LA PERSONALIDAD DE
SANTO TOMAS
Santo Tomás
marca una etapa decisiva de la escolástica. El continúa y lleva a término la
obra iniciada por San Alberto Magno. Gracias a la especulación tomista, el
aristotelismo se hace flexible y dócil a todas las necesidades de la
explicación dogmática, y no mediante expedientes ocasionales o adaptaciones
artificiales (según el método de San Alberto), sino en virtud de una reforma
radical, debida a un principio único y sencillo que reside en el corazón mismo
del sistema, y es desarrollado con lógica rigurosa en todas las partes del
mismo.
Si le era preciso a San Alberto corregir el aristotelismo desde el exterior,
tomando motivos y sugerencias de la misma corriente agustiniana que quería
combatir, Santo Tomas halla en la misma
lógica de su aristotelismo la manera de insertar los resultados principales
de la tradición escolástica en un sistema que es armónico y acabado en su
conjunto; preciso y claro en los detalles. En este trabajo especulativo, Santo Tomás se vale de un talento
filológico nada común: el aristotelismo ya no es para él, como lo era para San
Alberto, un todo confuso en el que se han integrado tanto las teorías
originales como las diversas interpretaciones de los filósofos musulmanes.
Trata de establecer el verdadero significado del aristotelismo, tomándolo
de los textos del Estagirita; de los intérpretes islámicos se vale como fuentes
independientes, cuya fidelidad a Aristóteles examina cuidadosa y críticamente. Aristóteles es para Santo Tomás el fin
último de la investigación filosófica. El Estagirita llegó hasta donde podía
llegar la razón; más allá, sólo hay la verdad sobrenatural de la fe. Fundir la
filosofía con la fe, la obra de Aristóteles con las verdades que Dios ha
revelado al hombre y de las que la Iglesia es depositaría: ésta es la labor que
se propone Santo Tomás con toda claridad.
Para llevar a
cabo esta tarea son necesarias dos condiciones fundamentales: la primera, es
separar claramente la filosofía de la teología, la investigación racional,
guiada y sostenida tan sólo por principios evidentes, de la ciencia cuyo
supuesto previo es la revelación divina. En efecto, solamente mediante esta clara
separación, la teología puede servir de complemento a la filosofía, y la
filosofía servir de preparación y auxiliar de la teología. La segunda
condición, es hacer válido, dentro de la investigación filosófica, como
criterio de dirección y norma, un principio que indique la disparidad y
separación entre el objeto de la filosofía y el objeto de la teología, entre el
ser de las criaturas y el ser de Dios. Estas dos condiciones están ligadas
entre sí: puesto que filosofía y teología no pueden estar separadas una de
otra, si no se delimitan sus objetos respectivos; y la filosofía no puede ser
preparadora y auxiliar de la teología, que es su verdadera culminación, si no
incluye y hace válido en sí misma el principio que justifica precisamente esta
función suya preparatoria y subordinada, la diferencia que hay entre el ser
creado y el ser de Dios.
Y así, este principio es la
clave de bóveda del sistema tomista. Es el que ayudará a Santo Tomás a
determinar las relaciones entre razón y fe, y a establecer la regula fidei-,
a centrar alrededor de la función de la abstracción la capacidad de conocer
del hombre; a formular las pruebas de la existencia de Dios; a aclarar los
dogmas fundamentales de la fe. Santo Tomás enunció este principio en su
primer trabajo, De ente et essentia, como distinción real entre
esencia y existencia-, pero también está expuesto en la fórmula de la analogía
del ser, que a la vez utiliza ampliamente.
Probablemente, esta fórmula es la
más adecuada para expresar el principio de la reforma radical que Santo Tomás
aportó al aristotelismo. El ser de Dios y el de las criaturas es distinto. Los
dos significados de la palabra ser ni son idénticos ni completamente
distintos; sino que se corresponden proporcionalmente, de tal modo que el ser
divino implica todo lo que la causa implica respecto al efecto. Santo Tomás
lo expresa diciendo que el ser no es univoco ni equívoco, sino análogo, es decir, que implica proporciones distintas. La
proporción es en este caso una relación de causa y efecto: el ser divino es
causa del ser finito (Sum. tbeol., I, q. 13, a. 5). Santo Tomás relaciona
este principio con la analogía del ser, que Aristóteles afirmó acerca de las
distintas categorías. Pero en el Estagirita no puede concebirse una distinción
entre el ser divino y el ser de las demás cosas; el ser aristotélico es verdaderamente
uno, su causa está en la sustancia. (§ 73). Para Santo Tomás el ser no es
uno. El Creador está separado de la criatura; las determinaciones finitas de la
criatura nada tienen que ver con las determinaciones infinitas de Dios, sino
que únicamente las reproducen de modo imperfecto y demuestran su acción
creadora. Santo Tomás ha hecho tomar al aristotelismo el camino opuesto al
que le hizo seguir la filosofía musulmana.
Esta acaba en la necesidad y
eternidad del ser, de todo el ser, incluso del mundo. Santo Tomás acaba en la
contingencia del ser del mundo y en su dependencia de la creación divina.
RAZÓN Y FE
El sistema tomista se basa en la
determinación rigurosa de la relación entre la razón y la revelación. Al
hombre, cuyo fin -último es Dios, que excede a la comprensión de la razón, no
le basta la investigación basada en la razón. Las verdades mismas, a que por sí
sola puede llegar la razón, no pueden alcanzarlas todas las personas, y el
camino que a ellas conduce no está libre de errores. Por ello, fue necesario
que el hombre fuera instruido convenientemente y con mayor certeza por la
revelación divina. Pe.ro la revelación ni anula ni inutiliza la razón: "la
gracia no elimina la naturaleza, sino que la perfecciona". La razón
natural está subordinada a la fe, como en el dominio de la práctica la
inclinación natural se subordina a la caridad. Es cierto que la razón no puede demostrar lo que pertenece a la fe,
porque entonces la fe perdería todo su mérito. Pero puede servir de auxiliar a
la fe de tres maneras distintas. En primer lugar, demostrando los preámbulos
de la fe, es decir, las verdades cuya demostración es necesaria a la fe
misma. No podemos creer en lo que Dios ha revelado, si no sabemos que
Dios existe. La razón natural demuestra que Dios existe, que es uno, que tiene
las características y los atributos que pueden inferirse de la consideración de
las cosas que ha creado. En segundo lugar, la filosofía puede utilizarse para aclarar
mediante comparaciones las verdades de la fe. En tercer lugar, puede rebatir
las objeciones contra la fe, demostrando que son falsas o al menos que no
tienen fuerza demostrativa (In Boet. de Trinit., a. 3).
Sin
embargo, por otra parte, la razón tiene su propia verdad. Los principios que le
son intrínsecos y que son certísimos, porque es imposible pensar que sean
falsos, le han sido infundidos por Dios, que es el autor de la naturaleza
humana. Por lo tanto, estos principios derivan de la Sabiduría divina y forman
parte de ella. La verdad de razón nunca puede ser opuesta a la verdad revelada:
la verdad no puede contradecir la verdad. Cuando surge una oposición, es señal
de que no se trata de verdades racionales, sino de conclusiones falsas, o al
menos, no necesarias: la fe es la regla del recto proceder de la razón (Contra
Gent., I, 7).
El principio aristotélico de que
"todo conocimiento empieza por los sentidos", es utilizado por Santo
Tomás para limitar la capacidad y las pretensiones de la razón. La razón humana
puede, es cierto, elevarse nasta Dios; pero sólo partiendo de las cosas
sensibles. "Mediante la razón natural, el hombre no puede llegar a conocer
a Dios si no es a través de las criaturas.
Las criaturas conducen al
conocimiento de Dios, como el efecto lleva a la causa. Por consiguiente,
gracias a la razón natural, sólo podemos llegar a conocer de Dios lo que le
corresponde necesariamente por ser el principio de todas las cosas que
existen" (Sum. theol., I, q. 32, a. 1). De las dos demostraciones que
puede lograr la razón, la a priori o propter quid, que parte de la
esencia de una causa para descender a sus efectos, y la a
posteriori o quia, que
parte del efecto para remontar a la causa, sólo la segunda puede utilizarse
para conocer a Dios (Ibid., I, q. 2, a. 2). Pero aunque lleva a admitir
la necesidad de la existencia de Dios como causa primera, nada puede decir
acerca de la esencia de Dios. Por lo
tanto, la razón, con sólo sus fuerzas, no puede llegar a demostrar la Trinidad
y la Encarnación ni todos los misterios relacionados con estos dos. Estos misterios
son los verdaderos "artículos de fe" que la razón puede aclarar y defender,
pero no demostrar; mientras que la existencia de Dios y otras cosas acerca de
Dios, que la razón con sus propias fuerzas puede llegar a demostrar, son los preámbulos
de la fe.
Aclarando así el campo de
la fe y de la razón, Santo Tomás pasa a aclarar los actos correspondientes.
A base de una definición de San Agustín (De praedest. sanctorum, 2),
Santo Tomás define el acto de la fe, el creer, como un "pensar con
asentimiento" (cogitare cum assensu), entendiendo por "pensar"
la "consideración investigadora del intelecto y el consentimiento de la
voluntad". El pensar propio ae la fe es un acto intelectual que
todavía está investigando, porque aún no ha llegado a la perfección de la
visión cierta. Ahora bien, a todos los actos intelectuales de esta clase no se
les une el asentimiento: dudar consiste en no inclinarse por
el sí ni por el no-, sospechar consiste en inclinarse a un lado,
pero estando movido por una pequeña señal de la otra parte; opinar, es
adherirse a una cosa, con temor de que la cosa contraria sea verdadera.
"Pero este acto que es el creer, dice Santo Tomás (Sum. theol., II,
2, q. 2, a. 1), incluye la adhesión firme a una parte; en lo que el creyente es
semejante al que tiene ciencia o inteligencia: su conocimiento no es perfecto
como el del que tiene una visión evidente, en lo cual es semejante al que duda,
sospecha u opina. Y así, es propio del creyente pensar con asentimiento."
El asentimiento implícito a la fe, si bien es semejante por su seguridad al
implícito en la inteligencia y en k ciencia, es diferente por su móvil: pues no
está producido por el objeto, sino por una elección voluntaria que
inclina al hombre hacia un lado y no hacia el otro.
En efecto, el objeto de la fe no
es "visto" por los sentidos ni por la inteligencia, pues la fe, como
dijo San Pablo (Hebreos, XI, 1), es "la prueba de las cosas no
vistas" (Sum. theol., II, 2 q. 1, a. 4). De este modo Santo Tomás,
aunque reconoce a la fe mayor certeza que al saber científico, funda esta
certeza en la voluntad, reservando únicamente a la ciencia la certeza objetiva.
TEORIA DEL
CONOCIMIENTO
La teoría del
conocimiento tomista está calcada de la aristotélica. Su rasgo más original es
el relieve que toma el carácter abstractivo del proceso del conocer y, por
consiguiente, la teoría de la abstracción. Comentando el pasaje
del De anima (III, 8, 431 b) en que se dice que "el alma es en
cierto modo todas las cosas" (porque las conoce todas), Santo Tomás
dice: "Si el alma es todas las cosas, es necesario que sea o las cosas
mismas, sensibles o inteligibles —en el sentido en que Empédocles afirmó
que conocemos la tierra con la tierra, el agua con el agua, etc.—, o las especies
de las cosas.
Pero el alma no es las cosas,
pues, por ejemplo, en el alma no está la piedra, sino la especie de la
piedra". Ahora bien, la especie (effioc) es la. forma de la cosa;
por lo tanto, "el intelecto es una potencia receptiva de todas las formas
inteligibles y el sentido es una potencia receptiva de todas las formas sensibles".
De donde el principio general del conocimiento es "cognitum est in
cognoscente per modum cognoscentis" (el objeto conocido está en el sujeto
que conoce, en conformidad con la naturaleza del sujeto que conoce).
Ahora bien, el
proceso, mediante el cual el sujeto que conoce recibe el objeto, es la abstracción.
El entendimiento
humano ocupa un lugar intermedio entre los sentidos corpóreos que conocen la
forma unida a la materia de las cosas particulares y los entendimientos
angélicos que conocen la forma separada de la materia.
Es
una virtud del alma que es forma del cuerpo; por lo tanto, puede conocer las
formas de las cosas sólo en cuanto están unidas a los cuerpos y no (como quería
Platón) en cuanto están separadas. Pero en el acto de conocerlas, las sustrae
de los cuerpos; por consiguiente, conocer es abstraer la forma de la materia
individual, sacar lo universal de lo particular, la especie inteligible de las
imágenes singulares (fantasmas). Al igual que podemos tomar en consideración el
color de un fruto prescindiendo del fruto, sin que por ello afirmemos que esté
separado del fruto, así podemos conocer las formas o especies universales del
hombre, del caballo, de la piedra, prescindiendo de los principios individuales
a que están unidos; pero sin pretender que existan separados de ellos. Por lo
tanto, la abstracción no falsifica la
realidad. No afirma la separación real de la forma respecto a la materia
individual: sólo permite la consideración separada de la forma; y esta
consideración es el conocimiento intelectual humano. Hemos de notar que
esta consideración separa la forma de la materia, individual, no de la
materia en general, pues, si no, no podríamos comprender que el hombre, la
piedra o el caballo están también compuestos de materia. "La materia es
doble, dice Santo Tomás (Sum. theol., I, q. 85, a. 1), es decir, común
e individual: común, como la carne y los huesos; individual, como esta carne
y estos huesos. El entendimiento abstrae la especie de la cosa natural
de la materia sensible individual; pero no de la materia sensible común. Por
ejemplo, abstrae la especie del hombre de esta carne y de estos huesos que no
pertenecen a la naturaleza de la especie, sino que son partes del individuo, de
las que, por lo tanto, podemos prescindir. Pero la especie del hombre no puede
ser abstraída por el entendimiento de la carne y de los huesos en
general."
De ello se deduce que, para Santo
Tomás, el principium individuationis,
lo que determina la naturaleza
propia de cada individuo y, por tanto, lo diferencia de los otros, no es la
materia común (pues todos los hombres tienen carne y huesos, y no se
diferencian por eso), sino la materia signada o, como también él mismo
dice (De ente et essentia, 2), la "materia considerada bajo
dimensiones determinadas". Y así un hombre es distinto de otro porque
está unido a determinado cuerpo, distinto en dimensiones, es decir, por su
posición en el espacio y en el tiempo, del de los demás hombres. También se
deduce de esta teoría que el universal no subsiste fuera de las cosas
individuales, sino que sólo es real en ellas (Contra Gent., I, 65).
De manera que está in re (como
forma de las cosas) y post rem (en el entendimiento); ante rem, sólo
en la mente divina, como principio o modelo (idea) de .las cosas creadas
(In Seni., II, dist., I I I, q. 2, a. 2).
El universal es el objeto propio
y directo del entendimiento. Por razón de su propio funcionamiento, el
entendimiento humano no puede conocer directamente las cosas individuales. En
efecto, actúa abstrayendo la especie inteligible de la materia individual; y la
especie que es resultado de esta abstracción es el universal mismo. Por tanto, la cosa individual sólo la puede conocer el
entendimiento indirectamente, por una especie de reflexión.
Dado
que el entendimiento abstrae el universal, de las imágenes particulares y nada
puede entender si no es mirando a las imágenes mismas (convertendo se ad
phantasmata), conoce indirectamente también las cosas particulares, a las
que pertenecen las imágenes (Sum. theol., I, q. 86, a. 1).
El
entendimiento que abstrae las formas de la materia individual es el entendimiento
agente. El entendimiento humano es un entendimiento finito que, a
diferencia del entendimiento angélico, no conoce en acto todos los
inteligibles, sino que solamente tiene la potencia (o posibilidad) de
conocerlos; por lo tanto, es un entendimiento posible. Pero como
"nada pasa de la potencia al acto si no es por obra de lo que ya está en
acto", la posibilidad de conocer, propia de nuestro entendimiento, llega a
ser conocimiento efectivo por acción de un entendimiento agente, que
actualiza los inteligibles, abstrayéndolos de las condiciones materiales, y
actuando (según el símil aristotélico) como la luz sobre los colores (Ibid.,
I, q. 79, especialmente a. 3). Contra Averroes y sus seguidores, Santo
Tomás afirma explícitamente la unidad de este entendimiento con el alma humana.
Si el entendimiento agente estuviera separado del hombre, no sería el hombre el
que comprendería, sino el supuesto entendimiento separado el que comprendería
al hombre y las imágenes que en él hay; por consiguiente, el entendimiento debe
formar parte esencial del alma humana (Ib., \, q. 76) a. 1; Contra
Gent., II, 76). Por ello también el entendimiento agente no es uno solo,
sino que hay tantos entendimientos agentes como almas humanas; contra la tesis
de la unicidad del entendimiento, defendida por los averroístas, va dirigido el
famoso opúsculo de Santo Tomás, De unitale intellectus contra Averroistas ( §
284).
El procedimiento de abstracción
del entendimiento garantiza la verdad del conocimiento intelectual,
porque garantiza que la especie que existe en el entendimiento es la forma
misma de la cosa, y por ello hay correspondencia (adaequatio) entre
el entendimiento y la cosa. Siguiendo la definición que dio Isaac (§ 245) en su
Líber de definitionibus, Santo Tomás define la verdad como "la
adecuación del entendimiento y la cosa" (Sum.
tbeol., I, q. 16, a. 2; Contra
Gent., I, 59; De ver., q. 1, a. 1). Las cosas naturales, de las que
nuestro entendimiento recibe el saber, son su medida, ya que él posee la
verdad sólo en cuanto se corresponde con las cosas. En cambio, éstas son
medidas por el entendimiento divino, en el que subsisten sus formas al igual
que las formas de las cosas artificiales subsisten en el entendimiento del
artesano. "El entendimiento divino es medidor, pero no medido; la cosa
natural es medidora (respecto al hombre) y medida (respecto a Dios); pero
nuestro entendimiento es medido, y no mide las cosas naturales, sino únicamente
las artificiales (De ver., q. 1, a. 1). Por lo tanto, Dios es la suma
verdad, en cuanto su entender es la medida de todo lo que existe y de cualquier
otro entender (Sum. tbeol., 1, q. 16, a. 5). Por ello, la ciencia que
tiene de las cosas es la causa de éstas, de la misma manera que la
ciencia que el artesano tiene de la cosa artificial es causa de ésta. En Dios, el
ser y el entender coinciden: conocer las cosas significa, en
Dios, comunicarles el ser, siempre que al entender esté unida la voluntad
creadora (Ibid., I, q. 14, a. 9).
Esto establece una diferencia
radical entre el entendimiento divino y el humano, entre la ciencia de Dios y
la del hombre. Dios entiende todas las
cosas mediante la simple inteligencia de la cosa misma: con un solo acto
aprehende (y, si quiere, crea) la esencia total y completa de la cosa, mejor
dicho, de todas las cosas en su totalidad y plenitud. En cambio, nuestro
entendimiento no llega con un solo acto a conocer perfectamente una cosa, sino
que primero aprehende alguno de sus elementos, por ejemplo, la esencia, que es
el objeto primero y propio del entendimiento, y luego pasa a entender la
propiedad, los accidentes y todas las disposiciones propias de la cosa. De
aquí se deduce que el conocimiento intelectual del hombre tiene lugar mediante
actos sucesivos, que se siguen en el tiempo; actos de composición o de división,
es decir, afirmaciones o negaciones, que expresan mediante juicios o
proposiciones lo que el entendimiento, sucesivamente, conoce de la cosa misma. La acción del entendimiento de proceder de
una composición o división a otras sucesivas composiciones o divisiones, es
decir, de un juicio a otro, es el razonamiento, y la ciencia que se va
formando por juicios de afirmación o de negación, sucesivos y conexos es la ciencia
discursiva. Por consiguiente, el conocimiento humano es un conocimiento racional,
y la ciencia humana es una ciencia discursiva, caracteres que no se
pueden atribuir al conocimiento de Dios y a su ciencia, que lo entiende todo
y simultáneamente en sí mismo, mediante un acto simple y-perfecto de
inteligencia (Ibid., I, q. 14, a. 7, 8, 14; q. 85, 5; Contra
Gent., I, 57-58).
Esto también establece una
diferencia radical entre la autoconciencia divina y la humana. Dios no sólo se
conoce a sí mismo, sino a todas las cosas, a través de su esencia, que es acto
puro y perfecto, y, por lo tanto, perfectamente inteligible por sí
mismo. El ángel, cuya esencia es acto, pero no acto puro, porque es esencia
creada, se conoce a sí mismo por esencia; pero las demás cosas sólo puede
conocerlas por sus semejanzas. En cambio, el entendimiento humano no es acto,
sino potencia; no se actualiza si no es a través de las especies abstraídas de
las cosas sensibles por obra del entendimiento agente; por lo tanto, sólo puede
conocerse en el acto de hacer esta abstracción. Este conocimiento puede
verificarse de dos maneras: singularmente, como cuando Sócrates o Platón tienen
conciencia (percipit) de tener un alma intelectiva por el hecho de que
tienen conciencia de entender; y generalmente, como cuando consideramos la
naturaleza de la mente humana basándonos en la actividad del entendimiento.
Este segundo conocimiento depende de la luz que nuestro entendimiento recibe de
la verdad divina, en la que están las razones de todas las cosas; y exige una
investigación diligente y sutil, mientras el primero es inmediato (Summa
theologica, I, q. 87, a. 1).
En el carácter razonador del
conocimiento humano existe la posibilidad de error. El sentido no se engaña
acerca del objeto que le es propio (por ejemplo, la vista acerca de los
colores), a menos que haya una perturbación accidental del órgano. El
entendimiento no puede engañarse acerca del objeto que le es propio. Ahora
bien, el objeto del entendimiento es la esencia o quididad de la cosa;
por lo tanto, no se engaña acerca de la esencia, pero puede engañarse en cuanto
a las particularidades que acompañan a la esencia, que llega a conocer componiendo
y dividiendo (es decir, mediante juicio) o por razonamiento.
También el entendimiento puede
incurrir en error acerca de la esencia de las cosas compuestas, al dar la
definición resultante de diferentes elementos: esto ocurre cuando adscribe a
una cosa la definición (cierta en sí misma) de otra cosa, por ejemplo, la del
círculo al triángulo; o cuando une elementos opuestos, en una definición que es
por ello falsa; por ejemplo, si define el hombre como "animal racional
alado. En cuanto a las cosas simples, en cuya definición no hay composición, el
entendimiento no puede engañarse, sino sólo quedar en defecto, y seguir
ignorando su definición (Ibid., I, q. 85, a. 6).
METAFÍSICA
En el De ente et essentia, que
es su primera obra y viene a ser su Discurso del Método, Santo Tomás
establece el principio fundamental que reforma la metafísica aristotélica y la
adapta a las necesidades del dogma cristiano: la distinción real de esencia y
existencia. Este principio, cuya progresiva introducción en la filosofía
medieval hemos estudiado, es aceptado por Santo Tomás en la forma que le había
dado Avicena. Pero el principio le sirvió a Avicena para fijar rigurosamente la
necesidad del ser, de todo el ser, incluso del finito. En efecto, la diferencia
entre el ser cuya esencia implica la existencia (Dios) y el ser cuya esencia no
implica la existencia (el finito), consiste, según Avicena, en que el primero
es necesario por sí, el segundo es necesario por otro, y por ello
deriva de este otro (del ser necesario) en cuanto a su existencia actual. En la
interpretación de Avicena, el principio excluye la creación, y sólo implica la
derivación causal y necesaria de las cosas finitas de Dios. En cambio, en la
doctrina tomista tiene la misión de llevar la exigencia de la creación a la
misma constitución de las cosas finitas, y por ello es el principio reformador
que Santo Tomás utiliza para adaptar el aristotelismo a la tarea de interpretar
el dogma.
En la doctrina tomista, el primer
resultado de ese principio es separar la distinción de potencia y acto de la de
materia y forma, convirtiéndola en una distinción aparte. Para Aristóteles, potencia y acto se identifican, respectivamente, con
materia y forma-, no hay potencia que no sea materia, ni acto que no sea forma,
y viceversa. En cambio, Santo Tomás considera que no sólo la materia y la
forma, sino también la esencia y la existencia están entre sí en
relación de potencia y acto. La esencia, que él denomina también quididad
o naturaleza, no sólo comprende la forma, sino también la materia de
las cosas compuestas, pues comprende todo lo que está expresado en la
definición de la cosa. Por ejemplo, la esencia del nombre, cuya definición
es "animal racional", no sólo comprende la "racionalidad" (forma),
sino también la "animalidad" (materia). De la esencia, entendida así,
se distingue el ser o existencia de las cosas mismas; podremos
entender, por ejemplo, qué (quid) es el hombre o el fénix (esencia), sin
saber si el nombre o el fénix existe (esse) (De e. et ess., 3). Por
ello, sustancias como el hombre y el fénix están compuestas de esencia (materia
y forma) y de existencia, que pueden separarse entre sí: en ellas la esencia
está en potencia respecto a la existencia, la existencia es el acto de
la esencia-, y la unión de la esencia con la existencia, es decir, el paso
de potencia a acto, exige la intervención creadora de Dios. Ahora bien, en
las sustancias que son forma pura sin materia (los ángeles, como inteligencias
juras), falta la composición de materia y forma, pero no la de esencia y
existencia; en efecto, también en ellas la esencia sólo es potencia con
relación a la existencia y, así, también su existencia exige un acto creador de
Dios. Sólo en Dios la esencia es la
misma existencia, porque Dios es por esencia, es decir, por definición;
por tanto, en Dios no hay una esencia que sea potencia; Él es acto puro
(Sum. theol., I, q. 50, a. 2). Por tanto, la esencia puede estar en las
sustancias de tres maneras: 1. ° en la única sustancia divina, la esencia se
identifica con la existencia; por ello, Dios es necesario y eterno; 2. ° en las
sustancias angélicas, carentes de materia, la existencia es distinta de la
esencia; de modo que su ser no es absoluto, sino creado y finito; 3. ° en las
sustancias compuestas de materia y forma el ser viene del exterior, y es, por
consiguiente, creado y finito. Estas últimas sustancias, dado que incluyen
materia, que es principio de individualización, se multiplican en una serie de
individuos, lo que no ocurre en las sustancias angélicas, por carecer de
materia.
Mediante
esta reforma radical de la metafísica aristotélica, Santo Tomás hace que la
misma constitución de las sustancias finitas exija la creación divina. Aristóteles,
al identificar la existencia en acto con la forma, establece que donde hay forma
hay realidad en acto, y por ello la forma es por sí mismo indestructible e
increable, y, por tanto, necesaria y eterna como Dios. Con ello
garantiza la necesidad y la eternidad de la estructura formal del
universo (géneros, especies, formas y, en general, sustancias). Su universo excluye
la creación y toda intervención activa de Dios en la constitución de las cosas.
Pero, precisamente por esto, su sistema pareció (y lo era) irreductiblemente
contrario al cristianismo, y poco adecuado para expresar sus verdades
fundamentales. La reforma tomista cambia radicalmente la metafísica
aristotélica, transformándola de estudio del ser necesario en consideración
del ser creado.
Por consiguiente, el término "ser" aplicado a la
criatura tiene un significado no idéntico, sino semejante o correspondiente
al ser de Dios.
Este
es el principio de la analogía del ser que Santo Tomás toma de Aristóteles;
pero le da un valor completamente distinto. Aristóteles había distinguido
ciertamente varios significados del ser, pero sólo en relación con las
categorías, y los había reducido todos al único significado fundamental, que es
el de sustancia (ojuaia), el ser en cuanto ser, objeto de la metafísica (§
72).
Por ello no distinguía, ni podía distinguir, el ser de Dios del ser de las
demás cosas; por ejemplo, Dios y la mente son sustancias precisamente en el
mismo sentido (Et. Nic., I, 4, 1096 a). En cambio, Santo
Tomás, gracias a la distinción real entre esencia y existencia, ha distinguido
el ser de las criaturas, que puede separarse de (a esencia y que, por lo tanto,
es creado, y el ser de Dios, que se identifica con su esencia, y es, por consiguiente,
necesario. Estos dos significados del ser no son unívocos, es decir,
idénticos, ni tampoco equívocos, es decir, simplemente distintos; son análogos,
es decir, semejantes, pero de distinta proporción. Sólo Dios es el ser por
esencia: las criaturas tienen el ser por participación; las criaturas en cuanto
son, son semejantes a Dios, que es el primer principio universal de todo el
ser, pero Dios no es semejante a ellas: esta relación es la analogía
(Sum. theol., I, q. 4, a. 3).
La relación analógica se extiende a todos los predicados que se atribuyen al
mismo tiempo a Dios y a las criaturas; porque es evidente que en la Causa
agente han de subsistir de un modo simple e indivisible aquellos caracteres que
en los efectos son múltiples y divididos; al igual que el sol, a pesar de la
unidad de su fuerza, produce formas múltiples y distintas en el mundo terreno.
Por ejemplo, el término "sabio" aplicado al hombre indica una
perfección distinta de la esencia y de la existencia del hombre, mientras que
aplicado a Dios, significa una perfección, que es idéntica a su esencia y a su
ser. Por ello, aplicado al hombre, da a entender lo que quiere significar;
aplicado a Dios, deja fuera de sí la cosa significada, que trasciende los
límites del entendimiento humano (Sum. theol., I, q. 13, a. 5). La analogía del ser hace evidentemente
imposible una sola ciencia del ser, como era la filosofía primera aristotélica.
La ciencia que trata de las sustancias creadas y se vale de principios
evidentes a la razón humana es la metafísica. Pero la ciencia que trata del Ser
necesario, la teología, tiene mayor grado de certeza y unos principios que
proceden directamente de la revelación divina: por ello, es superior en
dignidad a todas las otras ciencias (incluso la metafísica), que son para ella
subordinadas y siervas (Ibid., I, q.L a. 5).
Dado que el ser de todas las
cosas (excepto Dios) es siempre un ser creado, la creación, aunque es una
verdad de fe como inicio de las cosas en el tiempo, es, en cambio, una verdad
demostrada como producción de las cosas de la nada y como derivación de
todo ser de Dios. En efecto, sólo Dios es, como hemos visto, el ser que es
por esencia, es decir, que existe necesariamente y por sí mismo: las
demás cosas toman el ser de Él, por participación, al igual que el
hierro se pone al rojo por el fuego. También la materia prima es creada. Y
todas las cosas del mundo forman una jerarquía ordenada según su mayor o menor
grado de participación en el ser de Dios. Dios es el término y supremo fin de esta jerarquía. En El residen
las ideas, es decir, las formas ejemplares de las cosas creadas, formas
que no están separadas de la sabiduría divina; luego hemos de decir que Dios es
el único ejemplar de todo (Ibid., I, q. 44, aa. 1, 2, 4, 3).
La
separación entre el ser creado y el ser eterno de Dios, propia de tal metafísica,
permite que Santo Tomás salve la absoluta trascendencia de Dios con relación
al mundo y corte el paso a cualquier forma de panteísmo que quiera identificar
de algún modo el ser de Dios y el ser del mundo. Santo Tomás
alude a dos formas de panteísmo, aparecidas a fines del siglo XII, para
refutarlas. La primera es la de Amalrico de Bena (§ 219), que considera a Dios
como "el principio formal de todas las cosas", es decir, la esencia o
naturaleza de todos los seres creados. La segunda es la de David de Dinant (§
219), que identificó a Dios con la materia prima. Contra esta forma de
panteísmo, así como contra la otra de origen estoico (pero que Santo Tomás
conoció por una tesis de Terencio Varrón, citada por San
Agustín (De civ. Dei, VII,
6), de que Dios es el alma del mundo, Santo Tomás opone el principio de que
Dios no puede ser elemento componente de las cosas del mundo. Como causa
eficiente, Dios no se identifica con la forma ni con la materia de las cosas
cuya causa es, sino que su ser y su actuación son absolutamente primeros, es
decir, trascendentes, con relación a dichas cosas (Sum. theol., I, q. 3,
a. 8).
LAS PRUEBAS DE LA
EXISTENCIA DE DIOS
La distinción
metodológica de Aristóteles (An. fost., \, 2) entre lo que es primero
"por sí" o "por naturaleza" y lo que es primero "para
nosotros", es seguida y respetada constantemente por Santo Tomás. Ahora
bien, si Dios es primero en el orden del ser, no lo es en el orden de los
conocimientos Humanos, que empiezan por los sentidos. Por tanto, es necesaria
una demostración de la existencia de Dios-, y debe partir de lo que es primero para
nosotros, es decir, de los efectos sensibles, y ha de ser a posteriori (demonstratio
quia). Por ello, Santo Tomás rechaza explícitamente el argumento ontológico
de San Anselmo: aunque tengamos a Dios por "aquello sobre lo cual nada
mayor puede pensarse", no se deduce que El exista en realidad (in rerum
natura) y no sólo en el entendimiento.
Santo
Tomás cita cinco vías para llegar de los efectos sensibles a la existencia
de Dios.
Estas vías, que ya hacía expuesto en la Summa contra Gentiles (I, 12 y
13), se enuncian en su formulación clásica en la Summa theologica (I, q.
2, a. 3).
La
primera vía es la prueba cosmológica, deducida de la Física (VIII,
1) y de la Metafisica (XII, 7) de Aristóteles. Parte del principio de
que "todo lo que se mueve es movido por otro". Ahora bien, si aquello
que lo mueve se mueve a su vez, es preciso que también sea movido por otro, y
así sucesivamente. Pero es imposible seguir así hasta el infinito, porque entonces
no habría un primer motor ni los otros moverían, como, por ejemplo,
el bastón no se mueve si no es movido por la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea
movido por nada; y todos consideran que ese motor es Dios. Este argumento
fue utilizado en la escolástica latina por vez primera por Adelardo de Bath (§
215); luego, insistieron en él Maimónides y San Alberto Magno.
La
segunda vía es la prueba causal. En la serie de causas eficientes no
podemos remontarnos hasta el infinito, porque entonces no habría una causa
primera, y, por consiguiente, tampoco una causa última ni causas intermedias:
por lo tanto, debe haber una causa eficiente primera, que es Dios. Esta prueba
está tomada de Aristóteles (Met., II, 2). Avicena la había vuelto a
exponer.
La
tercera vía se deduce de la relación entre posible y necesario. Las
cosas posibles sólo existen en virtud de las cosas necesarias: éstas tienen la
causa de su necesidad o en sí o en otro. Si tienen la causa en otro, remiten a
este otro, y como no se puede suponer una cadena de causas hasta el infinito,
es preciso llegar a algo que sea necesario por si" y sea causa de la
necesidad de lo que es necesario por otro: y tal es Dios. Esta prueba
está tomada de Avicena.
La
cuarta vía es la de los grados. En las cosas hay más o menos verdad, más
o menos bien y más o menos de todas las demás perfecciones; por consiguiente,
también debe haber un grado máximo de dichas perfecciones, que será la causa de
los grados menores, como el fuego, que es el máximo calor, es la causa de todas
las cosas calientes. Luego, la causa del ser y de la bondad y de toda
perfección es Dios.
Esta prueba, de origen platónico, está tomada de Aristóteles (Met., II,
1).
La
quinta vía se infiere del gobierno de las cosas. Las cosas naturales,
privadas de inteligencia, están, sin embargo, dirigidas a un fin: esto no sería
posible si no estuvieran gobernadas por un Ser dotado de inteligencia, como la
flecha no puede dirigirse hacia el blanco si no es por obra del arquero. Luego,
hay un Ser inteligente que ordena todas las cosas naturales a un fin: y este
Ser es Dios.
Esta es la prueba más antigua y venerable de todas: es muy probable que Santo
Tomás siga en su exposición a San Juan Damasceno y Averroes.
El primero de estos argumentos,
el cosmológico, fue utilizado por Aristóteles no sólo para demostrar la
existencia de Dios como primer motor, sino la existencia de tantos
entendimientos motores como órbitas hay en el cielo (§ 78). En cambio, para
Santo Tomás el primer motor sólo es uno: Dios; y solo para Dios es válida la
prueba. En cuanto al movimiento de los cielos, parece, en efecto, suponer una
sustancia inteligente que lo produzca, porque, al contrario de los demás
movimientos naturales, no se dirige a un solo punto, en el cual deba cesar;
pero es muy posible que sea producido directamente por Dios. De todos modos, si
queremos admitir, como han hecho varios filósofos y santos, inteligencias
angélicas que muevan los cielos, hemos de notar que no están unidas a los
cielos como están unidas al cuerpo las almas de los animales o de las plantas
(que son formas de los propios cuerpos), sino que están unidas a los cielos
sólo con el fin de moverlos, para transmitir el impulso (per contactum
virtutis) (Sum. theol., I, q. 70, a. 3).
Santo Tomás llega a la existencia
de inteligencias angélicas, separadas de los cuerpos, no teniendo en cuenta el
movimiento de los cielos (dado que puede producirlo directamente Dios), sino
observando la perfección del mundo, perfección que exige la existencia de
criaturas incorpóreas. En efecto, estas criaturas son en el mundo las más
semejantes a Dios, que es espíritu puro, y a través de ellas el mundo, que es
el efecto de Dios, se asimila aún más a su Causa (Ibid., I, q. 50, a.
1).
TEOLOGÍA
Los dogmas
fundamentales del cristianismo: Trinidad, Encarnación, Creación, son para Santo
Tomás, artículos de fe, que no pueden demostrarse. Ante ellos, la razón sólo
puede aclarar, y más tarde resolver, las objeciones. Las aclaraciones de Santo
Tomás tienen tal lucidez y elegancia dialéctica, que constituyen una de las
partes más importantes de todo su sistema.
Acerca
del dogma de la Trinidad, la dificultad consiste en entender cómo la unidad de
la sustancia divina puede conciliarse con la trinidad de personas. Para
demostrar que se concilian, Santo Tomás se vale del concepto de relación. La
relación, por una parte, constituye las personas divinas en su distinción; por
otra, se identifica con la misma y única esencia divina. En efecto, las
personas divinas están constituidas por su relación de origen: el Padre, por la
paternidad, es decir, por la relación con el Hijo; el Hijo, por la filiación o
generación, o sea, por su relación con el Padre; el Espíritu Santo, por el
amor, es decir, la relación recíproca de Padre e Hijo. Ahora bien, estas relaciones
no son accidentales en Dios (en Dios no puede haber nada accidental), sino
reales; subsisten realmente en la esencia divina. Por consiguiente,
precisamente la esencia divina en su unidad, al implicar las relaciones,
implica la diversidad de las personas (Sum. theol., I, q. 27-32, y en
especial q. 29, a. 4 c). Según Santo Tomás, esta aclaración basta para demostrar
que "lo que la fe revela no es imposible". Esto es todo lo que debe
hacerse en estos asuntos, en que cualquier intento de demostración es más
nocivo que meritorio, ya que puede inducir a los incrédulos a suponer que los
cristianos se basan para creer en razones carentes de valor necesario
(Ibid., I, q. 32, a. 1).
En
cuanto a la Encarnación, la dificultad consiste en comprender cómo en la única
persona de Jesucristo haya dos naturalezas, una divina y otra
humana. La Iglesia tuvo que condenar, ya en el siglo V, dos interpretaciones
opuestas de este dogma, y a estas dos interpretaciones reduce Santo Tomás las
otras para poder refutarlas. La herejía de Eutiquio (§ 154), que insistiendo en
la unidad de la persona de Cristo, reducía a una sola las dos naturalezas: la
divina. La herejía de Nestorio (§ 154), en cambio, insistiendo en la dualidad
de naturalezas, admitía en Jesucristo dos personas que coexistían a la vez: la
persona humana como instrumento de la divina.
La
distinción real entre esencia y existencia en las criaturas, y su unificación
en Dios, proporcionan a Santo Tomás la clave de la interpretación. La esencia o
naturaleza divina se identifica con el ser de Dios. Por lo tanto, Jesucristo,
por tener naturaleza divina, es Dios, subsiste en cuanto Dios, como persona
divina; de modo que es una sola persona, la divina. Por otra parte,
dado que la naturaleza fiumana puede -separarse de la existencia, puede muy
bien tomar la naturaleza humana (que es alma racional y cuerpo) sin ser una
persona humana (Contra Gent., IV, 49). Así se comprende cómo la
naturaleza humana pudo ser tomada por Cristo, que revistiéndose de ella la ha
ennoblecido, elevado y hecho de nuevo digna de la gracia divina (Sum. theol.,
III, q. 2, a. 5-6).
Para Santo Tomás, la creación es
artículo de fe sólo en el sentido de inicio del tiempo, y no en el sentido de
ser producida de la nada. Santo Tomás dice que puede admitirse que el mundo sea
producido de la nada y, por consiguiente, hablar de creación, sin admitir que
venga después de la nada; así lo hizo Avicena en su Metafísica (IX,
4). Y se puede decir que si hubiera un pie impreso en el polvo eternamente,
nadie dudaría de que la huella fuera producida por el pie; pero con ello no se
admitiría un inicio en el tiempo de la huella (San Agustín, De civ. Dei, XI,
4). Es decir, que los argumentos a favor de un comienzo del mundo en el tiempo,
no son concluyentes. Por otra parte, tampoco concluyen necesariamente los que
pretenden demostrar la eternidad del mundo. Entre estos últimos, el más
conocido de los aristotélicos, es el basado en la eternidad de la materia
primera. Si el mundo ha empezado a existir con la Creación, quiere decir que
antes de la Creación podía existir, es decir, que era una posibilidad.
Pero toda posibilidad es materia que se actualiza al recibir la forma. Por
consiguiente, antes de la Creación existía la materia del mundo. Pero no puede
haber materia sin forma; y materia y forma juntas constituyen el mundo; luego,
si admitimos la Creación en el tiempo, el mundo existiría antes de comenzar
a existir, lo cual es imposible. A ello Santo Tomás contesta diciendo que antes
de la Creación, el mundo era posible sólo porqué Dios podía crearlo y porque su
creación no era imposible; no se puede deducir de esto la existencia de una
materia. A los demás argumentos tomados también de Aristóteles, de que los
cielos están formados de materia no ingenerable e incorruptible y que por ello
son eternos, Santo Tomás los combate diciendo que la ingenerabilidad y la
incorruptibilidad de los cielos y, por lo tanto, del mundo, ha de entenderse per
modum naturalem, es decir, en relación con los procesos naturales de
formación de las cosas, y no con relación a la Creación. De modo que ni
siquiera los argumentos que podrían demostrar la eternidad del mundo tienen
valor necesario. La conclusión es que no
puede demostrarse ni el comienzo en el tiempo ni la eternidad del mundo; y esto
deja libre el camino para creer en la Creación en el tiempo: id credere maxime
expedit (Sum. theol., I, q. 46, a. 1-2).
ETICA
De la quinta
prueba de la existencia de Dios se deduce que Dios dirige todas las cosas a su
fin supremo, que es El mismo, en cuanto Sumo Bien. El gobierno divino del mundo
que ordena el mundo hacia su fin es la providencia. Cada cosa,
incluso el hombre, está sometida a la providencia divina. Pero esto no quiere
decir que todo suceda necesariamente y que el designio providencial excluya la
libertad del hombre, ya que este designio no sólo establece que las cosas
suceden, sino también el modo como suceden.
Por ello ordena previamente
las causas necesarias para las cosas que han de suceder necesariamente, y las
causas contingentes para las cosas que han de suceder contingentemente. De este
modo, la libre acción del hombre forma parte de la providencia divina (Sum.
theol., I, q. 22, a. 4). Y la libertad de hombre no es anulada tampoco por
la predestinación a la beatitud eterna.
Esta beatitud, que consiste en
ver a Dios, el hombre no puede alcanzarla con sólo sus fuerzas naturales y, por
lo tanto, ha de ser guiado por Dios mismo.
Pero con ello Dios no fuerza al
hombre: porque forma parte, de la predestinación, que es un aspecto de la
providencia, que el hombre pueda alcanzar libremente la felicidad para que Dios
libremente le ha elegido (Ibid., I, q. 23, a. 6). Providencia y
predestinación presuponen Impresciencia divina, con la cual Dios prevé
los futuros contingentes, es decir, las acciones cuya causa es la libertad
humana. La presciencia divina es cierta e infalible, porque incluso están
presentes en ella las cosas futuras; por ello ve ponerse en acto aquellas
acciones libres que no siendo predestinadas necesariamente por sus causas, el
hombre no puede prever. En Dios, que es la eternidad misma, todo el
tiempo está presente y, por tanto, también están presentes las acciones futuras
de los hombres. El las ve, pero al verlas no les quita la libertad, como no la
quita el que asiste al momento en que se cumplen (Ibid., I, q. 14, a.
13).
Por consiguiente, la voluntad
humana es un libre albedrío que no es eliminado ni disminuido por la
ordenación finalista del mundo ni por la presciencia divina, ni siquiera por la
gracia, que es una ayuda extraordinaria de Dios, concedida
gratuitamente. "Dios, dice Santo Tomás (Ibid., I, 2, q. 113, a. 3),
mueve todas las cosas del modo que es propio a cada una de ellas.
Así, en el mundo
natural, mueve de determinada manera los cuerpos ligeros y de distinta manera
los pesados, a causa de su diferente naturaleza. Por lo mismo, inclina el
hombre hacia la justicia según la condición propia de la naturaleza humana. Por
su propia naturaleza el hombre tiene el libre albedrío. Y, por tener libre
albedrío, el movimiento hacia la justicia no lo produce Dios independientemente
del libre albedrío: Dios infunde el don de la gracia justificante de manera que
incita al libre albedrío a aceptar ese don. "La presencia del mal en
el mundo es debida al libre albedrío del hombre.
Santo
Tomas admite la teoría platónico-agustiniana de la no-sustancialidad del mal:
el mal sólo es falta de bien. Ahora bien, todo lo que existe es bien, y es bien
en el grado y medida en que existe; pero como el orden del mundo exige también
la realidad de los grados inferiores del ser y del bien, que parecen (y son)
deficientes, y, por lo tanto, malos con relación a los grados superiores,
podemos decir que el propio orden del mundo exige el mal. El mal es de dos
clases: pena y culpa. La pena es deficiencia deforma (realidad o
acto) o de una de sus partes, necesaria para la integridad de la cosa, por ejemplo,
la ceguera es falta de vista. La culpa es la deficiencia de una acción, que o
no ha sido hecha o no ha sido hecha del modo debido. Como en el mundo todo está
sujeto a la providencia divina, el mal, en cuanto defecto o falta de
integridad, siempre es pena. Pero el mal mayor es la culpa, que la providencia
trata de eliminar o corregir mediante la pena (Ibid., I, q. 48,a. 5-6).
Ahora bien, la culpa (o pecado)
es el acto humano de escoger deliberadamente el mal, es decir, la actuación
disconforme con el orden de la razón y de la ley divina (II, 1, q. 21, a. 1).
El hombre tiene la facultad de percibir y tender al bien. En efecto, como hay
en él una disposición (habitus) natural a entender los principios
especulativos, de los que todas las ciencias dependen, también tiene una
disposición (habitus) natural para entender los principios prácticos, de
los que dependen todas las buenas acciones. Este habitus natural
práctico es la sindéresis, que nos inclina al bien y nos aparta del mal;
el acto derivado de esta disposición, y que consiste en aplicar los principios
generales de la acción a una determinada acción es la conciencia (Sum.
theol., I, q. 79, a. 12-13).
Las virtudes están basadas en
este habitus general del entendimiento práctico. Acerca de ello, Santo
Tomás aclara la característica indeterminación y libertad que son propios del habitus.
Las potencias (o facultades) naturales sólo pueden actuar de una manera: no
pueden elegir, carecen de libertad, y actúan de modo constante e infalible. En
cambio, las potencias racionales, propias del hombre, no están determinadas en
un solo sentido: pueden actuar en diferentes direcciones, según su libre
elección; y por ello la elección que han hecho de la dirección en que actúan
origina una disposición constante, que no es necesaria ni infalible, y que
es el habitus (II, 1, q. 55, a. 1). En este sentido las virtudes son habitus,
disposiciones prácticas para vivir rectamente y huir del mal. Santo Tomás
toma de
Aristóteles la distinción entre
virtudes intelectuales y virtudes morales-, de éstas las
principales o cardinales, a las que se reducen las demás, son: justicia,
templanza, prudencia y fortaleza. Las virtudes intelectuales y las morales son virtudes
humanas: conducen a la felicidad que puede alcanzar el hombre con las mismas
fuerzas naturales en esta vida. Pero estas virtudes no bastan para conseguir la
beatitud eterna: son precisas las virtudes teologales, que Dios ha infundido
directamente en el hombre: la fe, esperanza y caridad.
POLÍTICA
El fundamento de la teoría
política de Santo Tomás es aquella teoría del derecho natural que constituye
uno de los mayores legados dejados por el estoicismo al mundo antiguo y moderno
y que, en la época de Santo Tomás, había sido adoptado como fundamento del
propio derecho canónico. Según Santo Tomas, nay una ley eterna, o sea,
una razón que gobierna todo el universo y que existe en la mente divina; de
esta ley eterna, la ley de la naturaleza, que está en los hombres, es un
reflejo o una "participación" (S.th., II, 1, q. 91, a. 1-2).
Esta ley de naturaleza se concreta en tres inclinaciones fundamentales: 1a una
inclinación hacia el bien natural, que el hombre comparte con cualquier
sustancia, la cual —en cuanto tal— desea la propia conservación; 2a una
inclinación especial a actos determinados, que son aquellos que la naturaleza
ha enseñado a todos los animales, como la unión del macho con la hembra, la
educación de los hijos y otros parecidos; 3ª la inclinación al bien según la
naturaleza racional que es propia del hombre, como lo es la inclinación a
conocer la verdad, a vivir en sociedad, etc. (S. tb., II, 1, q. 94, a.
2). Además de esta ley eterna, que es para el hombre ley de naturaleza, existen
otras dos clases de leyes: la humana 'inventada por los hombres y merced
a la cual se dispone de modo particular de las cosas a las que se refiere la
lev de naturaleza" (Ib., II, 1, q. 91, a. 3); v la divina que
es necesaria para encaminar al hombre a su fin sobrenatural (Ib., a. 4)
Santo Tomás afirma, conforme a la teoría del derecho natural que no es ley la
ley que no sea justa y que por lo tanto "de la ley natural, que es la
primera regla de la razón, debe derivarse toda lev humana" (Ib., q.
95, a. 2).
Según Santo Tomás, es la
colectividad la que ha de dictar las leves. "La lev, dice (II, 1, q. 90,
a. 3), tiene como fin primero v fundamental dirigir hacia el bien común. Ahora
bien, ordenar algo para conseguir el bien común es propio de toda colectividad (multitudo),
o de quien hace las veces de toda la colectividad. Por consiguiente,
establecer leyes corresponde a toda la colectividad o a la persona pública que
cuida de la colectividad entera; porque en todas las cosas sólo puede dirigir
hacia el fin aquel a quien el fin mismo pertenece." De este modo, Santo
Tomás afirmó explícitamente el origen popular de las leyes. Sin embargo, cree
que entre las formas de gobierno citadas por Aristóteles, la mejor es la
monarquía, es decir, la que mejor garantiza el orden y la unidad del Estado v
la más semejante al gobierno divino del mundo (De regimine princ., I,
2). Pero si bien el Estado puede encaminar los hombres hacia la virtud, no
puede encaminarlos a gozar de Dios, que es su fin último.
Este gobierno espiritual sólo
corresponde a aquel rey que no sólo es hombre, sino también Dios, es decir, a
Jesucristo. Y, como el fin menos alto está subordinado al más alto y supremo,
del mismo modo el gobierno civil ha de subordinarse al religioso propio de
Cristo y que Cristo confió no a los reyes terrenales, sino al Papa. A él, como
al mismo Señor Jesucristo, han de estar sometidos todos los reyes del pueblo
cristiano. Pues a aquél a quien corresponde velar por el fin último han de
someterse los que cuidan de fines subordinados: éstos han de estar bajo su
mando" (De reg. pnnc., I, 14).
ESTÉTICA
Santo Tomás ha expuesto también,
incidentalmente, un grupo de doctrinas estéticas, tomadas del seudo Dionisio, y
así, de inspiración neoplatónica. Lo bello es, para Santo Tomás un aspecto del
bien. Es idéntico al bien, porque«l bien es aquello que todos desean, es decir,
el fin; también lo bello es deseado v, por tanto, también es un fin. Pero la
que se desea de lo bello es la visión (aspectus) o el conocimiento: a
diferencia del bien, lo bello está en relación con la facultad de conocer. Por
ello, la belleza sólo.se refiere a los sentidos que tienen mayor valor
cognoscitivo, o sea, la vista y el oído, que sirven a la razón; llamamos bellas
las cosas visibles y los sonidos ; pero no los sabores y los olores.
En la belleza lo que nos place no
es el objeto, sino la aprehensión (apprehensio) del objeto (Sum.
tbeol., I, q. 5, a. 4; II, 1, q. 27, a. 1).
Siguiendo al seudo Dionisio (De
div. nom., cap. 4, 7), Santo Tomás atribuye a lo bello tres características
o condiciones fundamentales: la integridad o perfección, porque lo que es
inacabado o fragmentario es feo; la proporción o congruencia de las partes; la
claridad. Pero estas características no sólo se dan en las cosas sensibles,
sino también en las espirituales, que, por lo tanto, también tienen su propia
belleza. Si decimos que un cuerpo es bello cuando sus miembros son
proporcionados y tiene el color debido, también llamamos hermoso un discurso o
una acción bien proporcionada y que tiene la claridad espiritual de la razón. Y
la virtud es bella porque, con la razón, modera las acciones humanas (Sum.
tbeol., II, q. 2, a. 1).
Además, se llama hermosa una
imagen si representa perfectamente su objeto, aunque sea feo. En este sentido,
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín (De Trin., VI, 10), ve la belleza perfecta
en el Verbo de Dios, que es la imagen perfecta del Padre (Sum. tbeol., I,
q. 39, a. 8).