Filosofía Moderna: Renacimiento y Humanismo, CAPITULO I Los orígenes de la ciencia experimental



Con el reconocimiento del carácter esencial y determinante de la relación del hombre con la naturaleza, el humanismo establece la premisa fundamental de la investigación experimental moderna. Se ha insistido mucho, en estos últimos tiempos, sobre la importancia de la contribución que los escolásticos del siglo XIV dieron a la formación de la ciencia moderna, con la crítica de fundamentales teorías aristotélicas como la del movimiento de los astros y de los proyectiles (§ 325). Comparando estas contribuciones con la hostilidad que los humanistas manifiestan hacia Aristóteles como físico y, en general, hacia las especulaciones físicas y metafísicas de los escolásticos, se ha llegado a veces a la conclusión de que el desarrollo de la ciencia moderna está más vinculado al aristotelismo tradicional que al humanismo renacentista.
No obstante, ya se ha visto que la aversión hacia el Aristóteles físico y la preferencia otorgada al Aristóteles moral es para los humanistas un motivo polémico encaminado a acentuar la importancia que ellos pretenden dar a las disciplinas morales consideradas como indispensables para dirigir la vida activa del hombre. Este motivo polémico no implicaba la aversión a la naturaleza o a la investigación y observación directa de la naturaleza, pues el arte del Renacimiento, tan estrechamente emparentado con el movimiento humanista la consideraba como su fundamento, su guía y su ideal. Ahora bien, la investigación científica, tal como se anunció en las intuiciones de Leonardo y en la obra de Galileo, era una investigación fundada en la observación y en la experiencia. Pero la observación y la experiencia no son cosas que pueden ser sólo anunciadas y programadas ni que pueden quedar en la fase de simples ideas, sino que, efectivamente, deben ser emprendidas y llevadas a término. Pero no pueden ser emprendidas ni llevadas a término como no sea movidas por un interés vital; y este interés puede constituirlo únicamente la convicción de que el hombre está sólidamente afianzado en el mundo de la naturaleza y que sus facultades cognoscitivas más eficaces y más propias son las que derivan precisamente de su relación con la naturaleza. Cuando Galileo ponía, junto a los razonamientos matemáticos, como única fuente de conocimiento, la "sensata experiencia", señalaba claramente el cambio de orientación que constituye la basé del esfuerzo experimental de la ciencia moderna.
Antes que él, Bernardino Telesio, aunque sin embarcarse en operaciones de investigación, había afirmado en el De rerum natura juxta propria principia que los principios propios del mundo natural, únicos capaces de explicarlo, son los principios sensibles, estableciendo la ecuación entre "lo que la naturaleza misma manifiesta" y "lo que los sentidos hacen percibir Dirigirse a la experiencia sensible, interrogarla y hacerla hablar es el único camino que, desde este punto de vista, conduce a explicar la naturaleza por la naturaleza, es decir, que no recurre a principios ajenos a la misma naturaleza. Esta autonomía del mundo natural, que es el presupuesto de toda investigación experimental, es un aspecto de la actitud humanista que trata de interpretar cada cosa en sus elementos constitutivos y en su valor intrínseco. Así que, desde un punto de vista general puede afirmarse que el Renacimiento ha puesto las condiciones necesarias para el desarrollo de una investigación experimental de la naturaleza, que son:
1) que el hombre no es un huésped provisional de la naturaleza sino un ser natural en sí mismo que tiene su patria en la naturaleza;
2) que el hombre, como ser natural, tiene no sólo interés sino capacidad de conocer la naturaleza.
3) que la naturaleza sólo puede ser interrogada y comprendida con los instrumentos que ella misma proporciona al hombre.
Claro está que se trata de condiciones generales pero no determinantes que, por lo mismo, no pueden dar razón de todas las características con que la ciencia moderna aparece provista en sus inicios. Estas características se determinan también por otros factores, asimismo pertenecientes preferentemente al humanismo renacentista.
El primero de ellos lo proporciona precisamente aquel "retorno a lo antiguo" que es la tendencia propia del humanismo. El retorno a lo antiguo produjo la reviviscencia de doctrinas y de textos que habían sido descuidados durante siglos, tales como las doctrinas heliocéntricas de los pitagóricos, las obras de Arquímedes, de los geógrafos, de los astrónomos y de los médicos de la antigüedad. Muchas veces los textos antiguos facilitaron la inspiración o el punto de partida para nuevos descubrimientos como ocurrió, sobre todo, con Arquímedes en quien tan frecuentemente se inspiraba Galileo. Por otra parte, el aristotelismo renacentista, mientras fomentaba una lectura nueva y más libre de Aristóteles, elaboraba con toda eficacia, en controversia con las concepciones teológicas y milagrosas, el concepto de un orden natural inmutable y necesario, fundado en la cadena causal de los acontecimientos.
Este concepto vino a constituir el esquema general de la investigación científica. La magia, puesta en primer plano por el Renacimiento, con su correspondiente aceptación y difusión, contribuyó a determinar el carácter activo y operativo de la ciencia moderna, que consiste en dominar y someter a las fuerzas naturales para dirigirlas al servicio del hombre. Finalmente, del platonismo y del pitagorismo antiguo derivó otro presupuesto suyo fundamental, en el que insisten tanto Leonardo como Copérnico y Galileo: la naturaleza está escrita con caracteres matemáticos y el lenguaje propio de la ciencia es el de la matemática.
En todos estos factores que, con diversa importancia y de diferentes maneras condicionan los inicios de la ciencia experimental en Europa, el Renacimiento se halla presente, en forma directa o indirecta, en alguno de sus aspectos esenciales. Naturalmente que, entre estos factores, pueden y deben incluirse las críticas que los escolásticos del siglo XIV (Ockham, Buridán, Alberto de Sajonia, Nicolás de Oresme) habían formulado contra algunos puntos fundamentales de la física aristotélica. Estas críticas derivan (no hay que olvidarlo) de la orientación empírica que Ockham hizo predominar en la última escolástica: cuando, por la reconocida imposibilidad de la tarea de interpretación y de defensa de las verdades teológicas, la filosofía había quedado disponible para otros objetivos e intereses. Aquellas críticas derivan su valor, no del hecho de inscribirse en el aristotelismo tradicional, sino de ser anti-aristotélicas y constituir la primera manifestación de aquella rebelión del aristotelismo que, en la segunda mitad de aquel mismo siglo y durante el siglo siguiente, dieron lugar al humanismo.
En consecuencia, constituyen no ya la soldadura entre el aristotelismo y la ciencia, sino por el contrario, la primera ruptura del frente aristotélico tradicional. Sin embargo, al aristotelismo del siglo XIV (como a gran parte del aristotelismo renacentista) le faltaba el reconocimiento de la naturalidad del hombre y de sus medios de conocimiento, que es la condición indispensable para toda investigación experimental de la naturaleza. En este aspecto, el aristotelismo no podía proporcionar a la ciencia ningún impulso o motivo de vida. Sólo la rebelión humanista pudo realizar el cambio radical de perspectiva del que nació la investigación científica y la nueva concepción del mundo.
Esta concepción, a la que contribuyeron por igual platónicos como Cusano y Fiemo, filósofos naturalistas como Telesio y Bruno, científicos como Copérnico y Galileo es (bueno será recordarlo) la antítesis exacta de la aristotélica. El mundo no es una totalidad finita y acabada, sino un todo infinito y abierto en toda dirección. El orden del mismo no es finalista sino causal: no consiste en la perfección del todo y de las partes sino en la concatenación necesaria de los acontecimientos. El hombre no es el ser en quien desemboca la teleología del universo y cuyo destino está confiado a esta teleología; sino un ser natural entre todos los demás que, además, tiene la capacidad de proyectar y realizar su propio destino. El conocimiento humano del mundo no es un sistema fijo y acabado, sino el resultado de tentativas siempre renovadas que continuamente deben ser sometidas a control. El instrumento de este conocimiento no es una razón supramundana e infalible, sino un conjunto de poderes naturales, falibles y corregibles. Estos son los rasgos de la concepción general que todavía se mantiene en el fondo de nuestra ciencia y de nuestra civilización.

Filosofía Moderna: Renacimiento y Humanismo, CAPITULO I RENACIMIENTO Y HUMANISMO





EL PROBLEMA HISTORIOGRAFICO
A partir de la segunda mitad del siglo XIV, literatos, historiadores, moralistas y políticos insisten unánimemente, en Italia, sobre el cambio radical que parecía haber tenido lugar en la actitud de los hombres frente al mundo y a la vida. Están convencidos de que ha comenzado una nueva época que constituye una ruptura radical con el mundo medieval, y tratan de explicarse a sí mismos el significado del cambio. Este significado lo interpretan ellos como el "renacimiento" de un espíritu que fue propio del hombre en la edad clásica y que se perdió durante la Edad Media: un espíritu de libertad, por el cual reivindica el hombre su autonomía de ser racional y se reconoce profundamente inserto en la naturaleza y en la historia y decidido a hacer de ellas su reino.
Desde el punto de vista de estos escritores, el renacimiento es un regreso a lo antiguo, un reapropiarse del poder y de la capacidad que los antiguos (o sea, los griegos y los latinos) habían poseído y ejercitado: pero un retorno que consiste no en la mera repetición de lo antiguo, sino en la reanudación y prosecución de lo realizado por el mundo antiguo. Son muchísimas las figuras del Renacimiento italiano que expresan estas convicciones de una u otra manera, pero puede decirse que cada nuevo descubrimiento de material documental permite darse mejor cuenta de la extensión en que participaron de ellas los escritores y personajes de la época.
Estos testimonios se han visto apoyados por imponentes fenómenos culturales: el nacimiento de un arte nuevo, esplendido en la variedad y en el valor de sus manifestaciones; una nueva concepción del mundo; una ciencia que, desde entonces hasta ahora tenía que dar frutos estupendos; un nuevo modo de entender la historia, la política y, en general, las relaciones entre los hombres. Todos estos testimonios fueron admitidos durante largo tiempo al pie de la letra y han servido de fundamento para la periodización, histórica de la civilización occidental.
Sin embargo, la historiografía filosófica no se limitó, ni podía hacerlo, a tomar nota de la contraposición que los propios humanistas trataron de establecer entre su época y la Edad Media. Si una parte de esta historiografía ha aceptado esta contraposición como hilo conductor para la interpretación de las doctrinas y de las figuras que dominan la escena del siglo XV, la otra en cambio ha puesto de relieve la continuidad que existe entre este siglo y los anteriores. Sin embargo, es muy cierto que, desde el punto de vista de la exactitud histórica, no se puede establecer la interpretación del humanismo y del Renacimiento sobre la base de una antítesis entre el "hombre medieval" y el "hombre del Renacimiento". No es posible considerar el Renacimiento como afirmación de la inmanencia frente a la trascendencia medieval, de la irreligiosidad y del paganismo, del individualismo, del sensualismo, del escepticismo, frente a la religiosidad, al universalismo, al espiritualismo y al dogmatismo de la Edad Media. En el Renacimiento no faltan, más bien abundan, motivos netamente religiosos, afirmaciones enérgicas de la trascendencia, aceptación de elementos cristianos y dogmáticos; y muchas veces estos elementos y estos motivos están enlazados con elementos y motivos opuestos, en formas complejas, de las que resulta difícil determinar el centro de gravedad y el significado total. También es fácil entender el significado de las polémicas que agitan la vida cultural del Renacimiento: la que entablan los humanistas en nombre de la elocuencia y de la antigua sabiduría clásica contra la ciencia, y la opuesta, emprendida por los sostenedores de la ciencia contra la elocuencia; la suscitada entre platónicos y aristotélicos y la que se desarrolla en el mismo seno de los aristotélicos, entre alejandrinistas y averroístas. Es evidente que ninguna de esas posiciones polémicas tomada por sí sola representa el Renacimiento, y, por lo tanto, no es posible ver en esto tan sólo la reacción de la sabiduría y de la elocuencia, ni la de la ciencia contra la elocuencia; ni la reivindicación del platonismo contra el aristotelismo medieval, ni el resurgir del aristotelismo científico contra la trascendencia platonizante.
Lo que debe intentarse primeramente es comprender el Renacimiento en su totalidad, y, por tanto, determinar el terreno común del que nacen y en el que radican las opuestas tesis polémicas.

EL HUMANISMO 
La primera de estas polémicas, entre sabiduría clásica y ciencia, ha sido presentada a veces como antítesis entre Humanismo y Renacimiento.
Puesto que del Renacimiento surge el origen de la nueva ciencia de la naturaleza, la polémica contra la ciencia, iniciada por Petrarca, ha sido interpretada como defensa de la trascendencia religiosa y de la sabiduría revelada contra la libertad de investigación científica. Pero la defensa de la sabiduría clásica, inspirada en la convicción (que es una herencia de la Patrística) del perfecto acuerdo de la misma con la verdad revelada del cristianismo, es bastante más antigua que el Renacimiento y nunca fue olvidada por la Escolástica: así, pues, el Humanismo sería la fuerza que combate y retrasa el advenimiento del verdadero espíritu renacentista, que, como reivindicación de la libertad de investigación, sería la continuación del aristotelismo y del averroísmo medievales.
Humanismo y Renacimiento, aun en su antítesis, serían así reducidos a actitudes propias del espíritu medieval; esto, aun permitiendo comprender la continuidad histórica, que tiene que haber, entre la Edad Media y la Edad Moderna, elimina toda posibilidad de entender la originalidad y el valor del Renacimiento que ha establecido los postulados del pensamiento moderno.
La interpretación histórica del Renacimiento si, por un lado, debe atenuar la contraposición polémica del mismo frente a la Edad Media, en cambio, por otro, debe esclarecer los aspectos que distinguen suficientemente su configuración doctrinal. Entre estos aspectos, los más importantes que a este propósito pueden enunciarse aquí, son los siguientes:
1) el descubrimiento de la historicidad del mundo humano;
2) el descubrimiento del hombre y de su naturaleza mundana (natural e histórica);
3) la tolerancia religiosa.
1) El humanismo del Renacimiento no es solamente el amor y el estudio de la sabiduría clásica y la demostración de su concordancia fundamental con la verdad cristiana, sino también y, más que nada, la voluntad de renovar tal sabiduría en su forma autentica y entenderla en su efectiva realidad histórica. Por primera vez se presenta en el humanismo la exigencia de reconocer la dimensión histórica de los acontecimientos. La Edad Media había ignorado por completo esta dimensión. Es muy cierto que conocía y utilizaba la cultura clásica, pero la utilizaba asimilándola a sí misma, haciéndola contemporánea. Para los escritores de la Edad Media, los hechos, las figuras y las doctrinas no tenían un rostro preciso, individual e irrepetible: solamente valían por la validez que podía reconocérseles en el universo del discurso en que dichos escritores se movían. Desde este punto de vista, la geografía y la cronología eran inútiles como instrumentos de investigación histórica. Cada figura o doctrina se movía en una esfera sin tiempo, que luego era la descrita por los intereses fundamentales de la época y por lo cual se presentaba como contemporánea de esta esfera. Con su interés por lo antiguo, pero por lo antiguo auténtico, no como había sido transmitido por una tradición deformante, el humanismo renacentista realiza por primera vez la actitud de la perspectiva histórica, esto es, de la separación y alteridad del objeto histórico frente al presente historiográfico. En el Renacimiento, los platónicos y aristotélicos se hallan en polémica, pero su interés común es el descubrimiento del verdadero Platón o del verdadero Aristóteles, es decir, de la doctrina genuina de sus fundadores, no deformada ni camuflada por los "bárbaros" medievales. La exigencia filológica no es un aspecto formal o accidental del humanismo, sino algo constitutivo del mismo. La necesidad de descubrir los textos y restaurarlos en su forma auténtica, estudiando y comparando los códices, va acompañada por la necesidad de descubrir en ellos el significado auténtico de poesía o de verdad filosófica o religiosa que contienen. Sin la investigación filológica no hay, propiamente hablando, humanismo, porque no hay sino una actitud genérica de defensa de la cultura clásica que puede encontrarse en todas las épocas, pero que no caracteriza a ninguna.
La defensa de la elocuencia clásica es una defensa de la lengua genuina del clasicismo contra la deformación que había experimentado en la Edad Media, y el propósito de restablecerla en su forma original. El descubrimiento de falsificaciones documentales, de atribuciones falsas, la tentativa de interpretar las figuras de los literatos y de los filósofos en su propio ambiente, en su lejanía cronológica, son los aspectos fundamentales del carácter historicista del humanismo. No cabe duda que el humanismo realizó sólo parcialmente o imperfectamente, en sus resultados, esta tarea de restauración histórica; por lo demás, se trata de una tarea que nunca se agota y que siempre se replantea de nuevo en el trabajo historiográfico. Pero el humanismo ha comprendido su valor y lo ha iniciado y encaminado, dejándolo en herencia a la cultura moderna. El iluminismo del siglo XVIII constituyó luego el paso decisivo en este mismo camino, del que luego nació la investigación historiográfica moderna. Nunca se podrá valorar debidamente la importancia de este aspecto del Renacimiento. La perspectiva historiográfica hace posible el alejamiento entre el pasado y el presente: de ahí el reconocimiento de la diversidad y de la individualidad del pasado: la indagación de los caracteres y condiciones que determinan esta individualidad e irrepetibilidad; y por último, la conciencia de la originalidad del pasado frente a nosotros y de nuestra originalidad frente al pasado.
Con respecto al tiempo, el descubrimiento de la perspectiva histórica es lo que el descubrimiento de la perspectiva óptica, realizado por la pintura del Renacimiento, viene a ser con relación al espacio: es la capacidad de realizar la distancia de los objetos unos de otros y de aquel que los contempla; de ahí la capacidad de entenderlos en su lugar efectivo, en su distinción de los demás y en su individualidad auténtica. El significado de la personalidad humana, como centro original autónomo de organización de los diversos aspectos de la vida, está condicionado por la perspectiva en este sentido. La importancia que el mundo moderno atribuye a la personalidad humana es la consecuencia de una actitud, realizada por vez primera, por el humanismo renacentista.
2) Cuando se dice que el humanismo renacentista ha descubierto o vuelto a descubrir "el valor del hombre" se quiere afirmar que ha reconocido el valor del hombre como ser terrestre o mundano, inserto en el mundo de la naturaleza y de la historia y capaz de forjar en el mismo su propio destino. El hombre a quien se le reconoce este valor es un ser racional finito, cuya pertenencia a la naturaleza y a la sociedad no es una condena ni un destierro sino un instrumento de libertad, merced a lo cual puede realizar en la naturaleza y entre los hombres su formación propia y su felicidad. Indudablemente, este reconocimiento no es más que la expresión filosófica o conceptual, unida (como suele suceder) a un retraso de capacidad y poderes que el hombre se había atribuido desde siglos y que había ya ejercido y ejercía en las ciudades que fueron la cuna del humanismo. La experiencia humana sobre la que se apoya él mismo había dado ya sus frutos en el mundo de la economía, de la política y del arte: lo cual explica la conexión geográfica del humanismo con las grandes ciudades y, en especial, con aquéllas, (como Florencia) donde más libre y maduro había sido y era el ejercicio de las nuevas actividades económico políticas. En el volumen I de esta Historia se ha visto ya cómo, en la misma escolástica, a partir del siglo XI, el hombre exige una autonomía de la razón cada vez mayor, es decir, de su iniciativa inteligente, con respecto a las instituciones típicas del mundo medieval (la iglesia, el imperio, el feudalismo) que propendían a manifestar como derivados de lo alto todos los bienes de que ellas podían disponer. Pero, en el humanismo renacentista, esta autonomía se reconoce de modo más radical, como facultad del hombre para proyectar la propia existencia singular y asociada en la naturaleza y en la historia. Claro que, si por naturalismo se entiende la tesis de que nada existe más allá de la naturaleza y de la historia, no se puede afirmar que el humanismo y el Renacimiento conocieron el naturalismo; pero si se entiende por naturalismo la tesis de que el hombre está radicado en la naturaleza y en la sociedad y que sólo de estos dos campos puede obtener los instrumentos de su propia realización, este naturalismo fue propio de todos los escritores de la época. Dichos autores exaltan ciertamente el "alma" del hombre, que es el sujeto de sus poderes de libertad, pero no olvidan el cuerpo ni lo que a éste le pertenece. La aversión contra el ascetismo medieval, el reconocimiento del valor del placer, la nueva valoración del epicureísmo son las manifestaciones más evidentes de este naturalismo del humanismo. A él está vinculado el reconocimiento de la unión del hombre con la comunidad humana: tema éste, preferido especialmente por los humanistas florentinos que participan activamente en la vida política de su ciudad. Desde este punto de vista, se exalta la vida activa con respecto a la especulativa y la filosofía moral en comparación con la física y la metafísica. Se estudia con renovado interés la Política de Aristóteles mientras se celebra al propio Aristóteles por haber reconocido el valor del dinero como cosa indispensable para la vida y para la conservación del individuo y de la sociedad. También se les reconocía un valor esencial a la poesía, a la historia, a la elocuencia y a la filosofía, que le hacen al hombre ser lo que realmente debe ser; y recobra su pleno sentido el concepto de paideia o humanistas que, ya en tiempo de Cicerón y de Varrón, expresaba el ideal de la formación humana como tal; un ideal que sólo puede identificarse por medio de las artes que son propias del hombre y que lo diferencian de los demás animales (Aulo Gelio, Noct. Att., XIII, 17).
3) Por último, forma también parte del humanismo renacentista el concepto de la función civil de la religión y de la tolerancia religiosa. La función civil de la religión se reconoce en el fundamento de la correspondencia entre ciudad celestial y ciudad terrenal: la ciudad terrenal debe realizar, en cuanto sea posible, la armonía y la felicidad de la ciudad celestial. La armonía y la felicidad suponen la paz religiosa. El ideal de la paz religiosa es la forma en que se presenta, tanto en el humanismo como en el Renacimiento, la exigencia de la tolerancia religiosa. Los humanistas están convencidos de la identidad esencial de filosofía y religión y de la unidad de todas las religiones aun en la diversidad de sus cultos. Naturalmente, este ideal propende a privar de toda base a la intolerancia; en efecto, la confianza en la posibilidad de una "paz" en el sentido en que, por ejemplo, emplea este término, Pico de la Mirándola, significa la renuncia a las oposiciones irremediables y a la lucha entre la religión y la filosofía y entre las diversas religiones y las diversas filosofías, y el fin del odio teológico.
Cada época vive de una tradición, de una herencia cultural, en la que ve asentados los valores fundamentales que inspiran sus actitudes. Pero la tradición nunca es una herencia transmitida pasiva o automáticamente, sobre todo en las edades de transición y de renovación. Es la selección de una herencia. Los humanistas rechazaron la herencia medieval y eligieron la herencia del mundo clásico como aquella en que veían afirmados los valores fundamentales que tenían en su corazón. Lo que les urgía era hacer revivir esta herencia como instrumento de educación, es decir, de formación humana y social. El privilegio concedido por ellos a las llamadas letras humanas, o sea, a la poesía, a la retórica, a la historia, a la moral y a la política, se fundaba en la convicción, heredada igualmente de los antiguos, de que tales disciplinas son las únicas que educan al hombre en cuanto tal y lo ponen en posesión de sus facultades auténticas. Tal vez parezca hoy esta convicción demasiado restringida, pero no puede ser tenida por un prejuicio de literatos. Para los humanistas, las letras humanas no eran un campo de ejercicios brillante pero inútil ni un adorno ficticio para alardear en los círculos aristocráticos. Eran el único instrumento que conocían ellos, para formar al hombre digno y libre, empeñado en la construcción de un mundo justo y feliz. No hay duda de que el humanismo (como cualquier otro período de la historia occidental) conoció también el gusto del ejercicio literario, el valor de la investigación erudita, la tentación de ocultar, bajo los méritos formales del lenguaje, de la literatura o del arte, la carencia de un interés humano serio y provechoso. Tampoco hay duda de que estos aspectos menos perfectos predominaron o se hicieron más evidentes cuando, en el siglo XVII, la decadencia política y civil de Italia hizo casi imposible el ejercicio de aquellas actividades que los humanistas de los siglos anteriores habían ensalzado en el mundo antiguo. Pero, entre tanto, el humanismo renacentista italiano había dado ya sus frutos incluso fuera de Italia; y en Italia, el nuevo espíritu de iniciativa y de libertad, suscitado por el Renacimiento, daba sus frutos propios en la ciencia.

 EL RENACIMIENTO
Los recientes estudios filológicos (Hildebrand, Walser, Burdach) han confirmado sin ninguna duda el origen religioso de la palabra y del concepto del Renacimiento. Renacimiento es el segundo nacimiento, el nacimiento del hombre nuevo o espiritual del que hablan el Evangelio de San Juan y las Epístolas de San Pablo (vol. I § 130-131). El concepto y la palabra se conservan durante toda la Edad Media para indicar la vuelta del hombre a Dios, su regreso a la vida que ha perdido con la caída de Adán. El Renacimiento es el resurgir del hombre precisamente en este sentido, o sea, como renovación espiritual; pero la renovación espiritual no es ya el trashumanarse, el vivir solamente en la pura relación con Dios, sino el renovarse del hombre en sus poderes humanos, en relación con los otros hombres, con el mundo y con Dios, Un renacimiento en Dios, en un sentido renovado, más genuino, de la relación entre hombre y Dios, no está excluido, sino que debe considerarse como la condición primera de la renovación; pero no agota el significado del Renacimiento. Este implica el mundo del hombre en su totalidad: su actividad práctica, su arte, su poesía, su vida social. El renacer del hombre no es el nacer a una vida diferente y superhumana, sino el nacer a una vida verdaderamente humana, porque se funda en lo que el hombre posee de más propio: las artes, las ciencias, la investigación, que hacen de él un ser distinto de todos los demás seres de la naturaleza y semejante a Dios, devolviéndolo a la condición de que había decaído. El significado religioso y el significado mundano del renacer se identifican, el último término del renacer es el hombre mismo.
El instrumento fundamental del renacimiento es el retorno a los antiguos, entendido asimismo como un retorno al principio: como una vuelta a lo que da fuerza y vida a cada cosa y de lo que depende la conservación y el perfeccionamiento de todo ser. El retorno al principio era un concepto neoplatónico, por lo que no es de extrañar que lo teorizaran especialmente los neoplatónicos del Renacimiento (Ficino, Pico). Pero también fue defendido explícitamente por los filósofos naturalistas (Bruno, Campanella) y por Maquiavelo, el cual señala en la "reducción a los principios" el único modo de que las comunidades puedan renovarse y evitar así su ruina y decadencia; pues, como dice Maquiavelo, todos los principios tienen en sí algo de bondad de la cual las cosas pueden tomar su vitalidad y su fuerza primitiva.
En el neoplatonismo antiguo, el retorno al principio era un concepto genuinamente religioso. El principio es Dios y el retorno a Dios es el cumplimiento del verdadero destino del hombre: consiste en rehacer a la inversa el proceso de emanación por el cual los seres se alejan de Dios, en remontar la pendiente, en tender a identificarse con Dios. Este significado religioso no es ajeno a los escritores del Renacimiento: sobre todo, los neoplatónicos lo repiten y se lo hacen propio. Pero este retorno a los principios adquiere en el Renacimiento un significado humano e histórico por el cual el "principio" al que se debe volver no es Dios sino el origen terreno del hombre y del mundo humano. Este es, sin duda, el sentido en que Maquiavelo hablaba de la "reducción a los principios" como medio de renovación de las comunidades humanas. El mismo Pico de la Mirándola admite (en el De ente et uno) junto al retorno al principio absoluto, es decir, a Dios, el retorno del hombre al principio propio, o sea, a sí mismo, en que consiste la felicidad terrena del hombre. Ahora bien, este retorno del hombre a su principio es, sustancialmente, un retorno a lo que el hombre ha sido: a su lejano, pero más antiguo pasado, a los orígenes de su historia.
Naturalmente, los orígenes de la historia humana se extienden más allá del mundo clásico hacia el que miran sobre todo los escritores del Renacimiento; pero creen ellos que precisamente en el mundo clásico ha encontrado su expresión madura y perfecta el ejercicio de aquellos poderes que desde los orígenes han asegurado al hombre un puesto privilegiado en el mundo. Por eso el Renacimiento pudo llegar al concepto de la verdad como filia temporis, o sea de la continuidad de la historia a través de la cual el nombre vuelve a vigorizarse y así amplía sus facultades, por lo que permite a los modernos ver más allá de los antiguos, como el enano que está sobre los hombros del gigante.
A través del retorno a la antigüedad clásica, que es al mismo tiempo el retorno del hombre a sí mismo, se realiza lentamente la conquista de la personalidad humana. Esta conquista está condicionada por la conciencia de la propia originalidad respecto a los demás, respecto al mundo y respecto a Dios. El descubrimiento de la historicidad y la investigación filológica dan al hombre el sentido de la propia originalidad frente a los demás, frente a aquellos ejemplares de la humanidad que habían vivido en el pasado.
La vuelta del arte a la naturaleza, la reducción de la naturaleza a la objetividad (de la que nació la ciencia) ponen en evidencia la originalidad del hombre frente a la naturaleza misma de la que forma parte, y así contribuyen a establecer el sentido y el concepto de la personalidad humana. Por último, la confirmación de la trascendencia divina, confirmación por la que el Renacimiento se une directamente con la especulación cristiana de la Edad Media, acentuando la separación entre el hombre y Dios, destaca todavía más el carácter original del hombre, la irreductibilidad de su situación a la de cualquier otro ser, superior o inferior.
De ahí la función mediadora y central que se le atribuye al hombre como "cúpula del mundo" (Ficino, Pico, Bouiflé, Pompanazzi), como nudo de la creación, en la que encuentran su unidad y su equilibrio los varios aspectos de la misma. De ahí también la afirmación de la libertad humana y las discusiones en torno a su relación con el orden providencial del mundo. De ahí asimismo los análisis de la fortuna o del azar a los que no debemos sacrificar el poder decisivo de la voluntad, que se afirma como dominadora de ambos. De ahí, en fin, el reconocimiento del origen humano de los estados, fruto de la habilidad y de la sagacidad de los políticos.