Filosofia Medieval: Escolastica Parte III, Cap II, Juan Escoto Eriugena



PERSONALIDAD HISTÓRICA
De pronto aparece, en la primera mitad del siglo IX, la gran figura de Juan Escoto. En la pobreza cultural e investigadora de su tiempo, este hombre dotado de un espíritu extremadamente libre, de excepcional capacidad especulativa y de vasta erudición grecolatina, aparece como un milagro. A través de San Agustín, Juan Escoto se relaciona con el más genuino espíritu de la investigación filosófica, tal como había aparecido en la edad clásica de Grecia. Él se da cuenta de las exigencias soberanas de la investigación y las afirma resueltamente. Cuando tropieza con la realidad incomprensible de Dios o de la esencia de las cosas, no repliega las armas dialécticas ni prescribe el abandono a la fe, sino que vuelve a tomar la misma incomprensibilidad en el ámbito de la investigación, la dialéctica y hace de ella un elemento de claridad. La razón perezosa, que en este período de la historia de la filosofía encuentra tantos modos de atrincherarse detrás de las exigencias de la fe, no hace presa en él.
La obra de Juan Escoto ha tenido una importancia decisiva para la ulterior evolución de la escolástica. Sus fuentes principales son las obras de San Agustín, del seudo Dionisio (que Juan mismo tradujo del griego) y de los Padres de la Iglesia, especialmente de San Gregorio y de San Máximo. En la especulación posterior no hay filósofo de la escolástica que no se relacione con él directa o polémicamente. El papa Honorio III, en una bula del 23 de enero de 1225, condenó su obra maestra: De divisione naturae.
Muchos doctores escolásticos, antes y después de la condenación, polemizan contra sus afirmaciones; pero su especulación señala sobre todos los puntos un hito de la escolástica.

VIDA Y OBRAS
Juan Escoto es llamado Eriúgena por haber nacido en Irlanda (Eriu, Erin, Irlanda), La fecha de su nacimiento debe caer hacia el año 810. No se sabe con precisión el año en que se dirigió a la corte de Carlos el Calvo de Francia, pero debió ser en los primeros años del reinado de este rey.
Participó, en efecto, en la controversia teológica suscitada por las tesis del monje Godescalco sobre la predestinación; ahora bien, la condenación de Godescalco aconteció el año 853, después de largos y solemnes debates. Muy probablemente la venida de Juan Escoto a Francia es anterior al año 847. Carlos el Calvo nombró a Juan director de la Academia de Palacio o Schola Palatina, en París; por invitación del mismo rey tradujo las obras de Dionisio el Areopagita, cuyos escritos el emperador bizantino Miguel Balbo había regalado a Ludovico Pío el año 827. El papa Nicolás I se lamentó ante el rey de que Juan no hubiese sometido esta traducción a la censura eclesiástica antes de publicarla, y quiso incoar un proceso contra las herejías contenidas en ella. Después de la muerte del rey Carlos, el año 877, no se tienen noticias seguras de Juan. Según unos, murió en Francia aquel mismo año; según otros, fue llamado por el rey Alfredo el Grande a la escuela de Oxford y, después, como abad de Malmesbury o de Athelney, fue asesinado por los monjes.
La actividad filosófica de Escoto puede ser dividida en dos períodos. En el primero se inspiró sobre todo en los Padres latinos, esto es, en Gregorio el Magno, Isidoro y especialmente en San Agustín. Pertenece a este período el escrito contra el monje Godescalco, De divina praedestinatione. En un segundo período, Juan sufrió el influjo de los teólogos y filósofos griegos. El año 858 tradujo los escritos del seudo Dionisio Areopagita, en el 864 la Ambigua de Máximo el Confesor y el escrito De hominis opificio, de Gregorio de Nisa. Estos estudios le guiaron en la elaboración de su obra maestra, De divisione naturae, en cinco libros. Esta obra, escrita en forma de diálogo entre maestro y discípulo, es el primer gran escrito especulativo de la Edad Media.
Muestra ya el carácter de la investigación escolástica: el método apriorístico o deductivo que el autor maneja con gran maestría. Las glosas de Juan a los Opuscula theologica, de Boecio, son el más antiguo comentario de los escritos teológicos de éste. Muy conocidas en la Edad Media, pero nunca impresas, debieron ser compuestas en sus últimos años, hacia el 870, y tienen con la Divisio naturae la misma relación que las Retractationes tienen con las demás obras de San Agustín.
La cultura y la capacidad especulativa de Juan Escoto le ponen muy por encima del nivel de sus contemporáneos. No sólo conoce el griego y traduce esta lengua, sino que saca de los escritores y del espíritu griego una gran libertad de investigación y de orientación especulativa.

FE Y RAZÓN
El presupuesto de la investigación de Juan Escoto es el acuerdo intrínseco entre razón y fe, entre la verdad a que llega la investigación libre y la revelada al hombre por la autoridad de los Libros Sagrados y de los escritores inspirados. "No hay salvación para las almas de los fieles si no es en creer lo que se dice con verdad sobre el único principio de las cosas, y en entender lo que con verdad se cree" (De div. nat., II, 20).
La autoridad de las Sagradas Escrituras es indudablemente indispensable al hombre, porque solamente ellas pueden conducirle a los rincones secretos en que reside fe verdad (I, 64). Pero el peso de la autoridad no debe en modo alguno apartarle de lo que le persuada la recta razón. "La verdadera autoridad no obstaculiza a la recta razón, ni la recta razón obstaculiza a la autoridad. No hay duda de que ambas emanan de una fuente única, esto es, de la sabiduría divina" (I, 66). Pero la dignidad mayor y la prioridad de naturaleza corresponden a la razón, no a la autoridad. La razón nació al comienzo de los tiempos, junto con la naturaleza: la autoridad ha nacido después. La autoridad debe ser aprobada por la razón, de lo contrario no parece firme: la razón no tiene necesidad de ser apoyada o corroborada por ninguna autoridad. En fin, la autoridad misma nace de la razón, porque la verdadera autoridad no es otra cosa que la verdad hallada por virtud de la razón de los Santos Padres y por ellos transmitida por escrito para provecho de la posteridad (I, 69). Y Juan pone en boca del maestro, que es el principal interlocutor del diálogo, una enérgica invitación a la libre investigación: "Debemos seguir a la razón que busca la verdad y no está oprimida por ninguna autoridad y que de ninguna manera impide que sea públicamente expuesto y difundido lo que los filósofos buscan con asiduidad y llegan trabajosamente a encontrar" (II, 63).
Está decidida afirmación de la libertad de la investigación, que hace de Juan Escoto un sobreviviente abanderado del espíritu, filosófico de los griegos, no implica en él ninguna limitación o negación de la religión. Ya que la religión no se identifica con la autoridad, sino con la investigación.
Religión y filosofía son una misma cosa: "¿Qué significa tratar de filosofía, sino exponer las reglas de la verdadera religión, por las cuales la causa suma y principal de todas las cosas, esto es Dios, es humildemente adorada y racionalmente investigada? " (De praedest., I). Juan está aquí muy cerca del espíritu de investigación agustiniana, para la cual la fe es un punto de llegada más que de partida, está al final del largo y laborioso camino de la investigación más bien que al principio y es la dirección y la guía de la investigación más bien que un límite y un obstáculo. Y de hecho, el presupuesto agustiniano de la Verdad suprema, que se revela y se afirma en la investigación humana, se repite en Juan. La naturaleza humana en sí considerada es una sustancia tenebrosa, que es, no obstante, capaz de participar de la luz de la sabiduría. Cuando el aire participa del rayo de sol no es luminoso por sí mismo, sino por esplendor del sol que en él aparece; así la parte racional de nuestra naturaleza, cuando participa del Verbo, esto es, de la Verdad divina, no entiende por sí las cosas inteligibles y Dios, sino que solamente las conoce por la luz divina que hay en ella (De div. nat., II, 23).
En la investigación humana quien halla no es el hombre que busca, sino la luz divina que busca en el hombre. La frase de Jesús, según San Juan: "No sois vosotros quienes habláis, sino que Dios habla en vosotros", es entendida por Escoto, como si dijera: "No sois vosotros los que me entendéis, sino Yo que me entiendo a Mí mismo en vosotros a través de mi espíritu" (Hom. In Joh., p. 291 A).

LAS CUATRO NATURALEZAS
El título de la obra principal de Juan Escoto: La división de la naturaleza es de genuino origen platónico. La "división" a que alude el mismo es la operación fundamental de la dialéctica platónica, operación que afirma el Eriúgena constituye la estructura misma de la naturaleza; y la naturaleza es, según las doctrinas del Parménides y del Sofista, el conjunto del ser y del no ser. Inspirándose en un pasaje de San Agustín (De civ. Dei, V, 9),
Eriúgena divide la naturaleza en cuatro partes. La primera naturaleza crea y no es creada; y es la causa de todo lo que existe y no existe. La segunda es creada y crea; y es el conjunto de las causas primordiales. La tercera es creada y no crea y es el conjunto de todo lo que se engendra en el espacio y en el tiempo. La cuarta no crea ν no es creada, y es Dios mismo como fin último de la creación (De div. nat., I, 1).
Forma parte de estas cuatro naturalezas no sólo todo lo que es, sino también todo lo que no es. Por el no-ser no se entiende la nada, sino solamente la negación de las varias determinaciones posibles del ser. Así se puede decir que no son las cosas que escapan a los sentidos y al entendimiento; o las cosas inferiores en relación con las cosas superiores y celestes, o las cosas futuras que todavía no son; o las que nacen y mueren; o, en fin, las que trascienden al entendimiento y la razón. Todas las cosas de este género en cierta manera no son: no se identifican, sin embargo, con la nada, y forman parte de la realidad universal, que Escoto llama naturaleza.
Las cuatro naturalezas constituyen el círculo vital del ser divino: "En primer lugar, Dios desciende de la súper-esencialidad de su naturaleza, en la cual debe decirse que Él no es, y creado por sí mismo en las causas primeras, se convierte en principio de toda esencia, de toda vida, de toda inteligencia y de todo lo que la teoría gnóstica considera como causas primordiales. En segundo lugar, desciende a las causas primordiales, que están entre Dios y la criatura, entre la inefable súper-esencialidad de Dios, que trasciende toda inteligencia y la naturaleza que se manifiesta a los que tienen un espíritu puro; se encuentra en los efectos de las causas primordiales y se manifiesta abiertamente en sus teofanías. En tercer lugar, llega por medio de las formas múltiples de tales efectos hasta el último orden de la naturaleza entera que contiene los cuerpos. Así, procediendo ordenadamente en todas las cosas, crea todas las cosas y llega a ser todo en todo; y vuelve a sí mismo, volviendo a llamar a todas las cosas a sí y, mientras se encuentra en todas las cosas, no cesa de estar por encima de todo" (III, 20).
Este círculo, por el cual la vida divina procede a constituirse en la constitución de todas las cosas y vuelve con ellas a sí mismo, es el pensamiento fundamental de Juan Escoto. En él está contenida la determinación de la relación entre Dios y el mundo. El mundo es Dios mismo, en cuanto teofanía o manifestación de Dios; pero Dios no es el mundo, porque al crearse y convertirse en mundo, queda por encima de él.

LA PRIMERA NATURALEZA: DIOS
La primera naturaleza es Dios, en cuanto no tiene principio, y es la causa principal de todo lo que de Él y por Él es creado y es el fin único de todo lo que procede de Él.
Dios es, en efecto, el principio, el medio y el fin: es principio en cuanto de Él se derivan todas las cosas que participan de su esencia; es el medio, en cuanto en El y por El subsisten y se mueven todas las cosas; es el fin, en cuanto todas las cosas se mueven hacia Él, en busca del reposo de su movimiento y de la estabilidad de su perfección (I, 11). Como principio, medio y fin, la naturaleza divina no sólo crea, sino que también es creada. Es creada por sí misma en las cosas que ella misma crea, a la manera como nuestro entendimiento se crea a sí mismo en los pensamientos que formula y en las imágenes que recibe de los sentidos (1, 12). Dios es increado, en el sentido de que no es creado por otro y como tal está por encima de todos los seres y no puede ser comprendido ni definido adecuadamente. Es unidad, pero unidad inefable que no se cierra estérilmente en su singularidad, sino que se articula en tres sustancias: la sustancia ingénita, o Padre; la sustancia génita, o Hijo; la sustancia procedente de la ingénita y de la génita, o Espíritu Santo. Juan toma del seudo Dionisio la distinción de las dos teologías, la positiva y la negativa. La primera afirma de Dios todos los atributos que le corresponden. La otra niega que la sustancia divina pueda ser determinada mediante los caracteres de las cosas que son.
Pero los mismos caracteres que la teología positiva atribuye a Dios toman en esta atribución un valor diferente del que tienen cuando se refieren a las cosas creadas. Dios no es propiamente esencia, sino superesencia; no es verdad, sino superverdad, y lo mismo se debe decir de todos los caracteres que pueden atribuirse a Dios. De modo que aun la teología positiva es en realidad negativa, a menos que no se quiera llamar positiva y negativa a la vez; ya que decir que Dios es superesencia equivale a afirmar y negar al mismo tiempo que sea esencia (I, 14). Es cierto que a Dios no se le puede atribuir ninguna de las categorías aristotélicas, las cuales, referidas a Él, adquieren un significado diverso.
Si Dios cayese en el ámbito de alguna de las categorías sería un género (como, por ejemplo, animal), mientras que Él no es género, ni especie, ni accidente y, así, ninguna categoría puede propiamente calificarle (I, 15).
La conclusión es que todo lo que la razón humana puede hacer respecto a Dios es demostrar que nada se puede propiamente afirmar de Él.
Pero si Dios es inaccesible como naturaleza superesencial, se revela por sí mismo en la creación, que es una continua manifestación de Él o teofanía. La esencia divina, que es incomprensible de por sí, aparece en las criaturas intelectuales y es posible conocerla en ellas. Teofanía es el proceso que de Dios desciende al hombre a través de la gracia, para retornar a través del hombre a Dios, con el amor. Teofanía es también toda obra de creación en cuanto manifiesta la esencia divina, que por esto se hace visible en ella y a través de ella (I, 10; V, 23). Cada una de las personas divinas tiene su propia función en el proceso de la teofanía. El Padre es el creador de todo; el Hijo crea las causas primordiales de las cosas que subsisten en él universal y simplemente; el Espíritu Santo multiplica estas causas primordiales en sus efectos, esto es, las distribuye en géneros y especies, en números y diferencias, sea de las cosas celestiales, sea de las sensibles (II, 22).

LA SEGUNDA NATURALEZA: EL VERBO
La segunda naturaleza, la que es creada y crea, corresponde a la segunda persona de la Trinidad. En ella están las ideas o formas de las cosas y ella es, por tanto, el Verbo divino, a través del cual todas las cosas han sido creadas.
Escoto se pregunta qué valor causal tienen las formas subsistentes en el Verbo divino, si los cuerpos del mundo están formados por elementos que fueron creados de la nada. Si la nada fuera verdaderamente el origen de tales cuerpos, habría sido también su causa. Y entonces la nada sería mejor que las mismas cosas de las cuales fue causa, ya que la causa es siempre superior al efecto. Escoto resuelve la dificultad afirmando que los elementos que componen el mundo no han sido creados por la nada, sino por las causas primordiales. Y vuelve a plantear el problema a propósito de estas últimas.
¿Han sido creadas ellas mismas de la nada? Escoto responde que tampoco ellas han sido creadas de la nada; han estado siempre en el Verbo divino, porque le son coesenciales. La creación de la nada no se refiere a las causas primordiales, ni tampoco a las cosas que dependen de ellas. La nada no encuentra lugar fuera ni dentro de Dios. Que las cosas hayan sido creadas de la nada, significa solamente que hay un sentido en el cual no son; de hecho han tenido principio en el tiempo a través de la generación y antes de ésta no aparecían en las formas ni en las especies del mundo sensible. Pero en otro sentido, siempre son, ya que subsisten como causas primeras en el Verbo divino, en el cual no comienzan ni cesan nunca de existir (III, 15). La teofanía divina empieza en las causas primeras que subsisten en el Verbo.
Para ellas, el mismo Creador es creado por sí mismo y por sí se crea, esto es, comienza a aparecer en sus teofanías, a salir de las reconditeces de su naturaleza y a descender a los principios y a las cosas, empezando así a existir juntamente con ellas (III, 23).
Juan Escoto insiste, a lo largo de toda su obra, en la identidad esencial de las criaturas con el Creador, en la permanencia de la criatura en la misma esencia del Creador, en la presencia sustancial de éste en aquéllas. El mundo es Dios mismo en su auto-revelación. Tal es el principio que domina toda la especulación de Eriúgena. Dios no puede, ciertamente, subsistir antes que el mundo. Dios precede al mundo, no en el tiempo, sino sólo racionalmente en cuanto causa de él. Pero no comienza a ser causa en un momento dado, porque es causa esencialmente, y puesto que no sería causa si no crease el mundo, su creación debe ser eterna, coeterna con El (III, 8). "Dios no existía antes de crear todas las cosas" (I, 72), dice Escoto.

LA TERCERA NATURALEZA: EL MUNDO
La tercera naturaleza, creada y no creadora, es el mundo mismo, el conjunto universal de las cosas sensibles y no sensibles que proceden de las causas primeras por la acción distribuidora y multiplicadora del Espíritu Santo.
Escoto sostiene que todos los cuerpos del mundo están constituidos por forma y materia. La materia, al estar falta de forma y color, es invisible e incorpórea, y es, por esto, objeto no de los sentidos, sino de la razón. Es resultado del conjunto de las diversas cualidades, por sí mismas incorpóreas, que la constituyen reuniéndose conjuntamente: y se transforma en los distintos cuerpos a medida que se le añaden las formas y los colores (III, 14).
Tampoco la tercera naturaleza, esto es, el mundo, se distingue en realidad del Verbo divino. La razón nos obliga, afirma enérgicamente Juan, a reconocer que en el Verbo subsisten no sólo las causas primeras, sino también sus efectos; y así en él están también los lugares y los tiempos, las sustancias, los géneros y las especies, hasta las especies especialísimas representadas por los individuos con todas sus cualidades naturales. En una palabra, subsiste en el Verbo todo lo que está reunido en el universo de las cosas creadas, tanto lo que es comprendido por el sentido, o por el entendimiento humano o angélico, como lo que trasciende a los sentidos y la misma mente (III, 16).
El mundo es ciertamente creado: lo afirma la Sagrada Escritura. El mundo es ciertamente eterno, porque subsiste en el Verbo; lo afirma la razón. De qué manera se concilian creación y eternidad, es problema que la mente humana no puede resolver. Pero, en realidad, quizás el problema es más aparente que real. Ya que las cosas que subsisten en el espacio y en el tiempo y están distribuidas en los géneros y en las formas del mundo sensible no son en realidad distintas de las causas primeras que subsisten en Dios, y son Dios mismo. No se trata de dos sustancias diversas, sino de dos diversos modos de entender las mismas sustancias; en la eternidad del Verbo divino, o en la vida del tiempo. Así, no hay dos sustancias "hombre", una como causa primordial, y otra individuada en el mundo; sino una sola sustancia, que puede ser entendida de dos modos, o en su causa intelectual, o en sus efectos creados. Entendida de la primera manera, está libre de toda mutabilidad, de la segunda está sujeta a mutabilidad; de la primera manera está libre de todas sus cualidades accidentales y escapa a la inteligencia; de la segunda, resulta compuesta de cualidades y cantidades diversas y es susceptible de ser conocida por la mente (IV, 7).
Se ha visto que Dios no es solamente el principio, sino también el fin de las cosas. A El, pues, retornarán las cosas que de Él han salido y en Él se mueven y están. La Sagrada Escritura enseña claramente el fin del mundo y es, por otra parte, evidente que todo lo que empieza a ser lo que antes no era, cesará también de ser lo que es. Ahora bien, si los principios del mundo son las causas de las cuales ha salido, estas mismas causas serán el último término de su retorno. El mundo no será reducido a la nada, sino a sus causas primeras; y, una vez terminado su movimiento, será conservado perpetuamente en reposo. Ahora bien, las causas primeras del mundo son el mismo Verbo divino; al Verbo divino volverá, pues, el mundo en su fin. Una vez vuelto a unirse con Dios, al cual tiende en su movimiento, el mundo no tendrá un ulterior fin al que tender, y necesariamente reposará. Por esto el principio y el fin del mundo subsisten en el Verbo de Dios y son el mismo
Verbo (V, 3; 20).
Si la tesis típica del panteísmo es que Dios es la sustancia o la esencia del mundo, no hay duda de que la doctrina de Escoto es un panteísmo riguroso.
"Dios está sobre todas las cosas y en todas; sólo Él es la esencia de todas las cosas porque El solo es; y aun siendo todo en todo, no cesa de ser todo fuera de todas. Él es todo en el mundo, todo alrededor del mundo, todo en la criatura sensible, todo en la criatura inteligible; está todo en crear el universo, todo deviene en el universo, está todo en todo el universo, está en las partes de éste, porque él mismo es todo y parte, y no es ni todo ni parte" (IV, 5).
Constantemente, el panteísmo, tanto en la filosofía medieval como en la moderna, ha admitido como principio suyo la tesis con tanto vigor expresada aquí, de que Dios es la sustancia del mundo. Por otro lado, se puede comprender como la otra afirmación igualmente resuelta de Escoto que Dios está fuera del universo y que no existe ni todo ni parte del mismo que pueda ser admitida como prueba del carácter no panteísta de su doctrina.

EL CONOCIMIENTO HUMANO
El hombre interior es una imagen de la Trinidad divina. Juan toma y desarrolla a su manera este pensamiento de San Agustín. Las tres personas divinas se relacionan entre sí como la esencia (ousia), la potencia (dunamis) y el acto (energeia).
En el alma humana, la esencia es la inteligencia (νους), que es la parte más elevada de nuestra naturaleza y entiende a Dios y a las cosas en sus causas primeras.
La razón o λόγος corresponde a la virtud o δύναμις γ se refiere a los principios de las cosas que vienen inmediatamente después de Dios.
El sentido interior o διάνοια corresponde al acto o energía y se ocupa de los efectos, sean visibles o invisibles de las causas primeras. Tal sentido interior es coesencial a la razón y al entendimiento, mientras el sentido exterior, que se sirve de los cinco órganos y reside en el corazón, pertenece al cuerpo más que al alma, de modo que perece con la disolución del cuerpo (II, 23).
A estas tres partes del alma corresponden tres movimientos diversos: según el alma, según la razón, según el sentido. El primer movimiento es aquel mediante el cual el alma se mueve hacia el Dios desconocido, más allá de sí misma y de toda criatura. Por este primer movimiento Dios aparece al alma como trascendente a todo lo que es, y como absolutamente indefinible.
El segundo movimiento es aquel por el cual el alma define el Dios desconocido como causa de todas las cosas, porque en Él están las causas primeras.
El tercer movimiento es el concerniente a las razones de las cosas individuales. Parte de las imágenes recogidas por los sentidos externos y de tales imágenes se eleva a las razones últimas de las cosas de las cuales son imágenes. A través de este movimiento, la misma imagen sensible se transfigura. De imagen impresa en los órganos del sentido, se transforma en imagen que el alma siente en sí como propia; y precisamente el alma parte de esta imagen espiritualizada para ascender hasta las razones eternas de las cosas (II, 23).
La correspondencia entre el alma y Dios se extiende también a lo referente al conocimiento que el alma tiene de sí misma. Como Dios es cognoscible a través de sus criaturas, pero incomprensible en sí mismo, ya que ni El mismo ni otro puede entender lo que es, pues no tiene un quid, una esencia determinada que se pueda entender; así el alma humana sabe que es, pero de ninguna manera puede conocer qué es. Y esto no es un límite o una imperfección de la mente misma. Así como la mejor manera de acercarse a Dios no es la afirmación, sino la negación, no es el conocimiento, sino la ignorancia, porque Dios, no teniendo límites, no puede ser definido ni restringido a una esencia determinada; del mismo modo si fuera posible al alma conocer su propia esencia, esto significaría la posibilidad de circunscribirla e implicaría su desemejanza con el Creador (IV, 7).

DIVINIDAD DEL HOMBRE
Circula por toda la obra de Juan Escoto el sentido del valor superior y divino del hombre. El pesimismo propio de los escritores cristianos y del mismo Agustín sobre la naturaleza y los destinos del hombre, se atenúa en él hasta transformarse en exaltación del hombre, de sus capacidades y de su éxito final. "El hombre, dice, no ha sido llamado inmerecidamente oficina de todas las criaturas; en efecto, todas las criaturas se contienen en él.
Entiende como el ángel, razona como hombre, siente como animal irracional, vive como el gusano, se compone de alma y cuerpo y no carece de ninguna cosa creada." En cierto modo, el hombre es superior al mismo ángel, el cual, por carecer de cuerpo, no tiene sensibilidad ni movimiento vital (III, 37).
Muy significativas son las consideraciones que Escoto desarrolla con visible complacencia sobre el tema "si el hombre no pecase..." Si el hombre no pecase, seria ciertamente omnipotente como Dios. En efecto, nada le apartaría de Dios, y él, que es imagen de Dios, participaría de lleno en la perfección de su modelo. Por el mismo motivo, sería omnisciente, porque, como Dios, conocería por sus causas primeras todas las cosas creadas. Si el primer hombre no hubiera pecado, la semejanza entre la naturaleza angélica y la humana se habría transformado en una identidad, y el hombre y el ángel se hubieran convertido en una misma cosa. Y esto se explica porque la misma identidad se establece entre hombre y hombre, cuando recíprocamente se entienden. "Si, dice Escoto, yo entiendo lo que tú entiendes, me convierto en tu mismo entendimiento y en cierta manera inefable me convierto en ti mismo. Y cuando tú entiendes lo que yo entiendo, tú te conviertes en mi entendimiento, y de dos entendimientos se hace uno solo, constituido por lo que ambos sincera y cumplidamente entendemos.
Porque el hombre es verdaderamente su entendimiento, el cual se especifica e individualiza por la contemplación de la verdad (IV, 9).
La perfección del hombre es tan grande que ni siquiera el pecado original basta para destruirla. Con él el hombre no perdió su naturaleza que, en cuanta imagen de Dios, es necesariamente incorruptible: perdió solamente la felicidad, a la cual hubiera sido destinado si no hubiese despreciado el precepto divino. "Es menester decir, dice Juan, que la naturaleza humana, que está hecha a imagen de Dios, no perdió nunca la fuerza de su belleza y la integridad de su esencia y nunca puede perderlas. Una forma divina, como es el alma, permanece siempre incorruptible; a lo más, se hace capaz de soportar la pena del pecado" (V, 6).
Con el mismo optimismo Juan considera el destino último del hombre. La muerte es para el hombre el principio de una ascensión que le lleva a identificarse con Dios. No hay muerte para el hombre, sino retorno a un antiguo estado que había perdido al pecar. La primera fase de este retorno a Dios se efectúa cuando el cuerpo se disuelve en los cuatro elementos de los cuales está compuesto. La segunda fase es la resurrección, con la cual cada uno recibirá de nuevo su cuerpo, por medio de la reunión de los cuatro elementos. En la tercera fase, el cuerpo se transformará en espíritu. En la cuarta fase, toda la naturaleza humana volverá a sus causas primeras, que subsisten inmutablemente en Dios. En la quinta fase, la naturaleza humana, junto con sus causas, se moverá en Dios "como el aire se mueve en la luz" (V, 8). Este triunfo final de la naturaleza humana no será, sin embargo, una anulación en Dios. El disolverse místico y panteísta del hombre en Dios es excluido por Juan Escoto. El destino de la naturaleza humana no es el de perderse en el ser divino, sino el permanecer en su verdadera sustancia, reintegrarla a sus causas primeras y subsistir en su perfección completa en el ámbito del ser divino, como el aire en la luz. El misticismo neoplatónico es aquí corregido por el sentido del carácter irreductible de la naturaleza humana, carácter por el cual conserva, aun frente a Dios, y en virtud de Dios, su autonomía sustancial.

EL MAL Y LA LIBERTAD HUMANA
Esta misma posición conduce a Juan a modificar la doctrina agustiniana de la libertad humana. De San Agustín toma el punto de partida para su doctrina del mal. Que el mal no sea una realidad, sino una negación de realidad, es para Juan un presupuesto evidente. De este presupuesto saca la conclusión de que Dios no conoce el mal. El conocimiento divino es, en efecto, inmediatamente creador: Dios no conoce las cosas, que son, porque son: sino que las cosas son, porque Dios las conoce. La causa de su esencia es la ciencia divina. Todo lo que es, es pensamiento divino. El hombre es definido por Escoto como "una noción intelectual eternamente creada en la mente divina"; y la misma definición se aplica a todo lo que existe (IV, 7).
Por lo cual se ve que, si Dios conociera el mal, si el mal fuera un pensamiento divino, el mal sería una realidad en el mundo (II, 28). Pero el mal no es real. No es nada sustancial y las mismas apariencias seductoras de que se reviste ante los hombres malvados, no son malas por sí mismas. Un objeto bello y precioso, que inspira ambición en el avaro, inspira, en cambio, admiración desinteresada en el sabio. No es, pues, la apariencia bella lo que hace pecar y es mal en sí misma, sino la mala disposición del que la considera (IV, 16). Del mal, que no es realidad, no hay, pues, en Dios presciencia; y ni tampoco predestinación. La pena que recae sobre el que peca no ha sido predestinada por Dios; pues también ella es dolor y deficiencia, no realidad positiva. La pena es consecuencia del pecado y le sigue como si estuviera atada a él con una cadena; pero ni la pena, ni el pecado subsisten en la mente divina, en la cual halla lugar solamente el ser y el bien (De praedest., 15, 8). Cuando las Sagradas Escrituras hablan de predestinación o de presciencia divina del mal, es necesario entender estas expresiones en el sentido con que nosotros decimos saber, que, después del ocaso del sol, vienen tinieblas, que el silencio viene después de las aclamaciones y la tristeza después de la alegría. Pero las tinieblas, el silencio, la tristeza, no son otra cosa que nociones negativas, e indican solamente la ausencia de las realidades positivas correspondientes (Ibid., 15, 9).
Para Escoto, como para San Agustín, el mal se reduce, pues, al pecado, a deficiencia o ausencia de voluntad. Pero mientras para San Agustín la voluntad libre es únicamente la voluntad de bien, para Juan Escoto la voluntad libre es el libre albedrío, capaz de decidirse sea por el bien, sea por el mal. Ciertamente, la causa del pecado es la mutabilidad de la voluntad.
Esta mutabilidad, que es causa del mal, es ciertamente ella misma un mal (De div. nat., IV, 14). Pero sin ella el hombre no sería verdadera y plenamente libre. Si Dios hubiera dado al hombre solamente la capacidad de querer el bien y de vivir conforme a justicia, de manera que el hombre sólo se pudiera mover en una dirección, el hombre no sería absolutamente libre, sino libre sólo en parte y en parte no libre. Ahora bien, una libertad parcial no es posible. Si aun en una parte mínima el hombre no es libre, es absolutamente no-libre. Un libre albedrío que se tambalea, no puede estar en pie (De praedest., 5, 8). Si se responde que no dañaría al hombre el tener un libre albedrío claudicante, es necesario objetar que sin un verdadero y total libre albedrío la justicia divina no hubiera podido ejercerse. Ya que la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo y por parte de Dios en reconocer a cada hombre el mérito de haber obedecido a sus mandatos. Pero ¿qué significado tendrían estos mandamientos para un hombre que no pudiese hacer más que el bien? Dios tuvo, pues, que dar al hombre un libre albedrío por el cual pudiese pecar o no pecar. Solamente un libre albedrío de esta clase hace al hombre capaz de usufructuar libremente la ayuda que le ofrece la gracia divina (Ibid., 5, 9).
La libertad del hombre es, pues, posibilidad de pecar y no pecar, porque solamente tal posibilidad hace al nombre susceptible de ser premiado o castigado según juicio. Y, puesto que solamente la voluntad dotada de libre albedrío es responsable del pecado, solamente la voluntad es castigada por Dios. Aun los jueces humanos, si no son impulsados por la sed de venganza, tienen en cuenta la corrección de los reos y castigan, no su naturaleza, sino sólo su delito. De la misma manera, el castigo divino se dirige solamente a la voluntad que ha cometido el pecado, pero deja íntegra y salva la naturaleza del pecador, que permanece capaz de retornar a Dios, en el triunfo final (V, 31). Para este triunfo el hombre es ayudado a la vez por su naturaleza y por la gracia divina. El hombre debe a su propia naturaleza el haber sido sacado de la nada y el durar, a la gracia debe su deifícatio, por la cual vuelve a la sustancia divina. La naturaleza es dada, la gracia es un don gratuito, concedido por la divina bondad sin mérito por parte del hombre.

LA LÓGICA
Conforme a la orientación platonizante del sistema, la lógica de Escoto Eriúgena es realista: presupone la realidad objetiva de todas las determinaciones lógicas universales, de todos los conceptos de género y especie. Y pertenece al espíritu de tal lógica considerar que cuanto más universal es un concepto, tanto mayor es su realidad objetiva·, así los conceptos de géneros supremos son más reales que los de géneros menos extensos; y los conceptos de géneros son más reales que los conceptos de especies, en las cuales todo género se subdivide; en fin, las especies especialísticas, esto es, los individuos, tienen menor realidad que las especies superiores, o más extensas. Comentando un pasaje bíblico, Escoto afirma que Dios creó primero el género, porque en él se contienen y están juntas todas las especies; el género se divide después y multiplica en las formas generales y en especies especialísimas. De esto saca una, consideración fundamental sobre el valor objetivo de la dialéctica: "La dialéctica, el arte que divide los géneros en especies, y resuelve las especies y los géneros, no ha sido creada por investigaciones humanas, sino que está fundada en la misma naturaleza, y ha sido creada por el Autor de todas las artes que son verdaderamente artes, descubierta por los sabios y empleada para provecho de toda clase de investigaciones sobre las cosas" (IV, 4). Y, así, la tabla lógica de los conceptos dispuestos según el orden de su universalidad, se identifica, según Escoto, con el orden metafísico de las determinaciones del ser.
La determinación lógica más universal, y, por consiguiente, la más real determinación objetiva, es la esencia (ousia), que es incorpórea, simple e indivisible. La esencia existe en los géneros y en las especies, pero no se divide en ellos, sino que permanece inmultiplicada, aun multiplicándose en los géneros, en tas especies y en los individuos (I, 34). "La esencia subsiste toda junta, está eterna e inmutablemente en sus subdivisiones, y todas sus subdivisiones constituyen simultáneamente y siempre, en ella, una unidad inseparable" (I, 49). Por eso la esencia de todas las cosas es en realidad una sola, es Dios mismo (I, 1). Es incognoscible e incomprensible como Dios mismo; lo que se percibe con los sentidos o se comprende con el entendimiento en toda criatura, es solamente algún accidente de la incomprensible esencia (I, 3).
La lógica de Escoto, que nació dos siglos antes de que la discusión sobre los universales llegase a ser el problema fundamental de la dialéctica, presenta anticipadamente la solución típicamente realista del problema y es la fuente de todas las soluciones del mismo tipo que fueron adoptadas después. Representa también el papel de término de comparación polémico para las escuelas anti-realistas.


Filosofía Medieval: Escolástica. Parte III, Capitulo I; Los orígenes de la Escolástica

La escolástica tuvo su origen en las escuelas fundadas en el renacimiento carolingio, en el ascenso del feudalismo, y se desarrolló plenamente a partir del siglo XI.
La escolástica vivió 3 periodos: Escolástica temprana, alta y baja
 

Escolástica temprana: Se da del siglo IX al siglo XII. En esta época se estaba viviendo la reforma monástica y la renovación política de la Iglesia, las grandes cruzadas, un incipiente proceso de urbanización y sobre el final de este periodo se fundaron las primeras universidades y surgen las órdenes mendicantes(los dominicos y franciscanos principalmente).
En esta etapa, sus principales representantes fueron Anselmo de Canterbury, considerado como el primer escolástico y reconocido por su debate argumento ontológico para probar la existencia de Dios; Pedro Abelardo, quien renovará la lógica y la dialéctica y creará el método escolástico de la quaestio (un problema dialecticum); y las escuelas de Chartres y San Víctor.
Alta escolástica: Se desarrolla durante el siglo XIII, también llamado como la “Edad de oro” de la escolástica. Durante esta época se dio la redacción de las grandes Sumas teológicas y filosóficas, y se dio la incorporación de nuevos elementos provenientes de las filosofías árabe, judía y aristotélica.
Los máximos representantes de esta etapa fueron Tomás de Aquino, gran representante de la teología dominica y en general de la escolástica, quien aceptó el empirismo aristotélico y su teoría hilemórfica y dijo que Dios se hace comprensible únicamente a través de una doble analogía; Duns Escoto, uno de los máximos representantes franciscanos que llega a la idea de Dios como el Ser infinito, una noción alcanzada por vía metafísica; y Buenaventura, reconocido franciscano.
 Baja escolástica: Se da en el siglo XIV, cuando se da el divorcio entre la razón y fe.
Su máximo representante es Guillermo de Ockam, quien tiene una postura conocida como nominalismo, que se opone a la tradición aristotélico-escolástica y dice que los universales son únicamente nombres y existen sólo en el alma. Esta postura lleva a afirmar el primado de la voluntad sobre la inteligencia. La voluntad de Dios no está limitada por nada, ni siquiera las ideas divinas pueden afectar la omnipotencia de él.
Núcleo filosófico:
La escolástica es un movimiento teológico y filosófico que intento comprender la revelación religiosa del cristianismo y ordenar el conjunto de dogmas que los Padres de la Iglesia ya habían elaborado. Este movimiento fue la corriente dominante del pensamiento medieval que se basó en la coordinación entre razón y fe, que en cualquier caso siempre mostraba una clara subordinación de la razón con respecto a la fe. Este movimiento se vio influenciado no solo por las corrientes grecolatinas sino también por árabes y judías, y varios factores influyeron para su apogeo en la época como la recepción de las obras de Aristóteles, la creación de las universidades y la fundación de las órdenes religiosas.
La escolástica se vio motivada por el respeto a la autoridad de Dios y el ejercicio de la razón. La búsqueda del equilibrio entre estos dos aspectos y la definición de su relación entre ambos fue una de las cosas de mayor importancia para los filósofos de este periodo. Combina la doctrina religiosa, el estudio de los Padres de la Iglesia y el trabajo lógico y filosófico basado principalmente en Aristóteles. Se propone aplicar un método y una técnica específicos, rigurosos y precisos, para el análisis de las Escrituras y de los problemas filosóficos en general.
La escolástica se basaba principalmente en la autoridad. La Biblia, los Padres de la Iglesia, Platón y Aristóteles eran el material para trabajar.
Un tema muy discutido en la época fue el de los universales, también llamados “nociones genéricas” y “entidades abstractas”. El problema estaba en determinar qué clase de entidades son, cuál es su forma de existencia, si estos conceptos tienen una referencia real o no. A raíz de esto surgen 3 posturas básicas:
1. Realismo extremo: Los universales existen en realidad y su existencia es independiente de las cosas singulares. Su representante más destacado fue Guillermo de Champeaux.
2. Realismo moderado: Los universales existen realmente, pero tienen su fundamento en la cosa particular. Aun así, existen en la mente de Dios como modelos de las cosas y sus relaciones. Esta es la posición de San Agustín y de Tomás de Aquino.
3. Nominalismo: Los universales no son reales, dependen de las cosas. Guillermo de Ockham es una de sus representantes más destacados.

Los escolásticos adoptaban la doctrina de Aristóteles al admitir dos principios esenciales: materia prima y forma sustancial. Para ellos, el considerar los cuerpos como simples conjuntos de átomos y explicar todo por meras combinaciones de estas partículas en el espacio, era propio de una filosofía grosera; por esto reputaban la de Demócrito y la de los demás antiguos que sostuvieron el sistema corpuscular. Se tenía por un adelanto científico la distinción entre materia y forma.
En los tres periodos de la filosofía escolástica, el tema fundamental de las discusiones y de las Sumas era el tema de Dios, más puntualmente el problema de la fe y de la razón, de la Teología y de la Filosofía, ya que la filosofía es un medio para profundizar en la fe.
En el proceso de esta disputa surgen tres posturas:
Los dialécticos, como Juan Escoto, que creen que la fe debe ser analizada y demostrada por la razón.
Los anti dialécticos, que sostienen que la única sabiduría es la que nos da la fe. La filosofía es en todo el sentido de la palabra sierva de la teología.
Una postura intermedia, que la sostiene Gerberto de Aurillacez en el siglo XI y Santo Tomás en el siglo XIII. Fe y razón son distintas, son dos caminos que nos llevan a la misma verdad. Ambas vienen de Dios, por lo tanto, si la razón funciona bien, no puede llegar a conclusiones opuestas a las de la fe. La Filosofía y la Teología son saberes distintos que se complementan. La Filosofía alcanza algunas verdades de la fe, como la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. La Teología, amplía nuestro conocimiento de Dios a través de la Revelación. Por ejemplo, Dios es Trinidad.


CARACTERES DE LA ESCOLÁSTICA

La palabra escolástica designa la filosofía cristiana de la Edad Media. El nombre scholasticus indicó en los primeros siglos de la Edad Media el maestro de artes liberales, esto es, de las disciplinas que constituían el trivio (gramática, lógica o dialéctica y retórica) y el cuadrivio (geometría, aritmética, astronomía y música). Luego se llamó scholasticus también al que enseñaba filosofía o teología, cuyo título oficial era el de magister (magister artium o magister in theologia) y que desarrollaba sus lecciones primeramente en la escuela monacal o catedral, después en la universidad (studium generale). El origen y el desarrollo de la escolástica se relacionan estrechamente con la función de la enseñanza, que determinó también la forma y el método de la actividad literaria de los escritos escolásticos.
Puesto que las formas fundamentales de la enseñanza eran dos, la lectio, que consistía en el comentario de un texto y la disputatio, que consistía en el examen de un problema hecho con la consideración de todos los argumentos que se puedan aducir pro y contra, la actividad literaria de los escolásticos asumió preferentemente la forma de Comentarios (a la Biblia, a las obras de Boecio, a la lógica de Aristóteles y luego a las Sentencias de Pedro
Lombardo y a otras obras de Aristóteles) o de colección de cuestiones.
Colecciones de esta clase son los Quodlibeta, que comprenden las cuestiones que los aspirantes a la láurea en teología debían discutir dos veces al año (antes de Navidad y antes de Pascua) sobre cualquier tema, de quodlibet.
Las quaestiones disputatae eran, en cambio, el resultado de las disputationes ordinariae, que los profesores de teología tenían durante sus cursos sobre los más importantes problemas filosóficos y teológicos.
La conexión de la escolástica con la función docente no es un hecho simplemente accidental y extrínseco, sino que forma parte de la naturaleza misma de la escolástica. Toda filosofía está determinada en su naturaleza por el problema que constituye el centro de su investigación; y el problema de la escolástica era el de llevar al hombre a la comprensión de la verdad revelada.
Ahora bien, éste era un problema de escuela, o sea, de educación: el problema de la formación de los clérigos. La coincidencia típica y total del problema especulativo y del problema educativo justifica plenamente el nombre de la filosofía medieval y explica sus rasgos fundamentales. En primer lugar, la escolástica no es, como la filosofía griega, una investigación autónoma, que afirme su propia independencia crítica frente a cualquier tradición. La tradición religiosa es, para ella, el fundamento y la norma de la investigación. La verdad ha sido revelada al hombre por medio de las Sagradas Escrituras, a través de las definiciones dogmáticas que la comunidad cristiana ha puesto como fundamento de su vida histórica, a través de los Padres y doctores inspirados o iluminados por Dios. Para el hombre, se trata solamente de acercarse a esta verdad, de comprenderla, en cuanto sea posible, mediante los poderes naturales y con la ayuda de la gracia y de hacérsela propia para ponerla como fundamento de su propia vida religiosa. Pero aun en esta tarea, que es propia de la investigación filosófica, el hombre no puede ni debe confiar en sus propias fuerzas. Aun en esto le ayuda y debe ayudar la tradición religiosa suministrándole, por medio de los órganos de la Iglesia, una guía iluminadora y una garantía contra el error. Se trata, pues, de una obra común más que individual: de una obra en la cual el individuo particular no puede ni debe confiar solamente en sus fuerzas, sino que puede y debe recurrir a la ayuda de los otros, especialmente de aquellos a quienes la Iglesia misma reconoce particularmente como inspirados y sostenidos por la gracia divina. De aquí el uso constante de las auctoritates en la investigación. Auctoritas es la decisión de un concilio, una frase bíblica, una sententia de un Padre de la Iglesia. El recurso a la autoridad es la manifestación típica del carácter común y súper-individual de la investigación, escolástica, en la cual el individuo quiere sentirse apoyado continuamente y sostenido por la responsabilidad colectiva de la tradición eclesiástica.
De aquí deriva otro carácter fundamental de la investigación escolástica.
Ella no se propone formular ex novo doctrinas o conceptos. Su objeto es el de entender la verdad ya dada por la revelación, no el de encontrar la verdad. Por esto, así como toma de la tradición religiosa la norma de la investigación, también toma de la tradición filosófica los instrumentos y el material de la misma investigación. Ella vive sustancialmente a expensas de la filosofía griega; primero la doctrina platónico-agustiniana, después la aristotélica, le suministran los instrumentos y el material de la investigación.
La filosofía, como tal, es, pues, de por sí solamente un medio: ancilla theologiae. Naturalmente, las doctrinas y los conceptos que se emplean para este objeto sufren una transformación más o menos radical de su significado primitivo. Pero la escolástica no se propone intencionadamente esta transformación y las más de las veces no tienen ni siquiera conciencia de ella.
El sentido de la historicidad le es extraño. Las doctrinas y los conceptos son libertados de los complejos históricos de que forman parte y son considerados independientemente de los problemas a que responden y de la personalidad auténtica del filósofo que los ha elaborado. La Edad Media lo pone todo en el mismo piano y hace de los filósofos más alejados de su mentalidad unos contemporáneos, de los cuales es lícito tomar los frutos, más caracterizados para adaptarlos a las exigencias propias.
En esta estructura formal de la filosofía medieval se refleja la misma estructura social y política del mundo medieval. Este mundo medieval está constituido como una jerarquía rigurosa sostenida por una fuerza única que desde lo alto lo dirige y determina todos sus aspectos. Se suele decir que la concepción medieval del mundo se inspira en el aristotelismo; en realidad, es sustancialmente la concepción estoico-neoplatónica aquella a la que se reducen y adaptan las mismas doctrinas aristotélicas. El mundo es un orden necesario y perfecto en el que cada cosa tiene su puesto y su función, manteniéndose en éste puesto y en esta función por la fuerza infalible que determina y guía el mundo desde arriba. Todo lo que el hombre puede y debe hacer es conformarse a este orden: su mismo libre albedrío puede ser empleado provechosamente sólo con miras a esta conformidad. Las instituciones fundamentales del mundo medieval, el Imperio, la Iglesia, el Feudalismo se presentan como los guardianes del orden cósmico e instrumentos de la fuerza que lo rige. Dichas instituciones se dirigen sustancialmente a hacer aparecer todos los bienes espirituales y materiales a los que el hombre puede aspirar, desde el pan de cada día hasta la verdad, como derivados del orden a que pertenece y, por ende, de las jerarquías que son intérpretes y vigilantes de dicho orden. En un mundo así, la investigación filosófica no puede tomar sus principios y su disciplina sino de las mismas jerarquías en que se concreta el orden universal o de la fuerza que se considera como causa del mismo.
Como norma directriz de la vida individual y social, la noción de este orden se afirma a partir del siglo VIII cuando, al desaparecer Casi por completo los intercambios económicos y culturales juntamente con la decadencia de las ciudades, sólo queda en pie una economía rural tan pobre como cerrada. El despertar del comercio y de las artes que se produce a partir del siglo XI, los viajes e intercambios, provocan la primera crisis de la concepción medieval del orden cósmico. Estos fenómenos, por la fuerza misma de los hechos, demuestran que el individuo puede adquirir por sí mismo los bienes que se le presentan, aumentándolos y defendiéndolos con su actividad y con la colaboración de los demás. A veces comienza a insinuarse el poder jerárquico como un límite o como una amenaza, más bien que como una ayuda o una garantía para la capacidad de adquirir o conservar los bienes indispensables para el hombre. La lucha por las autonomías comunales, para la liberación de las angosturas del feudalismo, estriba sustancialmente en la confianza del hombre en sí mismo, en su capacidad de proveer a sus necesidades y de organizarse en comunidades autónomas que provean, mejor que las jerarquías impuestas desde arriba, a su propia defensa. En estas condiciones, la investigación filosófica cobra nuevo impulso y nuevas dimensiones de libertad. Todavía no se ponen en duda sus presupuestos jerárquicos y todavía siguen reconociéndose sus límites y sus condiciones sobrenaturales; pero la parte debida a la iniciativa racional del hombre se extiende y se refuerza y, dentro de ciertos campos y de ciertos límites, se reconoce esta iniciativa como legítima y eficaz. Por lo tanto, se trata de establecer claramente los campos y los límites en que es tal y se cree de esta manera haber realizado un perfecto acuerdo entre la razón y la fe, es decir, entre la verdad que el hombre puede alcanzar con sus poderes naturales y la que se le revela desde arriba y se le impone por las jerarquías. Pero también este equilibrio comienza a romperse a partir de los últimos decenios del siglo XIII; sin embargo, no se renuncia entonces a la fe ni se denuncia en su totalidad la concepción jerárquica del orden cósmico, sino que se extiende y se refuerza al ámbito de la iniciativa racional empeñándose la investigación filosófica en dominios que nada tienen que ver con los objetos de la fe y en los que ella puede proceder con sus fuerzas autónomas. Sobre este desarrollo, que comprende tanto los aspectos sociales y políticos como los filosóficos del mundo occidental en los siglos de la Edad Media, se funda la caracterización de la filosofía escolástica como problema de la relación entre la razón y la fe y su periodicidad fundada en el modo distinto de resolver este problema. Claro está que, desde este punto de vista, el problema de la relación entre la razón y la fe no es un problema puramente especulativo. Además, es un problema especulativo que puede considerarse a base del cotejo entre los textos filosóficos y religiosos con sus interpretaciones e implicaciones. Pero no es esto sólo. Sobre todo, es el problema de la parte que puede y debe tener la iniciativa racional del hombre en la investigación de la verdad y, por lo tanto, en la dirección de la vida singular y asociada, frente a la que debe tener el orden cósmico y las jerarquías que lo representan. Por eso es también el problema de la libertad que el hombre puede reclamar para sí y de las limitaciones que esta libertad debe encontrar en las jerarquías que gobiernan el mundo. Por último, es también el problema de los nuevos campos de investigación (la naturaleza, la sociedad) que se abren al hombre a medida que éste reivindica una mayor autonomía para su razón.
Entendido el "problema escolástico" en los términos que se dejan expuestos, puede aprovecharse fácilmente para darse cuenta de la continuidad y de la variedad, de las concordancias y de las polémicas del pensamiento medieval. Este problema permite percatarse de que la ortodoxia y la heterodoxia religiosas forman parte igualmente de este
pensamiento como la forman también las especulaciones políticas y los intereses redivivos o renacientes por la naturaleza o por la ciencia; y que las tendencias heréticas, las rebeliones filosóficas, teológicas o políticas que siempre lo han caracterizado, aunque en diversa medida, constituyen sus aspectos históricos fundamentales con el mismo título que las grandes síntesis doctrinales en que la iniciativa racional del hombre y las exigencias de la fe y de la jerarquía eclesiástica parecen haber hallado un resultado comprometido.
Lo que este concepto del problema escolástico excluye es el intento de considerar la propia escolástica en su conjunto como una síntesis doctrinal homogénea en la que se unifiquen y se fundan las contribuciones individuales. Esta noción de la escolástica ha sido sugerida por la voluntad de privilegiar el aspecto por el cual es ella (o presume ser) concordancia plena y definitiva entre la razón y la fe: aspecto característico de la síntesis tomística. Ahora bien, este privilegio carece de base histórica y no tiene más efecto que el de excluir de la escolástica, considerada como la única filosofía viva de la Edad Media, una parte importante de los pensadores medievales. La base de este privilegio la constituye una preferencia ideológica, historiográficamente insostenible. La filosofía medieval, como la de cualquier otro período, puede describirse y caracterizarse únicamente sobre la base de su problema dominante, no de una de las soluciones que fueron dadas a dicho problema. La continuidad de esta filosofía puede reconocerse sólo sobre el fundamento de la unidad de su problema y de las diferencias de sus soluciones. Y la periodicidad de la misma sólo puede efectuarse sobre la base del predominio de una u otra de las soluciones fundamentales. A esta exigencia responde la periodicidad tradicional que distingue cuatro fases de la escolástica. La primera, llamada preescolástica, es la del renacimiento carolingio, en el que se presupone y se admite sin más la identidad de la razón y la fe. En la segunda, llamada alta escolástica, que va desde mediados del siglo XI hasta finales del XII, el problema de la relación entre la razón y la fe comienza a esbozarse y a plantearse claramente sobre la base de la antítesis potencial de los dos términos. En la tercera, que va desde el año 1200 hasta los primeros años del siglo XIV, aparecen los grandes sistemas escolásticos que constituyen lo que ha dado en llamarse "florecimiento de la escolástica". En la cuarta, que abarca el siglo XIV, se produce la disolución de la escolástica por la reconocida insolubilidad del problema que está en su fundamento.
Sin embargo, concluida como período histórico, la escolástica continúa actual para expresar la exigencia, para el hombre que vive en una tradición religiosa, de entender y justificar racionalmente esta tradición. Esta exigencia se representa frecuentemente en la historia de la filosofía. Otras formas de escolástica que recurren a las formas de filosofía que van dominando se presentarán en el curso ulterior del pensamiento filosófico.

EL RENACIMIENTO CAROLINGIO
Los siglos VIII y IX señalan la concentración de las fuerzas sobrevivientes de la cultura en los grandes imperios de Occidente: el imperio árabe y el imperio carolingio. Los dos hicieron posible un renacimiento intelectual.
Carlomagno, por la necesidad misma de garantizar la unidad de su imperio y de administrarlo, necesidad que requería el empleo de numerosos funcionarios dotados de una cierta cultura, promovió y animó los estudios.
En el período precedente, éstos habían sido cultivados solamente en las regiones periféricas: por un lado, en las ciudades de Italia meridional, como Nápoles, Amalfi y Salerno; por el otro, en los monasterios ingleses e irlandeses. En la época carolingia se convirtieron en el patrimonio de las grandes abadías, que ejercieron la función que había pertenecido primeramente a las ciudades.
A fines del siglo VIII la obra de Alcuino fue el comienzo de la reconstrucción intelectual de Europa. Nacido en 730 en Inglaterra, Alcuino se formó en la escuela episcopal de York; el 781 fue llamado por el emperador Carlomagno para dirigir su escuela palatina y se convirtió en organizador de los estudios del imperio franco. Murió en el 804. Las obras de Alcuino están casi exclusivamente constituidas por extractos tomados de otros autores. Su Gramática está tomada de Prisciliano, Donato, Isidoro, Beda; su Retórica del escrito de Cicerón De inventione, su Dialéctica de una obra seudoagustiniana sobre las categorías. También su escrito De animae ratione ad Eulaliam Virginem, que es el primer tratado de psicología de la Edad Media, es una serie de extractos de Agustín y de Casiano.
Alcuino es el gran organizador de la enseñanza en el reino franco. El ordenó los estudios según las siete materias del trivio y del cuadrivio, que llama las siete columnas de la sabiduría (Patr. Lat., 10.1, 853 c). En su escrito teológico sobre la Trinidad (De fide Sanctae et individuae Trinitatis, tres libros), Alcuino trata de la esencia divina, de las propiedades de Dios, de la trinidad de las personas, de la encarnación y de la redención, permaneciendo del todo fiel a la especulación de San Agustín. Como éste, insiste sobre la imposibilidad de concebir y expresar la esencia divina, respecto a la cual las categorías, que sirven para entender las cosas finitas, adquieren un nuevo significado. En Dios todo se identifica: el ser, la vida, el pensamiento, el querer y el obrar y, sin embargo, Él es la absoluta simplicidad. En su escrito sobre el alma, dedicado a la joven Eulalia, Alcuino define el alma como "espíritu intelectual o racional, siempre en movimiento, siempre vivo y capaz de buena o mala voluntad". El alma recibe varios nombres según sus funciones: se llama alma en cuanto vivifica; espíritu en cuanto contempla; sentido en cuanto siente; ánimo en cuanto sabe; mente en cuanto comprende; razón en cuanto juzga; voluntad en cuanto consiente; memoria en cuanto recuerda. Pero estas funciones diversas no son propias de varias sustancias, aunque sean indicadas con diversos nombres: constituyen todas un alma única (De animae ratione, 11). Alcuino distingue en ella tres partes, siguiendo la doctrina platónica: la racional, la irascible y la apetitiva. Las tres partes del alma racional: memoria, entendimiento y voluntad reproducen la Trinidad divina (según la doctrina de Agustín). El alma es el fundamento de la personalidad humana; pero al yo en su totalidad pertenece no sólo el alma, sino también el cuerpo. El alma es incorpórea, y, como tal, inmortal. Su bien más alto es Dios y su destino es el de amar a Dios. A tal destino ella se prepara con las virtudes, y entre éstas Alcuino coloca no sólo las cristianas: fe, esperanza y caridad, sino también las paganas, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, de las cuales da definiciones platónicas tomadas del De officiis de Cicerón.
La obra de Alcuino fue continuada por sus sucesores. Fredegiso, que le sucedió como abad de St. Martin en Tours y fue, desde 819 hasta el 834, año de su muerte, canciller de Ludovico Pío, compuso una obra en la cual se planteaba la cuestión de si la nada es algo o no (De nihilo et tenebris).Concluye que la nada en cierta manera es; y de hecho, si se niega esto, esta misma negación es ya algo y por ella la nada en cierta manera es (Patr. Lat., 105. °, 751). El mismo hecho de que la nada tenga un nombre demuestra su realidad, porque un nombre que no se refiera a alguna cosa real, no puede ser pensado. La expresión bíblica de que el mundo ha sido creado de la nada, demuestra también la realidad de la misma; porque de la nada proceden todos los elementos y también la luz, los ángeles y las almas de los nombres.
Discípulo de Alcuino fue Rábano Mauro. Nacido en Maguncia en el 776 o 784, fue primero maestro y después abad del monasterio de Fulda; el año 847 fue nombrado arzobispo de Maguncia, donde murió en el 856.
Rábano es considerado como el creador de la escuela en Alemania. De la escuela de Fulda salieron un gran número de doctores que fueron a enseñar en las provincias vecinas lo que habían aprendido de su maestro. Una anécdota nos revela la hostilidad de algunos eclesiásticos de su tiempo contra la cultura y la fama que había conquistado Rábano. El
abad de Fulda se apoderó un día de los cuadernos de Rábano y de sus discípulos y declaró que prohibía en adelante la introducción de cualquier novedad en el monasterio. Además, empleó a los monjes más estudiosos en trabajos pesados y continuos. Los monjes apelaron al rey, que se pronunció contra el abad; y Rábano, reintegrado a su cátedra, continuó sus lecciones. Sus contemporáneos le apellidaron Rábano el Sofista.
Rábano se preocupó sobre todo de la educación filosófica y teológica del clero. Con este fin, compuso los tres libros Sobre la instrucción de los clérigos (De institutione clericorum), que es una compilación, cuyo material está tomado de los Padres de la Iglesia, de Isidoro y de Beda. Rábano insiste en la necesidad e importancia del estudio de las artes liberales y aun de los filósofos paganos, y en particular de los platónicos. Justifica el uso de la cultura profana con la teoría de la injusta posesión: "Si los filósofos han dicho en sus escritos cosas verdaderas y que están de acuerdo con la fe, no se debe temer el reprenderlos como injustos poseedores" (III, 26). Y, en efecto, los filósofos las han descubierto en cuanto han sido guiados por la verdad, esto es, por Dios: por esto pertenecen no a ellos, sino a Dios. En un tratado De Universo, tomado en gran parte de las Etimologías de
Isidoro y del De natura rerum de Beda, recogió un rico material profano de ciencias naturales. En una glosa a las Categorías de Aristóteles, Rábano niega, refiriéndose a la doctrina de este filósofo, la univocidad del ser, esto es, niega que el término "ser" conserve el mismo significado refiriéndose a todo lo que existe, y afirma, en cambio, su equivocidad, la diversidad de sus significados. La univocidad o la equivocidad del ser debían convertirse, en el siglo XIII, en uno de los temas fundamentales de la polémica filosófica.
Un discípulo de Rábano, Servato Lupo, que fue abad de Ferriéres desde el 842 hasta su muerte (862), tiene en gran aprecio la cultura humanística y ofrece en sus Cartas el ejemplo de un vivo interés literario y filológico. Su tratado Sobre tres cuestiones se ocupa del libre albedrío, de la predestinación y la Eucaristía, siguiendo las huellas de los padres y especialmente de Agustín.
De la escuela de Alcuino salió también Pascasio Radoberto, abad de Corbie, desde el 842, y muerto en el 860. Pascasio compuso en 831 la obra De corpore et sanguine Domini. Su mayor obra es un Comentario al Evangelio de San Mateo. En la obra titulada De fide, spe et charitate, distingue tres especies de cosas creíbles. La primera es la de las que pueden ser inmediatamente creídas, como las cosas visibles; la segunda, de las cosas que pueden ser creídas y comprendidas a la vez, como los axiomas de la matemática y las verdades racionales. La tercera es la de las cosas que la revelación enseña acerca de Dios; y éstas no son simultáneamente creíbles y comprensibles, sino que deben ser primeramente creídas con todo el corazón y con toda el alma, para ser después comprendidas. Pascasio expresa así aquella precedencia de la fe sobre la razón que debía ser tema de la especulación de Anselmo.
Otro monje de Corbie, Godescalco, muerto entre el 866 y el 869, sostuvo con mucha energía, a pesar de las condenaciones de dos sínodos, la doctrina de la doble predestinación. Sostenía que Dios predestina tanto al bien como al mal y que algunos hombres, por la predestinación divina que les constriñe a la muerte espiritual, no pueden corregirse del error y del pecado, porque Dios los ha creado desde el principio, incorregibles y destinados a la pena. Esta doctrina de la doble predestinación, que era enseñada también por el maestro de Godescalco, el monje Ratramno (muerto hacia el 868), fue combatida por el arzobispo de Reims, Hinchmar, y nos es conocida precisamente por la refutación de este último.