Filosofía Antigua: Periodo Cosmologico, La escuela Eleatica



Caracteres del Eleatismo
La escuela jonia no había aceptado el devenir del mundo, que se manifiesta en el nacer, perecer y mudar de las cosas, como un hecho último y definitivo, porque había procurado encontrar, más allá del devenir, la unidad y la permanencia de la sustancia. No había negado, sin embargo, la realidad del devenir. Tal negación es obra de la escuela eleática, que reduce el devenir mismo a simple apariencia y afirma que sólo la sustancia es verdaderamente. Por primera vez, con la escuela eleática, la sustancia se convierte por sí misma en principio metafísico: por primera vez, se la define no como elemento corpóreo o como número, sino sólo como sustancia, como permanencia y necesidad del ser en cuanto tal. El carácter normativo que ya revestía la sustancia en la especulación de Anaximandro, que veía en ella una ley cósmica de justicia, carácter que los pitagóricos habían expresado mediante el principio de que el número es el modelo de las cosas, se toma como la definición misma de la sustancia por Parménides y por sus secuaces. Para éstos la sustancia es el ser que es y debe ser: es el ser en su necesidad normativa, en su unidad e inmutabilidad, que hace de él el único objeto del pensamiento, el único término de la investigación filosófica. El principio del eleatismo marca una etapa decisiva en la historia de la filosofía.
Presupone indudablemente la investigación cosmológica de los jonios y de los pitagóricos, pero la libra de su supuesto naturalístico y la lleva por primera vez al plano ontológico en el cual habían de enraizarse los sistemas de Platón y de Aristóteles.

JENOFANES
Según los testimonios de Platón (Sof., 242 d) y de Aristóteles (Met., I, 5, 986 b, 21), la orientación propia de la escuela eleática fue iniciada por Jenófanes de Colofón, quien fue el primero en afirmar la unidad del ser.
Estos testimonios se han interpretado en el sentido de que Jenófanes había fundado la escuela eleática; pero esta interpretación sobrepasa con mucho el significado de aquellos testimonios y es poco probable. El mismo Jenófanes nos dice (fr. 8, Diels), en una poesía compuesta a los 92 años, que hacía ya 67 que recorría de un extremo a otro las tierras de Grecia; y esta vida errante es poco conciliable con un domicilio estable en Elea, donde habría fundado la escuela. La única prueba de su permanencia en Elea es una anécdota que cuenta Aristóteles (Ret., II, 26, 1400 b, 5): a los eleatas que le preguntaban si debían ofrecer sacrificios y lágrimas a Leucotea, Jenófanes habría contestado: "Si la creéis una diosa, no debéis llorarla; si no la creéis tal, no debéis ofrecerle sacrificios". Tenemos también noticia de un largo poema en hexámetros que Jenófanes habría escrito acerca de la fundación de la ciudad; pero todo esto no demuestra su estancia y la institución de una escuela en Elea. Tampoco es cierto que hubiera ejercido la profesión de rapsoda. Cierto es que escribió en hexámetros y compuso elegías y yambos (σίλλοι) contra Homero y Hesíodo. Resulta improbable, en fin, que Jenófanes hubiera escrito un poema filosófico, del cual no se tiene noticia.
El punto de partida de Jenófanes es una resuelta crítica del antropomorfismo religioso, tal como se revela en las creencias comunes de los griegos y tal como se encuentra también en Homero y en Hesíodo. "Los hombres, dice, creen que los dioses han tenido nacimiento y poseen voz y cuerpo semejante al nuestro" (fr. 14, Diels). Por esto los etíopes hacen a sus dioses chatos y negros, los tracios dicen que tienen ojos azules y cabellos rojos; también los bueyes, los caballos y los leones, si pudieran, imaginarían sus dioses a su semejanza (fr. 16, 15). Los poetas han fomentado esta creencia. Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses incluso lo que es objeto de vergüenza y de reprobación entre los hombres: robos, adulterios y engaños recíprocos. En realidad, no hay más que una divinidad "que no se parece a los hombres ni en el cuerpo ni en el pensamiento" (fr. 23). Esta única divinidad se identifica con el universo, es un dios-todo y posee el atributo de la eternidad: no nace, no muere y es siempre la misma. En efecto, si naciese, eso significaría que antes no era; y lo que no es, tampoco puede nacer ni dar nacimiento a nada.
Jenófanes afirma en forma teológica la unidad y la inmutabilidad del universo. Pero esta unidad le parece difícil de ser comprendida y que sólo puede ser entendida después de una larga búsqueda. "Desde el principio los dioses no lo han revelado todo a los hombres, sino sólo buscando éstos, con el tiempo encuentran lo mejor" (fr. 18). Es el reconocimiento explícito de la filosofía como investigación.
En Jenófanes se encuentran también indicios de investigaciones físicas: considera que todas las cosas, e incluso el hombre, están formadas de tierra y agua (fragmentos 29, 33); que de la tierra todo procede y todo vuelve a la tierra; pero estos elementos, de un grosero materialismo, no ligan bien con su principio fundamental. Es notable cierto aspecto de su obra de poeta; su crítica de la virtud agonística de los vencedores en los juegos, que en tan alta estima tenían Jos griegos, y su afirmación de la superioridad de la sabiduría: "No es justo anteponer a la sabiduría la sola fuerza corporal", dice (fr. 1). Aquí a la virtud fundada en la robustez física se contrapone la virtud puramente espiritual del sabio.

PARMÉNIDES
El fundador del eleatismo es Parménides. La grandeza de Parménides se manifiesta ya en la admiración que suscitó en Platón: éste lo utilizó como personaje principal del diálogo que señala el punto crítico de su pensamiento y que se intitula como su nombre; y lo designa (Teet., 183 e) como "venerando y a la vez terrible".
Parménides era ciudadano de Elea o Velia, colonia fócense situada en la costa de Campania, al sur de Paestum. Según las indicaciones de Apolodoro, que sitúa su florecimiento en la 69a Olimpiada, habría nacido en el 540-39; pero esta indicación está en contraste con el testimonio de Platón, según "el cual Parménides tenía 65 años cuando, acompañado por Zenón, fue a Atenas y se encontró con Sócrates, entonces muy joven (Parm., 127 b, Teet., 183 e·, Sof., 217 c). Dada la gran elasticidad de las indicaciones cronológicas de Apolodoro, no hay motivo para poner en duda el repetido testimonio de Platón: así, pues, se debe considerar como probable que Parménides hubiese nacido hacia el 516-11. Aristóteles refiere en términos dubitativos la indicación de que Parménides hubiese
sido discípulo de Jenófanes; pero, puesto que se debe excluir, como se ha visto, que Jenófanes haya fundado una escuela en Elea, la indicación aristotélica tal vez no signifique más que Parménides recogió la corriente de pensamiento iniciada por Jenófanes. Según otras indicaciones (Dióg. Laer, IX, 21; Diels, A 1), Parménides recibió su educación filosófica del pitagórico Ameinias y llevó una "vida pitagórica". Es el primero que ha expuesto su filosofía en un poema en hexámetros. Jenófanes expuso ciertamente en versos sus ideas filosóficas, pero de manera ocasional, entremezclándolas con sus poesías satíricas. Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito habían escrito en prosa.
El ejemplo de Parménides fue seguido únicamente por Empédocles. Del poema de Parménides, que probablemente sólo tiempo después se citó con el título En torno a la naturaleza, nos quedan 154 versos. El poema estaba dividido en dos partes: la doctrina de la verdad (a) lh/qeia) y la doctrina de la opinión (δόξα). En esta última parte Parménides exponía las creencias del hombre común, proponiéndose, empero, respecto a ellas, un objetivo valorador y normativo. "Aprenderás también esto: cómo sean verosímilmente las cosas aparentes, para quien las examina en todo y por todo" (fr. 1, v. 31). En consecuencia, Parménides presenta un complejo de teorías físicas probablemente de inspiración pitagórica. Al dualismo del límite y de lo ilimitado, hace corresponder el de la luz y de las tinieblas, que tal vez no era desconocido para los mismos pitagóricos; y considera la realidad física como un producto de la mezcla y a la vez de la lucha de estos dos elementos (fr. 9, Diels). La oposición entre estos dos elementos ha sido interpretada, a partir de Aristóteles, como oposición entre el calor y el frío. "Parménides, dice Aristóteles (Fis., I, 5, 188 a, 20) toma como principio el calor y el frío, a los que llama él fuego y tierra." De esta forma, el dualismo de Parménides lo volvió a admitir Telesio en el Renacimiento. Pero esta parte en la cual Parménides se limita a exponer las opiniones de los mortales", contentándose con corregirlas según una mayor verosimilitud, no tiene más importancia que la de demostrar que Parménides quería hacer valer las exigencias de su método de investigación aun en aquel dominio de la opinión al cual la verdad es extraña, para llevarlo a una mayor verosimilitud. El tema original de su filosofía es la contraposición entre la verdad y la apariencia. "Solo dos caminos de investigación se pueden concebir. El uno consiste en que el ser es y no puede no ser; y éste es el camino de la persuasión, puesto que le acompaña la verdad. El otro, que el ser no es y es necesario que no sea; y esto, te digo, es un sendero en el cual nadie puede persuadirse de nada" (fr. 4, Diels). Por eso "sólo hay un camino para el discurso: que el ser es" (fr. 8). Pero este camino no puede ser seguido más que por la razón, puesto que los sentidos se detienen, por el contrario, en las apariencias y pretenden atestiguarnos el nacer, el perecer, el mudar de las cosas, es decir, a la vez su ser y su no ser. En el camino de la apariencia es como si los hombres tuviesen dos cabezas, una que ve el ser, otra que ve el no ser, y vagaran de acá para allá como tontos e insensatos, sin poder darse cuenta de nada. Parménides quiere alejar al hombre de la investigación sensible, quiere hacerle perder la costumbre de dejarse dominar por los ojos, por los oídos y por las palabras. El hombre debe juzgar con la razón y considerar con esta las cosas lejanas como si las tuviera delante.
Ahora bien, la razón demuestra en seguida que no se puede ni pensar ni expresar el no ser. No se puede pensar sin pensar algo; el pensar en nada es un no pensar, el no decir nada es un no decir. El pensamiento y la expresión deben en cualquier caso tener un objeto y este objeto es el ser. Parménides determina con perfecta claridad el criterio fundamental de la validez del conocimiento que había de dominar toda la filosofía griega: el valor de verdad del conocimiento depende de la realidad del objeto; el verdadero conocimiento no puede ser más que conocimiento del ser, esto es, de la realidad absoluta. Tal es el significado de las famosas afirmaciones de Parménides: "El pensamiento y el ser son lo mismo" (fr.
3, Diels). "Lo mismo es el pensar y el objeto del pensamiento: sin el ser en el cual el pensamiento se expresa, tú no podrías encontrar el pensamiento, puesto que no hay ni habrá nada fuera del ser" (fr. 8, v. 34-37).
Al ser que es objeto del pensamiento, Parménides atribuye los mismos caracteres que Jenófanes había dado al dios-todo. Pero estos caracteres los reduce él a una sola modalidad fundamental, que es la de la necesidad. "El ser es y no puede no ser" (fr. 4, Diels) es la tesis principal de Parménides: tesis que expresa lo que es para él el sentido fundamental del ser en general y que constituye el principio directivo de la investigación racional. La necesidad respecto al tiempo es eternidad, es decir, contemporaneidad, totum simul; respecto a lo múltiple es unidad, respecto al devenir (o sea, al nacer y perecer) es inmutabilidad (fr. 8, 2-4, Diels). En particular, Parménides no entiende la eternidad como duración infinita, sino como negación del tiempo. "El ser nunca ha sido ni será, porque es ahora todo el, uno y continuo." Parménides fue el primero que elaboró el concepto de eternidad. Y, en efecto, el ser no puede nacer ni perecer, puesto que habría de proceder del no ser o disolverse en él, lo que es imposible porque de él no ser no se puede hablar. El ser es indivisible porque es todo igual y no puede ser en un lugar más o menos que en otro; es inmóvil porque reside en sus propios límites; es finito porque lo infinito es incompleto y al ser no fe falta nada. El ser es lo completo y la perfección; y en este sentido precisamente fínitud. Como tal, Parménides lo compara con una esfera homogénea, inmóvil, perfectamente igual en todos los puntos. "Pues hay un límite extremo, el ser es perfecto por todas partes, parecido a la masa redondeada de una esfera igual desde el centro a cualquiera de sus partes" (fr. 8). Por eso, pues, el ser es lleno, en cuanto es completamente presente a sí mismo y en ningún punto incompleto o deficiente de sí; el ser es autosuficiencia.
Alguna de estas determinaciones, por ejemplo, la de la plenitud, y el parangón de la esfera, han hecho pensar en una corporeidad del ser según Parménides. A partir de Zeller, se ha afirmado que ni Parménides ni los demás filósofos presocráticos se han elevado a la distinción entre corpóreo e incorpóreo: como si fuese verosímil que hombres que lograron tal altura de abstracción especulativa pudiesen no haber concebido la primera y más elemental de tales abstracciones, la distinción entre lo corpóreo y lo incorpóreo. En realidad, la plenitud del ser significa su autosuficiencia perfecta, por la cual al ser no le falta ninguna de sus partes o no tiene defecto de sí en ninguna de ellas; y la esfera no es, como demuestra el texto, más que un término de comparación que Parménides emplea para demostrar la finitud del ser, cuyos límites no son negatividad, sino perfección. Se ha aducido, pues, para hallar la corporeidad del ser parmenídeo, una frase de Aristóteles, la cual dice que Parménides y Meliso "no admitieron más que las sustancias sensibles" (De coel., III, 1, 298 b, 21). Pero Aristóteles, que algunas líneas antes había dicho que estos filósofos "no hablaban como físicos", esto es, no se ocupaban de las sustancias corpóreas, pretende sólo decir, con aquella frase, que dichos filósofos no han admitido aquellas sustancias intelectuales (las inteligencias celestes) a las cuales, según él, se pueden referir la ingenerabilidad y la incorruptibilidad que los eleatas atribuyen al ser. En realidad, Parménides formulo por primera vez con absoluto rigor lógico los principios fundamentales de aquella ciencia filosófica que muchos años más tarde se llamará ontología.
Reveló, en efecto, con toda su potencia lógica aquella normatividad intrínseca del ser que ya los filósofos jonios y especialmente Anaximandro habían expresado en el concepto de sustancia. Vuelve a emplear, para expresar la necesidad del ser, los mismos términos de que se había servido Anaximandro: la ley férrea de la justicia (di/kh) ο del destino (moi=ra). "La justicia no afloja sus cadenas ni deja que algo nazca o sea destruido, antes bien mantiene firmemente todo cuanto es" (fr. 8, v. 6). "Nada hay ni habrá fuera del ser, puesto que el destino lo ha encadenado de manera tal que permanezca entero e inmóvil" (fr. 8, v. 36). La justicia y el destino no son aquí fuerzas míticas: son términos que sirven para expresar con evidencia intuitiva y poética la exigencia lógica absoluta del ser, que no puede no ser. Por primera vez en Parménides, el problema del ser se plantea como problema metafísico ontológico, es decir, en su máxima generalidad y no sólo como problema físico. La pregunta "¿qué es el ser? " cuya respuesta ha querido dar Parménides, no es equivalente a la pregunta "¿qué es la naturaleza?" cuya respuesta habían buscado los filósofos anteriores, incluso el propio Heráclito. En primer lugar, el ser de que habla  Parménides no es solo el ser de la naturaleza sino también el del hombre, el de las comunidades humanas o de cualquier cosa pensable; y en segundo lugar, no tiene una relación directa con las apariencias naturales o empíricas, porque está más allá de tales apariencias y constituye su estructura necesaria, solamente reconocible con el pensamiento. La caracterización de esta estructura la da Parménides recurriendo a lo que hoy llamamos una categoría de la modalidad: la necesidad. El ser verdadero o auténtico, el ser del que no se puede dudar y que sólo el pensamiento puede observar, es el ser necesario. "El ser es y no puede no ser" (fr. 4). Es ésta una respuesta que la investigación ontológica daría a la misma pregunta durante siglos y más siglos y que, desde cierto punto de vista, es también la única respuesta que ella puede dar. Una consecuencia inmediata de la misma es la negación de lo posible: ya que lo posible es lo que puede no ser y, según Parménides, lo que puede no ser, no es. En efecto, dice Parménides "nada hay que impida al ser llegar a sí mismo" (fr. 8, 45): esto es, que le impida realizarse en su plenitud y perfección. Los Megáricos (§ 37) expresarán esto mismo con el teorema "lo que es posible se realiza, lo que no se realiza no es posible".
La forma poética no es para el pensamiento de Parménides, tan inflexible en su lógica rigurosa, una vestidura de ocasión. La dicta el entusiasmo del filósofo que en el camino de la investigación puramente racional, la cual no concede nada a los sentidos y a la apariencia, ha encontrado el camino de la salvación humana. Parménides es verdaderamente pitagórico —en el sentido en que lo será Platón— por su convicción indestructible de que, solamente mediante la investigación rigurosamente conducida, el hombre puede alcanzar sin peligro la verdad.
La imagen con que comienza el poema de Parménides, del sabio transportado por yeguas fogosas "incólume (a )sinh/j) a través de todas las cosas, por la ruta famosa de la divinidad" (fr. 1), manifiesta toda la fuerza de una convicción de iniciado, que tiene fe, no en ritos o misterios, sino sólo en el poder de la razón indagadora. Así, en la personalidad de
Parménides, por vez primera en la historia de la filosofía, se traban íntimamente el rigor lógico de la investigación y su significado existencial. La "terribilidad" de Parménides consiste precisamente en la extraordinaria potencia que en él adquiere la investigación lógica, enraizada como está en la fe en su fundamental valor humano. Se ha visto a veces en Parménides el fundador de la lógica; pero esto es demasiado o demasiado poco para él. Si por lógica se entiende una ciencia en sí, que sirva de instrumento para la investigación filosófica, nada es más extraño a Parménides que una lógica así entendida. Pero si por lógica se entiende la disciplina intrínseca de la investigación, entonces Parménides es el fundador de la lógica. Por otra parte, la pura técnica de la investigación podrá convertirse, con Aristóteles, en objeto de una ciencia particular sólo después de que Parménides y Platón habrán mostrado de hecho todo su valor.

ZENÓN
Discípulo y amigo de Parménides, Zenón de Elea era (según Platón, Parménides, 127 a) veinticinco años más joven que él: su nacimiento debe, pues, situarse hacia el 489. Como la mayor parte de los primeros filósofos, Zenón intervino en la política de su ciudad natal; parece que contribuyó al buen gobierno de Elea y que murió valientemente en la tortura por haber conspirado contra un tirano (Diels, A 1). El mismo Platón (Parm., 128 b) nos expone el carácter y el objetivo de un escrito, que debía ser la obra más importante de Zenón. El escrito era una "especie de refuerzo" de la argumentación de Parménides, dirigido contra quienes procuraban ponerla en ridículo aduciendo que, si la realidad es una, nos encuentra embrollados en muchas y ridículas contradicciones. El escrito pagaba a los burladores con la misma moneda porque tendía a demostrar que su hipótesis de la multiplicidad se enredaba, al desarrollarla a fondo, en dificultades todavía mayores. El método de Zenón consistía, pues, en reducir al absurdo la tesis de los negadores de la unidad, consiguiendo así la confirmación de la tesis de Parménides. Con justicia, por tanto, Aristóteles llamó a Zenón inventor de la dialéctica (Dióg L., VIII, 57). Y en efecto, la dialéctica es para Aristóteles el razonamiento que parte no de premisas verdaderas sino de premisas probables o que parecen probables (Top., I, 1, 100 b, 21 y sig.); y las tesis de las que parte Zenón para refutarlas, precisamente parecen probables a los más. En cambio, Hegel cree que la dialéctica de Zenón es una dialéctica imperfecta a fuerza de metafísica y la compara a la dialéctica kantiana de las antinomias; Zenón se habría servido de las antinomias para demostrar la falsedad de las apariencias sensibles, y Kant para afirmar la verdad: por lo cual Zenón sería superior a Kant (Geschichte der Phil., ed. Glockner, 1, p 343 y sig.).
Los historiadores modernos se han preocupado por determinar contra quién iban dirigidos los alegatos de Zenón; y la mayoría ven en el pitagorismo el objeto de sus confutaciones, en cuanto que este afirmaba la realidad del número, o sea, de lo múltiple. Pero, como ya se ha visto (§ 14), es difícil suponer que el número de qué habla el pitagorismo sea un puro múltiple: parece más bien que sea un orden, pero un orden mensurable. No es indispensable suponer que Zenón haya tenido presentes las tesis de este o de aquel filósofo: parece más obvio suponer que Zenón haya esquematizado y fijado los fundamentos típicos de cualquier pluralismo de manera que su refutación fuese válida contra el modo común de pensar (la δόξα de Parménides) o contra los filósofos que concuerdan con el mismo al admitir el pluralismo.
Los argumentos de Zenón pueden dividirse en dos grupos. El primero va dirigido contra la multiplicidad y la divisibilidad de las cosas. El segundo, contra el movimiento. Si las cosas son muchas, dice Zenón, su número es al mismo tiempo finito e infinito: finito, porque no pueden ser ni más ni menos que las que son; infinito, porque entre dos cosas habrá siempre una tercera y, entre ésta y las otras dos, otras más, y así sucesivamente (fr. 3, Diels). Contra la unidad entendida como elemento real de las cosas, Zenón observa que, si la unidad posee una magnitud, aunque sea mínima, como en cada cosa se encuentran infinitas unidades, cada cosa será infinitamente grande; mientras que, si la unidad no tiene magnitud, las cosas que de ella resulten estarán faltas de magnitud, esto es, serán nulas (fr. 1 y 2). El argumento es válido, evidentemente, contra la realidad de la magnitud. Pero tampoco el espacio es real. Si todo está el infinito: esto es imposible y precisa convenir que nada está en el espacio
(Diels, A 24). Contra la multiplicidad va dirigido también el otro argumento de que si un moyo* de trigo hace ruido cuando cae, cada grano y cada partícula de grano habría de hacer ruido: lo cual no ocurre (Diels, A 29). La dificultad estriba aquí en entender cómo diversas cosas reunidas en un conjunto pueden producir un efecto que cada una de ellas separadamente no produce. Pero los argumentos más famosos de Zenón son los que formuló contra el movimiento, que nos han sido conservados por Aristóteles (Fis., VI, 9).
El primero es el llamado de la dicotomía: para ir de A a B, un móvil tiene que efectuar primero la mitad del trayecto A—B; y antes aún, la mitad de esta mitad y así sucesivamente hasta el infinito; de tal manera que nunca llegará a B. El segundo argumento es el de Aquiles: Aquiles (o sea, el más veloz) nunca alcanzará a la tortuga (es decir, al más lento), pues la tortuga tiene un paso de ventaja. En efecto, antes de alcanzarla, Aquiles deberá alcanzar el punto de donde ha partido la tortuga de modo que ésta siempre tendrá ventaja. El tercer argumento es el de la flecha. La flecha, que aparece en movimiento, en realidad está inmóvil: en efecto, en todo momento la flecha no puede ocupar sino un espacio igual a su largura y está inmóvil con respecto a este espacio; y como el tiempo está hecho de momentos, la flecha estará inmóvil durante todo el tiempo. El cuarto argumento es del estadio. Dos masas iguales, dotadas de velocidades iguales, deben recorrer espacios iguales en tiempos iguales.
Pero si dos masas se mueven una contra otra desde las extremidades opuestas del estadio, cada una de ellas emplea en recorrer la longitud de la otra la mitad del tiempo que emplearía si una de ellas permaneciese quieta: de donde Zenón deducía la conclusión de que la mitad del tiempo es igual al doble.
La intención de estos sutiles argumentos, que muchas veces han recibido el nombre de sofismas o falacias incluso por filósofos que no han mostrado mucha habilidad en refutarlos, es bastante clara. El espacio y el tiempo son la condición de la pluralidad y del cambio de las cosas: por lo que, si ellos se demuestran contradictorios, demuestran contradictorias, y por tanto irreales, la multiplicidad y el cambio. Pero estos sofismas son contradictorios si se admite (como Zenón considera inevitable) su infinita divisibilidad: por eso admite Zenón esta infinita divisibilidad como presupuesto tácito de sus argumentos. Aristóteles, por su parte, trató de refutarlos negando, ante todo, la infinita divisibilidad del tiempo y afirmando que las partes nunca son instantes, carentes de duración, sino que tienen siempre una duración, aunque sea mínima: así no sería imposible recorrer partes infinitas de espacio en un tiempo finito. Esta refutación no vale mucho. Los matemáticos modernos, a partir de Russell (Principies of Mathematics, 1903), tienden más bien a exaltar a Zenón precisamente por haber admitido la posibilidad de la división hasta el infinito, que es la base del cálculo infinitesimal. Y puede admitirse que los argumentos de Zenón, con las discusiones que siempre han suscitado, han servido también para esto. Aunque, ciertamente, Zenón no fue un matemático y su preocupación era solamente la negación de la realidad del espacio, del tiempo y de la multiplicidad. Como hemos dicho, fue ejecutado por conspirar contra la tiranía, muerte que afrontó con gran valor.


Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofía

Filosofía Antigua: Periodo Cosmologico, La escuela Pitagorica


Las indicaciones de Aristóteles se limitan a pocas y simples doctrinas, referidas en la mayoría de los casos no a Pitágoras, sino en general a los pitagóricos; y si la tradición se acrecienta a medida que se aleja en el tiempo del Pitágoras histórico, esto es signo evidente de que se enriquece con elementos legendarios y ficticios, que poco o nada tienen de histórico.
Hijo de Mnesarco, Pitágoras nació en Samos, probablemente en el 571-70, fue a Italia en el 532-31 y murió en el 497-96 a. de J. C. Se dice que fue discípulo de Ferécides de Siro y de Anaximandro y que viajó por Egipto y por los países de Oriente. Lo que hay de cierto es que de Samos emigró a la Magna Grecia y se domicilió en Crotona, en donde fundó una escuela que fue también asociación religiosa y política. La leyenda representa a Pitágoras como profeta y obrador de milagros; su doctrina le habría sido transmitida directamente por su dios protector, Apolo, por boca de la sacerdotisa de Delfos, Temistoclea (Aristóxeno, en Diog. Laer., V I I I , 21).
Es muy probable que Pitágoras no haya escrito nada. Aristóteles, en efecto, no conoce ningún escrito suyo; y la afirmación de Jámblico (Vida de Pit., 199) de que los escritos de los primeros pitagóricos hasta Filolao se habrían conservado como secreto de la escuela, no tiene valor más que como prueba del hecho de que aún más tarde no se poseían escritos auténticos de pitagóricos anteriores a Filolao. Esto sentado, es muy difícil dilucidar en el pitagorismo la parte que corresponde a su fundador. Sólo una doctrina se le puede atribuir con absoluta certidumbre: la de la supervivencia del alma después de la muerte y su  transmigración a otros cuerpos. Según esta doctrina, que Platón (Gorg., 493 a) se apropió, el cuerpo es una cárcel para el alma, que la divinidad ha encerrado ahí como castigo. Mientras el alma se encuentra en el cuerpo, tiene necesidad del mismo, pues sólo por medio de éste puede sentir; pero cuando está fuera de él, vive una vida incorpórea en un mundo superior. El alma vuelve a esa vida, si se purifica durante la vida corpórea; en caso contrario, vuelve después de la muerte a la cadena de las transmigraciones.

La escuela de Pitágoras fue una asociación religiosa y política, además de filosófica. Parece que la admisión en la sociedad estuvo subordinada a pruebas rigurosas y a la observancia de un silencio de varios años. Era necesario abstenerse de ciertos alimentos (carne, habas) y observar el celibato.
Además, en los grados más altos de los pitagóricos vivían en completa comunidad de bienes. Pero hay poco fundamento histórico para todas estas noticias. Muy probablemente el pitagorismo fue una de tantas sectas que celebraban misterios a cuyos iniciados se imponía una cierta disciplina y ciertas reglas de abstinencia, que no debían ser pesadas. El carácter político de la secta determinó su ruina. Contra el gobierno aristocrático, tradicional en las ciudades griegas de Italia meridional, al cual prestaban su apoyo los pitagóricos, se produjo un movimiento democrático que provocó revoluciones y tumultos. Los pitagóricos fueron objeto de persecución: las sedes de su escuela fueron incendiadas, ellos mismos fueron muertos o huyeron; y sólo tiempo después los desterrados pudieron volver a la patria.
Es probable que Pitágoras se viese precisamente obligado por tales movimientos insurreccionales, a dejar Crotona para irse a Metaponto. Después de la dispersión de las comunidades itálicas se tiene noticia de filósofos pitagóricos fuera de la Magna Grecia. El primero es Filolao, contemporáneo de Sócrates y Demócrito, qué vivió en Tebas en los últimos decenios del siglo V. En el mismo período sitúa Platón a Timeo de Locris, de quien no estamos seguros siquiera de que sea un personaje histórico. En la segunda mitad del siglo IV, el pitagorismo alcanzó nueva importancia política, gracias a Arquitas, señor de Tarento, de quien fue huésped Platón durante su viaje por la Magna Grecia. Después de Arquitas, la filosofía pitagórica parece haberse extinguido, incluso en Italia. Se adscribe al pitagorismo, aunque no haya sido (como algunos dicen) discípulo de Pitágoras, el médico de Crotona, Alcmeón, quien repite algunas de las doctrinas típicas del pitagorismo; pero es notable sobre todo por haber señalado el cerebro como órgano de la vida espiritual del hombre.
La doctrina de los pitagóricos tenía esencialmente carácter religioso. Pitágoras se presenta como el depositario de una sabiduría que la divinidad le ha transmitido; a esta sabiduría sus discípulos no podían aportar ninguna modificación, antes bien debían permanecer fieles a la palabra del maestro (ipse dixit). Estaban, además, obligados a mantener el secreto y por esto la escuela se envolvía en misterios y en símbolos que velaban ante los profanos el significado de su doctrina.

La Metafísica y el número
La doctrina fundamental de los pitagóricos consiste en que la sustancia de las cosas es el número. Según Aristóteles (Met., I, 5), los pitagóricos, que habían sido los primeros que hicieron progresar la matemática, creyeron que los principios de la matemática fuesen los principios de todas las cosas; y puesto que los principios de las matemáticas son los números, les pareció ver en éstos, más que en el fuego, en la tierra o en el aire, muchas semejanzas con las cosas que son o que devienen. Aristóteles opina, por tanto, que los pitagóricos atribuyeron al número la función de causa material que los jonios atribuían a un elemento corpóreo: lo cual resulta, sin duda, una indicación preciosa para entender el significado del pitagorismo, pero no es aún suficiente para hacerlo claro. En realidad, si los jonios para explicar el orden del mundo recurrían a una sustancia corpórea, los pitagóricos consideran este orden mismo como la sustancia del mundo. El número como sustancia del mundo es la hipóstasis del orden mensurable de los fenómenos.
El gran descubrimiento de los pitagóricos, el descubrimiento que determina su importancia en la historia de la ciencia occidental, consiste precisamente en la importancia fundamental que concedieron a la medida matemática para entender el orden y la unidad del mundo. Veremos que la última fase del pensamiento platónico está dominada por la misma preocupación: hallar aquella ciencia de la medida que es al mismo tiempo fundamento del ser en sí y de la existencia humana. Los pitagóricos dieron antes que nadie expresión técnica a la aspiración fundamental del espíritu griego hacia la medida, aquella aspiración que Solón expresaba diciendo: "La cosa más difícil de todas es aprehender la invisible medida de la sabiduría, única que lleva en sí los límites de todas las cosas." Como sustancia del mundo, el número es el modelo originario de las cosas (Ib., I, 6, 987 b, 10), puesto que constituye, en su perfección ideal, el orden en ellas implícito. El número es, pues, sustancia incluso en el sentido de la normatividad, del deber ser; y el concepto de la sustancia originaria adquiere así, gracias a los pitagóricos, una determinación fundamental.
El concepto de número como orden mensurable permite eliminar la ambigüedad entre significado aritmético y significado espacial del número pitagórico, ambigüedad que ha dominado las interpretaciones antiguas y recientes del pitagorismo. Aristóteles dice que los pitagóricos trataron los números como magnitudes espaciales (Ib. XIII, 6, 1080 b, 18) y refiere también la opinión de que las figuras geométricas eran el elemento sustancial en que los cuerpos consisten (Ib., VII, 2, 1028 b, 15). Sus comentadores van aún más allá, sosteniendo que los pitagóricos consideraron las figuras geométricas como principios de la realidad corpórea y redujeron estas figuras a un conjunto de puntos, considerando a su vez los puntos como unidades extensas (Alejandro, In met., I, 6, 987 b, 33, ed. Bonitz, p. 41). E intérpretes recientes insisten en considerar el significado geométrico como el único que permite entender el principio pitagórico que todo resulta compuesto de números. En realidad, si por número se entiende el orden mensurable del mundo, el significado aritmético y el significado geométrico resultan fundidos, puesto que la medida supone siempre una magnitud espacial ordenada, por lo tanto, geométrica, y al mismo tiempo un número que la exprese. Se puede decir que el verdadero significado del número pitagórico se expresa mediante aquella figura sagrada, la tet rakt u) j, por la cual los pitagóricos tenían la costumbre de jurar y que era la siguiente:
La tet rakt u) j representa el número 10, como el triángulo que tiene el 4 por lado. La figura constituye, pues, una disposición geométrica que expresa un número, o un número expresado mediante una disposición geométrica: el concepto que esta disposición presupone es el del orden mensurable.

COSMOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA
Con mayor o menor conformidad con la doctrina metafísica del número, los pitagóricos desarrollaron una doctrina cosmológica y antropológica de la cual sólo conocemos escasos elementos. Filolao afirmó el principio de que la diversidad de los elementos corpóreos (agua, aire, fuego, tierra y éter) dependen de la diversidad de la forma geométrica de las partículas más menudas que los componen. Esta doctrina, que en él se encuentra apenas esbozada, se precisa en el Timeo de Platón, quien atribuyó a cada elemento la constitución de un determinado sólido geométrico; pero esta precisión, hecha posible gracias al  desarrollo dado a la geometría del espacio por el matemático Teetetes (que da título al homónimo diálogo de Platón), no le era posible a Filolao. Acerca de la formación del mundo, los pitagóricos pensaban que en el corazón del universo hay un fuego central, que llaman madre de los dioses, porque de él proviene la formación de los cuerpos celestes; o también Hestia, el hogar o altar del universo, la ciudadela o el trono de Zeus, porque es el centro del que emana la fuerza que conserva al mundo. Por este fuego central son atraídas las partes más cercanas de lo ilimitado que lo circunda (espacio o materia infinita), partes que se ven limitadas por esta atracción y, por tanto, plasmadas en el orden. Este proceso, repetido a menudo, conduce a la formación del universo entero, en el cual, por lo mismo, según Aristóteles refiere (Met., XII, 7, 1072 b, 28), la perfección no se halla al principio, sino al fin.
Es de notar que de conformidad con esta cosmogonía, los pitagóricos logran una doctrina cosmológica que les coloca entre los primeros precursores de Copérnico. Conciben el mundo como una esfera, en cuyo centro hay el fuego originario, y a su alrededor se mueven, de occidente a oriente, diez cuerpos celestes; el cielo de las estrellas fijas, que es el más lejano del centro, y luego, a distancias cada vez menores, los cinco planetas, el sol, que como una gran lente recoge los rayos del fuego central y los refleja alrededor, la luna, la tierra y la antitierra, un planeta hipotético que los pitagóricos admitían para completar el número sagrado de diez. El límite extremo del universo debía estar formado por una esfera envolvente de fuego correspondiente al fuego celeste. Las estrellas están fijas en esferas transparentes, cuya rotación las hace girar (Aristóteles, De Coelo, II, 13).
Así como cualquier cuerpo movido velozmente produce un sonido musical, lo mismo ocurre también en los cuerpos celestes: el movimiento de las esferas produce una serie de tonos musicales que forman en su conjunto una octava. Los hombres no perciben estos sones, porque los han oído ininterrumpidamente desde su nacimiento o también porque sus oídos no son adecuados para percibirlos.
Como cualquier otra cosa, el alma humana es armonía: la armonía entre los elementos contrarios que componen el cuerpo. A esta doctrina, expuesta por Simmias, discípulo de Filolao, en el Fedón platónico, el mismo Platón objeta que, como armonía, el alma no podría ser inmortal, porque dependería de los elementos corpóreos, que se disuelven con la muerte. Y esta objeción pareció tan seria, que se ha negado que la doctrina del alma-armonía se entendiera por los pitagóricos en el sentido explicado por Platón y se la ha llevado, por el contrario, a la interpretación de Claudiano Mamerto (De statu animae, II, 7; v. par. 170), según la cual la armonía sería más bien la conveniencia, esto es, el vínculo que une el alma y el cuerpo. En realidad, si se mantiene firmemente el principio pitagórico de que la armonía es número y el número es sustancia, la objeción platónica pierde valor: es la armonía lo que determina y condiciona la mezcla de los elementos corpóreos, sin ser ésta condición de aquélla.
A la doctrina de la armonía se vincula igualmente la ética pitagórica, con su definición de la justicia. La justicia es un número cuadrado; consiste en el número igual multiplicado por el número igual, porque restituye lo igual por lo igual. Por esto los pitagóricos la indican con el cuatro, que es el primer número cuadrado, o con el nueve, que es el primer número cuadrado impar. En cuanto a lo demás, la ética pitagórica es de carácter religioso; su precepto fundamental consiste en seguir la divinidad y en hacerse semejante a ella.

Las máximas y prescripciones de carácter práctico que constituyen el patrimonio ético de la escuela no ofrecen un especial significado filosófico más que en cuanto, tal vez, se empieza a entrever en ellas la subordinación de la acción a la contemplación, de la moral práctica a la sabiduría, que saldrá triunfante con el platonismo. El pitagorismo subrayó la purificación del alma, que las demás sectas análogas veían en forma de rito y prácticas propiciatorias, por medio de la actividad teorética, única capaz de sustraer el alma a la cadena de los nacimientos y de reconducirla a la divinidad.

Fuente: Abbagnado Nicolas, Historia de la Filosofia

Filosofía Antigua: Periodo Cosmologico; Escuela Jonica


La filosofía presocrática está dominada por el problema cosmológico hasta los sofistas. No excluye al hombre de sus consideraciones; pero ve en él solamente una parte o un elemento de la naturaleza y no el centro de un problema específico. Para los presocráticos, los mismos principios que explican la constitución del mundo físico explican también la del hombre.
Les es ajeno el reconocimiento de los caracteres específicos de la existencia humana y, por eso, les es ajeno el problema de lo que es el hombre en su subjetividad como principio autónomo de la investigación. Es tarea de la filosofía presocrática rastrear y reconocer, más allá de las apariencias múltiples y continuamente mudables de la naturaleza, la unidad que hace de ésta un mundo: la única sustancia que constituye su ser, la ley única que regula su devenir. La sustancia es para los presocráticos la materia de que todas las cosas se componen; pero es también la fuerza que explica su composición, su nacimiento y su muerte, su perpetua mutación. Es su principio no sólo en el sentido de que explica su origen sino también y sobre todo en el sentido de que hace inteligible y reunifica aquella multiplicidad y mutabilidad de las cosas que parece, a primera vista, tan rebelde a cualquier consideración unitaria. De ahí se desprende el carácter activo y dinámico que la naturaleza, la fysis, tiene para los presocráticos: no es una sustancia inmóvil, sino la sustancia como principio de acción y de inteligibilidad de todo lo que es múltiple y deviene. De esto deriva también el llamado hilozoísmo de los presocráticos: la convicción implícita de que la sustancia corpórea primordial encierra en sí misma una fuerza que la hace moverse y vivir.
La filosofía presocrática, a pesar de la simplicidad del tema de su especulación y del grosero materialismo de muchas de sus concepciones, ha conquistado por primera vez la posibilidad especulativa de concebir la naturaleza como un mundo y establecido como base de tal posibilidad a la sustancia, entendida como principio del ser y del devenir. Es un hecho indudable que esas conquistas se refieren exclusivamente al mundo físico; pero es igualmente indudable que comportan, al menos implícitamente, otras tantas conquistas referentes al mundo propio del hombre, su vida interior. El hombre no puede emprender una indagación del mundo como objetividad, sin que se le clarifique su subjetividad, el reconocimiento del mundo como lo otro respecto a uno mismo está condicionado por el reconocimiento de sí mismo como yo; y viceversa. El hombre no puede ir en busca de la unidad de los fenómenos externos, si no es sensible al valor de la unidad de su vida interior y de sus relaciones con los otros hombres. El hombre no puede reconocer que una sustancia constituya el ser y el principio de las cosas externas sino en cuanto reconozca también el ser y la sustancia de su existencia individual y colectiva. La investigación que se encamina al mundo objetivo está necesariamente conexionada con la del mundo propio del hombre. Esta conexión resulta clara en Heráclito. Plantea el problema del mundo físico unificándolo esencialmente con el problema del yo; y cada conquista en el primero de estos campos le parece condicionada por la investigación dirigida a sí mismo: "Yo me he indagado a mí mismo" (fr. 101, Diels). Aparte Heráclito, sin embargo, el problema a que intencionadamente se dirige la investigación de los presocráticos es el cosmológico: todo lo que la investigación dirigida a este problema implica en el hombre y para el hombre queda sin expresar y corresponderá ponerlo en claro al siguiente período dé la filosofía griega.
Los caracteres de cada filosofía son determinados por la naturaleza de sus problemas; y no cabe duda de que el problema predominante en la filosofía presocrática es el cosmológico. La tesis propuesta por ciertos críticos modernos (en contraposición polémica con la de Zeller sobre el carácter meramente naturalista de la filosofía presocrática) acerca de la inspiración mística de tal filosofía, inspiración de la cual procedería su tendencia a considerar antropomórficamente el universo físico, se funda en afinidades arbitrarias carentes de base histórica. Por otra parte, esta tesis se origina en la última fase de la filosofía griega que, por su inspiración religiosa, trata de fundarse en una sabiduría revelada y garantizada por la tradición; y precisamente saca de esta fase los testimonios sobre los cuales se funda la proporción de verosimilitud que posee. Pero es notorio que los neopitagóricos, neoplatónicos, etc., fabricaban los testimonios que habían de servir para fundamentar el carácter religioso-tradicional de sus doctrinas.
Es imposible hacer gravitar toda la consideración de la filosofía griega sobre los presupuestos aceptados por ellos: especialmente cuando el mayor mérito de los primeros filósofos griegos ha sido el de haber aislado un problema específico determinado, el del mundo, saliendo de la confusión caótica de problemas y de exigencias que se entrecruzan en las primeras manifestaciones filosóficas de los poetas y de los profetas más antiguos. Los pensadores presocráticos verificaron por primera vez aquella reducción de la naturaleza a objetividad, que es condición primaria de toda consideración científica de la naturaleza; reducción que es precisamente lo más opuesto a la confusión entre la naturaleza y el hombre, propia del misticismo antiguo.
Es un hecho indudable (como se ha dicho) que la investigación naturalista implica el sentido de la subjetividad espiritual o contribuye a formarlo; mas este hecho no se debe a una influencia religiosa sobre la filosofía sino que más bien es inherente al mismo filosofar; es un nexo que los problemas establecen en la vida misma de los filósofos que los debaten.

TALES
El fundador de la escuela jónica es Tales de Mileto, contemporáneo de Solón y de Creso. Su acmé, o sea su florecimiento se sitúa hacia el año 585muerte se hace coincidir con el 546-45. Tales fue político, astrónomo, matemático y físico además de filósofo.
Como político impulsó a los griegos de Jonia, como relata Herodoto (I, 170), a unirse en un estado federal con capital en Teos. Como astrónomo predijo un eclipse solar (probablemente el del 28 de marzo del 585 antes de J. C.). Como matemático estableció varios teoremas de geometría. Como físico descubrió las propiedades del imán. De su fama de sabio continuamente absorto en la especulación da testimonio la anécdota referida por Platón (Teet., 174 e) de que, observando el cielo se cayó en un pozo, cosa que provocó la risa de una sirvienta tracia. Otra anécdota contada por Aristóteles (Pol., I, 11, 1259 a) tiende, por el contrario, a destacar su habilidad como hombre de negocios: previendo una abundantísima cosecha de aceitunas, arrendó todos los molinos de la comarca y los subarrendó luego a un precio mucho más alto a sus mismos propietarios. Se trata probablemente de anécdotas espúreas referidas de Tales más como símbolo y encarnación del sabio que como persona concreta. Pues la última de ellas (como observa el propio Aristóteles) trata de demostrar que la ciencia no es inútil, sino que ordinariamente los científicos no la usan (como podrían) para enriquecerse.
No parece que haya dejado escritos filosóficos. Debemos a Aristóteles el conocimiento de su doctrina fundamental (Met., I, 3, 983 b, 20): "Tales dice que el principio es el agua, por la cual afirmaba también que la tierra se sostiene sobre el agua; quizá sus razones fueran el ver que el alimento de todas las cosas es húmedo y que lo cálido se engendra y vive en la humedad; pues aquello de que todo se engendra es el principio de todo. Por eso siguió tales conjeturas y también porque las semillas de todas las cosas son de naturaleza húmeda y el agua es para lo húmedo el principio de su naturaleza." Aristóteles observa que esta creencia es antiquísima; Homero ha cantado a Océano y Tetis como principios de la generación. Así pues, Aristóteles sólo presenta un argumento como propio de Tales: el de que la tierra se sostiene sobre el agua: el agua es aquí sustancia en el más simple de los significados, como lo que está debajo (subiectum) y sostiene. El otro argumento (la generación de lo húmedo) es aducido solo como probable; quizás es una conjetura de Aristóteles. Tales creía unida al agua una fuerza activa, vivificante y transformadora: tal vez en este sentido decía que "todo está lleno de dioses" y que el imán tiene alma porque atrae al hierro.

ANAXIMANDRO
Conciudadano y contemporáneo de Tales, Anaximandro nació en el 610-9 (tenía 64 años cuando descubrió la oblicuidad del Zodíaco en el 547-46). También fue político y astrónomo. Es el primer autor de escritos filosóficos de Grecia; su obra en prosa Acerca de la naturaleza señala una etapa notable de la especulación cosmológica entre los jonios. Usó por primera vez el nombre de principio (arché) para referirse a la sustancia única; y encontró tal principio no en el agua o en el aire o en otro elemento determinado, sino en el infinito (ápeiron) o sea en la cantidad infinita de materia, de la cual se originan todas las cosas y en la cual todas se disuelven, cuando termina el ciclo que tienen impuesto por una ley necesaria. Este principio infinito abraza y gobierna a todas las cosas; por su parte es inmortal e indestructible y, por lo tanto, divino. No lo concibe como una mezcla (migma) de los distintos elementos en la cual esté cada uno comprendido con sus cualidades peculiares, sino más bien como materia en que aún no se han diferenciado los elementos y que, así, además de infinita es indefinida (aóriston) (Diels, A 9 a).
Estas precisiones constituyen ya un enriquecimiento y un desarrollo de la cosmología de Tales. En primer lugar, el carácter indeterminado de la sustancia primordial, no identificada con ninguno de los elementos corpóreos, a la vez que permite comprender mejor la derivación de éstos como otras tantas especificaciones y determinaciones de aquélla, la priva de todo carácter de verdadera y propia corporeidad, convirtiéndola en una pura masa cuantitativa o espacial. Estando de hecho ligada la corporeidad al carácter determinado de los elementos particulares, el ápeiron no puede distinguirse de ellos sino por estar privado de las determinaciones que constituyen la corporeidad sensible de los mismos y, así, porque se reduce al infinito espacial.
Aunque no pueda encontrarse en Anaximandro el concepto de espacio incorpóreo, la indeterminación del ápeiron, al reducirlo a la espacialidad, lo convierte necesariamente en un cuerpo determinado solamente por su magnitud espacial. Tal magnitud es infinita y, como tal, lo abarca y lo gobierna todo (Diels, A 15). Estas determinaciones y sobre todo la primera, hacen del ápeiron una realidad distinta del mundo y trascendente: lo que abarca está siempre fuera y más allá de lo que resulta abarcado, aunque en relación con ello. Así pues, el principio que Anaximandro establece como sustancia originaria merece el nombre de "divino". Las propias exigencias de la explicación naturalista conducen a Anaximandro a una primera elaboración filosófica de lo trascendente y lo divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito. Mas el infinito es también lo que gobierna al mundo: no es, pues, sólo la sustancia sino también la ley del mundo.
Anaximandro es el primero en plantearse el problema del proceso a través del cual las cosas se derivan de la sustancia primordial. Tal proceso es la separación. La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en virtud del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y húmedo, etc. Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos, que se suceden según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su nacimiento, de su duración y de su fin. "Todos los seres deben pagarse unos a otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo" (fr.1, Diels). Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero ¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos deben expiar? Evidentemente, se debe a la constitución misma y, así, al nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos puede evitarla, así como no puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como se ha visto, la separación de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente, tal separación equivale a la rotura de la unidad, que es propia del infinito; es la infiltración de la armonía. Pues con la separación se determina la condición propia de los seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver a la unidad.
A pesar de los siglos y de la escasez de las noticias que nos han llegado, todavía podemos darnos cuenta, por estos vestigios, de la grandeza de la personalidad filosófica de Anaximandro. Fundamentó la unidad del mundo no sólo en la de su sustancia, sino también en la unidad de la ley que lo gobierna. Y en esta ley no ha visto una necesidad ciega, sino una norma de justicia. La unidad del problema cosmológico con el humano está aquí latente: Heráclito la sacará a la luz del día.
Mientras tanto, la misma naturaleza de la sustancia primordial conduce a Anaximandro a admitir una infinidad de mundos. Se ha visto que infinitos mundos se suceden según un ciclo eterno; mas ¿son los mundos también infinitos contemporáneamente en el espacio o sólo sucesivamente en el tiempo? Un testimonio de Aecio cuenta a Anaximandro entre los que admiten innumerables mundos que circundan por todos lados el que nosotros habitamos; y hay un testimonio análogo en Simplicio, que pone junto a Anaximandro a Leucipo, Demócrito y Epicuro (Diels, A 17).
Cicerón (De nat. deor., I, 10, 25), copiando a Filodemo, autor de un tratado sobre la religión hallado en Herculano, dice: "Era opinión de Anaximandro que hay divinidades que nacen, crecen y mueren a largos intervalos y que tales divinidades son mundos innumerables." En realidad es difícil negar que Anaximandro haya admitido una infinidad de mundos en el espacio. Puesto que, si el infinito abarca todos los mundos, debe pensarse que, con ello, no sólo alcanza más allá de un único mundo sino también de otros y otros más.
Solamente en relación con infinitos mundos puede concebirse la infinitud de la sustancia primordial, que lo abraza y trasciende todo. Anaximandro tuvo un modo original de considerar la forma de la tierra: es un cilindro que gravita en medio del mundo sin sostenerse en ningún sitio porque, hallándose a igual distancia de todas partes, no es empujado a moverse por ninguna de ellas. Respecto a los hombres, no se trata de seres originarios de la naturaleza. En efecto, no pueden alimentarse por sí mismos y, por tanto, no hubieran podido sobrevivir, si desde el comienzo hubieran nacido tal como nacen ahora. Han debido, pues, originarse a partir de otros animales. Nacieron dentro de los peces y después de haber sido alimentados, al ser ya capaces de protegerse por sí mismos, fueron expulsados y pisaron tierra. Teorías extrañas y primitivas que, sin embargo, muestran de la manera más decisiva la exigencia de hallar una explicación puramente naturalista del mundo y la de atenerse a los datos de la experiencia.

ANAXIMENES
Anaxímenes de Mileto, más joven que Anaximandro y quizá discípulo suyo, floreció hacia el 546-45 y murió hacia el 528-25 (63.a Olimpiada). Al igual que Tales, reconoce como principio una materia determinada, que es el aire; pero a esta materia atribuye los caracteres del principio de Anaximandro: la infinitud y el movimiento perpetuo. También veía en el aire la fuerza que anima el mundo: "Tal como nuestra alma, que es aire, nos sostiene, así el soplo y el aire circundan al mundo entero" (fr.2, Diels). El mundo es como un gigantesco animal que respira: y su aliento es su vida y su alma. Del aire nacen todas las cosas que hay, que fueron y que serán, incluso los dioses y las cosas divinas. El aire es principio de movimiento y de toda mutación. Anaxímenes llega a decirnos incluso de qué modo el aire determina la transformación de las cosas: se trata del doble proceso de la rarefacción y de la condensación. Al enrarecerse, el aire se vuelve fuego; al condensarse se hace viento, después nube y, volviéndose a condensar, agua, tierra y luego piedra. También el calor y el frío se deben al mismo proceso: la condensación produce el frío, la rarefacción, el calor.
Como Anaximandro, Anaxímenes admite el devenir cíclico del mundo; de ahí su disolución periódica en el principio originario y su periódica regeneración a partir del mismo.
Posteriormente la doctrina de Anaxímenes fue sostenida por Diógenes de Apolonia, contemporáneo de Anaxágoras. La acción que Anaxágoras atribuía a la inteligencia la atribuyó Diógenes al aire, que todo lo penetra y como alma y soplo (pneuma) crea la vida, el movimiento y el pensamiento en los animales. Por eso, según Diógenes, el aire es increado, luminoso, inteligente, lo ordena y domina todo.

HERÁCLITO
La especulación de los jonios culmina en la doctrina de Heráclito, que por primera vez aborda el problema mismo de la investigación y del hombre que la emprende. Heráclito de Efeso perteneció a una familia noble de su ciudad, fue contemporáneo de Parménides y, como él, floreció hacia el 504-01 antes de J. C. Es autor de una obra en prosa que fue después conocida con el acostumbrado título Acerca de la naturaleza, constituida por aforismos y sentencias breves y tajantes, no siempre claras, que le valieron el sobrenombre de "oscuro".
El punto de partida de Heráclito es la comprobación del incesante devenir de las cosas. El mundo es un flujo perpetuo: "No es posible meterse dos veces en el mismo río ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado; a causa de la velocidad del movimiento todo se dispersa y se recompone de nuevo, todo viene y va" (fr. 91, Diels). La sustancia que sea principio del mundo debe explicar el incesante devenir de éste con su propia y extrema movilidad; Heráclito la identifica con el fuego. Pero puede decirse que en su doctrina el fuego pierde todo carácter corpóreo: es un principio activo, inteligente y creador. "Este mundo, que es el mismo para todos, no ha sido creado por ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que fue siempre, es y será fuego eternamente vivo que se enciende según un orden regular y se apaga según un orden regular" (fr. 30, Diels). Así que el cambio es un salir del fuego o un retorno al mismo. "Con el fuego se intercambian todas las cosas y el fuego se intercambia con todas ellas, así como el oro se intercambia con las mercancías y las mercancías con el oro" (fr. 90, Diels).
La afirmación de que "este mundo" es eterno y de que la mutación es un intercambio incesante con el fuego, excluyen evidentemente el concepto, que los estoicos atribuyeron a Heráclito, de una conflagración universal, mediante la cual todas las cosas retornarían al fuego primitivo. En efecto, el incesante intercambio entre las cosas y el fuego implica que no todo se reduzca al fuego, así como el intercambio entre las mercancías y el oro implica que no todo se reduce al oro.
Pero estos fundamentos de una teoría de la naturaleza son presentados por Heráclito como resultado de una sabiduría difícil de adquirir e ignorada por la mayor parte de los hombres. En las palabras iniciales de su libro, Heráclito se lamentaba de que los hombres, a pesar de haber escuchado al logos, la voz de la razón, se olvidan de ella tanto en las palabras como en las obras de modo que no saben lo que hacen despiertos, de la misma manera que no saben lo que hacen dormidos (fr. 1, Diels). A lo largo de toda la obra se mantenía una polémica contra la sabiduría aparente de quien sabe muchas cosas pero no comprende ninguna: a tal sabiduría se opone la investigación de los filósofos, que se dirige efectivamente a múltiples objetos (fr. 35, Diels), pero los reduce todos a una unidad (fr. 41, Diels). Heráclito es verdaderamente el filósofo de la investigación. En él alcanza por primera vez la investigación filosófica conciencia de su naturaleza y de sus supuestos.
No en vano el mismo término filosofía es usado y explicado por él en su sentido propio (§ 2). Según Heráclito, la misma naturaleza exige la investigación: en efecto, a ella "le gusta ocultarse" (fr. 123, Diels). A la investigación se le abre el más vasto de los horizontes: "Si no esperas no hallarás lo inesperado, que es inaccesible y no se puede encontrar" (fr. 18, Diels). Mas no se oculta la dificultad y el riesgo de la investigación: "Los buscadores de oro excavan mucha tierra, pero encuentran poco" (fr. 22, Diels).
Se detiene especialmente en las condiciones que la hacen posible. La primera consiste en que el hombre se observe a sí mismo: "Yo me he investigado a mí mismo", dice (fr. 101, Diels). La investigación dirigida al mundo natural está condicionada por la luz que el hombre pueda lanzar sobre su propio ser. La investigación interior descubre profundidades infinitas: " No encontrarás los confines del alma, su razón es tanto más profunda cuanto más te adentres en ella" (fr. 45, Diels). La investigación interior abre al hombre sucesivas zonas de profundidad, que nunca se agotan: la razón, la ley última del yo, aparece continuamente más allá, en una profundidad cada vez más lejana y al mismo tiempo cada vez más íntima. Pero esta razón, que es la ley del alma, es además ley universal. La segunda y fundamental condición de la investigación es la comunicación entre los hombres. El pensamiento es común a todos, según Heráclito (fr. 113, Diels). "Es preciso seguir lo que es común a todos, porque lo que es común es general" (fr. 2, Diels). "Quien quiera hablar inteligentemente debe sacar fuerza de lo que es común a todos, como la ciudad saca fuerza de la ley y más aún. Ya que todas las leyes humanas se alimentan de una única ley divina y ésta domina todo lo que quiere, es suficiente para todo y todo lo supera" (fr. 114, Diels). Así pues, el hombre no sólo debe dirigir la investigación hacia sí mismo, sino también y con el mismo impulso, a aquello que lo vincula a los demás: el logos que constituye la esencia más profunda del nombre individual es también lo que une a los hombres entre sí en una comunidad de naturaleza. Este logos es como la ley para la ciudad, es él mismo la ley, ley suprema que lo rige todo: el hombre individual, la comunidad de los hombres y la naturaleza exterior. No es solamente la racionalidad sino el ser mismo del mundo: así es como se manifiesta en todas las facetas de la investigación. Heráclito plantea constantemente al hombre la alternativa de estar despierto o dormir: entre el abrirse, mediante la investigación, a la comunicación interhumana, que le descubre la auténtica realidad del mundo objetivo; y el encerrarse en su propio pensar aislado, en un mundo ficticio que no tiene comunicación con los demás (fr. 2, 34, 73, 89). El sueño es el aislamiento del individuo, su incapacidad para comprenderse a sí mismo, a los demás y al mundo. La vigilia es la investigación atenta que no se limita a las apariencias, que consigue la realidad de la conciencia, la comunicación con los demás y la sustancia del mundo en la única ley (logos) que lo rige todo. Tal alternativa establece el valor decisivo que la investigación tiene para el hombre. No es sólo pensamiento (noesis) sino sabiduría para la vida (fronesis); determina el temperamento del hombre, el ethos, que es su destino mismo (fr. 119).
Pero Heráclito ha determinado también cuál es esa ley cuyo significado debe aclarar y profundizar la investigación. Este fue el gran descubrimiento de Heráclito ya a juicio de los antiguos; así lo atestigua Filón (Rer. Div. Her., 43): "Lo que resulta de dos contrarios es uno; y si lo uno se divide, se destacan los contrarios. ¿No es éste el principio con que, por cuanto justamente afirman los griegos, su grande y celebérrimo Heráclito encabezaba su filosofía, el principio que la resume toda y del cual se vanagloriaba como de un nuevo descubrimiento? “Así pues, el gran descubrimiento de Heráclito es que la unidad del principio creador no es una unidad idéntica ni excluye la lucha, la discordia, la oposición. Para entender la ley suprema del ser, el logos que lo constituye y gobierna, es preciso unir lo completo y lo incompleto, lo concorde y lo discorde, lo armónico y lo disonante (fr. 10), y darse cuenta de que la unidad surge de todos los opuestos y de ella salen todos éstos. "La misma cosa son lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo: ya que cada uno de estos opuestos, al cambiar, es el otro y, a su vez, este otro es, al cambiar, aquél" (fr. 88). De la misma manera que en la circunferencia cada punto es a la vez principio y fin, tal como el mismo camino puede ser recorrido hacia arriba y hacia abajo (fr. 103, 60), así todo contraste supone una unidad que constituye el significado vital y racional del contraste mismo. "Lo que es opuesto une y lo que diverge unifica". "La lucha es la norma del mundo y la guerra es la común progenitura y señora de todas las cosas". En estas afirmaciones se encierra la enseñanza fundamental de Heráclito, aquella enseñanza mediante la cual sostuvo que los hombres no pueden elevarse sino tras una larga investigación. "Los hombres no saben cómo lo discorde concuerda consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y de la lira" (fr. 51). Al modo en que las cuerdas del arco y las de la lira se tienden para reunir y apretar unas con otras las extremidades opuestas, así la unidad de la sustancia primordial vincula con el logos a los opuestos sin identificarlos, sino más bien oponiéndolos. La armonía no es para Heráclito la síntesis de los opuestos, la conciliación y anulación de su oposición; sino que es la unidad que subyace precisamente a la oposición y la hace posible, Homero, que había dicho: "Ojalá pueda la discordia desaparecer entre los dioses y entre los hombres", contesta Heráclito: "Homero no se percata de que ruega por la destrucción del universo; si su plegaria fuera escuchada, perecerían todas las cosas" (Diels, A 22). La tensión es una unidad (es decir, una relación) que sólo puede darse entre las cosas opuestas en tanto que opuestas. La conciliación, la síntesis la anularía. Según Heráclito, la unidad propia del mundo es una tensión de este género: no anula, ni concilia, ni supera el contraste, sino que lo hace ser y lo hace entender como contraste.
Hegel vio en Heráclito al fundador de la dialéctica y afirmó que no había proposición de Heráclito que no la hubiese acogido él en su lógica (Geschichte der Phil., ed. Gockler, 1, p. 343). Pero Hegel había interpretado la doctrina heraclitea de la tensión entre los opuestos como conciliación o armonía de los opuestos mismos. Según Heráclito, los opuestos están ciertamente unidos, pero no conciliados: su estado permanente es la guerra.

Según Hegel, los opuestos se concilian de continuo y su conciliación es también su "verdad". Heráclito no es un filósofo optimista que considera (como Hegel) la realidad en paz consigo misma. Es un filósofo de tendencia amarga y pesimista (por algo la tradición lo representaba como "lloroso": Hipólito, Refut., I, 4; Séneca, De ira, I I , 10, 5, etc.) que tiene por sueño o ilusión ignorar la lucha y la discordia de que están constituidas y en la que viven todas las cosas.

Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofia.