JENOFONTE
Nacido en 440-39, y muerto a los
80-90 años, Jenofonte no fue un filósofo,
sino más bien un hombre de acción, competente sobre todo en asuntos militares y
en cuestiones económicas. Conocido
singularmente por haber dirigido la retirada de los diez mil griegos que habían
participado en la expedición de Ciro contra su hermano Artajerjes para la conquista
del trono de Persia, retirada que narró en su Anábasis, Jenofonte
pertenece a la historia de la filosofía por Los dichos memorables de
Sócrates y por otros escritos menores, en los cuales se deja
sentir la influencia de la enseñanza de Sócrates. Se ha visto que los Memorables
no ofrecen un cuadro exhaustivo de la personalidad de Sócrates. La Apología
de Sócrates es la continuación de los Memorables y pretende ser la
defensa pronunciada por Sócrates ante sus jueces. Otros escritos que muestran el diletantismo filosófico de Jenofonte son
La Ciropedia, especie de novela histórica que tiende a dibujar en Ciro
al tipo ideal del tirano ilustrado, el diálogo intitulado Gerón, que
tiene una intención análoga, y el Banquete, escrito probablemente imitando
al platónico, en el cual aparece también la figura de Sócrates. Ninguna
aportación o desarrollo original de Jenofonte a la doctrina de Sócrates.
Entre los demás discípulos de
Sócrates parece que Esquines escribió siete diálogos de carácter socrático.
También a Simmias y a Cebes, se atribuyen escritos, de los cuales no se sabe
nada.
Cuatro discípulos de Sócrates,
además de Platón, son fundadores de escuelas filosóficas: Euclides, de la
escuela de Megara; Fedón, de la de Elida; Antístenes, de la cínica; Aristipo,
de la cirenaica. Pero de la escuela de Fedón, que se se llamó Eretríaca, no sabemos
nada
A cada una de las otras tres
escuelas socráticas acentúa un aspecto de la enseñanza de Sócrates, dejando de
lado o negando los demás. La escuela cínica sitúa el bien en la virtud y
repudia el placer. La cirenaica sitúa el bien en el placer y lo proclama como
fin único de la vida. La megárica acentúa la universalidad del bien hasta
sustraerlo a la esfera del hombre e identificarlo con el ser de Parménides.
LA
ESCUELA MEGÁRICA
Euclides de Megara (no se le
confunda con el matemático Euclides, que vivió y enseñó en Alejandría cerca de
un siglo después), tras la muerte de Sócrates volvió a su ciudad natal y en
ella procuró continuar con su enseñanza la obra de su maestro. Parece que
perteneció a la primera generación de los discípulos de Sócrates y que no vivió
más de un decenio después de la muerte de éste. Otros representantes de la
escuela son: Eubulides de Mileto, adversario de Aristóteles; Diodoro Crono (muerto
en el 307 a. de J. C), y Estilpón, que enseñó en Atenas hacia el 320.
La
característica de la escuela megárica es la de unir la enseñanza de Sócrates
con la doctrina eleática. Euclides sostenía que uno solo es el Bien, y
es la Unidad, que es siempre idéntica a sí misma, aunque se la llame con
muchos nombres: Sabiduría, Dios, Entendimiento, etc. Al mismo tiempo, negaba la
realidad de todo lo que es contrario al bien. Y como el conocimiento del bien
es la virtud, admitía que no hay más que una virtud y que las varias virtudes
no son más que diversos nombres de la misma.
Para
afirmar la unidad, los megáricos, siguiendo las huellas de los eleatas, repudiaban
completamente la sensibilidad como medio de conocimiento y prestaban fe
exclusivamente a la razón. Por consiguiente, lo mismo que los eleatas, negaban
la realidad de lo múltiple, del devenir y del movimiento; y desarrollaron una
dialéctica negativa, semejante a la de Zenón de Elea, encaminada a reducir al
absurdo cualquier afirmación que implicase la realidad de lo múltiple, del
devenir y del movimiento.
Contra la multiplicidad emplearon
argumentos, que se hicieron famosos, desarrollados sofísticamente. Eubulides
utilizó entre otros el argumento del sorites (o montón): Sacando un
grano de un montón, el montón no disminuye: ni siquiera, pues, sacándolos todos
uno a uno (Diog. L., VII, 82).
El mismo argumento se repetía con
los cabellos o con la cola de un caballo (argumento del calvo). [Cicer.,Acad.,
II, 49; Horacio, Ep., II, 1]. A
la misma negación de cualquier multiplicidad se encamina la crítica de los
megáricos sobre la posibilidad del juicio. Según Estilpón, es imposible
atribuir un predicado al sujeto y decir, por ejemplo, que "el caballo
corre". En efecto, el ser del caballo y el ser de quien corre son
distintos y los definimos diversamente: No se puede, pues, identificarlos como
se hace en el juicio.
Por otra parte, si fuesen
idénticos, esto es, si el correr fuese idéntico al caballo, ¿cómo se podría
atribuir también el mismo predicado del correr al león y al perro? Admitida una
multiplicidad cualquiera, bien como composición de partes (como en el argumento
del sorites), bien como la diversidad de predicados, se sigue el absurdo; y así
resulta demostrada la falsedad de tal misión. Los megáricos desarrollaron también argumentos que no se orientan a la
reducción al absurdo de lo múltiple sino que pertenecen al género de los que
hoy se llaman antinomias o paradojas, "es decir, argumentos indecidibles;
en el sentido de que no se puede decidir sobre su verdad o su falsedad. El
más famoso de estos argumentos es el del embustero, expuesto por Cicerón de
esta manera: "Si tú dices que mientes, o dices la verdad y entonces
mientes o dices mentira y entonces dices la verdad" (Acad., IV, 29,
96). Si alguien dice "miento" (sin ninguna limitación) formula una
aserción que concierne a todas las afirmaciones, incluida la que enuncia
en este momento. Argumentos de esta misma índole se discuten también en la
lógica contemporánea. En la antigüedad, los discutieron los megáricos y los
estoicos; en la Edad Media, su discusión formó parte integrante de la lógica
terminística que los llamaba insolubles.
Contra
el devenir y el movimiento los megáricos, por obra de Diodoro Crono, negaron
que hubiera poder cuando no hay acto; por ejemplo, quien no construye no tiene
poder de construir.
Éste principio suprime el movimiento y el devenir, porque (como nota
Aristóteles) quien está de pie estará siempre de pie, y quien está sentado
estará siempre sentado, siendo imposible levantarse a quien no tenga el poder
de levantarse. El argumento de Diodoro Crono (llamado argumento victorioso) dice
que sólo lo que se ha verificado era posible, ya que si fuese posible lo que no
se verifica nunca, de lo posible salaría lo imposible. Una posibilidad que no
se ha verificado no era una posibilidad, de lo contrario no se habría
transformado en imposibilidad. El argumento conduce a admitir que todo lo que
ocurre debe ocurrir necesariamente, y que la misma inmutabilidad
existente para los hechos pasados existe también para los futuros, aunque no lo
parezca.
Bromeando sobre este argumento,
Cicerón escribía a Varrón: "Has de saber que si me haces una visita, esta
visita es una necesidad, ya que si no lo fuese se contaría entre las cosas
imposibles." Diodoro volvía a tomar, pues, reelaborándolos, los argumentos
de Zenón contra el movimiento.
Estilpón colocaba el ideal del
sabio en la impasibilidad (a) pa/qeia) y sostenía que el sabio se basta a sí
mismo, por lo cual no tiene necesidad de amigos.
LA ESCUELA CINICA
ANTÍSTENES
El fundador de la escuela cínica es
Antístenes de Atenas, que fue primeramente discípulo de Gorgias, luego de
Sócrates y después de la muerte de éste ensenó en el Gimnasio
Cinosargos. El nombre de la escuela se debe al género de vida de sus secuaces:
el mote de perros indicaba su ideal de vida conforme a la sencillez (y a la
desfachatez) de la vida animal.
Antístenes escribió, a lo que
parece (pero no nos ha llegado casi nada), un libro Sobre la naturaleza de
los animales, en el cual probablemente sacaba de los animales modelos o
ejemplos para la vida humana; y compuso escritos sobre personajes homéricos (Ayax,
Ulises) o míticos (Defensa de Orestes).
Pero la figura que Antístenes y los demás cínicos exaltaban sobre todo era
la de Hércules, que es precisamente el título de otro escrito de
Antístenes.
Hércules,
soportando fatigas desmedidas y venciendo monstruos, es el símbolo del sabio
cínico que vence placeres y dolores y por encima de los unos y los otros afirma
su fortaleza de ánimo.
Antístenes
coincidía con los megarenses en tener por imposible cualquier juicio que no
fuere la pura y simple afirmación de una identidad. Platón, que
alude a Antístenes en el Sofista, (251, b-c) incluyéndolo con
cierto menosprecio entre "los viejos que empezaron tarde a aprender",
nos atestigua que consideraba imposible afirmar, por ejemplo, que "el
hombre es bueno", porque esto equivaldría a decir que el hombre es a la
vez uno (hombre) y muchos (hombre y bueno); y quería, por tanto, que se dijese únicamente
"el hombre, hombre" y "el bueno, bueno".
Aristóteles confirma el
testimonio de Platón: "Antístenes profesaba la estólida opinión según la cual
de ninguna cosa se puede decir más que su nombre propio y que por esto no se
puede decir más que un solo nombre de cada cosa singular' (Met., V, 29,
1024 b, 32). De esto se derivaría —nota Aristóteles— que es imposible contradecirse
y hasta es imposible decir lo falso: en efecto, o bien se habla de la misma
cosa y no nos podemos servir más que del mismo nombre propio y no hay
contradicción, o bien se habla de dos cosas distintas y tampoco en este caso la
contradicción es posible. Desde este punto de vista, la doctrina platónica de
las ideas como realidades universales había de parecer inconcebible, puesto que
para Antístenes la realidad es siempre individual,
incluso, como veremos en seguida, corpórea, y además de ella no hay más que el
nombre propio que la indica: no subsiste ningún universal. A
Platón hubo, en efecto, de
observar: " ¡Oh Platón, veo el caballo, pero no la caballidad!”. A lo que
Platón hubo de responder: "Porque no tienes ojos para verla" (Simpl.,
Cat., 66b, 45).
Antístenes
fue el primero que caracterizó la definición (λόγος) como expresión
de la esencia de una cosa: "La definición es lo que expresa lo que es o era."
Pero la definición es sólo posible de las cosas compuestas, no de los elementos
que las integran. Cada uno de estos elementos puede ser únicamente nombrado,
pero no caracterizado de otro modo; los compuestos, por el contrario, al constar
de varios elementos, pueden ser definidos entrelazando entre sí los nombres de
estos elementos
(Arist. Met., VIII, 3, 1043 b, 25).
A Antístenes parece que se
refieren también las alusiones del Sofista y del Teetetes a los
hombres "que no creen que exista nada más que lo que se puede apretar a
manos llenas", esto es, a los materiales que no admiten que haya más
realidad que la corpórea.
El
fin único del hombre es la felicidad y la felicidad está en el vivir según virtud.
Los cínicos conciben la virtud como completamente suficiente por sí misma. No
hay ningún otro bien fuera de ella. Lo que los hombres llaman bienes, y
en primer lugar el placer, son males, porque distraen o alejan de la virtud. "Quisiera
enloquecer antes que gozar", decía Antístenes. Por eso el hombre debe procurar libertarse de las
necesidades, que lo esclavizan. Debe también liberarse de cualquier vínculo o
relación social y bastarse absolutamente a sí mismo. Contra la religión
tradicional, Antístenes afirmó que "según la ley, los dioses son muchos,
pero según la naturaleza sólo hay un dios" (Cicerón, De nat. deor., 1,
13, 32): afirmación que probablemente no tenía el significado monoteístico que
se ha querido darle, sino que solamente expresaba la exigencia universalista y
panteísta de que la divinidad está presente en todas partes.
DIÓGENES
Diógenes de Sinope, que fue
discípulo de Antístenes en Atenas y de allí pasó a Corinto, donde murió muy
anciano en el 323 a. de J. C., fue llamado (tal vez por Platón) el Sócrates
loco. Esta apelación revela el carácter del personaje, el cual llevó al
extremo el desdén propio de la escuela cínica por toda costumbre, hábito o
convención humana y quiso realizar íntegramente aquella vuelta a la naturaleza
que es el ideal de la escuela cínica. De sus siete dramas y de sus escritos en
prosa (entre ellos una República) no nos ha quedado casi nada.
La leyenda se apoderó de él,
atribuyéndole gran número de anécdotas y de características que probablemente
no tienen nada de histórico. Ciertamente no vivió siempre en un tonel, ni
siempre practicó la mendicidad. Pero su oposición a todos los usos y
convenciones humanas era radical. Se dice que fue el primero que usó la capa de
paño burdo, que le servía también de cobertor, y la alforja en que tenía la
comida, que después se convirtieron en distintivos de los cínicos en su vida de
mendigos. (Diog. L., VI, 22). Diógenes
sostenía la comunidad de las mujeres y, por lo tanto, de los hijos; se
declaraba ciudadano del mundo y manifestaba en todas las circunstancias de la
vida aquella desfachatez que luego fue proverbial de los cínicos. Estos, que,
para afirmar la fuerza de ánimo del hombre, procuraban reconducirlo a la
naturalidad primitiva de la vida animal, poco caso podían hacer del saber y de
la ciencia; y sobre este punto verdaderamente la escuela cínica fue gravemente
infiel a la enseñanza socrática, la cual ponía en la investigación científica
la verdadera vida del hombre.
Entre la numerosa cuadrilla de
cínicos que presentan todos monótonamente los mismos rasgos y agitan
furiosamente capas y alforjas para exhibir una fuerza de ánimo que Sócrates
había enseñado que debía lograrse mediante una serena y paciente investigación
científica, se distingue Crates, un tebano de familia noble, al que siguió en
su vida de mendigo su mujer Hiparquia. Compuso poesías satíricas y tragedias,
en las que exaltaba el cosmopolismo y la pobreza.
LA
ESCUELA CIRENAICA.
ARISTIPO
El fundador de la escuela
cirenaica es Aristipo de Cirene. Nacido hacia el 435, fue a Atenas después del 416;
y allí conoció y frecuentó a Sócrates. Después de la muerte de éste, enseñó en
varias ciudades de Grecia y estuvo también en Siracusa, en la corte del primero
o segundo Dionisio. Se le atribuyen numerosas obras, entre ellas una Historia
de Libia; pero la atribución no es segura y de tales obras no ha quedado
nada. Al igual que para los demás fundadores de escuelas socráticas, resulta
difícil discernir, en el conjunto de doctrinas que nos han llegado como
patrimonio de los cirenaicos, las que pertenecen genuinamente al fundador de la
escuela.
Incluso, como sea que Aristipo
tuvo una hija, Arete, que continuó su enseñanza e inició en las doctrinas del
padre a su hijo Aristipo, algún escritor antiguo atribuye a Aristipo hijo el
desarrollo sistemático de las ideas de la escuela. Pero los testimonios de
Platón, de Aristóteles y de Espeusipo (autor de un diálogo titulado Aristipo,
que se ha perdido) coinciden en atribuir al primer Aristipo las doctrinas
fundamentales de la escuela.
También
para los cirenaicos, al igual que para los cínicos y los megáricos, la
investigación teorética pasa a segunda línea y se cultiva únicamente como contribución
a la resolución del problema de la felicidad y de la conducta moral. Su ética
comprendía, sin embargo, también una física y una teoría del conocimiento, ya
que (según los testimonios de Sexto Empírico y de Séneca) se dividía en cinco
partes:
La primera sobre las cosas que se han de
desear y aquellas de las cuales hay que huir, esto es, sobre el bien y el mal;
La segunda, sobre las pasiones; La tercera, sobre las acciones; La cuarta,
sobre las causas, esto es, los fenómenos naturales; y La quinta, sobre las
verdades (Sexto E., Adv. math., VII, 11). Evidentemente, la cuarta y la
quinta parte son la física y la lógica.
En
la teoría del conocimiento, Aristipo se inspira sobre todo en Protágoras.
Sostiene que el criterio de verdad es la sensación y que ésta es siempre
verdadera, pero no dice nada respecto a la naturaleza del objeto que la
produce. Que vemos lo blanco o sentimos lo dulce, se puede afirmar con certeza;
pero que el objeto que produce la sensación sea blanco o dulce no es posible
demostrarlo. Lo que se nos aparece, el fenómeno, es sólo la sensación;
ésta sí que es cierta, pero más allá de ella es imposible ya afirmar nada.
(Sexto E., Adv. math., VII, 193 y ss.).
La doctrina de las sensaciones
que el Teetetes (156-7) platónico desarrolla deduciéndola del principio
de Protágoras de que el hombre es medida de las cosas, parece que pertenece a
Aristipo, a quien Platón alude con la frase: "Otros más refinados."
Existen, según esta doctrina, dos formas de movimiento, cada una de las cuales
es numéricamente infinita: la una posee potencia activa (el objeto), la otra
posee potencia pasiva (el sujeto). El encuentro de estos dos movimientos
engendra, por un lado, la sensación, por el otro, el objeto sensible. Las
sensaciones poseen sus nombres usuales: vista, oído, etc., o también placer,
dolor, deseo, temor, etc. Los sensibles poseen nombres correlativos a las
sensaciones: colores, sonidos, etc. Pero ni el objeto sensible, ni la sensación
subsisten antes ni después del encuentro de los dos movimientos que a ellos dan
lugar; y en tal sentido nada es, sino que todo se engendra.
La sensación es también la base
de los estados emotivos del hombre. Estos estados son tres: uno mediante el
cual se siente dolor, semejante a una tempestad en el mar; otro mediante el
cual se siente placer, semejante a una ola suave, porque el placer es un
movimiento suave, comparable con una brisa favorable; el tercero es el estado
intermedio, por el cual no se siente ni placer ni dolor, semejante a la calma
en el mar. (Eusebio, Praep. ev. XIV,18). Según Aristipo, el bien consiste sólo en una sensación placentera y
ésta es siempre actual. El fin del hombre es, pues, el placer, no la felicidad.
La felicidad es el sistema de los placeres particulares, en el cual se suman también
los placeres pasados y futuros; pero la felicidad no se desea por sí misma,
antes bien por los placeres particulares de que está tejida. (Diog. L., II,
88). El placer y, por lo tanto, el bien, era, pues, para Aristipo algo preciso,
que vive sólo en el instante presente. No concedía ningún valor al recuerdo
de los placeres pasados ni a la esperanza de los futuros, sino sólo al placer
del instante. Aconsejaba pensar en el
hoy, incluso dentro del hoy, en el instante en que cada cual obra o piensa,
porque, decía, "sólo el presente es nuestro, no el momento pasado ni el
que esperamos, puesto que el uno está ya destruido y del otro no sabemos si
existía" (Eliano, Var. hist., XIV, 6).
Sin embargo, precisamente en este
vivir para el instante y en el instante, Aristipo realizaba aquella libertad
espiritual que le permitía afirmar con orgullo: "Poseo, no soy
poseído." (Diog. L., II, 75). Y, en efecto, vivir en el instante
significaba para él no deplorar el pasado, no atormentarse en la espera del
futuro, no desear un goce mayor que el que, aunque modesto, el instante
presente puede ofrecer; significa, por tanto, no dejarse dominar por los deseos
desmedidos, contentarse con poco, no preocuparse por un futuro que probablemente no se producirá. Aceptar el goce del instante era, pues, para
él, el camino de la virtud.
Y la tradición nos lo presenta de
humor constantemente igual y sereno, valiente ante el dolor, indiferente ante
la riqueza (que, sin embargo, no despreciaba por completo), frío y humano. Aristóteles
nos cuenta que a una observación algo altanera de Platón, respondió
simplemente: "Nuestro amigo (Sócrates) hablaba de otra manera." (Ret.,
II, 1398 b).
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