El período ontológico, que comprende a Platón y a Aristóteles, se ve dominado por el problema de rastrear en la relación entre el hombre y el ser la condición y la posibilidad del valor del hombre como tal y de la validez del ser como tal. Este período, que es el de la plena madurez del pensamiento griego, replantea en síntesis los problemas de los dos períodos precedentes.
LA
VIDA Y EL IDEAL POLÍTICO DE PLATÓN
Platón nació en Atenas el 428 a.
de J. C., de familia de antigua nobleza que descendía de Solón por parte de
madre y del rey Codro por parte de padre. Se sabe poco de su educación. Según
Aristóteles, ya desde joven se familiarizó con Cratilo, discípulo de Heráclito,
y, por lo tanto, con la doctrina heraclitea. Según Diógenes Laercio, escribió
composiciones éticas, líricas y trágicas, que después quemó; pero esta noticia,
aunque verosímil, no puede darse por segura. A los veinte años empezó su trato
con Sócrates y hasta el 399, año de la muerte de éste, se contó entre sus
discípulos. Este año señala también una fecha decisiva en la vida de Platón.
La Cana VII, que, al
reconocerse su autenticidad, se ha convertido en el documento fundamental para
la reconstrucción no sólo de la biografía, sino de la personalidad misma de
Platón, nos permite echar una mirada sobre los intereses espirituales que
dominaron esta primera parte de su vida. Cuando joven pensaba dedicarse a la
vida política. El régimen de los treinta tiranos, entre los cuales contaba con
parientes y amigos, le invitó a participar en el gobierno. Pero las esperanzas
que Platón concibiera respecto a la obra de aquéllos se disolvieron en la
desilusión: los tiranos hicieron echar de menos, con sus violencias, el antiguo
orden de cosas. Entre otros hechos, mandaron a Sócrates que fuera con otros a
casa de un ciudadano para matarle, y ello para complicar a Sócrates, de grado o
por fuerza, en su política (Cart. V I I , 325 a· Αρ., 32 c). Después de la
caída de los treinta, la restauración de la democracia incitó a Platón a la
vida política; pero entonces aconteció el hecho decisivo que le asqueó para
siempre de la política de su tiempo: el proceso y la condena de Sócrates. Desde
aquel momento, Platón no cesó de meditar sobre el modo cómo sería posible
mejorar la condición de la vida política y la entera constitución del Estado,
pero difirió su intervención activa para un momento oportuno. Se dio cuenta
entonces que dicha mejora sólo podría efectuarse mediante la filosofía.
"Vi que el género humano no llegaría nunca a libertarse del mal si,
primeramente, no alcanzaban el poder los verdaderos filósofos, o los rectores
del Estado no se convertían por azar divino en verdaderos filósofos" (Can.
VII, 325 c). De las
experiencias políticas de su juventud, experiencias de espectador y no de
actor, sacó Platón, pues, el pensamiento que había de inspirar toda su obra:
sólo la filosofía puede realizar una comunidad humana fundada en la justicia.
Después de la muerte de Sócrates,
marchó a Megara, junto a Euclides y, más tarde, por lo que dicen sus biógrafos,
se fue a Egipto y a Cirene. Nada sabemos de estos viajes, de los cuales nada
dice la Carta VII; no son, empero, inverosímiles, y el viaje a Egipto
puede ser considerado como probable en los diálogos. Su primer viaje seguro,
que es también el primer acontecimiento importante de su vida exterior, es el
que hizo a Italia meridional. Conoció en tal ocasión a las comunidades
pitagóricas, sobre todo por conducto de su amigo Arquitas, señor de Tarento: y
en Siracusa trabó amistad con Dión, tío de Dionisio el Joven. Se dice que
Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, temeroso de los proyectos de reforma
política expuestos por Platón, le hizo vender como esclavo en el mercado de
Egina.
No sabemos si la responsabilidad
del hecho corresponde realmente a Dionisio; había guerra entre Atenas y Egina
(duró hasta el 387) y un accidente de tal cariz podía producirse fácilmente.
Cierta es, eso sí, la venta de Platón como esclavo y su rescate gracias a
Anniceris de Cirene.
La tradición relaciona con tal
hecho la fundación de la Academia, para la cual se empleó el dinero del
rescate, dinero que fue rechazado cuando se supo de quien se trataba. Nada se
sabe de cierto a este propósito, pero se puede decir que, al regresar Platón a Atenas, aquella "comunidad de libre educación",
que Platón acariciaba en su mente, obtuvo forma jurídica; y, siguiendo el
modelo de las comunidades pitagóricas, se constituyó en asociación religiosa,
en un di/asoj. Esta era, por otra parte, la única forma que podía legalmente
adoptar en Grecia una sociedad cultural; se trataba de una forma que no excluía
ningún género de actividad, ni siquiera profana o recreativa.
Cuando Dionisio el Joven sucedió
a su padre en el trono de Siracusa (367 a. de J. C.), Dión llamó a Platón para
dar su consejo y su ayuda a la realización de la reforma política que había
sido siempre su ideal. Después de algunas vacilaciones, Platón se decidió: no
quería aparecer ante sí mismo como "hombre de pura teoría", ni quería
abandonar ante el eventual peligro a su amigo y compañero Dión. Marchó, pues, a
Siracusa. Pero aquí la posición de Dión era débil; chocó con Dionisio, que le
desterró. Platón permaneció allí algún tiempo, en calidad de huésped de
Dionisio, y procuró iniciarle e impulsarle hacia la investigación filosófica
tal como él la concebía; pero Dionisio era el tipo del aficionado presuntuoso
y, por otra parte, estaba distraído por las preocupaciones políticas. Platón
regresó desilusionado a Atenas.
Pero, después de algunos años,
Dionisio le llamó insistentemente a su corte. Empujado por el mismo Dión, que
se encontraba en Atenas y esperaba obtener del tirano, gracias a la intercesión
de Platón, la revocación del destierro, Platón se decidió a este tercer viaje y
partió en el 361. El resultado fue desastroso: no consiguió ejercer ninguna
influencia sobre
Dionisio, que no soportó la
prueba de su enseñanza y acabó por retenerle casi como prisionero, primeramente
con presiones morales (amenazando con confiscar los bienes de Dión) y después
haciendo rodear su palacio por mercenarios. Quiso, sin embargo, salvar las
apariencias mostrando que continuaba en relaciones con Platón, y le dejó
marchar cuando Arquitas de Tarento envió una galera con una embajada. Así fue
liberado Platón.
Poco después Dión consiguió
expulsar a Dionisio; pero cayó en desgracia del pueblo y fue asesinado en la
conjura promovida por el ateniense Calipo. Este escribió una carta oficial a
Atenas; y Platón contestó con la Carta VII, dirigida a los "amigos
de Dión", en la cual expone y justifica los intereses fundamentales para
los cuales había vivido. Desde entonces Platón hubo de residir en Atenas,
dedicado únicamente a la enseñanza.
Por la Carta VII sabemos
que sus ideas políticas consiguieron en otra ocasión éxito más feliz. Dos
eminentes ciudadanos de Scepsis, Erasto y Coriseo, discípulos de Platón, fueron
solicitados por Hermias, tirano de Atarneo, en la Misia, para que elaborasen
una constitución que diera una forma más suave a su gobierno. Esta constitución
fue puesta en vigor y ganó a Hermias las simpatías de las poblaciones de la
costa eólica, tanto que algunos territorios se le sometieron espontáneamente.
Hermias honró a sus amigos cediéndoles la ciudad de Asso (Didimo, In
Demost., col. 5, 52) y constituyó con los dos platónicos una pequeña
comunidad filosófica, cuyo lejano numen tutelar era Platón. Ello explica por
qué, después de la muerte de Platón, Aristóteles se trasladó en seguida a Asso.
Platón murió en el 347, a los 81
años. Un papiro de Herculano recientemente descubierto nos ofrece la
descripción de las últimas horas del filósofo. La última visita que recibió fue
la de un caldeo. Una mujer tracia estaba tocando y se equivocó en el tiempo:
Platón, que ya tenía fiebre, hizo al huésped una señal con el dedo. El caldeo
observo cortésmente que sólo los griegos entendían de medida y de ritmo.
Durante la noche siguiente la fiebre se agravó y tal vez aquella misma noche
murió Platón.
CARACTERES
DEL PLATONISMO
¿Por qué la producción literaria
de Platón permaneció fiel a la forma del diálogo? Hemos citado, hablando de
Sócrates (§ 24), el pasaje del Fedro, en el cual, a propósito de la
invención de la escritura, atribuida al dios egipcio Thot, Platón dice que el
discurso escrito comunica, no la sabiduría, sino la presunción de la sabiduría.
Al igual que las figuras pintadas, los
escritos poseen la apariencia de seres vivientes, pero no contestan a quienes les
interrogan. Circulan por todas partes de la misma manera, por las manos de
quienes los comprenden, como de quienes no sienten por ellos ningún interés; y
no saben defenderse ni valerse por sí mismos cuando se les maltrata y
vilipendia injustamente (Fedro, 275 d). Platón no veía en el discurso escrito más que una ayuda para la
memoria; y él mismo nos atestigua que de la enseñanza de la Academia formaban
parte también "doctrinas no escritas" (Cart. VII, 341 c).
Ahora bien, entre los discursos escritos, el diálogo es el único que
reproduce la forma y la eficacia del discurso hablado. Este es fiel expresión
de la investigación, la cual, según el concepto socrático, es un examen
incesante de sí mismo y de los demás, por lo tanto, un preguntar y contestar. Platón sostiene que el pensamiento mismo no
es más que un discurso que el alma hace consigo misma, un diálogo interior en
que el alma se pregunta y se contesta a sí misma (Teet.,189 e, 190
a; Sof., 263 e; Fil., 38 c-d). La expresión verbal o escrita no puede, pues, hacer otra cosa que
reproducir la forma necesaria de la investigación, el diálogo.
La
misma convicción que ha impedido a Sócrates escribir, ha impulsado a Platón a adoptar
y a mantener la forma dialógica en sus escritos. Lo que reveló a
Platón la incapacidad del joven Dionisio para consagrarse seriamente a la
investigación filosófica, fue su pretensión de escribir y difundir como obra
propia un "sumario del platonismo". Platón declaró enérgicamente en
esta ocasión: "De mí no hay ni habrá nunca ningún tratado sobre este tema.
El cual no se puede reducir a
fórmulas, como se hace en las demás ciencias; sólo después de haberse
familiarizado por mucho tiempo con estos problemas y después de haber vivido y
discutido en común, su verdadero significado se enciende de improviso en el
alma, como la luz nace de una chispa y crece después por sí sola" (Cart.
VII, 341 c-d).
El
diálogo era, pues, para Platón el único medio para expresar y comunicar a los
demás la vida de la investigación filosófica. El diálogo reproduce la marcha
misma de la investigación que procede lentamente y con fatiga de etapa en
etapa; y sobre todo reproduce su carácter social y de comunidad, por cuya
virtud la investigación asocia y hace solidarios los esfuerzos de los
individuos que la cultivan. Así la forma de la actividad literaria de Platón es un acto de fidelidad al silencio
literario de Sócrates; uno y otro tienen el mismo fundamento: la convicción de
que la filosofía no consiste en un sistema de doctrinas, antes bien es
investigación que replantea incesantemente los problemas, para aclarar con
ellos el significado y la realidad de la vida humana. Se cuenta que una
mujer, Axiotea, después de la lectura de escritos platónicos, se presentó
vestida de hombre a Platón, y que un campesino corintio, después de la lectura
del Gorgias, dejó el arado y se fue tras el filósofo (Arist., fr.
69, Rose). Estas anécdotas demuestran que los contemporáneos de Platón habían
comprendido el valor humano de su filosofía.
LA
POLÉMICA CONTRA LOS SOFISTAS
La tesis que el precedente grupo
de diálogos sugiere indirectamente, la
unidad de la virtud y su reducción al saber, se plantea positivamente y se
muestra en el Protágoras en polémica con la actitud de los sofistas.
A Protágoras que se llama maestro de virtud,
Sócrates opone que la virtud de que habla Protágoras no es ciencia, sino un
simple conjunto de habilidades adquiridas accidentalmente por experiencia;
por esto es un patrimonio privado que no puede enseñarse ni transmitirse a los
demás. No puede afirmar la enseñabilidad
de la virtud Protágoras, para quien las virtudes son muchas y la ciencia una
sola de ellas; porque únicamente la ciencia se puede enseñar y, por tanto, la
virtud se puede transmitir y comunicar solo en cuanto es ciencia. Se ha
visto a propósito de Sócrates (§ 28) que aquí la ciencia se entiende como
cálculo de los placeres y su concepto permanece, por tanto, anclado en la letra
de la enseñanza socrática. Pero ya este diálogo muestra que Platón no se limita
simplemente a ilustrar los conceptos que Sócrates puso como base de la vida
moral; antes bien, contraponiendo la enseñanza de Sócrates a la de los
sofistas, proyecta sobre la figura del maestro la luz más viva que brota de la
polémica.
El
Protágoras ha negado a la enseñanza sofística todo valor educativo y
formativo y a la misma sofística todo contenido humano. Frente a la agitación
de la sofística, la enseñanza de Sócrates ha aparecido en todo su valor. Pero
quedaban otros aspectos de la sofística; y contra éstos Platón dirige tres diálogos
que con el Protágoras constituyen un grupo compacto.
Estos
aspectos son la erística, contra la cual se dirige el Eutidemo; el
verbalismo, contra el cual se dirige el Cratilo, y la retórica,
contra la cual se dirige el Gorgias.
El
Eutidemo es ante todo una representación vivacísima y caricaturesca del
método erístico de los
sofistas.
La erística es el arte de luchar con palabras y de "refutar todo cuanto se
vaya diciendo, sea falso o verdadero".
Los interlocutores del diálogo,
los dos hermanos Eutidemo y Dionisidoro, se divierten demostrando, por ejemplo,
que sólo el ignorante puede aprender e, inmediatamente después, que, por el
contrario, sólo el que sabe aprende; que se aprende sólo lo que no se sabe y
después que se aprende sólo lo que se sabe, etc. El fundamento de semejantes
ejercicios es la doctrina (que de los sofistas había pasado también a los
cínicos) de que no es posible el error y que dígase lo que se quiera, se dice
algo que es y, por lo tanto, resulta verdadero. A lo cual Sócrates opone
que en este caso no habría nada que enseñar ni nada que aprender y la misma
erística resultaría inútil. Y en realidad nada
se puede enseñar más que la sabiduría; y la sabiduría no se puede enseñar ni
aprender más que amándola, esto es, filosofando. Y en este momento el
diálogo se transforma de crítica del procedimiento sofístico en exhortación a
la filosofía (προτρεπτικού); y como discurso introductorio
o protréptico
se hizo famoso en la antigüedad y fue imitado muchas veces.
Pero esta parte es importante
sobre todo porque contiene la ilustración del objetivo propio de la filosofía:
objetivo que Platón define como el uso del saber en provecho del hombre. La filosofía es la única ciencia en que el
hacer coincide con el saberse servir de lo que se hace (Eut., 289 b):
o sea, es la única ciencia que no sólo produce conocimiento sino que enseña
a utilizar los conocimientos para provecho y felicidad del hombre (Ib., 288-289).
A
la erística se añade el verbalismo,
contra el cual va dirigido el Cratilo. El problema de este diálogo es el
de ver si verdaderamente el lenguaje es un medio para enseñar la naturaleza de
las cosas, como Cratilo, los sofistas y Antístenes sostenían. Platón no sostiene ciertamente que el
lenguaje sea producto de una convención y que los nombres se hayan impuesto
arbitrariamente. Como cada instrumento debe adaptarse al fin para el cual se construyó,
así el lenguaje debe adaptarse a hacernos discernir y enseñar la naturaleza de
las cosas.
No hay duda, pues, que cada
nombre debe poseer una cierta justeza, esto es, debe imitar y expresar, en
cuanto es posible por medio de letras y sílabas, la naturaleza de la cosa
significada. Pero no todos los nombres poseen este carácter natural; algunos,
por ejemplo, los de los números, son puramente convencionales. Y en todo caso
no se puede sostener, como hace Cratilo, que la ciencia de los nombres sea
también ciencia de las cosas, que no haya más camino para indagar y descubrir
la realidad que el de descubrir los nombres, y que no se puedan enseñar más que
los nombres mismos. Ya que los nombres presuponen el conocimiento de las cosas:
los primeros hombres que los encontraron debían conocer las cosas por otro
camino, desde el momento que no disponían todavía de los nombres; y nosotros
mismos, para juzgar la corrección de los nombres, no podemos acudir a otros
nombres, antes bien, hemos de recurrir a la realidad, cuya imagen es el nombre.
Así pues, el criterio para entender y juzgar el valor de las palabras nos lleva
a buscar, más allá de las palabras, la naturaleza misma de las cosas. De este
modo, el diálogo contiene la enunciación de las tres alternativas fundamentales
que luego se presentarían constantemente en la historia de la teoría del
lenguaje, a saber:
1. ° la tesis sostenida por los eleatas,
los megáricos, los sofistas y Demócrito (fr. 26, Diels), de que el lenguaje es
pura convención, es decir, debido exclusivamente a la libre iniciativa
de los hombres.
2. ° la tesis defendida por Cratilo, igual a
la de Heráclito (fr. 23 e, 114, Diels) y a la de los cínicos, de que el
lenguaje es, naturalmente, producto de la acción causal de las cosas.
3. ° la tesis, propugnada por
Platón, de que el lenguaje es la selección inteligente del instrumento que
sirve para acercar al hombre al conocimiento de las cosas.
En
la explicación de esta última tesis, Platón se refiere explícitamente a las
ideas (440 b) a las que llama más frecuentemente "sustancias"
con cuyo nombre designa: "lo que el objeto es" (428 d). No
obstante, Platón no atribuye la producción del lenguaje a la naturaleza misma
de las cosas, sino que lo considera, con los convencionalistas, como una
producción del hombre; pero, al mismo tiempo, admite que esta producción no es
arbitraria sino dirigida, hasta donde es posible, al conocimiento de las
esencias, es decir, de la naturaleza de las cosas. El teorema fundamental que Platón se propone defender es que el
lenguaje puede ser más o menos exacto e incluso equivocado, o en otros
términos, "que se puede decir falso": teorema que no haya lugar en
las otras concepciones del lenguaje, ya que para ellas el lenguaje es siempre
exacto o porque una convención vale por la otra o porque es la naturaleza de la
cosa la que lo impone. La defensa de este teorema abre el camino a la antología
del Sofista.
Finalmente, en el Gorgias, Platón
ataca el arte que era la principal creación de los sofistas y la base de su
enseñanza: la retórica. La
retórica aspiraba a ser una técnica de la persuasión para la cual resultase
completamente indiferente la tesis a defender o el tema tratado. Al concepto de
este arte Platón opone que todo arte o ciencia resulta verdaderamente
persuasivo sólo respecto al objeto que le es propio. La retórica no posee un
objeto propio; permite hablar de todo, pero no consigue persuadir sino a
quienes tienen un conocimiento inadecuado y sumario de las cosas de que trata,
esto es, a los ignorantes. No es, pues, un arte, sino sólo una práctica adulatoria que presenta la
apariencia de la justicia y se halla respecto a la política, que es arte de la
justicia, en la misma relación en que la culinaria se halla respecto a la
medicina: retórica y culinaria estimulan el gusto, una el del alma y la otra el
del cuerpo; política y medicina curan verdaderamente al alma y al cuerpo. La retórica puede ser útil para defender
con discursos la propia injusticia y para eludir la pena de la injusticia
cometida; pero esto no es una ventaja. El mal para el hombre no consiste en
sufrir la injusticia, sino en cometerla, porque ésta mancha y corrompe al alma;
y sustraerse a la pena de la injusticia cometida es un mal todavía peor, porque
quita al alma la posibilidad de liberarse de la culpa expiándola. En
realidad, la retórica, por su indiferencia respecto a la justicia de la tesis a
defender, implica la convicción (expuesta en el diálogo por Calicles) de que la
justicia es sólo una convención humana, que es de tontos respetar; y que la ley
natural es la ley del más fuerte. El más fuerte sigue únicamente su propio
placer y no se preocupa de la justicia; tiende al predominio sobre los demás y
tiene como única regla su propio talento. Pero contra este crudo inmoralismo,
Platón observa que, no siendo el intemperante el hombre mejor, tampoco es el
más feliz, ya que pasa de un placer a otro insaciablemente y es semejante a una
cuba horadada que no acaba de llenarse nunca. El placer es la satisfacción de
una necesidad; y la necesidad es siempre falta de algo, esto es, dolor: placer
y dolor se condicionan mutuamente y no hay uno sin el otro. Pero el bien y el
mal, por el contrario, no van juntos, sino separados, de modo que no pueden identificarse
con el placer y dolor. El bien no puede conseguirse más que con la virtud; y la
virtud es el orden y la regularidad de la vida humana. El alma buena es el alma
ordenada, que es sabia, templada y justa a la vez.
La
polémica contra los sofistas desarrollada en este grupo de diálogos, esclareciendo
la naturaleza de la enseñanza de Sócrates, ha hecho surgir los problemas que
esta enseñanza planteaba. La virtud es ciencia; se puede, por tanto, enseñar y
aprender. Pero ¿qué es aprender? He ahí el primer problema. El aprender crea
indudablemente un vínculo entre hombre y nombre y entre el hombre y la ciencia:
¿de qué naturaleza es este vínculo?
He
ahí otro problema. Y ¿qué es exactamente la ciencia en que la virtud consiste?
¿Cuál es el objeto de esta ciencia, el ser de que trata? He ahí el último y más
grave problema que brota de la enseñanza socrática. La investigación platónica
debía, en su desarrollo ulterior, abordar estos problemas tanto en su
singularidad como en sus relaciones recíprocas.
EL
APRENDER Y SUS OBJETOS (LAS IDEAS)
Al
problema del aprender está dedicado el Menón. Según el principio
erístico, no se puede aprender ni lo que se sabe ni lo que no se sabe: puesto
que nadie busca saber lo que ya sabe y nadie puede buscar saber si no sabe qué
buscar.
A este principio Platón opone el mito de la αν
άμνηοις. El alma es inmortal, ha
nacido muchas veces y ha visto todas las cosas, sea en este mundo, sea en el
Hades: no es maravilla, pues, que pueda recordar lo que ya sabía. La naturaleza es toda en sí congénere: y como el alma lo ha aprendido todo, nada
impide que cuando se acuerda de una sola cosa —lo que precisamente es
aprender— encuentre por sí misma todo lo
restante, si tiene valor y no se cansa en la investigación; puesto que
investigar y aprender no son más que recordar.
La
doctrina de los sofistas nos vuelve perezosos, porque nos aleja de la
investigación; el mito del alma inmortal y del aprender como reminiscencia nos vuelve
diligentes y nos empuja a la investigación. Platón confirma esta doctrina con
el famoso ejemplo del esclavo que oportunamente interrogado llega por sí a
entender, esto es, a aprender y a recordar, el teorema de Pitágoras. El mito de
la reminiscencia expresa aquí el principio de la unidad de la naturaleza: la
naturaleza del mundo es una sola; y es una también con la naturaleza del alma. Por eso partiendo
de una cosa singular, aprendida con un acto singular, el hombre puede procurar
aprender las demás cosas, que con aquella van ligadas, mediante sucesivos actos
de estudio ligados con el primero en el curso de la investigación (Men., 81
c).
El mito tiene aquí, como en otros
pasajes de Platón, un significado preciso: la anamnesis expresa, en los
términos de la creencia órfica y pitagórica en la cadena de los nacimientos,
aquella unidad de la naturaleza de las cosas y aquella unidad entre el alma y
las cosas que hace posible aprender y hace posible, por tanto, la investigación
que tiende al aprender.
Pero tanto el mito de la
anamnesis como la doctrina de la unidad de la naturaleza los presenta Platón
explícitamente como hipótesis, parecidas a las que emplean los
geómetras. Se plantea una hipótesis cuando todavía no se conoce la solución de
un problema y se anticipa dicha solución deduciendo aquellas consecuencias
suyas que pueden luego confirmarla o rebatirla (Men., 87 a). Como
veremos, el uso de las hipótesis forma parte integrante de lo que Platón
entendía por procedimiento dialéctico.
Pero si se plantea la hipótesis
de que la virtud es ciencia, hay que admitir que pueda ser aprendida y
enseñada. ¿Por qué, pues, no hay maestros ni alumnos de virtud? No son
ciertamente maestros de virtud los sofistas, ni lo fueron los hombres más
eminentes (Arístides, Temístocles, etc.) que Grecia tuvo, los cuales no
supieron transmitir su virtud a sus hijos. Ahora bien, esto aconteció y
acontece porque en aquellos hombres la virtud no era verdaderamente sabiduría
(φρόνηοις) sino una especie de inspiración divina, como la de los
profetas y de los poetas. La sabiduría
en su grado más alto es ciencia, en su grado más bajo es opinión
verdadera. La opinión verdadera se distingue de la ciencia porque le falta
una garantía de verdad. Platón la compara a las estatuas de Dédalo que parecen
estar a punto de escapar. Las opiniones tienden siempre a escapar "de no
estar ligadas con un razonamiento causal" (Men., 98 a). Cuando las opiniones verdaderas se
encadenan entre sí mediante el razonamiento se consolida y se convierten en
ciencia. La ciencia es, pues, el punto más alto al que debe tender el estudio y
lo que la investigación debe hacer surgir del recuerdo.
El
Menón esboza así las primeras líneas de una teoría del aprender, la
cual, sin embargo, deja abiertos a su vez numerosos problemas. Si el aprender
es un recordar, ¿qué valor tiene respecto a éste el conocimiento sensible? ¿Y
cuál es el objeto de este aprender? Por otra parte, toda la teoría de las
anamnesis está fundada en el supuesto de la inmortalidad del alma; ¿es posible
demostrar este supuesto? Tales son los problemas debatidos en el Fedón. Pero el
planteamiento mismo de este problema lleva a Platón definitivamente más allá
del punto a que Sócrates había llegado. La
determinación de un objeto de la ciencia, de un objeto que no tiene nada
que ver con las cosas sensibles, así como la ciencia no tiene nada que ver con
el conocimiento sensible, induce a Platón a la primera formulación de la teoría
de las ideas.
Sin embargo, esta teoría ni
siquiera en el Fedón aparece formulada orgánicamente, sólo siempre se
presupone, como aleo que ya conocen los interlocutores y ya lo han aceptado
como una base de la investigación. Tal vez precisamente porque esta teoría es
el centro hacia el cual convergen las directrices de la indagación, Platón
rehusó, conforme al principio de su enseñanza (§ 42), el tratarlas
sistemáticamente. Tal vez era objeto de aquellas "doctrinas no
escritas" de que habla el mismo Platón en la Carta VII (341 c) y
a las que también Aristóteles alude en muchos pasajes; doctrinas que debían
constituir el patrimonio de la Academia. No obstante, en el Fedón, resultan
evidentes algunas determinaciones que Platón atribuye a las ideas. Estas
determinaciones son tres:
1. ° las ideas son los objetos
específicos del conocimiento racional;
2. ° las ideas son criterios o
principios de juicio de las cosas naturales;
3. ° las ideas son causas de
las cosas naturales.
Como objetos del conocimiento
racional, las ideas reciben en Platón el
nombre de entes o sustancias y se distinguen claramente de las cosas sensibles.
Por primera vez, en el Fedón, se formulan las principales críticas que Platón
ha dirigido a los sofistas en los diálogos precedentes. El defecto fundamental
de los sofistas es que se niegan a ir más allá de las apariencias, por lo que
permanecen prisioneros de las mismas y, hablando con propiedad, no son
filósofos. La filosofía consiste en avanzar más allá de las apariencias y, ante
todo, de las apariencias sensibles. En
el Fedón se declara que la finalidad de la filosofía es apartar al alma
de la investigación "hecha con los ojos, con los oídos y con los demás sentidos,
reuniría y concentrarla en sí misma de modo que descubra ella "el ser en
sí" y, de esta manera, proceda de la consideración de lo sensible y
visible a la de lo inteligible e invisible. Aquí se injerta en el tronco de la filosofía socrática la oposición
propia del eleatismo entre la vía de la opinión y la vía de la verdad,
señalándose como objeto propio de la razón, el ser en sí, la idea.
Además, a la antítesis eleática
se le une el mito órfico-pitagórico; si la sensibilidad está ligada al cuerpo y
es un impedimento, más que una ayuda para la investigación, ésta exige que el
alma se aparte, en lo posible, del cuerpo, de modo que viva en espera y en
preparación para la muerte, con la que la separación viene a ser total. Sin
embargo, las otras determinaciones que Platón da a las ideas, al estar fundadas
en la conexión entre ideas y cosas, excluyen la rigidez eleática de la
oposición entre la razón y los sentidos.
2. ° En efecto, las ideas constituyen los criterios para
juzgar las cosas sensibles. Por ejemplo, para juzgar si dos cosas son
iguales, nos servimos de la idea de lo igual, que es la igualdad perfecta a la
que sólo se adecúan imperfectamente los iguales sensibles. Para juzgar de lo que es bueno, justo, santo, bello, el criterio lo
obtenemos de las ideas correspondientes, o sea, de los entes a quienes
corresponden estos conceptos. Por lo tanto, las ideas son, de acuerdo con el Fedón
(75 c-d), criterios de valoración, y ellas mismas valores.
3° Las ideas son las causas de las cosas
naturales.
Platón presenta esta doctrina como una consecuencia inmediata de la teoría de
Anaxágoras, que la mente es la causa ordenadora de todas las cosas. "Si es
así, si la inteligencia ordena todas las cosas y cada cosa dispone del mejor
modo, hallar la causa por la que cada cosa se genera, se destruye o existe,
significa encontrar cuál es para ella el modo mejor de existir, de modificarse
o de actuar" (Fed., 97 c). Desde este punto de vista "lo
óptimo y lo excelente" son la única causa posible de las cosas y el único
objeto de la ciencia, ya que quien sabe reconocer lo mejor, puede también
reconocer lo peor.
Realmente, Anaxágoras fue infiel
a este principio; pero Platón declara, en cambio, que él pretende permanecer
fiel y que, por lo mismo, no admitirá otras causas de las cosas sino las
razones (λόγοι) de las cosas mismas: la perfección o el
fin a que está destinadas (Ib., 99 e). Por consiguiente, las ideas son al mismo tiempo criterios de
valoración y causas de las cosas naturales: en una y otra de sus funciones, son
los λόγοι,
las razones de las cosas.
La
inmortalidad, del alma, necesaria para justificar la tarea de la filosofía, es
demostrable justamente sobre la base de la doctrina de las ideas. El alma, en efecto, es, al igual que las
ideas, invisible, y por tanto, presumiblemente, también indestructible. Además,
la reminiscencia es otra prueba de su inmortalidad en cuanto demuestra su
preexistencia. En fin, si se quiere comprender la naturaleza del alma, es
preciso buscar de qué idea participa; y esta idea es la vida. Pero
participando necesariamente de la vida, el alma no puede morir; y al acercarse
la muerte, no resulta víctima de ella, antes bien, se aleja sin sufrir daños y
conservando la inteligencia.
De tal manera el desarrollo de la
teoría del aprender, establecida en el Menón, conduce, en el Fedón, a
determinar el objeto del aprender como idea o valor objetivo y recibe en este
diálogo la demostración de su supuesto fundamental, la inmortalidad.
EL EROS
El aprender
establece entre el hombre y el ser en sí y entre los hombres asociados en la investigación común una relación que
no es puramente intelectual, porque compromete la totalidad del hombre y por lo
tanto también la voluntad. Platón define esta relación como amor (e)roj). Α la teoría del amor están dedicados dos de los diálogos
artísticamente más perfectos, el Banquete y el Fedro. De los dos, el
segundo es ciertamente posterior al primero.
El
Banquete considera sobre todo el objeto del amor, esto es, la belleza, y
procura determinar los grados jerárquicos de ésta. El Fedro, por el
contrario, considera sobre todo el amor en su subjetividad, como aspiración
hacia la belleza y elevación progresiva del alma al mundo del ser, al cual la
belleza pertenece.
Los discursos que los
interlocutores del Banquete pronuncian uno tras otro en alabanza del
eros expresan los caracteres subordinados y accesorios del amor, caracteres que
la doctrina expuesta por Sócrates unifica y justifica. Pausanias distingue del
eros vulgar que se refiere a los cuerpos, el eros celeste, que se refiere a las
almas. El médico Erixímaco ve en el amor una fuerza cósmica que determina las
proporciones y la armonía de todos los fenómenos, tanto en el hombre como en la
naturaleza. Aristófanes, mediante el mito de los seres primitivos compuestos de
hombre y mujer (andróginos), divididos por los dioses como castigo en dos
mitades que se buscan mutuamente para volverse a unir y reconstituir el ser
primitivo, expresa uno de los caracteres fundamentales que el amor revela en el
hombre: la insuficiencia. De este carácter, precisamente, parte Sócrates: el amor
desea algo qué no posee, pero de lo cual tiene necesidad, y es por tanto
insuficiencia. El mito, en efecto, le llama hijo de Pobreza (peni/a) y de
conquista (πόρος); como tal no es un dios, sino un
demonio; por esto no posee la belleza, sino que la desea; no posee la sabiduría, sino
que aspira a poseerla y es por tanto filósofo, mientras que los dioses son
sabios. El amor es, pues, deseo de belleza; y la belleza se desea porque es el
bien que nos hace felices. El hombre que es mortal tiende a engendrar en la
belleza y por tanto a perpetuarse a través de la generación, dejando tras de sí
un ser que se le asemeje. La belleza es
el fin (τέλος), el objeto del amor.
Pero la belleza posee grados diversos a los
cuales el hombre puede elevarse sólo
sucesivamente a través de un lento camino. En primer lugar, es la belleza de un
cuerpo bello la que atrae y rinde al hombre. Después advierte que la belleza es
igual en todos los cuerpos y pasa así a desear y amar toda la belleza corpórea.
Pero por encima de ésta hay la belleza del alma; y más arriba aún, la belleza de
las instituciones y de las leyes, después la belleza de las ciencias y, en fin,
por encima de todo, la belleza en sí, que es eterna, superior al devenir y a la
muerte, perfecta, siempre igual a sí misma y fuente de toda otra belleza (210
a-211 a).
¿De
qué modo puede el alma humana recorrer los grados de esta jerarquía, hasta
alcanzar la belleza suprema? Tal es el problema del Fedro, el cual parte
por esto de la consideración del alma y de su naturaleza. El alma es inmortal
en cuanto no engendrada; en efecto, se mueve por sí, teniendo por tanto en sí
misma el principio de su vida. Su naturaleza se puede expresar "por vía
humana y más breve" mediante un mito. Es semejante a un tronco de caballos
alados guiados por un auriga: uno de los caballos es excelente, el otro es
pésimo, de modo que la tarea del auriga es difícil y penosa. El auriga procura encaminar hacia el cielo
a los caballos en busca de los dioses, hacia la región supraceleste (υτ
ερονρανιος) que es la sede del ser. En esta región
se encuentra la "verdadera sustancia" (ou)si/a), privada de
color y de forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por aquella guía
del alma que es la razón, la sustancia, que es objeto de la verdadera ciencia (Fedr.
247 c). Esta sustancia, que es el ser verdadero, es la totalidad de
las ideas (justicia
en sí, templanza en sí, etc.). El alma no la puede contemplar largo tiempo
porque es impulsada hacia abajo por el caballo de las patas blancas. Por esto
cada alma contempla más o menos la sustancia del ser, y cuando por olvido o por
culpa se agobia, pierde las alas y se encarna, va a vivificar el cuerpo de un
hombre que será tal como ella lo haga. El alma que ha visto más se introduce en
el cuerpo de un hombre que se consagra al culto de la sabiduría o del amor; las
que vieron menos se encarnan en hombres que son cada vez más ajenos a la busca
de la verdad y de la belleza. Ahora bien, en el alma que ha caído y se ha
encarnado, el recuerdo de las sustancias ideales se despierta precisamente
gracias a la belleza. El hombre, en efecto, reconoce súbitamente, apenas la ve,
la belleza por su luminosidad. La vista, que es el más agudo de los sentidos
corporales, no ve ninguna de las demás sustancias; pero puede ver la belleza.
"Sólo a la belleza le tocó el privilegio de ser la más evidente y la más
"amable." Hace de mediadora entre el hombre caído y el mundo de las
ideas; y a su llamada el hombre responde con el amor. Verdad es que el amor
puede también permanecer ligado a la belleza corporal y pretender gozar sólo de
ésta; pero cuando el amor es sentido y realizado en su verdadera naturaleza,
entonces se convierte en guía del alma hacia el mundo del ser. En este caso ya
no es sólo deseo, impulso, delirio; sus caracteres pasionales no desmayan, pero
se subordinan y funden en la búsqueda rigurosa y lúcida del ser en sí, de la idea.
El eros se convierte entonces en
procedimiento racional, dialéctica (§ 56). La dialéctica es al mismo tiempo investigación
del ser en sí y unión amorosa de las almas en el aprender y en el enseñar.
Es por tanto psicagogia, guía del alma, gracias a la mediación de la
belleza, hacia su verdadero destino. Y
es también el verdadero arte de la persuasión, la verdadera retórica; la cual
no consiste, como sostienen los sofistas, en una técnica a la que sea indiferente
la verdad de su objeto y la naturaleza del alma, que se quiere persuadir, sino
ciencia del ser en sí y, a la vez, ciencia del alma. Como tal distingue las
especies del alma y encuentra para cada una el camino apropiado a fin de
persuadirla y conducirla al ser.
Este concepto de la dialéctica,
que es el punto culminante del Fedro y la desembocadura de la teoría
platónica del amor, debía ser el centro de la especulación platónica en los
últimos diálogos.
LA
JUSTICIA
Todos
los temas especulativos y los resultados fundamentales de los diálogos
precedentes se encuentran recapitulados en la obra máxima de Platón, la República,
que los ordena y los conexiona alrededor del motivo central de una
comunidad perfecta en la que el individuo encuentra su perfecta formación. El proyecto de
una comunidad tal se funda en el principio que constituye la directriz de toda
la filosofía platónica. "Si los filósofos no gobiernan la ciudad o si
aquellos a quienes ahora llamamos reyes o gobernantes no cultivan de verdad y
seriamente la filosofía, si el poder político y la filosofía no coinciden en
las mismas personas y si la multitud de quienes ahora se aplican exclusivamente
a uno u otra no se ve con el máximo rigor privada de hacerlo, es imposible que
cesen los males de la ciudad e incluso los del género humano" (Rep., V,
473 d). Pero en este punto del
desarrollo de la indagación, la constitución de una comunidad política
gobernada por filósofos plantea a Platón dos problemas fundamentales: ¿Cuál es
el objetivo y el fundamento de tal comunidad? ¿Quiénes son, propiamente los
filósofos? A la primera pregunta Platón contesta: la justicia. Y
efectivamente la República se propone de manera explícita determinar la
naturaleza de la justicia. Ninguna comunidad humana puede subsistir sin la
justicia. A la instancia sofística que querría reducirla al derecho del más
fuerte, Platón opone que ni siquiera una cuadrilla de bandidos o de ladrones
podría concluir nada, si sus componentes violasen las normas de la justicia dañándose
los unos a los otros. La justicia es
condición fundamental del nacimiento de la vida del Estado. El Estado debe
estar constituido por tres clases: la de los gobernantes, la de los guardianes
o guerreros y la de los ciudadanos que ejercen cualquier otra actividad
(agricultores, artesanos, comerciantes, etc.). La prudencia pertenece a la primera de estas clases, porque
basta que los gobernantes sean sabios para que todo el Estado sea sabio. La fortaleza
pertenece a la clase de los guerreros. La templanza, como acuerdo
entre gobernantes y gobernados sobre quién debe regir el Estado, es virtud
común a todas las clases. Pero la justicia
comprende todas estas tres virtudes: se realiza cuando cada ciudadano
atiende a su tarea propia y a lo que le corresponde. De hecho, las tareas
en un Estado son tantas y todas necesarias a la vida de la comunidad que cada
cual debe escoger aquella para la que sea apto y dedicarse a ella. Solamente
así cada hombre será uno y no múltiple, y el mismo Estado será uno (423 d).
La justicia garantiza la unidad y
con ella la fuerza del Estado. Pero garantiza igualmente la unidad y la
eficacia del individuo. En el alma
individual Platón distingue, al igual que en el Estado, tres partes: la parte racional,
mediante la cual el alma razona y domina los impulsos; la parte concupiscible,
que es el principio de todos los impulsos corporales; y la parte irascible,
que es auxiliar del principio racional y se irrita y lucha por lo que la
razón considera justo. Propia del principio racional será la prudencia, y del
principio irascible la fortaleza y corresponderá a la templanza el acuerdo de
las tres partes en dejar el mando al alma racional. Igualmente en el hombre
individual se logrará la justicia cuando cada parte del alma haga únicamente su
propia función.
Evidentemente, la realización de
la justicia en el individuo y en el Estado sólo puede proceder paralelamente.
El Estado es justo cuando cada individuo atiende sólo a la tarea que le es
propia; y el individuo que atiende sólo a la tarea propia, es él mismo justo.
La justicia no es sólo la unidad
del Estado en sí mismo y del individuo en sí mismo; es, al mismo tiempo, la unidad
del individuo y del Estado, y, por tanto, el acuerdo del individuo con la
comunidad.
Dos
condiciones son necesarias para la realización de la justicia en el Estado. En
primer lugar, la eliminación de la riqueza y de la pobreza, pues ambas
imposibilitan al hombre para atender a su propia misión. Pero esta eliminación
no implica una organización comunista. Según Platón, las dos clases
superiores de los gobernantes y de los guerreros no deben poseer nada ni
recibir ninguna compensación, aparte los medios de vida. Más la clase de los
artesanos no está excluida de la propiedad; y los medios de producción y de
distribución se dejan a manos del individuo. La segunda condición es la abolición de la vida familiar, abolición que
deriva de la participación de las mujeres en la vida del Estado en pie de la
más perfecta igualdad con los hombres y con la única condición de su capacidad.
Las uniones entre hombre y mujer se establecen por el Estado con vistas a
la procreación de hijos sanos. Y los hijos se crían y educan por el Estado que
se convierte todo él en una sola gran familia. Estas dos condiciones hacen posible un Estado según justicia, siempre,
se entiende, que se cumpla la otra
condición: que el gobierno se dé a los filósofos.
La naturaleza de la justicia se
ilumina indirectamente merced a la determinación de la injusticia. El Estado de que habla Platón es el Estado
aristocrático, en el cual el gobierno pertenece a los mejores. Pero
éste no corresponde a ninguna de las formas de gobierno existentes. Estas son
todas degeneraciones del hombre justo, que es uno en sí y con la comunidad, porque
es fiel a su tarea. Tres son las
degeneraciones del Estado y tres las correspondientes degeneraciones del
individuo. La primera es la timocracia, gobierno fundado en el honor,
que surge cuando los gobernantes se apropian de tierras y de casas; le
corresponde el hombre timocrático, ambicioso y amante del mando y de los
honores, pero desconfiado respecto a los sabios.
La
segunda forma es la oligarquía, gobierno fundado en el patrimonio y en
el cual mandan los ricos; le corresponde el hombre ávido de riquezas,
parsimonioso y laborioso. La tercera forma es la democracia, en la cual
los ciudadanos son libres y a cada cual le es lícito hacer lo que quiera; le
corresponde el hombre democrático, que no es parsimonioso como el oligárquico,
antes bien, tiende a abandonarse a deseos inmoderados.
En fin, la más baja de todas las formas de gobierno es la tiranía, que a
menudo es consecuencia de la excesiva libertad de la democracia. Es la
forma más despreciable porque el tirano, para preservarse del odio de los
ciudadanos, ha de rodearse de los peores individuos. El hombre tiránico es
esclavo de sus pasiones, a las cuales se abandona desordenadamente y es el más
infeliz de los hombres.
EL FILÓSOFO
La
parte central de la República está dedicada a la delineación de la misión
propia del filósofo. Filósofo es aquel que ama el conocimiento en su totalidad y no sólo en
alguna de sus partes singulares. Pero
¿qué es el conocimiento? Platón establece aquí por primera vez explícitamente
el criterio fundamental de la validez del conocer: "Lo que absolutamente
es, es absolutamente cognoscible; lo que no es de ninguna manera, de ninguna manera
es cognoscible" (477 a). Por esto al ser corresponde la ciencia,
que es el conocimiento absolutamente verdadero; al no-ser, la ignorancia;
y al devenir, que se encuentra entre el ser y el no ser, corresponde
la opinión (δόξα), que se
encuentra entre el conocimiento y la ignorancia. Opinión y ciencia constituyen
todo el campo del conocimiento humano. La
opinión posee como campo propio el conocimiento sensible, la ciencia el
conocimiento racional. Tanto el conocimiento sensible como el conocimiento
racional se dividen cada uno en dos partes que se corresponden simétricamente;
y se dan así los siguientes grados del conocer:
1. ° La suposición o conjetura
(ei/kasi/a), que tiene por objeto sombras e imágenes.
2. ° La opinión creída, pero no
certificada (πιστις), que tiene por objeto las cosas
naturales, los seres vivos, los objetos de arte, etc.
3. °
La inteligencia científica
(διάνοια), que procede por vía de hipótesis
partiendo del mundo sensible. Este tiene por objeto los entes matemáticos.
4. ° La razón filosófica (no\hsuj),
que procede dialécticamente y tiene por objeto el mundo del ser.
Del
mismo modo que las sombras, las imágenes reflejadas, etc., son copias de las
cosas naturales, así las cosas naturales son copias de los entes matemáticos y
éstos, a su vez, copias de las sustancias eternas que constituyen el mundo del
ser.
Y en efecto, el mundo del ser es el mundo de la unidad y del orden absoluto.
Los entes matemáticos (números, figuras geométricas) reproducen el orden y la
proporción del mundo del ser. A su vez, las cosas naturales reproducen las
relaciones matemáticas, por lo cual cuando queremos juzgar de la realidad de las
cosas recurrimos a la medida.
Así todo el conocimiento tiene en
su cima el conocimiento del ser: cada uno de sus grados recibe su valor del
grado superior y todos del primero.
El
hombre debe ir de la opinión a la ciencia educándose gradualmente; este proceso
lo describe Platón mediante el mito de la caverna. En el mundo sensible, los
hombres son como esclavos encadenados en una caverna y obligados a mirar en el
fondo de ésta las sombras de los seres y de los objetos proyectadas por un
fuego que arde al exterior. Los hombres toman estas sombras por realidad porque
desconocen la realidad verdadera. El esclavo que se liberase y consiguiese
salir fuera, por de pronto no podría soportar la luz del sol; habría de
acostumbrarse a mirar las sombras, después las imágenes de los hombres y de las
cosas reflejadas en el agua, en fin, las cosas mismas y sólo al final podría
elevarse a la contemplación de los astros y del sol. Solo entonces
advertiría que precisamente el sol nos da las estaciones y los años y gobierna
todo cuanto existe en el mundo visible y que de él dependen todas las cosas que
él y sus compañeros veían en la caverna. Ahora bien, la caverna es justamente el mundo sensible; las sombras proyectadas
sobre el fondo son los seres naturales; el fuego es el sol. Nuestro
conocimiento de las cosas naturales es como el de esos esclavos. Si el esclavo
que antes se ha liberado vuelve a la caverna, sus ojos se hallarán ofuscados
por la oscuridad y no sabrá discernir las sombras; por esto se verá burlado y
despreciado por sus compañeros, los cuales conferirán los máximos honores a
quienes saben ver las sombras más agudamente. Pero él sabe que la Verdadera
realidad está fuera de la caverna, que el verdadero conocimiento no es el de
las sombras y por esto sentirá compasión por aquellos que se contentan con tal
conocimiento y lo tienen por verdadero.
La
educación consistirá, por tanto, en llevar al hombre de la consideración del
mundo sensible a la consideración del mundo del ser, y en conducirle
gradualmente hacia el punto más alto del ser, que es el bien. Para preparar al
hombre para la visión del bien pueden servir las ciencias que tienen por objeto
aquellos aspectos del ser que más se avecinan al bien: la aritmética, como
arte de cálculo, que permite corregir las apariencias de los sentidos; la geometría,
como ciencia de entes inmutables; la astronomía, como ciencia del
movimiento más ordenado y perfecto, el de los cielos; la música, como
ciencia de la armonía. El bien
corresponde en el mundo del ser a lo que es el sol en el mundo sensible.
Y
así como el sol no sólo hace visibles las cosas mediante su luz sino que
también las hace nacer, crecer y alimentarse, así el bien no sólo hace
cognoscibles las sustancias que constituyen el mundo inteligible, sino que
también les da el ser que están dotadas. Por esta prevalencia suya, el bien no
es una idea entre las demás, sino la causa de las ideas: no es
sustancia, en el sentido en que son sustancias las ideas, sino que es
"superior a 1 sustancia" (Rep., 509 b). El bien es la
perfección misma, mientras que las ideas son perfecciones, es decir, bienes; y
no es el ser porque es la causa del ser. Este texto
platónico es fundamental en todas las interpretaciones religiosas del
platonismo iniciadas de las corrientes neoplatónicas de la antigüedad (§ § 114,
y sigs). Dichas corrientes, al insistir en la causalidad del bien, lo han
identificado con Dios: pero esta identificación no encuentra apoyo en los
textos platónicos. La tesis que Platón defiende en el pasaje citado es la misma
que la defendida en el Fedón: la identificación del poder causal con la
perfección, de modo que una cosa posee tanto más causalidad, cuanto más
perfecta es. Esta tesis se la apropió el neoplatonismo, pero las implicaciones
teológicas que descubrió en ella el neoplatonismo permanecen extrañas al
verdadero pensamiento platónico.
La
inspiración fundamental de este pensamiento es, como ya se ha dicho, la
finalidad política de la filosofía. En vista de esta finalidad, el punto más
alto de la filosofía no es la contemplación del bien como causa suprema: es la
utilización de todos los conocimientos que el filósofo ha podido adquirir para
la fundación de una comunidad justa y feliz. En efecto, según Platón, forma parte de la educación del filósofo el
retorno a la caverna, que consiste en la reconsideración y
revalorización del mundo humano a la luz de lo que se ha visto fuera de este
mundo. Para el hombre, volver a la caverna significa poner lo que vio a
disposición de la comunidad, para darse cuenta él mismo de aquel mundo, que, a
pesar de ser inferior, es el mundo humano, o sea su mundo, y para
obedecer el vínculo de justicia que le liga a la humanidad en su propia persona
y en la de los demás. Deberá pues, re acostumbrarse a la oscuridad de la
caverna; y entonces verá mejor que los compañeros que quedaron en ella y reconocerá
la naturaleza y los caracteres de cada imagen por haber visto el verdadero
ejemplar de cada una: la belleza, la justicia y el bien. Así el Estado podrá
ser constituido y gobernado por gente despierta y no, como ocurre ahora, por
gente que sueña y que combate entre sí por sombras y se disputa el poder como
si fuese un gran bien (VII, 520 c).
Sólo
mediante la vuelta a la caverna, sólo cimentándose en el mundo humano, el
hombre será verdaderamente justo, esto es, verdaderamente filósofo. La filosofía
es una vida "de despiertos", exige el abandono de toda ilusión
respecto a la realidad de las sombras que se nos aparecen en el mundo sensible.
El arte imitativo, por el contrario, se aferra a esta ilusión; de ahí la
condena que sobre él lanza Platón en el libro X de la República. Y, en
efecto, la imitación, por ej., la de la pintura, se detiene en la apariencia de
los objetos; los representa distintos en las diversas perspectivas cuando son los
mismos siempre, y no reproduce más que una pequeña parte de la apariencia
misma, tanto que no consigue engañar más que a muchachos y a tontos. Esto
ocurre porque la imitación prescinde completamente del cálculo y de la medida
de que nos servimos para corregir las ilusiones de los sentidos. Estos nos
muestran los mismos objetos torcidos o rectos según que se les mire dentro o
fuera del agua, y cóncavos o convexos, grandes o pequeños, pesados o ligeros,
según otras ilusiones. Vencemos estas ilusiones recurriendo a la parte superior
del alma, que interviene para medir, para calcular, para pesar. Pero la
imitación que renuncia a estas operaciones, se dirige exclusivamente a la parte
inferior del alma, que es la más alejada de la sabiduría. Lo mismo ocurre con la poesía. Esta imita la parte pasional del
alma, que se abandona a los impulsos e ignora el orden y la medida en que
consiste la virtud; y así da las espaldas a la razón. La culpa de la poesía
trágica es todavía más grave; nos lleva a conmovernos por las desdichas ficticias
que se ven en la escena, a reír inmoderadamente de actitudes bufas que todos
debemos condenar en la realidad; y así suministra alientos y vigor a la parte
peor del hombre. Añádase a esto la observación (hecha ya en el Ion) de
que el poeta no sabe verdaderamente nada, de lo contrario debería preferir
efectuar las empresas que canta o practicar las artes que describe; y se tendrá
el cuadro completo de la condena que Platón pronuncia contra el arte imitativo.
Ningún valor puede tener, por
tanto, la creación en que ese arte consiste.
Si la divinidad crea la forma
natural de las cosas, si el artesano reproduce esta forma en los muebles y en
los objetos que crea, el artista no hace más que reproducir los muebles o los
objetos creados por el artesano y se encuentra en consecuencia más alejado
todavía de la realidad de las cosas naturales. Estas no poseen realidad más que
en cuanto participan de las determinaciones matemáticas (medida, numero, peso)
que eliminan su desorden y sus contrastes; y precisamente de estas
determinaciones matemáticas prescinde la imitación, limitándose a aprehender
las apariencias superficiales y contradictorias; no puede, pues, aspirar a
ningún grado de validez objetiva, y tiende a encerrar al hombre en aquella ilusión
de realidad, de la que la filosofía debe despertar.
EL MITO DEL
DESTINO
Un
Estado como el diseñado por Platón no tiene necesidad de ser históricamente
real. Platón explícitamente afirma que no importa su realidad, sino sólo que el
hombre proceda y viva en conformidad con él (IX, 592 b). Sócrates fue el ciudadano ideal de esta
comunidad ideal; para ella y en ella vivió y murió. Ciertamente por esto
Platón le llama "el hombre más justo y mejor". Y, siguiendo el
ejemplo de Sócrates, quienquiera que se proponga ser justo debe volver la
mirada hacia semejante comunidad.
La
justicia, como fidelidad del hombre a su propia misión, da lugar al problema
del destino. Se trata del problema debatido en el mito final de la República
y ya aludido en el Fedro (249 b). Platón proyecta
míticamente la elección, que cada cual hace del propio destino, en el mundo del
más allá; mas el significado del mito, como el de todos los mitos platónicos,
es fundamental, Er muerto en el campo de batalla y resucitado doce días después,
ha podido contar a los hombres la suerte que les espera después de la muerte.
La parte central de la narración de Er se refiere a la elección de vida a la
que se invita a las almas en el momento de su reencarnación. Parca Láquesis,
que pregona la elección, afirma su libertad. "No es el demonio quien
escogerá vuestra suerte, sino que sois vosotros los que escogeréis vuestro
demonio. El primero que la suerte designe será el primero que escoja el tenor
de vida al cual se verá necesariamente ligado.
La virtud está a disposición de
todos; cada cual participará más o menos de ella según que la estime o la
desprecie. Cada uno es responsable del
propio destino, la divinidad no es responsable" (Rep., X, 617 e).
Las almas escogen, pues, según el orden designado por la suerte, entre los
modelos de vida que en gran número tienen ante sí. En parte su elección
depende del acaso, ya que los primeros tienen mayores posibilidades de
elección: pero incluso quien escoge el último, si escoge atinadamente, puede
obtener una vida feliz. Todo el significado del mito se halla en los motivos
que sugieren al alma la elección decisiva. Aun aquellos venidos del cielo
escogen a veces mal "porque no han sido puestos a prueba por los
sufrimientos" y así se dejan deslumbrar por modelos de vida aparentemente
brillantes gracias a la riqueza o al poder, que amagan la desdicha y el mal.
Pero las más de las veces el alma escoge a base de su experiencia de la vida
precedente; y así el alma de Ulises, recordando sus antiguos trabajos y limpia
ya de ambición, escoge la vida más modesta, que todos habían abandonado. Así
pues, el mito que parecía negar la libertad del hombre en la vida terrena y
hacer depender el desarrollo entero de esta vida de la decisión tomada en un
momento antecedente, reafirma, por lo contrario, la libertad, pues hace
depender la decisión de la conducta que el alma ha llevado en el mundo, de lo
que el hombre ha querido ser y ha sido en esta vida. Y entonces Sócrates puede
poner en guardia al hombre y aconsejarle que se prepare para la elección.
"Es éste el momento más peligroso del hombre y por esto cada cual, dejando
de lado todas las demás ocupaciones, debe procurar atender sólo a esto:
descubrir y reconocer al hombre que lo pondrá en condiciones de discernir mejor
el género de vida y de saberlo escoger" (618 c). A tal fin es necesario calcular qué efectos producen
sobre la virtud las condiciones de vida, qué resultados buenos o malos produce
la belleza cuando se une con la pobreza o la riqueza o con las capacidades
diversas del alma o con todas las demás condiciones de la vida; y sólo
considerando todo esto en relación con la naturaleza del alma se puede escoger
la vida mejor, que es la más justa. Y "en vida o en muerte, esta elección
es la mejor para el hombre".
Este
mito del destino que afirma la libertad del hombre al decidir sobre la propia
vida, cierra dignamente la República, diálogo sobre la justicia, virtud por
cuyo medio cada hombre debe asumir y llevar a término la misión que le es
propia.
EL SER Y SUS
FORMAS
A
esta conclusión se llega explícitamente en el Sofista. Contra los
"amigos de las ideas", esto es, contra la interpretación objetivista
de la teoría de las ideas, se afirma decididamente la imposibilidad de que
"el ser perfecto esté privado de movimiento, de vida, de alma, de
inteligencia, y que no viva ni piense".
Es preciso admitir que el ser comprende en sí la inteligencia (o el sujeto) que
lo conoce; ésta, como se ha visto en el Parménides, no puede caer
fuera del ser, pues de otro modo el ser permanecería desconocido. Pero la inclusión de la inteligencia en el
ser modifica radicalmente la naturaleza del ser. Este no es inmóvil, puesto que
la inteligencia es vida y por tanto movimiento: el movimiento es por tanto una
determinación fundamental, una forma (είδος) del ser. Eso no quiere decir que el ser se mueva en todos sentidos, como
sostienen los heraclíanos;
es preciso admitir que el ser es, al
mismo tiempo, movimiento y quietud. Pero en cuanto comprende a ambos no es
ni el uno ni el otro; así pues, ser,
movimiento, quietud son tres determinaciones diversas, y sin embargo
conexas del ser. El ser es común al movimiento y a la quietud; pero ni el movimiento
ni la quietud son todo el ser. Cada una de estas determinaciones o formas es
idéntica a sí misma, y diversa de la otra:
lo idéntico y lo diverso serán, pues, otras dos determinaciones
del ser, las cuales se elevan así a cinco: ser, quietud, movimiento, identidad,
diversidad. Pero la diversidad de estas formas con respecto a la otra
significa que cada una de ellas no es la otra (el movimiento no es la
quietud, etc.); de modo que la diversidad es un no-ser y el no-ser de algún
modo es, porque, en tanto que diversidad, es una de las formas
fundamentales del ser. De este modo el forastero eleata, el alumno de
Parménides que es protagonista del Sofista, ha ejecutado el necesario
"parricidio" respecto a Parménides: utilizando la investigación eleática.
Platón ha procedido más allá de ella, uniendo al ser de Parménides la
subjetividad socrática y haciendo de este modo vivir y moverse al ser.
Esta determinación, de las cinco
formas (o géneros) del ser funda (o se funda en) una nueva concepción del ser:
nueva, por cuanto es diversa de las que Platón hallaba ya aceptadas en la
filosofía contemporánea de él.
En
primer lugar, esta nueva concepción excluye que el ser se reduzca a la
existencia corpórea,
como sostienen los materialistas, ya que se dice que "son" no sólo
las cosas corpóreas sino también las incorpóreas, por ejemplo la virtud.
En
segundo lugar, excluye que el ser se reduzca a las formas ideales como afirman
"los amigos de las formas", pues en tal caso se excluiría del ser el
conocimiento del ser y, por ende, la inteligencia y la vida (248 e — 249
a).
En
tercer lugar, excluye que el ser sea necesariamente inmóvil (esto es,
"que todo sea inmóvil") o que el ser esté necesariamente en movimiento
(es decir, que "todo esté en movimiento" (249 d).
En
cuarto lugar, excluye que todas las determinaciones del ser puedan combinarse
entre sí o que todas se excluyan recíprocamente (252 a-d). Además,
como ya se ha visto, el ser deberá también comprender al no ser como alteridad.
Sobre estas bases, el ser no
puede definirse de otra manera que como posibilidad (dunamij); y se tiene que
decir que "es cualquier cosa que se encuentra en posesión de una
posibilidad cualquiera o de actuar o de experimentar, por parte de cualquier
otra cosa, por insignificante que sea, una acción mínima e incluso por una sola
vez" (247 e).
La posibilidad de que habla aquí Platón,
nada tiene que ver con la potencia de Aristóteles. En efecto, la
potencia es tal sólo con respecto a un acto que, él solo, es el sentido
fundamental de ser. Pero para Platón el
sentido fundamental del ser es precisamente la posibilidad. Según Platón, el
ser así entendido es el que hace posible la ciencia filosófica por excelencia,
la dialéctica.
LA
DIALÉCTICA
La
dialéctica es el arte del diálogo; pero el diálogo es para Platón toda operación
cognoscitiva, ya que el pensamiento mismo (como se ha visto en el § 45) es un diálogo
del alma consigo misma. En general, la dialéctica es el procedimiento propio de
la investigación racional, y por ello también la técnica que da rigor y
precisión a esta investigación. La dialéctica es una técnica de invención o de
descubrimiento, no (como la silogística de Aristóteles) de simple demostración.
Son dos los momentos que la constituyen:
1) El primer momento consiste en reducir a una idea única las cosas dispersas
y en definir la idea de modo que resulte comunicable a todos (Fedro, 265
c). En la República, Platón dice que, en el surgir de las ideas,
la dialéctica se sitúa más allá de las ciencias matemáticas porque considera
las hipótesis (de las que las ciencias no son capaces de dar razón) como
simples hipótesis; como puntos de partida para llegar a los principios de los
cuales se puede luego descender a las últimas conclusiones (Rep., VI,
511 b-c). Pero, en los diálogos
posteriores, este segundo procedimiento se ilustra mejor como técnica de la división.
2)
El momento de la división que
consiste "en poder dividir de nuevo la idea en sus especies siguiendo sus
articulaciones naturales y evitando destrozar partes como si fuera obra de un
mal trinchante" (Fedro, 265 d). En esta segunda fase, la
tarea de la dialéctica consiste en
"dividir según géneros y no tomar por distinta una misma forma ni por
idéntica una forma diversa" (Sof., 253 d). El resultado
de este segundo procedimiento no queda garantizado en todos los casos.
En un pasaje famoso del Sofista,
Platón enumera las tres alternativas en que puede encontrarse el
procedimiento:
1) que una idea única se extienda
y abarque a otras muchas ideas que, sin embargo, permanecen separadas de ella y
ajenas la una a la otra;
2) que una idea única reduzca a
unidad a otras muchas ideas en su totalidad;
3) que muchas ideas permanezcan
totalmente distintas entre sí (253 d).
Estas tres alternativas presentan
dos casos extremos: el de la unidad de muchas ideas en una de ellas y el de su heterogeneidad
radical. Y además, un caso intermedio que es el de una idea que abarque a
otras, pero sin fundirlas en unidad. Cuál de estos casos puede verificarse en
una investigación particular es cosa que sólo puede decidir la misma
investigación.
Platón puso en práctica la
investigación dialéctica sobre todo en el Fedro, en el Sofista y en
el Político. En estos diálogos, Platón procede primero a la definición
de la idea y luego a la división de dicha idea en dos partes, denominadas
respectivamente parte izquierda y parte derecha y distintas de la presencia o
ausencia de un carácter determinado. Después de esto, vuelve a dividir la parte
derecha en dos partes, que siguen llamándose izquierda y derecha, con la
utilización de un nuevo carácter, y así sucesivamente (Fedro, 266 a-b).
El procedimiento puede ser detenido o reanudado en un punto determinado,
comenzándolo por otra idea. Por último, se pueden resumir o recapitular las
determinaciones así obtenidas en todo el procedimiento (Sof., 268 c).
En este sentido, la naturaleza es la posibilidad de la elección, dejada
a cada paso, de la característica apropiada para determinar la división de la idea en derecha e izquierda de forma
oportuna, o sea, tal que siga la articulación de la idea y no "rompa"
la idea misma. La elección constituye la hipótesis del procedimiento
dialéctico: la hipótesis que la dialéctica acepta como tal, para someterla a
prueba y dar razón de ella y que, por lo mismo, se distingue de la hipótesis de
las disciplinas matemáticas que se aceptan como primeros principios, que nadie
se atreve a tocar (Rep., VII, 533 c). En consecuencia, el
mundo en que se mueve la dialéctica es un mundo de formas, es decir, de géneros
o especies del ser, que pueden o no pueden conectarse y estar en más o menos
estricta conexión: es un mundo de
conexiones posibles cuya posibilidad corresponde determinar precisamente a la
dialéctica. Al llegar aquí, Platón se encuentra muy alejado de aquella
noción de las ideas-valores sobre la que giraba su primera especulación. Las
ideas como géneros y formas del ser son neutras con relación al valor. Platón
hace suyo el aviso de Parménides de mirar a todas las formas del ser sin tener
en cuenta el valor que los hombres les atribuyen a las mismas. Si, en la República,
colocaba al Bien en lo más alto del ser y consideraba a las ideas fundadas
en este valor supremo, en el Sofista ha querido definir el ser solamente
en su estructura formal, en sus posibilidades constitutivas.
EL
BIEN
Así, pues, cuando Platón vuelva a
ocuparse del bien en esta fase de su pensamiento, como ocurre en el Filebo, será
distinto el concepto que tendrá presente. El
bien no es ya la súper-sustancia, sino la forma de vida propia del nombre; y la
búsqueda del bien es la investigación de cuál sea esta forma de vida.
Ahora bien, según Platón, la vida
del hombre no puede ser una vida fundada sobre el placer. Una vida tal, que
llegaría a excluir hasta la conciencia del placer, es una vida propia
del animal, pero no del hombre.
Por otro lado, no puede ser una
vida de pura inteligencia, que sería divina, pero no humana. Por lo tanto, ha
de ser una vida mixta de placer y de inteligencia. Lo importante es determinar la justa proporción en que deben mezclarse
el placer y la inteligencia para constituir la forma perfecta del bien. Al
llegar aquí, el problema del bien se convierte en un problema de medida, de
proporción, de conveniencia: la investigación moral se transforma en una
indagación metafísica de fondo matemático. Platón se une con Pitágoras y
recurre a los conceptos pitagóricos del límite y de lo ilimitado.
Toda mezcla bien proporcionada
está constituida por dos elementos. Uno es lo ilimitado, como por ejemplo, el
calor, el frío, el placer o el dolor y, en general, todo lo que es susceptible de ser aumentado o disminuido
hasta el infinito. El otro es el límite, es decir, el orden, la medida, el
número, que intervienen en la determinación y definición de lo ilimitado. La función del límite consiste en reunir
y unificar lo que está disperso, en reunir lo que se desparrama, ordenar lo que
está desordenado, dar número y medida a lo que carece de una y otra cosa. El
límite como número suprime la oposición entre lo uno y lo múltiple, ya
que determinar el número de lo múltiple significa reducirlo a la unidad, al ser
siempre el número un conjunto ordenado. Por ejemplo, en el número ilimitado de los sonidos, la música distingue
los tres sonidos fundamentales, el agudo, el medio y el grave, reduciendo de
esta manera a orden numérico a aquel conjunto ilimitado.
Ahora
bien, la unión de lo ilimitado y del límite es el género mixto al que pertenecen
todas las cosas que tienen proporción y belleza; la causa del género mixto es
la inteligencia, que por lo tanto
viene a ser, con lo ilimitado, el límite y el género mixto, el cuarto elemento
constitutivo del bien. La vida propiamente humana, como mezcla proporcionada de
placer y de inteligencia, es un género mixto que tiene como causa la
inteligencia. A ella debe pertenecer todo orden y especie de conocimiento desde
la más alta, que es la dialéctica, hasta las ciencias puras, como la matemática, hasta las ciencias
aplicadas como la música, la medicina, etc., y hasta la opinión, que tampoco
puede ser excluida, por cuanto es necesaria a la conducta práctica de la vida. En cuanto a los placeres, sólo entrarán a
formar parte de la vida mixta los placeres puros, esto es, no mezclados
al dolor de la necesidad, como son los placeres del conocimiento, y los
estéticos debidos a la contemplación de las formas bellas, de los colores
bellos, etc.
De
ello resulta que, para el hombre, lo mejor y más elevado de todo, el bien
supremo es el orden, la medida, el justo medio. A este valor primero sigue
todo lo que es proporcionado, bello y perfecto. El tercer lugar, lo ocupa la
inteligencia como causa de la proporción y de la belleza; el cuarto, las
ciencias y la opinión; el quinto, los placeres puros.
El Filebo ofrece así al
hombre la escala de los valores que se derivan de la estructura del ser
esclarecida en el Sofista. Esta escala coloca en la cima el concepto
matemático del orden y de la medida. Platón, llegado al término de las
profundizaciones sucesivas de su investigación, sostiene que aquella ciencia
de lo justo, cuya exigencia Sócrates había afirmado como guía única para la
conducta del hombre, debe ser sustancialmente una ciencia de la medida.
Un discípulo de Aristóteles,
Aristoxeno (Harm., 30), nos narra que el anuncio de una lección de
Platón sobre el bien atraía numerosos oyentes, pero éstos, que esperaban que
Platón hablase de los bienes humanos, tales como la riqueza, la salud, la
felicidad, quedaban decepcionados en cuanto él empezaba a hablar de número, de límites,
y de aquella suprema unidad que era para él el bien. En realidad, para Platón
la reducción de la ciencia de la conducta humana a ciencia del número y de la
medida representaba la realización rigurosa del intento socrático de reducir la
virtud a ciencia. Se hallaba ahora muy alejado de los conceptos que habían
dominado la enseñanza de Sócrates; proseguía siempre, sin embargo, la directriz
del maestro de reducir la virtud a una disciplina rigurosa, que pudiese
constituir la base de la enseñanza y de la educación en sociedad.
FUENTE: NICOLAS ABBAGNANO/CARPIO
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