mañana
no habrá una batalla naval". En tal caso del uso del principio de tercero
excluido, referido a los acontecimientos futuros, se derivaría la tesis de la
necesidad de todos los acontecimientos, incluso de los debidos a la elección
del hombre. Aristóteles no afirma que estas consecuencias sean legítimas y que
todos los acontecimientos ocurran por necesidad. Una de las dos cosas
expresadas por una proposición contradictoria se verificará necesariamente en
el futuro, pero esta necesidad no afecta a aquella de las dos cosas que se
verificará. En otros términos, no es necesario, ateniéndose al principio de
tercero excluido ni que mañana haya ni que mañana no haya una batalla naval,
sea cual sea la alternativa que tenga lugar mañana. Pero es necesario que
mañana ocurra o no ocurra una batalla naval. En otras palabras, la necesidad
consiste en la imposibilidad de salir de las alternativas de una contradicción,
no en el verificarse de una u otra de dichas alternativas (19 a, 32).
Aristóteles no advierte aquí que, si la alternativa es necesaria, ésta no
puede ser más que alternativa, es decir, no puede decidirse ni en un
sentido ni en otro: de modo que sería necesaria precisamente su
indeterminación; y mañana no podría ni haber ni no haber una batalla naval. De
todas formas, la solución de Aristóteles
y toda la discusión del caso muestran claramente la preferencia que concede él
a una de las dos modalidades fundamentales de las proposiciones, que es
precisamente a la necesidad. La otra modalidad de que habla y que también se ha
mantenido tradicional en la lógica es la de la posibilidad. Esta
posibilidad la define Aristóteles como no-imposibilidad, o sea, como
simple negación de la necesidad negativa ("imposibilidad" significa
precisamente "necesidad de que no sea"). Y sólo a base de esta
definición de lo posible puede decir él que también lo necesario es posible
porque lo que es necesariamente, no debe ser imposible. Pero la reducción
de lo posible a "no imposible" demuestra cómo se ha perdido por
completo, en la lógica de Aristóteles, aquel significado de la posibilidad que
Platón había explicado como fundamento de la dialéctica (§ 56).
Los
Analitici primi contienen la teoría aristotélica del razonamiento. Según
Aristóteles, el razonamiento típico es el deductivo o silogismo: definido
como "un discurso en el que planteadas algunas cosas, se siguen otras por
necesidad" (24 b, 18). Las características fundamentales del
silogismo aristotélico son:
1)
su carácter mediato;
2)
su necesidad.
El
carácter mediato del silogismo depende del hecho que el silogismo es la
contraparte lógico-lingüística del concepto de sustancia. En virtud de ello, la
relación entre dos determinaciones de
una cosa se puede establecer sólo sobre la base de lo que la cosa es
necesariamente, o sea, de su sustancia: por ejemplo, si se quiere decidir si el
hombre es mortal, no se puede más que mirar a la sustancia del hombre (a lo que
el hombre no puede no ser) y razonar así: todo animal es mortal, todo hombre es
animal, luego todo hombre es mortal. La determinación "animal",
necesariamente incluida en la sustancia "hombre", permite concluir en
la mortalidad del propio hombre.
En
este sentido se dice que la noción "animal" hace de termino medio del
silogismo: éste representa en el silogismo la sustancia, o la causa o la razón,
que sólo hace posible la conclusión (94 a, 20): el hombre es mortal porque, y
sólo porque, es animal. Por tanto, el silogismo tiene tres términos: el sujeto,
el predicado de la conclusión y el término medio. Pero la función del término
medio es la que determina las figuras (σχήματα) del silogismo.
En la primera figura, el término medio hace
de sujeto en la primera premisa y de predicado
en la segunda, como en el silogismo acabado de citar.
En
la segunda figura, el término medio hace de predicado en ambas premisas (por
ej.; "Ninguna piedra es animal, todo hombre es animal, luego ningún hombre
es piedra"). En esta figura, una de las premisas y la conclusión son
negativas.
En
la tercera figura, el término medio hace de sujeto en ambas premisas (por ej.:
"Todo hombre es sustancia, todo hombre es animal, luego algún animal es
sustancia"). En esta figura, la conclusión es siempre particular. Cada una
de las tres figuras se divide luego en una variedad de modos, según sean
las premisas universales o particulares, afirmativas o negativas.
Aristóteles desarrolló esta
casuística de los modos silogísticos que luego, en la lógica medieval,
encontraría su complemento incluso en relación con los desarrollos que la
lógica misma experimentó en la antigüedad por obra de los aristotélicos y de
los estoicos. El silogismo es por
definición, deducción necesaria: por eso su forma primaria y privilegiada es el
silogismo necesario, que Aristóteles llama también demostrativo o científico.
De los silogismos necesarios, la
primera y mejor especie es la de los silogismos ostensivos que
Aristóteles contrapone a los que parten de una hipótesis.
Estos
últimos
no son los que luego se llamarán "hipotéticos (en los que la premisa mayor
está constituida por una condicional), sino aquellos cuya premisa mayor no es la conclusión de otro silogismo ni es
evidente de por sí, sino que se emplea por vía de hipótesis. Uno de
estos silogismos es el que opera la reducción al absurdo. Entre los silogismos
ostensivos, los más perfectos son los silogismos universales de la
primera figura, a los cuales se pueden reducir todas las otras formas del
silogismo. Por último, del silogismo deductivo se distingue el silogismo
inductivo o inducción, que es otra de las dos vías fundamentales por las
cuales el hombre alcanza las propias creencias (68 b, 13). La inducción,
según Aristóteles, es una deducción que, en lugar de deducir un extremo de otro
mediante el término medio (por ej., la mortalidad del hombre mediante el
concepto de animal), como hace el silogismo verdadero y propiamente tal, deduce
el término medio de un extremo, valiéndose del otro extremo. Por ejemplo, después de haber constado que
el hombre, el caballo y el mulo (1er término) son animales
sin bilis (término medio) y que el hombre, el caballo y el mulo son longevos
(2° término), deduce que todos los animales sin bilis son longevos: en cuya
conclusión aparece el término medio y un extremo. El "ser sin bilis"
es, en este caso, el término medio porque es la razón o la causa, por
la que el hombre, el caballo y el mulo son longevos. La inducción es válida
sólo si se agotan todos los casos posibles; si, en el ejemplo propuesto, el
hombre, el caballo y el mulo son todos los animales sin bilis. De ahí
que la inducción sea de uso limitado y no pueda suplantar al silogismo
deductivo, aunque para el hombre es un procedimiento más fácil y claro (68, b,
15 y sigs.). Por eso afirma Aristóteles que la inducción puede usarse, no
en la ciencia, sino en la dialéctica y en la oratoria, es decir, como
instrumento de ejercicio o de persuasión (Ret., I, 2, 1356 b, 13).
En
los Secundi analitici Aristóteles examina las premisas del silogismo y
el fundamento de su validez. Aristóteles parte del principio que "toda
doctrina o disciplina deriva de un conocimiento preexistente" (71 a, 1).
Para que el silogismo concluya necesariamente, las premisas de donde deriva
deben también ser necesarias. Y
para ser tales, han de ser, en sí mismas, principios verdaderos,
absolutamente primeros e inmediatos; y respecto a la conclusión, más
cognoscibles, anteriores a la conclusión y causas de ella (71 b, 19). "Inmediatos" quiere decir que son
indemostrables, como evidentes por sí mismos, ya que si no fueran tales,
serían principios de los principios y así sucesivamente hasta el infinito (90 b,
24). Algunos de estos principios son
comunes a todas las ciencias, otros son principios de cada
ciencia.
Común
es, por ejemplo, el principio: si de dos objetos iguales se sustraen objetos
iguales, los restos son iguales. En cambio, son propios los siguientes
principios de geometría: línea tiene una naturaleza de esta manera; la línea
recta tiene una naturaleza de esta manera, etc. (76 a, 37). Pero los
principios, sobre todo los principios propios, según Aristóteles, no son sino definiciones
y las definiciones son posibles solo de la sustancia o de la esencia
necesaria (90 b, 30). La validez de los principios en que se funda
la ciencia, consiste, pues, en ser ellos expresión de la sustancia, o mejor
aún, del género de sustancias sobre las que versa una ciencia
particular; y como la sustancia es causa de todas sus propiedades y
determinaciones como los principios son causa de las conclusiones que el
silogismo deriva de ellos, todo el conocimiento es conocimiento de causas.
Como ya dijimos a propósito de la
ética, Aristóteles admite un órgano específico para la intuición de los
primeros principios que es el intelecto: una de las virtudes
dianoéticas, esto es, de los hábitos superiores racionales del hombre (§ 81).
Como virtud o hábito racional, el intelecto no es una facultad natural e
innata, sino, como todas las demás virtudes, se forma gradualmente mediante la
repetición y el ejercicio. En particular, el
intelecto se forma a partir de la sensación. De la sensación deriva el recuerdo
y del recuerdo renovado de un mismo objeto hace la experiencia. Luego,
sobre la base de la experiencia, se llega a captar la sustancia que es
una e idéntica en un conjunto de objetos; entonces se tiene el intelecto, que
es el principio del arte de la ciencia. Consecuentemente, el conocimiento
sensible condiciona, según Aristóteles, la adquisición del intelecto de
los primeros principios y, por ende, de toda la ciencia; pero no condiciona la
validez de la ciencia. Esta validez es, según Aristóteles, completamente
independiente de las condiciones que permiten al hombre conseguir la ciencia y
consiste únicamente en la necesidad de los primeros principios y en la
necesidad de las demostraciones resultantes de los mismos.
Mientras
los Primi y Secundi analitici, tienen por objeto la ciencia, los Tópicos
tienen por objeto la dialéctica. La dialéctica se distingue de la
ciencia por la naturaleza de sus principios: los principios de la ciencia son
necesarios, o sea, absolutamente verdaderos; los principios de la dialéctica
son probables, es decir, "parecen aceptables a
todos o a los más o a los sabios y, entre éstos, o a todos o a los más o a los
más ilustres y señalados" (100 b, 21). En principios de este género se
fundan los razonamientos empleados en la oratoria forense o política (que
Aristóteles estudia en la Retórica), o en las discusiones o en los
discursos hechos sencillamente por ejercitarse en el arte de razonar. La mayor parte de los Tópicos está
dedicada al estudio de los argumentos que se emplean en las discusiones: como
ya se ha dicho, los Tópicos de Aristóteles son, en su cuerpo principal,
la primera formulación de la lógica aristotélica, concebida por el bajo el
influjo del platonismo, que afirmaba la discusión dialógica como único método de
investigación. El análisis de Aristóteles tiende sustancialmente a aislar,
distinguir, clasificar y evaluar en su valor demostrativo (esto es, respecto
a las formas correspondientes del silogismo científico) los lugares lógicos, o sea, los esquemas arguméntales que puedan
emplearse en la discusión. En_ el ámbito de la dialéctica tienen también cabida
y debido reconocimiento los problemas, pues éstos, en cuanto se
constituyen por una pregunta que puede tener dos respuestas contradictorias,
no nacen ni donde se trata de deducir consecuencias necesarias de premisas
necesarias (como ocurre en la ciencia) ni a propósito de lo que a nadie parece
aceptable, sino precisamente en la esfera de lo probable que es la propia de la
dialéctica (104 a, 4; 104 b, 3). De modo que la que le había parecido a Platón la ciencia filosófica por
excelencia, la dialéctica, queda confinada en Aristóteles a una zona marginal
de la ciencia, inferior a ella, y adquiere un significado totalmente distinto.
Verdad es que la dialéctica platónica no tiene el carácter de necesidad que
Platón atribuye a la ciencia, pero no lo tiene porque tampoco lo tiene el ser
que es objeto de la misma y que Platón define como posibilidad. Así, pues, la
ausencia de necesidad que es para Aristóteles la deficiencia fundamental de la
dialéctica platónica, que él llama "silogismo débil" (An. Pr., I, 31,
46 a, 31) no es tal para Platón, que la considera, por el contrario,
como condición indispensable para que el procedimiento dialéctico pueda someter
a crítica sus propias premisas y cambiarlas oportunamente, según la complejidad
del objeto.
Por último, en las Refutaciones
(elencos) sofísticas, Aristóteles examina los razonamientos refutadores o
erísticos de los sofistas. Aristóteles entiende por razonamientos erísticos
aquellos cuyas premisas no son ni necesarias (como las premisas de la ciencia)
ni probables (como las de la dialéctica), sino sólo aparentemente probables.
Los argumentos erísticos, que
Aristóteles llama sofismas y que los latinos designaron con el término de fallaciae,
los divide Aristóteles en dos grandes grupos: los que dependen del modo de
expresarse y los que son independientes del mismo. Ejemplo de los primeros es
la anfibolia, que consiste en el uso de expresiones de doble sentido y
que se interpretan unas veces en uno y otras en otro de dichos significados.
Por ejemplo, cuando se dice: "lo que debe existir es bueno; pero el mal
debe existir; luego el mal es bueno "; el "debe existir" en la
primera premisa se interpreta como lo que es deseable que exista y en la segunda
como lo que es inevitable. Un ejemplo de la segunda clase de falacias es la petición
de principio que consiste en aceptar de modo disimulado, como premisa de la
demostración, lo que habría que demostrar.
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