EPICURO
Epicuro, hijo de Neocles, nació
en enero o febrero del año 341 a. de C., en Samos, donde transcurrió su
juventud. Empezó a interesarse por la filosofía a los catorce años de edad. En Samos escuchó las lecciones del
platónico Panfilo, y luego del democríteo Nausífones. Es muy probable que
fuera este último quien iniciara a Epicuro en la doctrina de Demócrito, del
que, por algún tiempo, se consideró discípulo; después afirmó la completa
independencia de doctrina con respecto a la de su inspirador, al que más tarde
designó con el nombre contrahecho de Lerocrito (parlanchín) (Dióg. Laercio, X,
8).
A los dieciocho años, Epicuro se
fue a Atenas. No ha quedado demostrado que haya asistido a las lecciones de
Aristóteles y de Jenócrates, que por aquel tiempo era jefe de la Academia. A
los treinta y dos años inició sus actividades como maestro, primero en Mitilene
y en Lampsaco, y años más tarde (307-06) en Atenas, donde permaneció hasta su
muerte (271-70).
La sede de la escuela fue el
jardín (khpoj) de Epicuro, por lo que sus secuaces fueron llamados
"filósofos del jardín". La autoridad de Epicuro sobre sus discípulos
era muy grande. Como las demás escuelas,
el epicureísmo constituía una asociación de carácter religioso; pero la divinidad
a la que estaba dedicada esta asociación era el fundador mismo de la escuela.
"Las grandes almas epicúreas, dice Séneca (Ep., VI, 6), no las formó la
doctrina, sino la asidua compañía de Epicuro."
Tanto durante su vida como
después de su muerte, los discípulos y los amigos le tributaron honores casi
divinos y procuraron modelar su conducta sobre su ejemplo. "Obra siempre
como si Epicuro te viera", era el precepto fundamental de la escuela
(Séneca, Εp., XXV, 5).
Fue
autor de numerosos escritos, alrededor de trescientos. Nos quedan solamente las
tres cartas conservadas por Diógenes Laercio: la primera, dirigida a Herodoto,
es una breve exposición de física; la segunda, a Meneceo, es de
contenido ético; y la tercera, a Pitocles, de dudosa atribución, trata
de cuestiones meteorológicas. Diógenes Laercio nos ha conservado también las
Máximas capitales y el Testamento. En un manuscrito vaticano se ha
encontrado una colección de Sentencias, y en los papiros herculanenses,
fragmentos de su obra Sobre la naturaleza.
LA ESCUELA EPICÚREA
El más notable de los discípulos
inmediatos de Epicuro fue Metrodoro de Lampsaco, cuyos escritos fueron en su
mayor parte de contenido polémico. Pero los amigos y los discípulos de Epicuro
se contaron en gran número, y entre ellos no faltaron mujeres, como
Temistia y la hetaira Leontina,
que escribió contra Teofrasto. En efecto, también las mujeres podían pertenecer
a la escuela, ya que se fundaba en la solidaridad y la amistad de sus miembros;
y las amistades epicúreas se hicieron famosas en todo el mundo antiguo por su
nobleza.
Sin embargo, ningún discípulo trajo
una original aportación a la doctrina del maestro. Epicuro exigía de sus
secuaces la estricta observancia de sus enseñanzas; y a ella la escuela
epicúrea se mantuvo fiel durante todo el tiempo de su duración (que fue
larguísima, hasta el siglo IV después de Jesucristo). Por ello solamente
recordaremos, entre los numerosísimos discípulos, aquellos por cuya mediación
nos han llegado ulteriores noticias sobre la doctrina epicúrea. Los papiros herculanenses
han revelado algunos fragmentos de Filodemo, contemporáneo de Cicerón, los
cuales se refieren a muchos problemas tratados desde el punto de "vista
epicúreo y nos presentan la polémica que se desarrollaba entonces en el
interior mismo de la escuela epicúrea, y entre ella y las demás escuelas.
Tito Lucrecio Caro, en su De
rerum natura, no tan sólo nos ha dejado una obra de gran valor poético,
sino también una fiel exposición del epicureísmo. Poco se sabe de la vida de
Lucrecio. Probablemente nació en el 96 a. de C. y murió en el 55 a. de C. La
noticia de que estaba loco (que nos ha llegado por mediación de los escritores
cristianos) y de que
escribió su poema en los
intervalos de su locura, puede ser una invención debida a la exigencia polémica
de desacreditar al mayor representante latino del ateísmo epicúreo; en todo
caso, resulta poco verosímil, dada la causa a que se atribuye la locura del
poeta: un filtro amoroso. Los seis libros de la obra de Lucrecio (inacabada) se
dividen en tres partes, respectivamente dedicadas a la metafísica, a la
antropología y a la cosmología, cada una de las cuales comprende dos libros. En
el primero y en el segundo libro se trata de los principios de toda la
realidad, de la materia, del espacio y de la constitución de los cuerpos
sensibles. En el tercero y cuarto se trata del hombre. En el quinto y sexto,
del Universo y de los fenómenos físicos más importantes. Editó la obra Cicerón,
quien tuvo que reordenarla un tanto, después de la muerte de Lucrecio. Este
veía en Epicuro al que libró a los hombres del temor a lo sobrenatural y a la
muerte. Lucrecio consideraba tan grande esta tarea, que no vaciló en ensalzar a
Epicuro como una divinidad y en considerarle como el fundador de la verdadera
sabiduría.
Pertenece al segundo siglo
después de Jesucristo Diógenes de Enoanda (Asia Menor), de quien se ha hallado
en el año 1884 un escrito esculpido en bloques de piedra. Estas inscripciones
revelan una doctrina conforme con la original de Epicuro; su única novedad es
la defensa del epicureísmo contra otras corrientes filosóficas, especialmente
contra los diálogos platónicos de Aristóteles.
CARACTERES DEL
EPICUREISMO
Epicuro
ve en la filosofía el camino para lograr la felicidad, entendida como
liberación de las pasiones. Así, pues, el valor de la filosofía es puramente
instrumental: su fin es la felicidad. Mediante la filosofía, el hombre se libra
de todo deseo inquieto y molesto; también se libra de las opiniones
irrazonables y vanas, y de las turbaciones que de ellas proceden.
La investigación científica,
encaminada a investigar las causas del mundo natural, no posee otro fin.
"Si no estuviéramos turbados por la idea de las cosas celestes y de la
muerte y por no conocer los límites de los dolores y de los deseos, no
necesitaríamos la ciencia de la naturaleza" (Máss. Capit., 11).
Todo
el valor de la filosofía reside, pues, en dar al hombre un "cuádruple
remedio":
1.
° libertar a los hombres del temor de los dioses, demostrando que por su
naturaleza feliz no se ocupan de los asuntos humanos;
2.
° libertar a los hombres del temor a la muerte, demostrando que no es nada para
el hombre: "cuando existimos nosotros la muerte no existe, cuando existe
la muerte no existimos nosotros" (Ep. a Men., 124);
3.
° demostrar la accesibilidad del límite del placer, es decir, el fácil logro
del placer mismo;
4.
° demostrar la lejanía del límite del mal, es decir, la brevedad y la provisoriedad
del dolor.
De esta manera la doctrina epicúrea manifestaba claramente
la tendencia de toda filosofía pos-aristotélica a subordinar la investigación
especulativa a un fin práctico, considerado como válido independientemente
de la investigación misma, de modo que a dicha investigación se le venía a
negar el valor supremo que le atribuían los filósofos del período clásico: el
de determinar ella misma el fin del hombre, y ser ya en cuanto investigación, parte
integrante de este fin.
Epicuro
distinguió tres partes de la filosofía: la canónica, la física y la
ética. Pero la canónica se concebía en relación tan estrecha con la
física que puede decirse que las partes de la filosofía eran para el
epicureísmo solamente dos: la física y la ética. En todo el campo del
conocimiento, el fin que se ha de tener presente es la evidencia (ενάργεια): "la
base fundamental e todo es la evidencia", decía
Epicuro.
LA
FÍSICA
La
física de Epicuro tiene por objeto excluir de la explicación del mundo cualquier
causa sobrenatural y liberar de esta manera a los hombres del temor de estar a
merced de fuerzas desconocidas y de misteriosas intervenciones.
Para
lograr este objetivo la física tiene que ser:
1°
materialista, o sea, excluir la presencia en el mundo de toda
"alma" o principio espiritual;
2° mecanista, esto es, valerse en sus
explicaciones únicamente del movimiento de los cuerpos excluyendo toda clase de
finalismo.
Como
la física de Demócrito respondía a estas dos condiciones, Epicuro la adoptó e
hizo suya con escasas modificaciones.
Al
igual que los estoicos Epicuro afirma que todo lo que existe es cuerpo porque
sólo el cuerpo puede actuar o padecer una acción. Incorpóreo, solo admite el vacío,
pero el vacío no actúa ni padece nada sino que solo permite a los cuerpos
moverse a través de él (Ep. ad Her., 67). Todo lo que actúa o padece es cuerpo y todo
nacimiento o muerte no es más que agregación o disgregación de cuerpos. De ahí
que admita Epicuro con Demócrito que nada procede de la nada y que todo cuerpo está
compuesto de corpúsculos indivisibles (átomos) que se mueven en el vacío.
En
el vacío infinito, los átomos se mueven eternamente chocando y combinándose
entre sí. Sus formas son diversas, pero su número, aunque indeterminable, no es
infinito. Su movimiento no obedece a ningún designio providencial ni a ningún
orden finalista. Los epicúreos excluyen explícitamente la providencia estoica, y la crítica
de tal providencia constituye uno de los temas preferidos de su polémica.
Contra
la acción de la divinidad en el mundo, argumentan partiendo de la existencia
del mal. "La divinidad o quiere suprimir los males y no puede, o puede y
no quiere, o no quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede, es
impotente; y la divinidad no puede serlo. Si puede y no quiere, es envidiosa, y
la divinidad no puede serlo. Si no quiere y no puede, es envidiosa e impotente
y, por consiguiente no es la divinidad. Si quiere y puede (que es lo único que
le corresponde), ¿de dónde viene la existencia del mal y por qué no lo suprime?
“(fr. 374, Usener). Eliminada del mundo la acción de la divinidad, no quedan
para explicar el orden del mismo sino las leyes que regulan el movimiento de
los átomos.
Según los epicúreos, nada se les escapa
a estas leyes y ellas constituyen la necesidad que preside en todos los
acontecimientos del mundo natural.
Un
mundo es, según Epicuro, "un trozo de cielo que comprende astros, tierras
y todos los fenómenos, recortado en el infinito". Los mundos son
infinitos; están sometidos a nacimiento y a muerte. Pero, sosteniendo Epicuro
que los átomos caen en el vacío en línea recta y con la misma velocidad, para
explicar el choque, en cuya virtud se agregan y se disponen en los varios
mundos, admite una desviación casual de los átomos de su trayectoria
rectilínea. Esta desviación de los átomos es el único acontecimiento natural no
sujeto a necesidad.
Como dice Lucrecio, "rompe las leyes del hado". En este mundo, del cual se ha eliminado cualquier traza de potencias divinas,
Epicuro admite, sin embargo, la existencia de divinidades. Y la admite en
virtud de su mismo empirismo: porque los
hombres poseen la imagen de la divinidad; y esta imagen, como cualquier otra,
no puede haberse producido en ellos más que por flujos de átomos emanados de
las mismas divinidades. Los dioses tienen forma humana, que es la más perfecta
y, por tanto, la única digna de seres racionales. Mantienen entre sí una amistad
análoga a la humana; y habitan en los espacios vacíos entre mundo y mundo (intermundos).
Pero no se preocupan ni del mundo ni de los hombres. Cualquier cuidado de
este género sería contrario a su perfecta dicha, puesto que les impondría una
obligación y ellos no tienen obligaciones, antes bien, viven libres y felices.
Por esto el motivo de que el hombre sabio les honre no es el temor, sino la
admiración de su excelencia.
El
alma, según Epicuro, está compuesta de partículas corpóreas difundidas por todo
el cuerpo como un soplo cálido. Tales partículas son más finas y
redondas que las demás, y, por lo tanto, más móviles. Las facultades del alma, como se ha visto, son fundamentalmente tres:
la sensación en sentido propio; la imaginación (mens, según
Lucrecio), que produce las representaciones fantásticas; la razón (λσγος), que es la
facultad del juicio y de la opinión. A estas
facultades teoréticas se añade el sentimiento, placer o dolor, que es la
norma de la conducta práctica. La parte irracional del alma, que es principio
de vida, está difundida por todo el cuerpo.
Con
la muerte los átomos del alma se separan y cesa toda posibilidad de sensación:
la muerte es "privación de sensaciones". Por eso es
necio temerla: "El más terrible de los males, la muerte, no es nada para
nosotros porque cuando existimos nosotros no existe la muerte y cuando existe
la muerte, nosotros no existimos" (Ep. ad Men., 125).
LA
ETICA
La
ética epicúrea es, en general, una derivación de la cirenaica (§ 39). La
felicidad consiste en el placer: "el placer es el principio y el fin de la
vida feliz", dice Epicuro (Dióg. Laerc., X, 129). El placer es,
en efecto, el criterio de la elección y de la aversión: se tiende al placer, se huye del dolor. Es el único criterio con el
cual valoramos todos los bienes. Pero hay dos clases de placeres: el placer
estático, que consiste en la privación del dolor, y el placer en
movimiento, que consiste en el gozo y en la alegría. La felicidad consiste solamente
en el placer estático o negativo, "en el no sufrir y no agitarse" y se
define, por tanto, como αταραξία (ausencia de turbación)
y a) pori/a (ausencia de dolor). El significado de estos dos términos
oscila entre la liberación temporal del dolor de la necesidad y la ausencia
absoluta del dolor. En polémica contra
los cirenaicos, que afirmaban la posibilidad del placer, Epicuro dice explícitamente
que "la cumbre del placer es la simple y pura destrucción del dolor".
Este
carácter negativo del placer impone la elección y la limitación de las
necesidades. Epicuro distingue las necesidades naturales de las inútiles;
entre las necesidades naturales las hay necesarias e innecesarias.
De las naturales y necesarias, algunas son necesarias para la felicidad, otras
para la salud del cuerpo, otras para la vida misma. Sólo los deseos naturales y necesarios
deben satisfacerse; los demás deben abandonarse y rechazarse. El epicureísmo
quiere, por tanto, no el abandono al placer, sino el cálculo y la medida de los
placeres. Conviene renunciar a los placeres que originan un dolor mayor y
soportar incluso largamente los dolores que originan un placer mayor. "A
cada deseo es menester preguntarse: ¿Qué sucederá si se satisface? ¿Qué pasará
si no se le atiende? Solo el cuidadoso cálculo de los placeres puede conseguir
que el hombre se baste a sí mismo y no se convierta en esclavo de las
necesidades y de la preocupación por el mañana.
Pero este cálculo sólo puede
deberse a la prudencia (f r o / n e s i j). La prudencia es
todavía más preciosa que la filosofía, porque de ella nacen todas las demás
virtudes y sin ella la vida no posee dulzura, ni belleza ni justicia" (Ep.
a Men., 132). Las virtudes, y especialmente la prudencia, que es la primera
y más fundamental, aparecen así a Epicuro como condición necesaria a la
felicidad. A la prudencia se debe el cálculo de los placeres, la elección y la
limitación de las necesidades y, por consiguiente, el logro de la ataraxia y de
la aponía.
En un pasaje famoso del escrito Sobre
el fin, Epicuro afirma explícitamente el carácter sensible de todos los
placeres. "Por mi parte, dice, no sé concebir qué sea el bien, si
prescindo de los placeres del gusto, de los placeres del amor, de los placeres
del oído, de los que proceden de las bellas imágenes percibidas por los ojos y,
en general, de todos los placeres que los hombres poseen gracias a los
sentidos. No es verdad que sólo el gozo espiritual sea un bien, puesto que
también la mente se alegra con la esperanza de los placeres sensibles, en cuyo
disfrute la naturaleza humana puede librarse del dolor." (Cicer., Tusc.,
I I I, 18, 42; fr. 69 Usener. Cfr. fr. 67, 68 y 70, Usener). En este pasaje
el bien se limita al ámbito del placer sensible, al cual pertenece incluso el
placer que da la música ("los placeres de los sonidos") y la
contemplación de la belleza ("placeres de las bellas imágenes"); y el
gozo espiritual se reduce a la esperanza del mismo placer sensible. Tal vez el
fin polémico del fragmento (dirigido probablemente contra el Protréptico de
Aristóteles, que exaltaba platónicamente la superioridad del placer espiritual
[§ 69[), llevara a
Epicuro a acentuar su tesis de la
sensibilidad del placer; pero resulta claro que esta tesis se desprende
necesariamente de su doctrina fundamental que hace de la sensación el canon
fundamental de la vida del hombre. Que
el verdadero bien no sea el placer violento, sino el estable de la aponía y de
la ataraxia, no es cosa que contradiga la tesis de la sensibilidad del placer,
ya que la aponía es "el no sufrir en el cuerpo", y la ataraxia es
"el no estar turbados en el alma" por la preocupación de la necesidad
corporal.
Pero
por esto la doctrina de Epicuro no puede confundirse con un vulgar hedonismo.
Se opondría a tal hedonismo el culto de la amistad, característico de la
doctrina y de la conducta práctica de los epicúreos. "De todo cuanto la prudencia nos
ofrece para la felicidad de la vida, lo mayor es, con mucho, el logro de la
amistad" (Max, Cap. 27). La amistad nació de la utilidad; pero es
un bien por sí misma. El amigo no es quien busca siempre lo útil, ni quien no
lo une nunca a la amistad, ya que el primero considera la amistad como un
tráfico de ventajas, y el segundo destruye la confiada esperanza de ayuda que
constituye gran parte de la amistad (Sentencias Vaticanas, 39, 34,
Bignone).
Se opondría también a dicho
hedonismo la exaltación de la prudencia.
Sería
ciertamente mejor, según Epicuro, que la fortuna hiciera siempre próspera a la
prudencia;
pero es siempre preferible la prudencia desafortunada a la insensatez
afortunada (Ep. a Men., 135). Aunque la justicia sea sólo una convención
que los hombres han establecido entre sí para utilidad común, esto es, para
evitar el hacerse daño recíprocamente, es muy difícil que el prudente se deje
llevar a la comisión de una injusticia, aun estando seguro que su acto
permanecerá oculto y que, por tanto, no le acarreará ningún daño. "Quien
haya alcanzado el fin del hombre, aunque nadie esté presente, será igualmente
honrado" (fr. 533, Usener).
La
actitud del epicúreo ante los hombres en general queda definida en la máxima:
"Es no solo más bello, sino también más placentero, hacer el bien que
recibirlo" (fr.
544). En esta máxima el placer se erige de hecho en fundamento y en justificación
de la solidaridad entre todos los hombres.
Diógenes Laercio nos atestigua
efectivamente el amor de Epicuro a sus padres, su fidelidad a los amigos y su
sentido de la solidaridad humana (X, 9).
Respecto a la vida política,
Epicuro reconocía las ventajas que procura a los hombres, obligándoles a acatar
leyes que les impiden dañarse mutuamente.
Pero aconsejaba al prudente que permaneciese ajeno a la vida política. Su
precepto es: "Vive escondido" (fr. 551). La ambición política sólo
puede ser fuente de turbación y, por consiguiente, obstáculo a la consecución
de la ataraxia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario