PERSONALIDAD
HISTÓRICA
De
pronto aparece, en la primera mitad del siglo IX, la gran figura de Juan
Escoto. En la pobreza cultural e investigadora de su tiempo, este hombre dotado
de un espíritu extremadamente libre, de excepcional capacidad especulativa y de
vasta erudición grecolatina, aparece como un milagro. A través de San Agustín, Juan Escoto se relaciona con el más genuino
espíritu de la investigación filosófica, tal como había aparecido en la edad
clásica de Grecia. Él se da cuenta de las exigencias soberanas de la
investigación y las afirma resueltamente. Cuando tropieza con la realidad
incomprensible de Dios o de la esencia de las cosas, no repliega las armas
dialécticas ni prescribe el abandono a la fe, sino que vuelve a tomar la misma incomprensibilidad en el ámbito de la
investigación, la dialéctica y hace de ella un elemento de claridad. La
razón perezosa, que en este período de la historia de la filosofía encuentra
tantos modos de atrincherarse detrás de las exigencias de la fe, no hace presa
en él.
La obra de Juan Escoto ha tenido
una importancia decisiva para la ulterior evolución de la escolástica. Sus
fuentes principales son las obras de San Agustín, del seudo Dionisio (que Juan
mismo tradujo del griego) y de los Padres de la Iglesia, especialmente de San
Gregorio y de San Máximo. En la especulación posterior no hay filósofo de la
escolástica que no se relacione con él directa o polémicamente. El papa Honorio
III, en una bula del 23 de enero de 1225, condenó su obra maestra: De divisione
naturae.
Muchos doctores escolásticos,
antes y después de la condenación, polemizan contra sus afirmaciones; pero su
especulación señala sobre todos los puntos un hito de la escolástica.
VIDA
Y OBRAS
Juan Escoto es llamado Eriúgena
por haber nacido en Irlanda (Eriu, Erin, Irlanda), La fecha de su nacimiento
debe caer hacia el año 810. No se sabe con precisión el año en que se dirigió a
la corte de Carlos el Calvo de Francia, pero debió ser en los primeros años del
reinado de este rey.
Participó, en efecto, en la
controversia teológica suscitada por las tesis del monje Godescalco sobre la
predestinación; ahora bien, la condenación de Godescalco aconteció el año 853,
después de largos y solemnes debates. Muy probablemente la venida de Juan
Escoto a Francia es anterior al año 847. Carlos
el Calvo nombró a Juan director de la Academia de Palacio o Schola Palatina,
en París; por invitación del mismo rey tradujo las obras de Dionisio el
Areopagita, cuyos escritos el emperador bizantino Miguel Balbo había regalado a
Ludovico Pío el año 827. El papa
Nicolás I se lamentó ante el rey de que Juan no hubiese sometido esta
traducción a la censura eclesiástica antes de publicarla, y quiso incoar un
proceso contra las herejías contenidas en ella. Después de la muerte del rey
Carlos, el año 877, no se tienen noticias seguras de Juan. Según unos, murió en
Francia aquel mismo año; según otros, fue llamado por el rey Alfredo el Grande
a la escuela de Oxford y, después, como abad de Malmesbury o de Athelney, fue
asesinado por los monjes.
La
actividad filosófica de Escoto puede ser dividida en dos períodos. En el
primero se inspiró sobre todo en los Padres latinos, esto es, en Gregorio el
Magno, Isidoro y especialmente en San Agustín. Pertenece a este período el escrito
contra el monje Godescalco, De divina praedestinatione. En un segundo
período, Juan sufrió el influjo de los teólogos y filósofos griegos. El año 858
tradujo los escritos del seudo Dionisio Areopagita, en el 864 la Ambigua de
Máximo el Confesor y el escrito De hominis opificio, de Gregorio de
Nisa. Estos estudios le guiaron en la elaboración de su obra maestra, De
divisione naturae, en cinco libros. Esta obra, escrita en forma de diálogo
entre maestro y discípulo, es el primer gran escrito especulativo de la Edad
Media.
Muestra ya el carácter de la
investigación escolástica: el método apriorístico o deductivo que el autor
maneja con gran maestría. Las glosas de Juan a los Opuscula theologica, de
Boecio, son el más antiguo comentario de los escritos teológicos de éste. Muy
conocidas en la Edad Media, pero nunca impresas, debieron ser compuestas en sus
últimos años, hacia el 870, y tienen con la Divisio naturae la misma
relación que las Retractationes tienen con las demás obras de San
Agustín.
La cultura y la capacidad
especulativa de Juan Escoto le ponen muy por encima del nivel de sus
contemporáneos. No sólo conoce el griego y traduce esta lengua, sino que saca
de los escritores y del espíritu griego una gran libertad de investigación y de
orientación especulativa.
FE
Y RAZÓN
El
presupuesto de la investigación de Juan Escoto es el acuerdo intrínseco entre
razón y fe, entre la verdad a que llega la investigación libre y la revelada al hombre por la autoridad de
los Libros Sagrados y de los escritores inspirados. "No hay salvación
para las almas de los fieles si no es en creer lo que se dice con verdad
sobre el único principio de las cosas, y en entender lo que con verdad
se cree" (De div. nat., II, 20).
La
autoridad de las Sagradas Escrituras es indudablemente indispensable al hombre,
porque solamente ellas pueden conducirle a los rincones secretos en que reside
fe verdad (I, 64). Pero el peso de la autoridad no debe en modo alguno
apartarle de lo que le persuada la recta razón. "La
verdadera autoridad no obstaculiza a la recta razón, ni la recta razón
obstaculiza a la autoridad. No hay duda de que ambas emanan de una fuente
única, esto es, de la sabiduría divina" (I, 66). Pero la dignidad mayor y la prioridad de naturaleza corresponden a la
razón, no a la autoridad. La razón nació al comienzo de los tiempos, junto
con la naturaleza: la autoridad ha nacido después. La autoridad debe ser
aprobada por la razón, de lo contrario no parece firme: la razón no tiene
necesidad de ser apoyada o corroborada por ninguna autoridad. En fin, la autoridad misma nace de la razón, porque
la verdadera autoridad no es otra cosa que la verdad hallada por virtud de la
razón de los Santos Padres y por ellos transmitida por escrito para provecho de
la posteridad (I, 69). Y Juan pone
en boca del maestro, que es el principal interlocutor del diálogo, una enérgica
invitación a la libre investigación: "Debemos seguir a la razón que busca
la verdad y no está oprimida por ninguna autoridad y que de ninguna manera
impide que sea públicamente expuesto y difundido lo que los filósofos buscan
con asiduidad y llegan trabajosamente a encontrar" (II, 63).
Está decidida afirmación de la
libertad de la investigación, que hace de Juan Escoto un sobreviviente
abanderado del espíritu, filosófico de los griegos, no implica en él ninguna
limitación o negación de la religión. Ya que la religión no se identifica con
la autoridad, sino con la investigación.
Religión
y filosofía son una misma cosa: "¿Qué significa tratar de filosofía, sino
exponer las reglas de la verdadera religión, por las cuales la causa suma y
principal de todas las cosas, esto es Dios, es humildemente adorada y
racionalmente investigada? " (De praedest., I). Juan está aquí muy
cerca del espíritu de investigación agustiniana, para la cual la fe es un punto
de llegada más que de partida, está al final del largo y laborioso camino de la
investigación más bien que al principio y es la dirección y la guía de la
investigación más bien que un límite y un obstáculo. Y de hecho, el presupuesto agustiniano de
la Verdad suprema, que se revela y se afirma en la investigación humana, se
repite en Juan. La naturaleza humana en sí considerada es una sustancia
tenebrosa, que es, no obstante, capaz de participar de la luz de la sabiduría.
Cuando el aire participa del rayo de sol no es luminoso por sí mismo, sino por
esplendor del sol que en él aparece; así la parte racional de nuestra
naturaleza, cuando participa del Verbo, esto es, de la Verdad divina, no
entiende por sí las cosas inteligibles y Dios, sino que solamente las conoce
por la luz divina que hay en ella (De div. nat., II, 23).
En
la investigación humana quien halla no es el hombre que busca, sino la luz
divina que busca en el hombre. La frase de Jesús, según San Juan:
"No sois vosotros quienes habláis, sino que Dios habla en vosotros",
es entendida por Escoto, como si dijera: "No sois vosotros los que me
entendéis, sino Yo que me entiendo a Mí mismo en vosotros a través de mi
espíritu" (Hom. In Joh., p. 291 A).
LAS
CUATRO NATURALEZAS
El
título de la obra principal de Juan Escoto: La división de la naturaleza es
de genuino origen platónico. La "división" a que alude el mismo es la
operación fundamental de la dialéctica platónica, operación que afirma el
Eriúgena constituye la estructura misma de la naturaleza; y la naturaleza es,
según las doctrinas del Parménides y del Sofista, el conjunto del
ser y del no ser.
Inspirándose en un pasaje de San Agustín (De civ. Dei, V, 9),
Eriúgena
divide la naturaleza en cuatro partes. La primera naturaleza crea y no
es creada; y es la causa de todo lo que existe y no existe. La segunda es creada
y crea; y es el conjunto de las causas primordiales. La tercera es creada
y no crea y es el conjunto de todo lo que se engendra en el espacio y en el
tiempo. La cuarta no crea ν no es creada, y es Dios mismo como
fin último de la creación (De div.
nat., I, 1).
Forma parte de estas cuatro
naturalezas no sólo todo lo que es, sino también todo lo que no es. Por
el no-ser no se entiende la nada, sino solamente la negación de las varias
determinaciones posibles del ser. Así se puede decir que no son las cosas que escapan a los sentidos y al entendimiento;
o las cosas inferiores en relación con las cosas superiores y celestes, o las
cosas futuras que todavía no son; o las que nacen y mueren; o, en fin, las que
trascienden al entendimiento y la razón. Todas las cosas de este género en
cierta manera no son: no se identifican, sin embargo, con la nada, y forman
parte de la realidad universal, que Escoto llama naturaleza.
Las
cuatro naturalezas constituyen el círculo vital del ser divino: "En primer
lugar, Dios desciende de la súper-esencialidad de su naturaleza, en la cual
debe decirse que Él no es, y creado por sí mismo en las causas primeras, se
convierte en principio de toda esencia, de toda vida, de toda inteligencia y de
todo lo que la teoría gnóstica considera como causas primordiales. En segundo
lugar, desciende a las causas primordiales, que están entre Dios y la criatura,
entre la inefable súper-esencialidad de Dios, que trasciende toda inteligencia
y la naturaleza que se manifiesta a los que tienen un espíritu puro; se
encuentra en los efectos de las causas primordiales y se manifiesta abiertamente
en sus teofanías. En tercer lugar, llega por medio de las formas múltiples
de tales efectos hasta el último orden de la naturaleza entera que contiene los
cuerpos. Así, procediendo ordenadamente en todas las cosas, crea todas las
cosas y llega a ser todo en todo; y vuelve a sí mismo, volviendo a llamar a
todas las cosas a sí y, mientras se encuentra en todas las cosas, no cesa de
estar por encima de todo" (III, 20).
Este
círculo, por el cual la vida divina procede a constituirse en la constitución
de todas las cosas y vuelve con ellas a sí mismo, es el pensamiento fundamental
de Juan Escoto.
En él está contenida la determinación de la relación entre Dios y el mundo. El
mundo es Dios mismo, en cuanto teofanía o manifestación de Dios; pero Dios no
es el mundo, porque al crearse y convertirse en mundo, queda por encima de él.
LA PRIMERA NATURALEZA: DIOS
La
primera naturaleza es Dios, en cuanto no tiene principio, y es la causa principal
de todo lo que de Él y por Él es creado y es el fin único de todo lo que
procede de Él.
Dios es, en efecto, el principio,
el medio y el fin: es principio en cuanto de Él se derivan todas las cosas que
participan de su esencia; es el medio, en cuanto en El y por El subsisten y se
mueven todas las cosas; es el fin, en cuanto todas las cosas se mueven hacia Él,
en busca del reposo de su movimiento y de la estabilidad de su perfección (I,
11). Como principio, medio y fin, la
naturaleza divina no sólo crea, sino que también es creada.
Es creada por sí misma en las cosas que ella misma crea, a la manera como
nuestro entendimiento se crea a sí mismo en los pensamientos que formula y en
las imágenes que recibe de los sentidos (1, 12). Dios es increado, en el sentido de que no es creado por otro y como tal
está por encima de todos los seres y no puede ser comprendido ni definido adecuadamente.
Es unidad, pero unidad inefable que no se cierra estérilmente en su
singularidad, sino que se articula en tres sustancias: la sustancia ingénita, o
Padre; la sustancia génita, o Hijo; la sustancia procedente de la ingénita y de
la génita, o Espíritu Santo. Juan toma del seudo Dionisio la distinción de
las dos teologías, la positiva y la negativa. La primera afirma de Dios todos
los atributos que le corresponden. La otra niega que la sustancia divina pueda
ser determinada mediante los caracteres de las cosas que son.
Pero los mismos caracteres que la
teología positiva atribuye a Dios toman en esta atribución un valor diferente
del que tienen cuando se refieren a las cosas creadas. Dios no es propiamente esencia, sino superesencia; no es verdad,
sino superverdad, y lo mismo se debe decir de todos los caracteres que
pueden atribuirse a Dios. De modo que aun la teología positiva es en realidad
negativa, a menos que no se quiera llamar positiva y negativa a la vez; ya que
decir que Dios es superesencia equivale a afirmar y negar al mismo tiempo que
sea esencia (I, 14). Es cierto que a Dios no se le puede atribuir ninguna
de las categorías aristotélicas, las cuales, referidas a Él, adquieren un
significado diverso.
Si Dios cayese en el ámbito de
alguna de las categorías sería un género (como, por ejemplo, animal), mientras
que Él no es género, ni especie, ni accidente y, así, ninguna categoría puede
propiamente calificarle (I, 15).
La
conclusión es que todo lo que la razón humana puede hacer respecto a Dios es
demostrar que nada se puede propiamente afirmar de Él.
Pero
si Dios es inaccesible como naturaleza superesencial, se revela por sí mismo en
la creación, que es una continua manifestación de Él o teofanía. La
esencia divina, que es incomprensible de por sí, aparece en las criaturas
intelectuales y es posible conocerla en ellas. Teofanía es el proceso que de
Dios desciende al hombre a través de la gracia, para retornar a través del
hombre a Dios, con el amor. Teofanía es también toda obra de creación en cuanto
manifiesta la esencia divina, que por esto se hace visible en ella y a través
de ella (I, 10; V, 23). Cada una de las personas divinas tiene su propia función
en el proceso de la teofanía. El Padre es el creador de todo; el Hijo crea las
causas primordiales de las cosas que subsisten en él universal y simplemente;
el Espíritu Santo multiplica estas causas primordiales en sus efectos, esto es,
las distribuye en géneros y especies, en números y diferencias, sea de las
cosas celestiales, sea de las sensibles (II, 22).
LA
SEGUNDA NATURALEZA: EL VERBO
La
segunda naturaleza, la que es creada y crea, corresponde a la segunda persona
de la Trinidad. En ella están las ideas o formas de las cosas y
ella es, por tanto, el Verbo divino, a través del cual todas las cosas han sido
creadas.
Escoto
se pregunta qué valor causal tienen las formas subsistentes en el Verbo divino,
si los cuerpos del mundo están formados por elementos que fueron creados de la
nada.
Si la nada fuera verdaderamente el origen de tales cuerpos, habría sido también
su causa. Y entonces la nada sería mejor que las mismas cosas de las
cuales fue causa, ya que la causa es siempre superior al efecto. Escoto resuelve la dificultad afirmando que
los elementos que componen el mundo no han sido creados por la nada, sino por
las causas primordiales. Y vuelve a plantear el problema a propósito de estas
últimas.
¿Han
sido creadas ellas mismas de la nada? Escoto responde que tampoco ellas han
sido creadas de la nada; han estado siempre en el Verbo divino, porque le son
coesenciales. La creación de la nada no se refiere a las causas primordiales,
ni tampoco a las cosas que dependen de ellas. La nada no encuentra lugar fuera
ni dentro de Dios.
Que las cosas hayan sido creadas de la
nada, significa solamente que hay un sentido en el cual no son; de hecho
han tenido principio en el tiempo a través de la generación y antes de ésta no
aparecían en las formas ni en las especies del mundo sensible. Pero en otro
sentido, siempre son, ya que subsisten como causas primeras en el Verbo
divino, en el cual no comienzan ni cesan nunca de existir (III, 15). La
teofanía divina empieza en las causas primeras que subsisten en el Verbo.
Para ellas, el mismo Creador es
creado por sí mismo y por sí se crea, esto es, comienza a aparecer en sus
teofanías, a salir de las reconditeces de su naturaleza y a descender a los
principios y a las cosas, empezando así a existir juntamente con ellas (III,
23).
Juan
Escoto insiste, a lo largo de toda su obra, en la identidad esencial de las
criaturas con el Creador, en la permanencia de la criatura en la misma esencia
del Creador, en la presencia sustancial de éste en aquéllas. El mundo es Dios
mismo en su auto-revelación. Tal es el principio que domina toda la
especulación de Eriúgena. Dios no puede, ciertamente, subsistir antes que el
mundo. Dios precede al mundo, no en el tiempo, sino sólo racionalmente en
cuanto causa de él. Pero no comienza a ser causa en un momento dado, porque es
causa esencialmente, y puesto que no sería causa si no crease el mundo, su creación
debe ser eterna, coeterna con El (III, 8). "Dios no existía antes de crear
todas las cosas" (I, 72), dice Escoto.
LA
TERCERA NATURALEZA: EL MUNDO
La
tercera naturaleza, creada y no creadora, es el mundo mismo, el conjunto
universal de las cosas sensibles y no sensibles que proceden de las causas
primeras por la acción distribuidora y multiplicadora del Espíritu Santo.
Escoto
sostiene que todos los cuerpos del mundo están constituidos por forma y
materia. La materia, al estar falta de forma y color, es invisible e
incorpórea, y es, por esto, objeto no de los sentidos, sino de la razón. Es
resultado del conjunto de las diversas cualidades, por sí mismas incorpóreas,
que la constituyen reuniéndose conjuntamente: y se transforma en los distintos
cuerpos a medida que se le añaden las formas y los colores (III, 14).
Tampoco la tercera naturaleza,
esto es, el mundo, se distingue en realidad del Verbo divino. La razón nos
obliga, afirma enérgicamente Juan, a reconocer que en el Verbo subsisten no
sólo las causas primeras, sino también sus efectos; y así en él están también
los lugares y los tiempos, las sustancias, los géneros y las especies, hasta
las especies especialísimas representadas por los individuos con todas sus
cualidades naturales. En una palabra, subsiste
en el Verbo todo lo que está reunido en el universo de las cosas creadas, tanto
lo que es comprendido por el sentido, o por el entendimiento humano o angélico,
como lo que trasciende a los sentidos y la misma mente (III, 16).
El
mundo es ciertamente creado: lo afirma la Sagrada Escritura. El mundo es
ciertamente eterno, porque subsiste en el Verbo; lo afirma la razón. De qué
manera se concilian creación y eternidad, es problema que la mente humana no
puede resolver.
Pero, en realidad, quizás el problema es más aparente que real. Ya que las
cosas que subsisten en el espacio y en el tiempo y están distribuidas en los
géneros y en las formas del mundo sensible no son en realidad distintas de las
causas primeras que subsisten en Dios, y son Dios mismo. No se trata de dos sustancias diversas, sino de dos diversos modos de
entender las mismas sustancias; en la eternidad del Verbo divino, o en la vida
del tiempo. Así, no hay dos sustancias "hombre", una como causa
primordial, y otra individuada en el mundo; sino una sola sustancia, que puede
ser entendida de dos modos, o en su causa intelectual, o en sus efectos
creados. Entendida de la primera manera, está libre de toda mutabilidad,
de la segunda está sujeta a mutabilidad; de la primera manera está libre de
todas sus cualidades accidentales y escapa a la inteligencia; de la segunda,
resulta compuesta de cualidades y cantidades diversas y es susceptible de ser conocida
por la mente (IV, 7).
Se ha visto que Dios no es
solamente el principio, sino también el fin de las cosas. A El, pues,
retornarán las cosas que de Él han salido y en Él se mueven y están. La Sagrada
Escritura enseña claramente el fin del mundo y es, por otra parte, evidente que
todo lo que empieza a ser lo que antes no era, cesará también de ser lo que es.
Ahora bien, si los principios del mundo son las causas de las cuales ha salido,
estas mismas causas serán el último término de su retorno. El mundo no será reducido a la nada, sino a sus causas primeras; y, una
vez terminado su movimiento, será conservado perpetuamente en reposo. Ahora
bien, las causas primeras del mundo son el mismo Verbo divino; al Verbo divino
volverá, pues, el mundo en su fin. Una vez vuelto a unirse con Dios, al cual
tiende en su movimiento, el mundo no tendrá un ulterior fin al que tender, y
necesariamente reposará. Por esto el principio y el fin del mundo subsisten en
el Verbo de Dios y son el mismo
Verbo
(V, 3; 20).
Si
la tesis típica del panteísmo es que Dios es la sustancia o la esencia del
mundo, no hay duda de que la doctrina de Escoto es un panteísmo riguroso.
"Dios está sobre todas las
cosas y en todas; sólo Él es la esencia de todas las cosas porque El solo es; y
aun siendo todo en todo, no cesa de ser todo fuera de todas. Él es todo en el
mundo, todo alrededor del mundo, todo en la criatura sensible, todo en la
criatura inteligible; está todo en crear el universo, todo deviene en el
universo, está todo en todo el universo, está en las partes de éste, porque él
mismo es todo y parte, y no es ni todo ni parte" (IV, 5).
Constantemente,
el panteísmo, tanto en la filosofía medieval como en la moderna, ha admitido
como principio suyo la tesis con tanto vigor expresada aquí, de que Dios es la
sustancia del mundo. Por otro lado, se puede comprender como la otra afirmación
igualmente resuelta de Escoto que Dios está fuera del universo y que no
existe ni todo ni parte del mismo que pueda ser admitida como prueba del
carácter no panteísta de su doctrina.
EL
CONOCIMIENTO HUMANO
El
hombre interior es una imagen de la Trinidad divina. Juan toma y desarrolla a
su manera este pensamiento de San Agustín. Las tres personas divinas se
relacionan entre sí como la esencia (ousia), la potencia (dunamis) y el
acto (energeia).
En
el alma humana, la
esencia es la inteligencia (νους), que es la parte más elevada de nuestra naturaleza y entiende a Dios
y a las cosas en sus causas primeras.
La
razón o λόγος corresponde a la virtud o δύναμις γ se refiere a los
principios de las cosas que vienen inmediatamente después de Dios.
El
sentido interior o διάνοια corresponde al acto o energía y se ocupa de los efectos, sean
visibles o invisibles de las causas primeras.
Tal sentido interior es coesencial a la razón y al entendimiento, mientras el
sentido exterior, que se sirve de los cinco órganos y reside en el corazón,
pertenece al cuerpo más que al alma, de modo que perece con la disolución del
cuerpo (II, 23).
A
estas tres partes del alma corresponden tres movimientos diversos: según el
alma, según la razón, según el sentido. El primer movimiento es
aquel mediante el cual el alma se mueve hacia el Dios desconocido, más allá de
sí misma y de toda criatura. Por este primer movimiento Dios aparece al alma
como trascendente a todo lo que es, y como absolutamente indefinible.
El
segundo movimiento es aquel por el
cual el alma define el Dios desconocido como causa de todas las cosas, porque
en Él están las causas primeras.
El
tercer movimiento es el
concerniente a las razones de las cosas individuales. Parte de las imágenes
recogidas por los sentidos externos y de tales imágenes se eleva a las razones
últimas de las cosas de las cuales son imágenes. A través de este movimiento,
la misma imagen sensible se transfigura. De imagen impresa en los órganos del
sentido, se transforma en imagen que el alma siente en sí como propia; y
precisamente el alma parte de esta imagen espiritualizada para ascender hasta
las razones eternas de las cosas (II, 23).
La
correspondencia entre el alma y Dios se extiende también a lo referente al
conocimiento que el alma tiene de sí misma. Como Dios es cognoscible a través
de sus criaturas, pero incomprensible en sí mismo, ya que ni El mismo ni otro
puede entender lo que es, pues no tiene un quid, una esencia determinada
que se pueda entender; así el alma humana sabe que es, pero de ninguna
manera puede conocer qué es. Y esto no es un límite o una
imperfección de la mente misma. Así como la mejor manera de acercarse a Dios no
es la afirmación, sino la negación, no es el conocimiento, sino la ignorancia,
porque Dios, no teniendo límites, no puede ser definido ni restringido a una
esencia determinada; del mismo modo si fuera posible al alma conocer su propia
esencia, esto significaría la posibilidad de circunscribirla e implicaría su
desemejanza con el Creador (IV, 7).
DIVINIDAD
DEL HOMBRE
Circula
por toda la obra de Juan Escoto el sentido del valor superior y divino del
hombre. El pesimismo propio de los escritores cristianos y del mismo Agustín
sobre la naturaleza y los destinos del hombre, se atenúa en él hasta
transformarse en exaltación del hombre, de sus capacidades y de su éxito final.
"El hombre, dice, no ha sido llamado inmerecidamente oficina de todas
las criaturas; en efecto, todas las criaturas se contienen en él.
Entiende como el ángel, razona
como hombre, siente como animal irracional, vive como el gusano, se compone de
alma y cuerpo y no carece de ninguna cosa creada." En cierto modo, el
hombre es superior al mismo ángel, el cual, por carecer de cuerpo, no tiene
sensibilidad ni movimiento vital (III, 37).
Muy significativas son las
consideraciones que Escoto desarrolla con visible complacencia sobre el tema
"si el hombre no pecase..." Si
el hombre no pecase, seria ciertamente omnipotente como Dios. En efecto,
nada le apartaría de Dios, y él, que es imagen de Dios, participaría de lleno
en la perfección de su modelo. Por el mismo motivo, sería omnisciente, porque, como
Dios, conocería por sus causas primeras todas las cosas creadas. Si el primer hombre no hubiera pecado, la
semejanza entre la naturaleza angélica y la humana se habría transformado en
una identidad, y el hombre y el ángel se hubieran convertido en una misma cosa.
Y esto se explica porque la misma identidad se establece entre hombre y hombre,
cuando recíprocamente se entienden. "Si, dice Escoto, yo entiendo lo que
tú entiendes, me convierto en tu mismo entendimiento y en cierta manera inefable
me convierto en ti mismo. Y cuando tú entiendes lo que yo entiendo, tú te
conviertes en mi entendimiento, y de dos entendimientos se hace uno solo,
constituido por lo que ambos sincera y cumplidamente entendemos.
Porque
el hombre es verdaderamente su entendimiento, el cual se especifica e
individualiza por la contemplación de la verdad (IV, 9).
La
perfección del hombre es tan grande que ni siquiera el pecado original basta
para destruirla.
Con él el hombre no perdió su naturaleza que, en cuanta imagen de Dios, es
necesariamente incorruptible: perdió solamente la felicidad, a la cual hubiera
sido destinado si no hubiese despreciado el precepto divino. "Es menester
decir, dice Juan, que la naturaleza
humana, que está hecha a imagen de Dios, no perdió nunca la fuerza de su
belleza y la integridad de su esencia y nunca puede perderlas. Una forma
divina, como es el alma, permanece siempre incorruptible; a lo más, se hace
capaz de soportar la pena del pecado" (V, 6).
Con
el mismo optimismo Juan considera el destino último del hombre. La muerte es
para el hombre el principio de una ascensión que le lleva a identificarse con
Dios. No hay muerte para el hombre, sino retorno a un antiguo estado que había
perdido al pecar. La primera fase de este retorno a Dios se efectúa
cuando el cuerpo se disuelve en los cuatro elementos de los cuales está
compuesto. La segunda fase es la resurrección, con la cual cada uno recibirá
de nuevo su cuerpo, por medio de la reunión de los cuatro elementos. En la
tercera fase, el cuerpo se transformará en espíritu. En la cuarta fase,
toda la naturaleza humana volverá a sus causas primeras, que subsisten
inmutablemente en Dios. En la quinta fase, la naturaleza humana, junto
con sus causas, se moverá en Dios "como el aire se mueve en la luz"
(V, 8). Este triunfo final de la naturaleza humana no será, sin embargo, una anulación
en Dios.
El disolverse místico y panteísta del hombre en Dios es excluido por Juan
Escoto. El destino de la naturaleza
humana no es el de perderse en el ser divino, sino el permanecer en su
verdadera sustancia, reintegrarla a sus causas primeras y subsistir en su
perfección completa en el ámbito del ser divino, como el aire en la luz. El
misticismo neoplatónico es aquí corregido por el sentido del carácter
irreductible de la naturaleza humana, carácter por el cual conserva, aun frente
a Dios, y en virtud de Dios, su autonomía sustancial.
EL MAL Y LA
LIBERTAD HUMANA
Esta
misma posición conduce a Juan a modificar la doctrina agustiniana de la
libertad humana. De San Agustín toma el punto de partida para su doctrina del
mal. Que el mal no sea una realidad, sino una negación de realidad, es para
Juan un presupuesto evidente. De este presupuesto saca la conclusión de que
Dios no conoce el mal. El conocimiento divino es, en efecto,
inmediatamente creador: Dios no conoce las cosas, que son, porque son: sino que
las cosas son, porque Dios las conoce. La causa de su esencia es la ciencia
divina. Todo lo que es, es pensamiento divino. El hombre es definido por Escoto
como "una noción intelectual eternamente creada en la mente divina";
y la misma definición se aplica a todo lo que existe (IV, 7).
Por lo cual se ve que, si Dios conociera
el mal, si el mal fuera un pensamiento divino, el mal sería una realidad en el
mundo (II, 28). Pero el mal no es real. No es nada sustancial y las mismas
apariencias seductoras de que se reviste ante los hombres malvados, no son
malas por sí mismas. Un objeto bello y precioso, que inspira ambición en el
avaro, inspira, en cambio, admiración desinteresada en el sabio. No es, pues,
la apariencia bella lo que hace pecar y es mal en sí misma, sino la mala
disposición del que la considera (IV, 16). Del
mal, que no es realidad, no hay, pues, en Dios presciencia; y ni tampoco
predestinación. La pena que recae sobre el que peca no ha sido
predestinada por Dios; pues también ella es dolor y deficiencia, no realidad
positiva. La pena es consecuencia del pecado y le sigue como si estuviera atada
a él con una cadena; pero ni la pena, ni el pecado subsisten en la mente
divina, en la cual halla lugar solamente el ser y el bien (De praedest., 15,
8). Cuando las Sagradas Escrituras hablan de predestinación o de presciencia
divina del mal, es necesario entender estas expresiones en el sentido con que
nosotros decimos saber, que, después del ocaso del sol, vienen tinieblas, que
el silencio viene después de las aclamaciones y la tristeza después de la
alegría. Pero las tinieblas, el silencio, la tristeza, no son otra cosa que
nociones negativas, e indican solamente la ausencia de las realidades positivas
correspondientes (Ibid., 15, 9).
Para
Escoto, como para San Agustín, el mal se reduce, pues, al pecado, a deficiencia
o ausencia de voluntad. Pero mientras para San Agustín la voluntad libre es
únicamente la voluntad de bien, para Juan Escoto la voluntad libre es el libre
albedrío, capaz de decidirse sea por el bien, sea por el mal. Ciertamente,
la causa del pecado es la mutabilidad de la voluntad.
Esta mutabilidad, que es causa
del mal, es ciertamente ella misma un mal (De div. nat., IV, 14). Pero
sin ella el hombre no sería verdadera y plenamente libre. Si Dios hubiera dado
al hombre solamente la capacidad de querer el bien y de vivir conforme a
justicia, de manera que el hombre sólo se pudiera mover en una dirección, el
hombre no sería absolutamente libre, sino libre sólo en parte y en parte no
libre. Ahora bien, una libertad parcial no es posible. Si aun en una parte
mínima el hombre no es libre, es absolutamente no-libre. Un libre albedrío que
se tambalea, no puede estar en pie (De praedest., 5, 8). Si se responde
que no dañaría al hombre el tener un libre albedrío claudicante, es necesario
objetar que sin un verdadero y total libre albedrío la justicia divina no
hubiera podido ejercerse. Ya que la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo
y por parte de Dios en reconocer a cada hombre el mérito de haber obedecido a
sus mandatos. Pero ¿qué significado tendrían estos mandamientos para un hombre
que no pudiese hacer más que el bien? Dios
tuvo, pues, que dar al hombre un libre albedrío por el cual pudiese pecar o no
pecar. Solamente un libre albedrío de esta clase hace al hombre capaz de
usufructuar libremente la ayuda que le ofrece la gracia divina (Ibid., 5,
9).
La libertad del hombre es, pues, posibilidad
de pecar y no pecar, porque solamente tal posibilidad hace al nombre
susceptible de ser premiado o castigado según juicio. Y, puesto que solamente
la voluntad dotada de libre albedrío es responsable del pecado, solamente la
voluntad es castigada por Dios. Aun los jueces humanos, si no son impulsados
por la sed de venganza, tienen en cuenta la corrección de los reos y castigan,
no su naturaleza, sino sólo su delito. De la misma manera, el castigo divino se dirige solamente a la voluntad que ha cometido el
pecado, pero deja íntegra y salva la naturaleza del pecador, que permanece
capaz de retornar a Dios, en el triunfo final (V, 31). Para este triunfo el
hombre es ayudado a la vez por su naturaleza y por la gracia divina. El hombre
debe a su propia naturaleza el haber sido sacado de la nada y el durar, a la
gracia debe su deifícatio, por la cual vuelve a la sustancia divina. La
naturaleza es dada, la gracia es un don gratuito, concedido por la divina
bondad sin mérito por parte del hombre.
LA
LÓGICA
Conforme
a la orientación platonizante del sistema, la lógica de Escoto Eriúgena es
realista: presupone la realidad objetiva de todas las determinaciones lógicas universales,
de todos los conceptos de género y especie. Y pertenece al espíritu de tal
lógica considerar que cuanto más universal es un concepto, tanto mayor es su
realidad objetiva·, así los conceptos de géneros supremos son más reales que
los de géneros menos extensos; y los conceptos de géneros son más reales que
los conceptos de especies, en las cuales todo género se subdivide; en fin, las
especies especialísticas, esto es, los individuos, tienen menor realidad que
las especies superiores, o más extensas. Comentando un pasaje bíblico, Escoto
afirma que Dios creó primero el género, porque en él se contienen y están
juntas todas las especies; el género se divide después y multiplica en las
formas generales y en especies especialísimas. De esto saca una, consideración
fundamental sobre el valor objetivo de la dialéctica: "La dialéctica, el arte que divide los géneros en especies, y
resuelve las especies y los géneros, no ha sido creada por investigaciones
humanas, sino que está fundada en la misma naturaleza, y ha sido creada por el
Autor de todas las artes que son verdaderamente artes, descubierta por los
sabios y empleada para provecho de toda clase de investigaciones sobre las
cosas" (IV, 4). Y, así, la
tabla lógica de los conceptos dispuestos según el orden de su universalidad, se
identifica, según Escoto, con el orden metafísico de las determinaciones del
ser.
La
determinación lógica más universal, y, por consiguiente, la más real
determinación objetiva, es la esencia (ousia), que es incorpórea, simple
e indivisible.
La esencia existe en los géneros y en las especies, pero no se divide en ellos,
sino que permanece inmultiplicada, aun multiplicándose en los géneros, en tas
especies y en los individuos (I, 34). "La esencia subsiste toda junta,
está eterna e inmutablemente en sus subdivisiones, y todas sus subdivisiones
constituyen simultáneamente y siempre, en ella, una unidad inseparable"
(I, 49). Por eso la esencia de todas las cosas es en realidad una sola, es Dios
mismo (I, 1). Es incognoscible e incomprensible como Dios mismo; lo que se
percibe con los sentidos o se comprende con el entendimiento en toda criatura,
es solamente algún accidente de la incomprensible esencia (I, 3).
La
lógica de Escoto, que nació dos siglos antes de que la discusión sobre los
universales llegase a ser el problema fundamental de la dialéctica, presenta
anticipadamente la solución típicamente realista del problema y es la fuente de
todas las soluciones del mismo tipo que fueron adoptadas después. Representa
también el papel de término de comparación polémico para las escuelas anti-realistas.
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