CAPITULO XV SANTO TOMAS DE AQUINO



LA PERSONALIDAD DE SANTO TOMAS
Santo Tomás marca una etapa decisiva de la escolástica. El continúa y lleva a término la obra iniciada por San Alberto Magno. Gracias a la especulación tomista, el aristotelismo se hace flexible y dócil a todas las necesidades de la explicación dogmática, y no mediante expedientes ocasionales o adaptaciones artificiales (según el método de San Alberto), sino en virtud de una reforma radical, debida a un principio único y sencillo que reside en el corazón mismo del sistema, y es desarrollado con lógica rigurosa en todas las partes del mismo. Si le era preciso a San Alberto corregir el aristotelismo desde el exterior, tomando motivos y sugerencias de la misma corriente agustiniana que quería combatir, Santo Tomas halla en la misma lógica de su aristotelismo la manera de insertar los resultados principales de la tradición escolástica en un sistema que es armónico y acabado en su conjunto; preciso y claro en los detalles. En este trabajo especulativo, Santo Tomás se vale de un talento filológico nada común: el aristotelismo ya no es para él, como lo era para San Alberto, un todo confuso en el que se han integrado tanto las teorías originales como las diversas interpretaciones de los filósofos musulmanes. Trata de establecer el verdadero significado del aristotelismo, tomándolo de los textos del Estagirita; de los intérpretes islámicos se vale como fuentes independientes, cuya fidelidad a Aristóteles examina cuidadosa y críticamente. Aristóteles es para Santo Tomás el fin último de la investigación filosófica. El Estagirita llegó hasta donde podía llegar la razón; más allá, sólo hay la verdad sobrenatural de la fe. Fundir la filosofía con la fe, la obra de Aristóteles con las verdades que Dios ha revelado al hombre y de las que la Iglesia es depositaría: ésta es la labor que se propone Santo Tomás con toda claridad.
Para llevar a cabo esta tarea son necesarias dos condiciones fundamentales: la primera, es separar claramente la filosofía de la teología, la investigación racional, guiada y sostenida tan sólo por principios evidentes, de la ciencia cuyo supuesto previo es la revelación divina. En efecto, solamente mediante esta clara separación, la teología puede servir de complemento a la filosofía, y la filosofía servir de preparación y auxiliar de la teología. La segunda condición, es hacer válido, dentro de la investigación filosófica, como criterio de dirección y norma, un principio que indique la disparidad y separación entre el objeto de la filosofía y el objeto de la teología, entre el ser de las criaturas y el ser de Dios. Estas dos condiciones están ligadas entre sí: puesto que filosofía y teología no pueden estar separadas una de otra, si no se delimitan sus objetos respectivos; y la filosofía no puede ser preparadora y auxiliar de la teología, que es su verdadera culminación, si no incluye y hace válido en sí misma el principio que justifica precisamente esta función suya preparatoria y subordinada, la diferencia que hay entre el ser creado y el ser de Dios.
Y así, este principio es la clave de bóveda del sistema tomista. Es el que ayudará a Santo Tomás a determinar las relaciones entre razón y fe, y a establecer la regula fidei-, a centrar alrededor de la función de la abstracción la capacidad de conocer del hombre; a formular las pruebas de la existencia de Dios; a aclarar los dogmas fundamentales de la fe. Santo Tomás enunció este principio en su primer trabajo, De ente et essentia, como distinción real entre esencia y existencia-, pero también está expuesto en la fórmula de la analogía del ser, que a la vez utiliza ampliamente.
Probablemente, esta fórmula es la más adecuada para expresar el principio de la reforma radical que Santo Tomás aportó al aristotelismo. El ser de Dios y el de las criaturas es distinto. Los dos significados de la palabra ser ni son idénticos ni completamente distintos; sino que se corresponden proporcionalmente, de tal modo que el ser divino implica todo lo que la causa implica respecto al efecto. Santo Tomás lo expresa diciendo que el ser no es univoco ni equívoco, sino análogo, es decir, que implica proporciones distintas. La proporción es en este caso una relación de causa y efecto: el ser divino es causa del ser finito (Sum. tbeol., I, q. 13, a. 5). Santo Tomás relaciona este principio con la analogía del ser, que Aristóteles afirmó acerca de las distintas categorías. Pero en el Estagirita no puede concebirse una distinción entre el ser divino y el ser de las demás cosas; el ser aristotélico es verdaderamente uno, su causa está en la sustancia. (§ 73). Para Santo Tomás el ser no es uno. El Creador está separado de la criatura; las determinaciones finitas de la criatura nada tienen que ver con las determinaciones infinitas de Dios, sino que únicamente las reproducen de modo imperfecto y demuestran su acción creadora. Santo Tomás ha hecho tomar al aristotelismo el camino opuesto al que le hizo seguir la filosofía musulmana.
Esta acaba en la necesidad y eternidad del ser, de todo el ser, incluso del mundo. Santo Tomás acaba en la contingencia del ser del mundo y en su dependencia de la creación divina.

RAZÓN Y FE
El sistema tomista se basa en la determinación rigurosa de la relación entre la razón y la revelación. Al hombre, cuyo fin -último es Dios, que excede a la comprensión de la razón, no le basta la investigación basada en la razón. Las verdades mismas, a que por sí sola puede llegar la razón, no pueden alcanzarlas todas las personas, y el camino que a ellas conduce no está libre de errores. Por ello, fue necesario que el hombre fuera instruido convenientemente y con mayor certeza por la revelación divina. Pe.ro la revelación ni anula ni inutiliza la razón: "la gracia no elimina la naturaleza, sino que la perfecciona". La razón natural está subordinada a la fe, como en el dominio de la práctica la inclinación natural se subordina a la caridad. Es cierto que la razón no puede demostrar lo que pertenece a la fe, porque entonces la fe perdería todo su mérito. Pero puede servir de auxiliar a la fe de tres maneras distintas. En primer lugar, demostrando los preámbulos de la fe, es decir, las verdades cuya demostración es necesaria a la fe misma. No podemos creer en lo que Dios ha revelado, si no sabemos que Dios existe. La razón natural demuestra que Dios existe, que es uno, que tiene las características y los atributos que pueden inferirse de la consideración de las cosas que ha creado. En segundo lugar, la filosofía puede utilizarse para aclarar mediante comparaciones las verdades de la fe. En tercer lugar, puede rebatir las objeciones contra la fe, demostrando que son falsas o al menos que no tienen fuerza demostrativa (In Boet. de Trinit., a. 3).
Sin embargo, por otra parte, la razón tiene su propia verdad. Los principios que le son intrínsecos y que son certísimos, porque es imposible pensar que sean falsos, le han sido infundidos por Dios, que es el autor de la naturaleza humana. Por lo tanto, estos principios derivan de la Sabiduría divina y forman parte de ella. La verdad de razón nunca puede ser opuesta a la verdad revelada: la verdad no puede contradecir la verdad. Cuando surge una oposición, es señal de que no se trata de verdades racionales, sino de conclusiones falsas, o al menos, no necesarias: la fe es la regla del recto proceder de la razón (Contra Gent., I, 7).
El principio aristotélico de que "todo conocimiento empieza por los sentidos", es utilizado por Santo Tomás para limitar la capacidad y las pretensiones de la razón. La razón humana puede, es cierto, elevarse nasta Dios; pero sólo partiendo de las cosas sensibles. "Mediante la razón natural, el hombre no puede llegar a conocer a Dios si no es a través de las criaturas.
Las criaturas conducen al conocimiento de Dios, como el efecto lleva a la causa. Por consiguiente, gracias a la razón natural, sólo podemos llegar a conocer de Dios lo que le corresponde necesariamente por ser el principio de todas las cosas que existen" (Sum. theol., I, q. 32, a. 1). De las dos demostraciones que puede lograr la razón, la a priori o propter quid, que parte de la esencia de una causa para descender a sus efectos, y la a
posteriori o quia, que parte del efecto para remontar a la causa, sólo la segunda puede utilizarse para conocer a Dios (Ibid., I, q. 2, a. 2). Pero aunque lleva a admitir la necesidad de la existencia de Dios como causa primera, nada puede decir acerca de la esencia de Dios. Por lo tanto, la razón, con sólo sus fuerzas, no puede llegar a demostrar la Trinidad y la Encarnación ni todos los misterios relacionados con estos dos. Estos misterios son los verdaderos "artículos de fe" que la razón puede aclarar y defender, pero no demostrar; mientras que la existencia de Dios y otras cosas acerca de Dios, que la razón con sus propias fuerzas puede llegar a demostrar, son los preámbulos de la fe.
Aclarando así el campo de la fe y de la razón, Santo Tomás pasa a aclarar los actos correspondientes. A base de una definición de San Agustín (De praedest. sanctorum, 2), Santo Tomás define el acto de la fe, el creer, como un "pensar con asentimiento" (cogitare cum assensu), entendiendo por "pensar" la "consideración investigadora del intelecto y el consentimiento de la voluntad". El pensar propio ae la fe es un acto intelectual que todavía está investigando, porque aún no ha llegado a la perfección de la visión cierta. Ahora bien, a todos los actos intelectuales de esta clase no se les une el asentimiento: dudar consiste en no inclinarse por el ni por el no-, sospechar consiste en inclinarse a un lado, pero estando movido por una pequeña señal de la otra parte; opinar, es adherirse a una cosa, con temor de que la cosa contraria sea verdadera. "Pero este acto que es el creer, dice Santo Tomás (Sum. theol., II, 2, q. 2, a. 1), incluye la adhesión firme a una parte; en lo que el creyente es semejante al que tiene ciencia o inteligencia: su conocimiento no es perfecto como el del que tiene una visión evidente, en lo cual es semejante al que duda, sospecha u opina. Y así, es propio del creyente pensar con asentimiento." El asentimiento implícito a la fe, si bien es semejante por su seguridad al implícito en la inteligencia y en k ciencia, es diferente por su móvil: pues no está producido por el objeto, sino por una elección voluntaria que inclina al hombre hacia un lado y no hacia el otro.
En efecto, el objeto de la fe no es "visto" por los sentidos ni por la inteligencia, pues la fe, como dijo San Pablo (Hebreos, XI, 1), es "la prueba de las cosas no vistas" (Sum. theol., II, 2 q. 1, a. 4). De este modo Santo Tomás, aunque reconoce a la fe mayor certeza que al saber científico, funda esta certeza en la voluntad, reservando únicamente a la ciencia la certeza objetiva.

TEORIA DEL CONOCIMIENTO
La teoría del conocimiento tomista está calcada de la aristotélica. Su rasgo más original es el relieve que toma el carácter abstractivo del proceso del conocer y, por consiguiente, la teoría de la abstracción. Comentando el pasaje del De anima (III, 8, 431 b) en que se dice que "el alma es en cierto modo todas las cosas" (porque las conoce todas), Santo Tomás dice: "Si el alma es todas las cosas, es necesario que sea o las cosas mismas, sensibles o inteligibles —en el sentido en que Empédocles afirmó que conocemos la tierra con la tierra, el agua con el agua, etc.—, o las especies de las cosas.
Pero el alma no es las cosas, pues, por ejemplo, en el alma no está la piedra, sino la especie de la piedra". Ahora bien, la especie (effioc) es la. forma de la cosa; por lo tanto, "el intelecto es una potencia receptiva de todas las formas inteligibles y el sentido es una potencia receptiva de todas las formas sensibles". De donde el principio general del conocimiento es "cognitum est in cognoscente per modum cognoscentis" (el objeto conocido está en el sujeto que conoce, en conformidad con la naturaleza del sujeto que conoce).
Ahora bien, el proceso, mediante el cual el sujeto que conoce recibe el objeto, es la abstracción.
El entendimiento humano ocupa un lugar intermedio entre los sentidos corpóreos que conocen la forma unida a la materia de las cosas particulares y los entendimientos angélicos que conocen la forma separada de la materia.
Es una virtud del alma que es forma del cuerpo; por lo tanto, puede conocer las formas de las cosas sólo en cuanto están unidas a los cuerpos y no (como quería Platón) en cuanto están separadas. Pero en el acto de conocerlas, las sustrae de los cuerpos; por consiguiente, conocer es abstraer la forma de la materia individual, sacar lo universal de lo particular, la especie inteligible de las imágenes singulares (fantasmas). Al igual que podemos tomar en consideración el color de un fruto prescindiendo del fruto, sin que por ello afirmemos que esté separado del fruto, así podemos conocer las formas o especies universales del hombre, del caballo, de la piedra, prescindiendo de los principios individuales a que están unidos; pero sin pretender que existan separados de ellos. Por lo tanto, la abstracción no falsifica la realidad. No afirma la separación real de la forma respecto a la materia individual: sólo permite la consideración separada de la forma; y esta consideración es el conocimiento intelectual humano. Hemos de notar que esta consideración separa la forma de la materia, individual, no de la materia en general, pues, si no, no podríamos comprender que el hombre, la piedra o el caballo están también compuestos de materia. "La materia es doble, dice Santo Tomás (Sum. theol., I, q. 85, a. 1), es decir, común e individual: común, como la carne y los huesos; individual, como esta carne y estos huesos. El entendimiento abstrae la especie de la cosa natural de la materia sensible individual; pero no de la materia sensible común. Por ejemplo, abstrae la especie del hombre de esta carne y de estos huesos que no pertenecen a la naturaleza de la especie, sino que son partes del individuo, de las que, por lo tanto, podemos prescindir. Pero la especie del hombre no puede ser abstraída por el entendimiento de la carne y de los huesos en general."
De ello se deduce que, para Santo Tomás, el principium individuationis, lo que determina la naturaleza propia de cada individuo y, por tanto, lo diferencia de los otros, no es la materia común (pues todos los hombres tienen carne y huesos, y no se diferencian por eso), sino la materia signada o, como también él mismo dice (De ente et essentia, 2), la "materia considerada bajo dimensiones determinadas". Y así un hombre es distinto de otro porque está unido a determinado cuerpo, distinto en dimensiones, es decir, por su posición en el espacio y en el tiempo, del de los demás hombres. También se deduce de esta teoría que el universal no subsiste fuera de las cosas individuales, sino que sólo es real en ellas (Contra Gent., I, 65).
De manera que está in re (como forma de las cosas) y post rem (en el entendimiento); ante rem, sólo en la mente divina, como principio o modelo (idea) de .las cosas creadas (In Seni., II, dist., I I I, q. 2, a. 2).
El universal es el objeto propio y directo del entendimiento. Por razón de su propio funcionamiento, el entendimiento humano no puede conocer directamente las cosas individuales. En efecto, actúa abstrayendo la especie inteligible de la materia individual; y la especie que es resultado de esta abstracción es el universal mismo. Por tanto, la cosa individual sólo la puede conocer el entendimiento indirectamente, por una especie de reflexión.
Dado que el entendimiento abstrae el universal, de las imágenes particulares y nada puede entender si no es mirando a las imágenes mismas (convertendo se ad phantasmata), conoce indirectamente también las cosas particulares, a las que pertenecen las imágenes (Sum. theol., I, q. 86, a. 1).
El entendimiento que abstrae las formas de la materia individual es el entendimiento agente. El entendimiento humano es un entendimiento finito que, a diferencia del entendimiento angélico, no conoce en acto todos los inteligibles, sino que solamente tiene la potencia (o posibilidad) de conocerlos; por lo tanto, es un entendimiento posible. Pero como "nada pasa de la potencia al acto si no es por obra de lo que ya está en acto", la posibilidad de conocer, propia de nuestro entendimiento, llega a ser conocimiento efectivo por acción de un entendimiento agente, que actualiza los inteligibles, abstrayéndolos de las condiciones materiales, y actuando (según el símil aristotélico) como la luz sobre los colores (Ibid., I, q. 79, especialmente a. 3). Contra Averroes y sus seguidores, Santo Tomás afirma explícitamente la unidad de este entendimiento con el alma humana. Si el entendimiento agente estuviera separado del hombre, no sería el hombre el que comprendería, sino el supuesto entendimiento separado el que comprendería al hombre y las imágenes que en él hay; por consiguiente, el entendimiento debe formar parte esencial del alma humana (Ib., \, q. 76) a. 1; Contra Gent., II, 76). Por ello también el entendimiento agente no es uno solo, sino que hay tantos entendimientos agentes como almas humanas; contra la tesis de la unicidad del entendimiento, defendida por los averroístas, va dirigido el famoso opúsculo de Santo Tomás, De unitale intellectus contra Averroistas ( § 284).
El procedimiento de abstracción del entendimiento garantiza la verdad del conocimiento intelectual, porque garantiza que la especie que existe en el entendimiento es la forma misma de la cosa, y por ello hay correspondencia (adaequatio) entre el entendimiento y la cosa. Siguiendo la definición que dio Isaac (§ 245) en su Líber de definitionibus, Santo Tomás define la verdad como "la adecuación del entendimiento y la cosa" (Sum.
tbeol., I, q. 16, a. 2; Contra Gent., I, 59; De ver., q. 1, a. 1). Las cosas naturales, de las que nuestro entendimiento recibe el saber, son su medida, ya que él posee la verdad sólo en cuanto se corresponde con las cosas. En cambio, éstas son medidas por el entendimiento divino, en el que subsisten sus formas al igual que las formas de las cosas artificiales subsisten en el entendimiento del artesano. "El entendimiento divino es medidor, pero no medido; la cosa natural es medidora (respecto al hombre) y medida (respecto a Dios); pero nuestro entendimiento es medido, y no mide las cosas naturales, sino únicamente las artificiales (De ver., q. 1, a. 1). Por lo tanto, Dios es la suma verdad, en cuanto su entender es la medida de todo lo que existe y de cualquier otro entender (Sum. tbeol., 1, q. 16, a. 5). Por ello, la ciencia que tiene de las cosas es la causa de éstas, de la misma manera que la ciencia que el artesano tiene de la cosa artificial es causa de ésta. En Dios, el ser y el entender coinciden: conocer las cosas significa, en Dios, comunicarles el ser, siempre que al entender esté unida la voluntad creadora (Ibid., I, q. 14, a. 9).
Esto establece una diferencia radical entre el entendimiento divino y el humano, entre la ciencia de Dios y la del hombre. Dios entiende todas las cosas mediante la simple inteligencia de la cosa misma: con un solo acto aprehende (y, si quiere, crea) la esencia total y completa de la cosa, mejor dicho, de todas las cosas en su totalidad y plenitud. En cambio, nuestro entendimiento no llega con un solo acto a conocer perfectamente una cosa, sino que primero aprehende alguno de sus elementos, por ejemplo, la esencia, que es el objeto primero y propio del entendimiento, y luego pasa a entender la propiedad, los accidentes y todas las disposiciones propias de la cosa. De aquí se deduce que el conocimiento intelectual del hombre tiene lugar mediante actos sucesivos, que se siguen en el tiempo; actos de composición o de división, es decir, afirmaciones o negaciones, que expresan mediante juicios o proposiciones lo que el entendimiento, sucesivamente, conoce de la cosa misma. La acción del entendimiento de proceder de una composición o división a otras sucesivas composiciones o divisiones, es decir, de un juicio a otro, es el razonamiento, y la ciencia que se va formando por juicios de afirmación o de negación, sucesivos y conexos es la ciencia discursiva. Por consiguiente, el conocimiento humano es un conocimiento racional, y la ciencia humana es una ciencia discursiva, caracteres que no se pueden atribuir al conocimiento de Dios y a su ciencia, que lo entiende todo y simultáneamente en sí mismo, mediante un acto simple y-perfecto de inteligencia (Ibid., I, q. 14, a. 7, 8, 14; q. 85, 5; Contra Gent., I, 57-58).
Esto también establece una diferencia radical entre la autoconciencia divina y la humana. Dios no sólo se conoce a sí mismo, sino a todas las cosas, a través de su esencia, que es acto puro y perfecto, y, por lo tanto, perfectamente inteligible por sí mismo. El ángel, cuya esencia es acto, pero no acto puro, porque es esencia creada, se conoce a sí mismo por esencia; pero las demás cosas sólo puede conocerlas por sus semejanzas. En cambio, el entendimiento humano no es acto, sino potencia; no se actualiza si no es a través de las especies abstraídas de las cosas sensibles por obra del entendimiento agente; por lo tanto, sólo puede conocerse en el acto de hacer esta abstracción. Este conocimiento puede verificarse de dos maneras: singularmente, como cuando Sócrates o Platón tienen conciencia (percipit) de tener un alma intelectiva por el hecho de que tienen conciencia de entender; y generalmente, como cuando consideramos la naturaleza de la mente humana basándonos en la actividad del entendimiento. Este segundo conocimiento depende de la luz que nuestro entendimiento recibe de la verdad divina, en la que están las razones de todas las cosas; y exige una investigación diligente y sutil, mientras el primero es inmediato (Summa theologica, I, q. 87, a. 1).
En el carácter razonador del conocimiento humano existe la posibilidad de error. El sentido no se engaña acerca del objeto que le es propio (por ejemplo, la vista acerca de los colores), a menos que haya una perturbación accidental del órgano. El entendimiento no puede engañarse acerca del objeto que le es propio. Ahora bien, el objeto del entendimiento es la esencia o quididad de la cosa; por lo tanto, no se engaña acerca de la esencia, pero puede engañarse en cuanto a las particularidades que acompañan a la esencia, que llega a conocer componiendo y dividiendo (es decir, mediante juicio) o por razonamiento.
También el entendimiento puede incurrir en error acerca de la esencia de las cosas compuestas, al dar la definición resultante de diferentes elementos: esto ocurre cuando adscribe a una cosa la definición (cierta en sí misma) de otra cosa, por ejemplo, la del círculo al triángulo; o cuando une elementos opuestos, en una definición que es por ello falsa; por ejemplo, si define el hombre como "animal racional alado. En cuanto a las cosas simples, en cuya definición no hay composición, el entendimiento no puede engañarse, sino sólo quedar en defecto, y seguir ignorando su definición (Ibid., I, q. 85, a. 6).

METAFÍSICA
En el De ente et essentia, que es su primera obra y viene a ser su Discurso del Método, Santo Tomás establece el principio fundamental que reforma la metafísica aristotélica y la adapta a las necesidades del dogma cristiano: la distinción real de esencia y existencia. Este principio, cuya progresiva introducción en la filosofía medieval hemos estudiado, es aceptado por Santo Tomás en la forma que le había dado Avicena. Pero el principio le sirvió a Avicena para fijar rigurosamente la necesidad del ser, de todo el ser, incluso del finito. En efecto, la diferencia entre el ser cuya esencia implica la existencia (Dios) y el ser cuya esencia no implica la existencia (el finito), consiste, según Avicena, en que el primero es necesario por sí, el segundo es necesario por otro, y por ello deriva de este otro (del ser necesario) en cuanto a su existencia actual. En la interpretación de Avicena, el principio excluye la creación, y sólo implica la derivación causal y necesaria de las cosas finitas de Dios. En cambio, en la doctrina tomista tiene la misión de llevar la exigencia de la creación a la misma constitución de las cosas finitas, y por ello es el principio reformador que Santo Tomás utiliza para adaptar el aristotelismo a la tarea de interpretar el dogma.
En la doctrina tomista, el primer resultado de ese principio es separar la distinción de potencia y acto de la de materia y forma, convirtiéndola en una distinción aparte. Para Aristóteles, potencia y acto se identifican, respectivamente, con materia y forma-, no hay potencia que no sea materia, ni acto que no sea forma, y viceversa. En cambio, Santo Tomás considera que no sólo la materia y la forma, sino también la esencia y la existencia están entre sí en relación de potencia y acto. La esencia, que él denomina también quididad o naturaleza, no sólo comprende la forma, sino también la materia de las cosas compuestas, pues comprende todo lo que está expresado en la definición de la cosa. Por ejemplo, la esencia del nombre, cuya definición es "animal racional", no sólo comprende la "racionalidad" (forma), sino también la "animalidad" (materia). De la esencia, entendida así, se distingue el ser o existencia de las cosas mismas; podremos entender, por ejemplo, qué (quid) es el hombre o el fénix (esencia), sin saber si el nombre o el fénix existe (esse) (De e. et ess., 3). Por ello, sustancias como el hombre y el fénix están compuestas de esencia (materia y forma) y de existencia, que pueden separarse entre sí: en ellas la esencia está en potencia respecto a la existencia, la existencia es el acto de la esencia-, y la unión de la esencia con la existencia, es decir, el paso de potencia a acto, exige la intervención creadora de Dios. Ahora bien, en las sustancias que son forma pura sin materia (los ángeles, como inteligencias juras), falta la composición de materia y forma, pero no la de esencia y existencia; en efecto, también en ellas la esencia sólo es potencia con relación a la existencia y, así, también su existencia exige un acto creador de Dios. Sólo en Dios la esencia es la misma existencia, porque Dios es por esencia, es decir, por definición; por tanto, en Dios no hay una esencia que sea potencia; Él es acto puro (Sum. theol., I, q. 50, a. 2). Por tanto, la esencia puede estar en las sustancias de tres maneras: 1. ° en la única sustancia divina, la esencia se identifica con la existencia; por ello, Dios es necesario y eterno; 2. ° en las sustancias angélicas, carentes de materia, la existencia es distinta de la esencia; de modo que su ser no es absoluto, sino creado y finito; 3. ° en las sustancias compuestas de materia y forma el ser viene del exterior, y es, por consiguiente, creado y finito. Estas últimas sustancias, dado que incluyen materia, que es principio de individualización, se multiplican en una serie de individuos, lo que no ocurre en las sustancias angélicas, por carecer de materia.
Mediante esta reforma radical de la metafísica aristotélica, Santo Tomás hace que la misma constitución de las sustancias finitas exija la creación divina. Aristóteles, al identificar la existencia en acto con la forma, establece que donde hay forma hay realidad en acto, y por ello la forma es por sí mismo indestructible e increable, y, por tanto, necesaria y eterna como Dios. Con ello garantiza la necesidad y la eternidad de la estructura formal del universo (géneros, especies, formas y, en general, sustancias). Su universo excluye la creación y toda intervención activa de Dios en la constitución de las cosas. Pero, precisamente por esto, su sistema pareció (y lo era) irreductiblemente contrario al cristianismo, y poco adecuado para expresar sus verdades fundamentales. La reforma tomista cambia radicalmente la metafísica aristotélica, transformándola de estudio del ser necesario en consideración del ser creado.
Por consiguiente, el término "ser" aplicado a la criatura tiene un significado no idéntico, sino semejante o correspondiente al ser de Dios.
Este es el principio de la analogía del ser que Santo Tomás toma de Aristóteles; pero le da un valor completamente distinto. Aristóteles había distinguido ciertamente varios significados del ser, pero sólo en relación con las categorías, y los había reducido todos al único significado fundamental, que es el de sustancia (ojuaia), el ser en cuanto ser, objeto de la metafísica (§ 72). Por ello no distinguía, ni podía distinguir, el ser de Dios del ser de las demás cosas; por ejemplo, Dios y la mente son sustancias precisamente en el mismo sentido (Et. Nic., I, 4, 1096 a). En cambio, Santo Tomás, gracias a la distinción real entre esencia y existencia, ha distinguido el ser de las criaturas, que puede separarse de (a esencia y que, por lo tanto, es creado, y el ser de Dios, que se identifica con su esencia, y es, por consiguiente, necesario. Estos dos significados del ser no son unívocos, es decir, idénticos, ni tampoco equívocos, es decir, simplemente distintos; son análogos, es decir, semejantes, pero de distinta proporción. Sólo Dios es el ser por esencia: las criaturas tienen el ser por participación; las criaturas en cuanto son, son semejantes a Dios, que es el primer principio universal de todo el ser, pero Dios no es semejante a ellas: esta relación es la analogía
(Sum. theol., I, q. 4, a. 3). La relación analógica se extiende a todos los predicados que se atribuyen al mismo tiempo a Dios y a las criaturas; porque es evidente que en la Causa agente han de subsistir de un modo simple e indivisible aquellos caracteres que en los efectos son múltiples y divididos; al igual que el sol, a pesar de la unidad de su fuerza, produce formas múltiples y distintas en el mundo terreno. Por ejemplo, el término "sabio" aplicado al hombre indica una perfección distinta de la esencia y de la existencia del hombre, mientras que aplicado a Dios, significa una perfección, que es idéntica a su esencia y a su ser. Por ello, aplicado al hombre, da a entender lo que quiere significar; aplicado a Dios, deja fuera de sí la cosa significada, que trasciende los límites del entendimiento humano (Sum. theol., I, q. 13, a. 5). La analogía del ser hace evidentemente imposible una sola ciencia del ser, como era la filosofía primera aristotélica. La ciencia que trata de las sustancias creadas y se vale de principios evidentes a la razón humana es la metafísica. Pero la ciencia que trata del Ser necesario, la teología, tiene mayor grado de certeza y unos principios que proceden directamente de la revelación divina: por ello, es superior en dignidad a todas las otras ciencias (incluso la metafísica), que son para ella subordinadas y siervas (Ibid., I, q.L a. 5).
Dado que el ser de todas las cosas (excepto Dios) es siempre un ser creado, la creación, aunque es una verdad de fe como inicio de las cosas en el tiempo, es, en cambio, una verdad demostrada como producción de las cosas de la nada y como derivación de todo ser de Dios. En efecto, sólo Dios es, como hemos visto, el ser que es por esencia, es decir, que existe necesariamente y por sí mismo: las demás cosas toman el ser de Él, por participación, al igual que el hierro se pone al rojo por el fuego. También la materia prima es creada. Y todas las cosas del mundo forman una jerarquía ordenada según su mayor o menor grado de participación en el ser de Dios. Dios es el término y  supremo fin de esta jerarquía. En El residen las ideas, es decir, las formas ejemplares de las cosas creadas, formas que no están separadas de la sabiduría divina; luego hemos de decir que Dios es el único ejemplar de todo (Ibid., I, q. 44, aa. 1, 2, 4, 3).
La separación entre el ser creado y el ser eterno de Dios, propia de tal metafísica, permite que Santo Tomás salve la absoluta trascendencia de Dios con relación al mundo y corte el paso a cualquier forma de panteísmo que quiera identificar de algún modo el ser de Dios y el ser del mundo. Santo Tomás alude a dos formas de panteísmo, aparecidas a fines del siglo XII, para refutarlas. La primera es la de Amalrico de Bena (§ 219), que considera a Dios como "el principio formal de todas las cosas", es decir, la esencia o naturaleza de todos los seres creados. La segunda es la de David de Dinant (§ 219), que identificó a Dios con la materia prima. Contra esta forma de panteísmo, así como contra la otra de origen estoico (pero que Santo Tomás conoció por una tesis de Terencio Varrón, citada por San
Agustín (De civ. Dei, VII, 6), de que Dios es el alma del mundo, Santo Tomás opone el principio de que Dios no puede ser elemento componente de las cosas del mundo. Como causa eficiente, Dios no se identifica con la forma ni con la materia de las cosas cuya causa es, sino que su ser y su actuación son absolutamente primeros, es decir, trascendentes, con relación a dichas cosas (Sum. theol., I, q. 3, a. 8).

LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
La distinción metodológica de Aristóteles (An. fost., \, 2) entre lo que es primero "por sí" o "por naturaleza" y lo que es primero "para nosotros", es seguida y respetada constantemente por Santo Tomás. Ahora bien, si Dios es primero en el orden del ser, no lo es en el orden de los conocimientos Humanos, que empiezan por los sentidos. Por tanto, es necesaria una demostración de la existencia de Dios-, y debe partir de lo que es primero para nosotros, es decir, de los efectos sensibles, y ha de ser a posteriori (demonstratio quia). Por ello, Santo Tomás rechaza explícitamente el argumento ontológico de San Anselmo: aunque tengamos a Dios por "aquello sobre lo cual nada mayor puede pensarse", no se deduce que El exista en realidad (in rerum natura) y no sólo en el entendimiento.
Santo Tomás cita cinco vías para llegar de los efectos sensibles a la existencia de Dios. Estas vías, que ya hacía expuesto en la Summa contra Gentiles (I, 12 y 13), se enuncian en su formulación clásica en la Summa theologica (I, q. 2, a. 3).
La primera vía es la prueba cosmológica, deducida de la Física (VIII, 1) y de la Metafisica (XII, 7) de Aristóteles. Parte del principio de que "todo lo que se mueve es movido por otro". Ahora bien, si aquello que lo mueve se mueve a su vez, es preciso que también sea movido por otro, y así sucesivamente. Pero es imposible seguir así hasta el infinito, porque entonces no habría un primer motor ni los otros moverían, como, por ejemplo, el bastón no se mueve si no es movido por la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nada; y todos consideran que ese motor es Dios. Este argumento fue utilizado en la escolástica latina por vez primera por Adelardo de Bath (§ 215); luego, insistieron en él Maimónides y San Alberto Magno.
La segunda vía es la prueba causal. En la serie de causas eficientes no podemos remontarnos hasta el infinito, porque entonces no habría una causa primera, y, por consiguiente, tampoco una causa última ni causas intermedias: por lo tanto, debe haber una causa eficiente primera, que es Dios. Esta prueba está tomada de Aristóteles (Met., II, 2). Avicena la había vuelto a exponer.
La tercera vía se deduce de la relación entre posible y necesario. Las cosas posibles sólo existen en virtud de las cosas necesarias: éstas tienen la causa de su necesidad o en sí o en otro. Si tienen la causa en otro, remiten a este otro, y como no se puede suponer una cadena de causas hasta el infinito, es preciso llegar a algo que sea necesario por si" y sea causa de la necesidad de lo que es necesario por otro: y tal es Dios. Esta prueba está tomada de Avicena.
La cuarta vía es la de los grados. En las cosas hay más o menos verdad, más o menos bien y más o menos de todas las demás perfecciones; por consiguiente, también debe haber un grado máximo de dichas perfecciones, que será la causa de los grados menores, como el fuego, que es el máximo calor, es la causa de todas las cosas calientes. Luego, la causa del ser y de la bondad y de toda perfección es Dios. Esta prueba, de origen platónico, está tomada de Aristóteles (Met., II, 1).
La quinta vía se infiere del gobierno de las cosas. Las cosas naturales, privadas de inteligencia, están, sin embargo, dirigidas a un fin: esto no sería posible si no estuvieran gobernadas por un Ser dotado de inteligencia, como la flecha no puede dirigirse hacia el blanco si no es por obra del arquero. Luego, hay un Ser inteligente que ordena todas las cosas naturales a un fin: y este Ser es Dios. Esta es la prueba más antigua y venerable de todas: es muy probable que Santo Tomás siga en su exposición a San Juan Damasceno y Averroes.
El primero de estos argumentos, el cosmológico, fue utilizado por Aristóteles no sólo para demostrar la existencia de Dios como primer motor, sino la existencia de tantos entendimientos motores como órbitas hay en el cielo (§ 78). En cambio, para Santo Tomás el primer motor sólo es uno: Dios; y solo para Dios es válida la prueba. En cuanto al movimiento de los cielos, parece, en efecto, suponer una sustancia inteligente que lo produzca, porque, al contrario de los demás movimientos naturales, no se dirige a un solo punto, en el cual deba cesar; pero es muy posible que sea producido directamente por Dios. De todos modos, si queremos admitir, como han hecho varios filósofos y santos, inteligencias angélicas que muevan los cielos, hemos de notar que no están unidas a los cielos como están unidas al cuerpo las almas de los animales o de las plantas (que son formas de los propios cuerpos), sino que están unidas a los cielos sólo con el fin de moverlos, para transmitir el impulso (per contactum virtutis) (Sum. theol., I, q. 70, a. 3).
Santo Tomás llega a la existencia de inteligencias angélicas, separadas de los cuerpos, no teniendo en cuenta el movimiento de los cielos (dado que puede producirlo directamente Dios), sino observando la perfección del mundo, perfección que exige la existencia de criaturas incorpóreas. En efecto, estas criaturas son en el mundo las más semejantes a Dios, que es espíritu puro, y a través de ellas el mundo, que es el efecto de Dios, se asimila aún más a su Causa (Ibid., I, q. 50, a. 1).

TEOLOGÍA
Los dogmas fundamentales del cristianismo: Trinidad, Encarnación, Creación, son para Santo Tomás, artículos de fe, que no pueden demostrarse. Ante ellos, la razón sólo puede aclarar, y más tarde resolver, las objeciones. Las aclaraciones de Santo Tomás tienen tal lucidez y elegancia dialéctica, que constituyen una de las partes más importantes de todo su sistema.
Acerca del dogma de la Trinidad, la dificultad consiste en entender cómo la unidad de la sustancia divina puede conciliarse con la trinidad de personas. Para demostrar que se concilian, Santo Tomás se vale del concepto de relación. La relación, por una parte, constituye las personas divinas en su distinción; por otra, se identifica con la misma y única esencia divina. En efecto, las personas divinas están constituidas por su relación de origen: el Padre, por la paternidad, es decir, por la relación con el Hijo; el Hijo, por la filiación o generación, o sea, por su relación con el Padre; el Espíritu Santo, por el amor, es decir, la relación recíproca de Padre e Hijo. Ahora bien, estas relaciones no son accidentales en Dios (en Dios no puede haber nada accidental), sino reales; subsisten realmente en la esencia divina. Por consiguiente, precisamente la esencia divina en su unidad, al implicar las relaciones, implica la diversidad de las personas (Sum. theol., I, q. 27-32, y en especial q. 29, a. 4 c). Según Santo Tomás, esta aclaración basta para demostrar que "lo que la fe revela no es imposible". Esto es todo lo que debe hacerse en estos asuntos, en que cualquier intento de demostración es más nocivo que meritorio, ya que puede inducir a los incrédulos a suponer que los cristianos se basan para creer en razones carentes de valor necesario
(Ibid., I, q. 32, a. 1).
En cuanto a la Encarnación, la dificultad consiste en comprender cómo en la única persona de Jesucristo haya dos naturalezas, una divina y otra humana. La Iglesia tuvo que condenar, ya en el siglo V, dos interpretaciones opuestas de este dogma, y a estas dos interpretaciones reduce Santo Tomás las otras para poder refutarlas. La herejía de Eutiquio (§ 154), que insistiendo en la unidad de la persona de Cristo, reducía a una sola las dos naturalezas: la divina. La herejía de Nestorio (§ 154), en cambio, insistiendo en la dualidad de naturalezas, admitía en Jesucristo dos personas que coexistían a la vez: la persona humana como instrumento de la divina.
La distinción real entre esencia y existencia en las criaturas, y su unificación en Dios, proporcionan a Santo Tomás la clave de la interpretación. La esencia o naturaleza divina se identifica con el ser de Dios. Por lo tanto, Jesucristo, por tener naturaleza divina, es Dios, subsiste en cuanto Dios, como persona divina; de modo que es una sola persona, la divina. Por otra parte, dado que la naturaleza fiumana puede -separarse de la existencia, puede muy bien tomar la naturaleza humana (que es alma racional y cuerpo) sin ser una persona humana (Contra Gent., IV, 49). Así se comprende cómo la naturaleza humana pudo ser tomada por Cristo, que revistiéndose de ella la ha ennoblecido, elevado y hecho de nuevo digna de la gracia divina (Sum. theol., III, q. 2, a. 5-6).
Para Santo Tomás, la creación es artículo de fe sólo en el sentido de inicio del tiempo, y no en el sentido de ser producida de la nada. Santo Tomás dice que puede admitirse que el mundo sea producido de la nada y, por consiguiente, hablar de creación, sin admitir que venga después de la nada; así lo hizo Avicena en su Metafísica (IX, 4). Y se puede decir que si hubiera un pie impreso en el polvo eternamente, nadie dudaría de que la huella fuera producida por el pie; pero con ello no se admitiría un inicio en el tiempo de la huella (San Agustín, De civ. Dei, XI, 4). Es decir, que los argumentos a favor de un comienzo del mundo en el tiempo, no son concluyentes. Por otra parte, tampoco concluyen necesariamente los que pretenden demostrar la eternidad del mundo. Entre estos últimos, el más conocido de los aristotélicos, es el basado en la eternidad de la materia primera. Si el mundo ha empezado a existir con la Creación, quiere decir que antes de la Creación podía existir, es decir, que era una posibilidad. Pero toda posibilidad es materia que se actualiza al recibir la forma. Por consiguiente, antes de la Creación existía la materia del mundo. Pero no puede haber materia sin forma; y materia y forma juntas constituyen el mundo; luego, si admitimos la Creación en el tiempo, el mundo existiría antes de comenzar a existir, lo cual es imposible. A ello Santo Tomás contesta diciendo que antes de la Creación, el mundo era posible sólo porqué Dios podía crearlo y porque su creación no era imposible; no se puede deducir de esto la existencia de una materia. A los demás argumentos tomados también de Aristóteles, de que los cielos están formados de materia no ingenerable e incorruptible y que por ello son eternos, Santo Tomás los combate diciendo que la ingenerabilidad y la incorruptibilidad de los cielos y, por lo tanto, del mundo, ha de entenderse per modum naturalem, es decir, en relación con los procesos naturales de formación de las cosas, y no con relación a la Creación. De modo que ni siquiera los argumentos que podrían demostrar la eternidad del mundo tienen valor necesario. La conclusión es que no puede demostrarse ni el comienzo en el tiempo ni la eternidad del mundo; y esto deja libre el camino para creer en la Creación en el tiempo: id credere maxime expedit (Sum. theol., I, q. 46, a. 1-2).

ETICA
De la quinta prueba de la existencia de Dios se deduce que Dios dirige todas las cosas a su fin supremo, que es El mismo, en cuanto Sumo Bien. El gobierno divino del mundo que ordena el mundo hacia su fin es la providencia. Cada cosa, incluso el hombre, está sometida a la providencia divina. Pero esto no quiere decir que todo suceda necesariamente y que el designio providencial excluya la libertad del hombre, ya que este designio no sólo establece que las cosas suceden, sino también el modo como suceden.
Por ello ordena previamente las causas necesarias para las cosas que han de suceder necesariamente, y las causas contingentes para las cosas que han de suceder contingentemente. De este modo, la libre acción del hombre forma parte de la providencia divina (Sum. theol., I, q. 22, a. 4). Y la libertad de hombre no es anulada tampoco por la predestinación a la beatitud eterna.
Esta beatitud, que consiste en ver a Dios, el hombre no puede alcanzarla con sólo sus fuerzas naturales y, por lo tanto, ha de ser guiado por Dios mismo.
Pero con ello Dios no fuerza al hombre: porque forma parte, de la predestinación, que es un aspecto de la providencia, que el hombre pueda alcanzar libremente la felicidad para que Dios libremente le ha elegido (Ibid., I, q. 23, a. 6). Providencia y predestinación presuponen Impresciencia divina, con la cual Dios prevé los futuros contingentes, es decir, las acciones cuya causa es la libertad humana. La presciencia divina es cierta e infalible, porque incluso están presentes en ella las cosas futuras; por ello ve ponerse en acto aquellas acciones libres que no siendo predestinadas necesariamente por sus causas, el hombre no puede prever. En Dios, que es la eternidad misma, todo el tiempo está presente y, por tanto, también están presentes las acciones futuras de los hombres. El las ve, pero al verlas no les quita la libertad, como no la quita el que asiste al momento en que se cumplen (Ibid., I, q. 14, a. 13).
Por consiguiente, la voluntad humana es un libre albedrío que no es eliminado ni disminuido por la ordenación finalista del mundo ni por la presciencia divina, ni siquiera por la gracia, que es una ayuda extraordinaria de Dios, concedida gratuitamente. "Dios, dice Santo Tomás (Ibid., I, 2, q. 113, a. 3), mueve todas las cosas del modo que es propio a cada una de ellas.
Así, en el mundo natural, mueve de determinada manera los cuerpos ligeros y de distinta manera los pesados, a causa de su diferente naturaleza. Por lo mismo, inclina el hombre hacia la justicia según la condición propia de la naturaleza humana. Por su propia naturaleza el hombre tiene el libre albedrío. Y, por tener libre albedrío, el movimiento hacia la justicia no lo produce Dios independientemente del libre albedrío: Dios infunde el don de la gracia justificante de manera que incita al libre albedrío a aceptar ese don. "La presencia del mal en el mundo es debida al libre albedrío del hombre.
Santo Tomas admite la teoría platónico-agustiniana de la no-sustancialidad del mal: el mal sólo es falta de bien. Ahora bien, todo lo que existe es bien, y es bien en el grado y medida en que existe; pero como el orden del mundo exige también la realidad de los grados inferiores del ser y del bien, que parecen (y son) deficientes, y, por lo tanto, malos con relación a los grados superiores, podemos decir que el propio orden del mundo exige el mal. El mal es de dos clases: pena y culpa. La pena es deficiencia deforma (realidad o acto) o de una de sus partes, necesaria para la integridad de la cosa, por ejemplo, la ceguera es falta de vista. La culpa es la deficiencia de una acción, que o no ha sido hecha o no ha sido hecha del modo debido. Como en el mundo todo está sujeto a la providencia divina, el mal, en cuanto defecto o falta de integridad, siempre es pena. Pero el mal mayor es la culpa, que la providencia trata de eliminar o corregir mediante la pena (Ibid., I, q. 48,a. 5-6).
Ahora bien, la culpa (o pecado) es el acto humano de escoger deliberadamente el mal, es decir, la actuación disconforme con el orden de la razón y de la ley divina (II, 1, q. 21, a. 1). El hombre tiene la facultad de percibir y tender al bien. En efecto, como hay en él una disposición (habitus) natural a entender los principios especulativos, de los que todas las ciencias dependen, también tiene una disposición (habitus) natural para entender los principios prácticos, de los que dependen todas las buenas acciones. Este habitus natural práctico es la sindéresis, que nos inclina al bien y nos aparta del mal; el acto derivado de esta disposición, y que consiste en aplicar los principios generales de la acción a una determinada acción es la conciencia (Sum. theol., I, q. 79, a. 12-13).
Las virtudes están basadas en este habitus general del entendimiento práctico. Acerca de ello, Santo Tomás aclara la característica indeterminación y libertad que son propios del habitus. Las potencias (o facultades) naturales sólo pueden actuar de una manera: no pueden elegir, carecen de libertad, y actúan de modo constante e infalible. En cambio, las potencias racionales, propias del hombre, no están determinadas en un solo sentido: pueden actuar en diferentes direcciones, según su libre elección; y por ello la elección que han hecho de la dirección en que actúan origina una disposición constante, que no es necesaria ni infalible, y que es el habitus (II, 1, q. 55, a. 1). En este sentido las virtudes son habitus, disposiciones prácticas para vivir rectamente y huir del mal. Santo Tomás toma de
Aristóteles la distinción entre virtudes intelectuales y virtudes morales-, de éstas las principales o cardinales, a las que se reducen las demás, son: justicia, templanza, prudencia y fortaleza. Las virtudes intelectuales y las morales son virtudes humanas: conducen a la felicidad que puede alcanzar el hombre con las mismas fuerzas naturales en esta vida. Pero estas virtudes no bastan para conseguir la beatitud eterna: son precisas las virtudes teologales, que Dios ha infundido directamente en el hombre: la fe, esperanza y caridad.

POLÍTICA
El fundamento de la teoría política de Santo Tomás es aquella teoría del derecho natural que constituye uno de los mayores legados dejados por el estoicismo al mundo antiguo y moderno y que, en la época de Santo Tomás, había sido adoptado como fundamento del propio derecho canónico. Según Santo Tomas, nay una ley eterna, o sea, una razón que gobierna todo el universo y que existe en la mente divina; de esta ley eterna, la ley de la naturaleza, que está en los hombres, es un reflejo o una "participación" (S.th., II, 1, q. 91, a. 1-2). Esta ley de naturaleza se concreta en tres inclinaciones fundamentales: 1a una inclinación hacia el bien natural, que el hombre comparte con cualquier sustancia, la cual —en cuanto tal— desea la propia conservación; 2a una inclinación especial a actos determinados, que son aquellos que la naturaleza ha enseñado a todos los animales, como la unión del macho con la hembra, la educación de los hijos y otros parecidos; 3ª la inclinación al bien según la naturaleza racional que es propia del hombre, como lo es la inclinación a conocer la verdad, a vivir en sociedad, etc. (S. tb., II, 1, q. 94, a. 2). Además de esta ley eterna, que es para el hombre ley de naturaleza, existen otras dos clases de leyes: la humana 'inventada por los hombres y merced a la cual se dispone de modo particular de las cosas a las que se refiere la lev de naturaleza" (Ib., II, 1, q. 91, a. 3); v la divina que es necesaria para encaminar al hombre a su fin sobrenatural (Ib., a. 4) Santo Tomás afirma, conforme a la teoría del derecho natural que no es ley la ley que no sea justa y que por lo tanto "de la ley natural, que es la primera regla de la razón, debe derivarse toda lev humana" (Ib., q. 95, a. 2).
Según Santo Tomás, es la colectividad la que ha de dictar las leves. "La lev, dice (II, 1, q. 90, a. 3), tiene como fin primero v fundamental dirigir hacia el bien común. Ahora bien, ordenar algo para conseguir el bien común es propio de toda colectividad (multitudo), o de quien hace las veces de toda la colectividad. Por consiguiente, establecer leyes corresponde a toda la colectividad o a la persona pública que cuida de la colectividad entera; porque en todas las cosas sólo puede dirigir hacia el fin aquel a quien el fin mismo pertenece." De este modo, Santo Tomás afirmó explícitamente el origen popular de las leyes. Sin embargo, cree que entre las formas de gobierno citadas por Aristóteles, la mejor es la monarquía, es decir, la que mejor garantiza el orden y la unidad del Estado v la más semejante al gobierno divino del mundo (De regimine princ., I, 2). Pero si bien el Estado puede encaminar los hombres hacia la virtud, no puede encaminarlos a gozar de Dios, que es su fin último.
Este gobierno espiritual sólo corresponde a aquel rey que no sólo es hombre, sino también Dios, es decir, a Jesucristo. Y, como el fin menos alto está subordinado al más alto y supremo, del mismo modo el gobierno civil ha de subordinarse al religioso propio de Cristo y que Cristo confió no a los reyes terrenales, sino al Papa. A él, como al mismo Señor Jesucristo, han de estar sometidos todos los reyes del pueblo cristiano. Pues a aquél a quien corresponde velar por el fin último han de someterse los que cuidan de fines subordinados: éstos han de estar bajo su mando" (De reg. pnnc., I, 14).

ESTÉTICA
Santo Tomás ha expuesto también, incidentalmente, un grupo de doctrinas estéticas, tomadas del seudo Dionisio, y así, de inspiración neoplatónica. Lo bello es, para Santo Tomás un aspecto del bien. Es idéntico al bien, porque«l bien es aquello que todos desean, es decir, el fin; también lo bello es deseado v, por tanto, también es un fin. Pero la que se desea de lo bello es la visión (aspectus) o el conocimiento: a diferencia del bien, lo bello está en relación con la facultad de conocer. Por ello, la belleza sólo.se refiere a los sentidos que tienen mayor valor cognoscitivo, o sea, la vista y el oído, que sirven a la razón; llamamos bellas las cosas visibles y los sonidos ; pero no los sabores y los olores.
En la belleza lo que nos place no es el objeto, sino la aprehensión (apprehensio) del objeto (Sum. tbeol., I, q. 5, a. 4; II, 1, q. 27, a. 1).
Siguiendo al seudo Dionisio (De div. nom., cap. 4, 7), Santo Tomás atribuye a lo bello tres características o condiciones fundamentales: la integridad o perfección, porque lo que es inacabado o fragmentario es feo; la proporción o congruencia de las partes; la claridad. Pero estas características no sólo se dan en las cosas sensibles, sino también en las espirituales, que, por lo tanto, también tienen su propia belleza. Si decimos que un cuerpo es bello cuando sus miembros son proporcionados y tiene el color debido, también llamamos hermoso un discurso o una acción bien proporcionada y que tiene la claridad espiritual de la razón. Y la virtud es bella porque, con la razón, modera las acciones humanas (Sum. tbeol., II, q. 2, a. 1).
Además, se llama hermosa una imagen si representa perfectamente su objeto, aunque sea feo. En este sentido, Santo Tomás, siguiendo a San Agustín (De Trin., VI, 10), ve la belleza perfecta en el Verbo de Dios, que es la imagen perfecta del Padre (Sum. tbeol., I, q. 39, a. 8).

Fuente: NICOLÁS ABBAGNANO

CAPITULO XIII SAN BUENAVENTURA



LA VUELTA A SAN AGUSTÍN
La vuelta a San Agustín, que en la Summa de Alejandro de Hales, y aún más en la obra de Roberto Grossetete, se presenta como reacción de la escolástica frente a los avances del aristotelismo, halla su máxima expresión teológica y mística en San Buenaventura. Contra la fuerza de una filosofía que a primera vista parece hacer imposible el problema escolástico, porque lleva la especulación filosófica a conclusiones no conciliables con la fe, la escolástica se concentra en sí misma, vuelve a los orígenes y trata de conseguir nueva vitalidad de la doctrina agustiniana, que fue siempre su principal fuente de inspiración, pero que tras siglos de laboriosas e inciertas elaboraciones había perdido su autenticidad y su fuerza original. San Agustín vuelve. El primer efecto paradójico de la aparición de Aristóteles en el horizonte filosófico del siglo XIII es la reaparición de las tesis fundamentales del obispo de Hipona, tomadas en su significado auténtico y cuya enorme fuerza de persuasión lógica puede decirse volvió a ser descubierta. Frente a estas teorías, el aristotelismo es para la escolástica latina como una fuerza extraña, que con ciertas limitaciones puede utilizarse, pero a la que es conveniente hacer el menor número posible de concesiones. Los doctores escolásticos adquieren mayor familiaridad con esta fuerza, a medida que se va precisando y ampliando su conocimiento de las obras de Aristóteles; pero hasta que no se escriban las obras de San Alberto Magno y Santo Tomás, aquella fuerza extraña seguirá siéndolo y todo lo que los doctores saben tomar de la obra aristotélica son sugerencias o teorías particulares, que procuran intercalar del mejor modo posible en el cuerpo de las doctrinas tradicionales.
Esta es la posición de San Buenaventura frente al aristotelismo. Su santo y seña es, como para Alejandro de Hales y Roberto Grossetete, la vuelta a San Agustín. Al conocer las obras del Estagirita, puede tomar de ellas elementos y sugerencias para injertar en el tronco de un sistema filosófico, que él mismo reconoce y quiere que sea tradicional. "Yo no intento, dice (in Sent., II, pról.), combatir las nuevas opiniones, sino que quiero retener las comunes y aceptadas. Y nadie ha de creer que yo quiera ser el fundador de un nuevo sistema." No hay sistema nuevo: San Buenaventura sólo quiere recorrer los senderos trazados, volver a tejer la trama ininterrumpida del pensamiento cristiano, que va de San Agustín a su maestro Alejandro. Las doctrinas nuevas y las aristotélicas le parecen tan alejadas de estos caminos trillados y seguros que ni siquiera intenta combatirlas. Para él, Aristóteles es un filósofo; pero no el filósofo: es un autor cuyas afirmaciones pueden ser utilizadas ocasionalmente, pero no es la encarnación de la razón humana en su más elevada expresión

FE Y CIENCIA
San Buenaventura establece la superioridad de la fe sobre la ciencia. Al contestar a la cuestión de si es más cierta la fe que la ciencia, distingue una certeza respecto a las verdades de la fe y otra certeza respecto a las verdades de la razón. En cuanto a las verdades de fe, es más cierta la fe que la ciencia.
Aunque un filósofo llegue a demostrar una verdad de fe, por ejemplo, que Dios es creador, mediante su ciencia nunca puede lograr la certeza que el riel recibe de la verdadera fe. Y en cuanto a las otras verdades, la fe posee una certeza de adhesión mayor que la ciencia, y la ciencia una mayor certeza de especulación que la fe. La adhesión se refiere al afecto; la especulación está relacionada con el puro intelecto. La ciencia elimina la duda, según aparece claramente, sobre todo en el conocimiento de los axiomas y de los primeros principios; pero la fe consigue que el creyente se adhiera a la verdad, de un modo que ni argumentos ni tormentos ni lisonjas le pueden apartar de ella.
El geómetra que por un teorema arriesgara la vida sería necio; pero el creyente la arriesga y debe arriesgarla por su fe (In Sent., I I I, dist. 23, a. 1, q. 4). Así, la certeza científica queda reducida a un simple hecho intelectual, simple indubitabilidad teorética, que no exige fidelidad personal; mientras que la certeza de la fe es exaltada como acto de afecto y adhesión, es decir, como entrega afectiva de la persona a la verdad.
La fe y la ciencia, la fe y la opinión, pueden coexistir respecto a la misma verdad. Si por opinión no se entiende la conformidad dada a una alternativa por medio de otra, sino la conformidad sugerida por razones probables, entonces podemos darnos cuenta que muchos fieles tienen, para apoyar lo que creen, muchas razones probables: con lo que, en este caso, la opinión no sólo excluye la fe, sino que la ayuda y sirve. Por otra parte, la fe no excluye la ciencia respecto a las mismas verdades y no la excluye porque tiene una certeza superior. Podemos, con razones necesarias, demostrar que Dios existe y que es uno; pero dilucidar la misma esencia divina y unidad de Dios y ver cómo esta unidad no excluye la pluralidad de las personas, esto sólo puede conseguirse con la fe.
Por consiguiente, la ciencia no invalida la iluminación por la fe, sino que la exige y la hace necesaria. Los filósofos que consiguieron conocer muchas verdades acerca de Dios, acabaron, por falta de fe, por incurrir en error o por desconocer muchas otras (n Sent., I I I , dist. 24, a. 2, q. 3). Por lo tanto, la ciencia nunca puede dejar de valerse de la fe. La fe es la adhesión integral del hombre a la verdad, por medio de la cual el hombre vive realmente la verdad y la verdad vive realmente en el hombre.

EL CONOCIMIENTO
En su teoría del conocimiento, San Buenaventura muestra la primera y más importante concesión al aristotelismo. A la pregunta de si todo conocimiento viene de los sentidos, contesta que no-, es preciso admitir que el alma conoce a Dios, a sí misma y todo lo que tiene en sí sin ayuda de los sentidos externos (In Sent., II, dist. 39, a. 1, q. 2). Pero, por otra parte, es preciso admitir que el alma no puede por sí sola conseguir todo el conocimiento. Es necesario que el material para el mismo le venga del exterior, a través de los sentidos, porque lo constituyen las semejanzas de las cosas abstractas con las imágenes sensoriales (De scientia Christi, q. 4). San Buenaventura dice: "Las especies y las semejanzas de las cosas se adquieren por los sentidos, según dice explícitamente el filósofo (es decir. Aristóteles) en muchos pasajes; y la experiencia también nos lo enseña. En efecto, nadie podría saber qué es el todo o la parte, el padre o la madre si no recibiese la especie de uno de los sentidos externos" (In Sent., II, dist. 39, a. 1, q. 2). Si entendemos por especie las semejanzas de las cosas, que casi son retratos de las cosas mismas, hemos de decir que el alma fue creada carente de toda especie, y que Aristóteles tenía razón al afirmar que era una tabula rasa (In Sent., I, dist. 17, a, 1, q. 4).
Pero los sentidos sólo proporcionan al alma el material del conocimiento: las especies, es decir, los conceptos, los términos objetivos de que parte el conocimiento. Pero el conocimiento está condicionado en su constitución, en su funcionamiento, y, por tanto, en su valor de verdad, por principios que son independientes de los sentidos y, por consiguiente, innatos, porque es Dios quien directamente los infunde. Con ello, San Buenaventura vuelve totalmente a la tesis clásica del agustinismo.
Al alma humana se le ha dado un lumen directivum, una directio naturalis, de la que obtiene la certeza de sus conocimientos. Y esta luz directiva, esta dirección que se le imprime naturalmente y que la dirige, le viene directamente de Dios. Una influencia directa de la razón eterna no bastaría para asegurar al conocimiento su verdad. San Buenaventura se refiere precisamente a las palabras de San Agustín, "el cual, con toda claridad y razón, demuestra que la mente, para conocer con certeza, ha de estar regulada por normas inmutables y eternas, no mediante una disposición propia (habitus), sino directamente por las mismas normas, que están por encima de ella, en la Verdad eterna" (De scientia Christi, q. 4). Por consiguiente, nuestro intelecto está unido con la Verdad eterna. "Para conocer con certeza, se precisa necesariamente de una Razón eterna, que regule y mueva, una Razón que no quede aislada en su claridad, sino que se una a la razón creada y que el hombre pueda intuirla según las posibilidades de su condición terrena ' (De scientia Christi, q. 4).
El Itinerario nos ofrece un análisis de las condiciones a priori del conocimiento humano. El mundo externo o macrocosmos penetra en el alma o microcosmos a través de los sentidos, dando lugar en el hombre a la aprehensión, al goce y al juicio. Las cosas externas no entran en el alma ellas mismas, es decir, su sustancia, sino sus semejanzas. Por consiguiente, la similitud o especie no es la sustancia de la cosa, sino tan sólo una imagen de ella: aquí, San Buenaventura se halla lejos del principio aristotélico de que el alma aprehende la propia forma sustancial de la cosa. La proporción entre el objeto percibido y el sentido que lo percibe determina el goce. A la aprehensión y al goce sigue el juicio, que explica uno y otro, y purifica, por consiguiente, y abstrae la especie sensible, llevándola de los sentidos al intelecto. El juicio es la facultad intermedia de la razón, a través de la cual la especie se purifica de las condiciones materiales de tiempo y lugar, y es elaborada conforme a las exigencias del intelecto (Itin., 2). Pero el acto del juicio supone ya una iluminación divina. El juicio es un acto de la razón que abstrae del lugar, del tiempo y del cambio; pero lo que está fuera del tiempo, del lugar y del cambio, es eterno, por lo tanto, es Dios o un elemento divino. En el juicio, la razón se vale de una regla infalible, que es Dios mismo como verdad, según las palabras de San Agustín (Ibid., 2). Las especies que el juicio abstrae de las cosas sensibles son el punto de arranque y el objeto de la actividad intelectual. Esta actividad tiene lugar en tres fases.- la percepción de los términos, de las proposiciones y de las ilaciones.
El intelecto comprende el significado de los términos cuando comprende, mediante la definición, qué es cada uno de ellos. Pero la definición de un término se da valiéndose de un término superior o más extenso; y así, remontándose a términos cada vez más extensos, se llega a términos supremos y generalísimos, que si se ignoran no se pueden entender ni definir los términos inferiores. El término más amplio, condición necesaria de cualquier otra definición, es el de ser. El ser puede ser parcial o total, perfecto o imperfecto, potencial o en acto; pero, puesto que según afirma Averroes (De an., III, 25), la negación o privación sólo puede concebirse con relación a la afirmación, nuestro intelecto no puede entender el ser reducido, imperfecto o potencial de las cosas creadas, si no es con relación a un Ser purísimo, actualísimo y completísimo en el cual residen las razones de todas las cosas con la mayor pureza.
El aprehender los términos así como los otros dos actos del intelecto, presupone un revelación directa de Dios al entendimiento del hombre. En efecto, nuestra mente, que es mutable, no podría comprender la verdad inmutable de las proposiciones si no la iluminara una luz inmutable; y tampoco podría, sin ayuda de esta luz, establecer ilaciones, en las que la conclusión se deduce necesariamente de las premisas. "La necesidad de esta ilación, dice San Buenaventura, no procede de la existencia material de la cosa, porque la cosa es contingente, ni de la existencia de la cosa en el alma, porque, a menos que también se diera en la realidad, sería una ficción. Por consiguiente, procede del modelo que hay en el arte eterno de Dios (ab exemplaritate in arte aeterna), porque las cosas tienen entre sí las relaciones que el arte creador de Dios establece entre sus modelos." De ello San Buenaventura deduce, una vez más, con San Agustín, que "nuestro intelecto está unido a la misma verdad eterna, y nada verdadero puede comprender con certeza si no es gracias a la docencia de aquélla". Al considerar las actividades del intelecto practico llega a la misma conclusión: el consejo, que consiste en buscar qué es mejor, y que supone conocer lo óptimo, o sea, el sumo bien, que es Dios-, ajuicio, que se refiere a los objetos del consejo y que supone un criterio o ley que es también Dios; el deseo, que tiende a la felicidad, que consiste en poseer el fin último, es decir, el Sumo Bien, y que, por lo tanto, depende de él (Itin., 3).
La teoría del conocimiento de San Buenaventura muestra muy claramente cuáles son las características de su procedimiento. Manteniéndose fiel a los puntos esenciales del apriorismo teológico de San Agustín, acepta la tesis empirista de Aristóteles, aunque limitándola al material del conocimiento; pero no plantea el problema del conocimiento, como lo hicieron Aristóteles y sus comentadores musulmanes. Un punto aislado, y que se creyó carecía de consecuencias, del sistema aristotélico, es todo lo que utiliza de la obra del Estagirita. Este procedimiento se encuentra también en otras partes de su doctrina.

METAFÍSICA Y TEOLOGÍA
La relación intrínseca que el intelecto humano tiene con Dios no implica que le sea dado conocer a Dios directamente y en sí mismo. "Es preciso decir que, al igual que cada causa brilla en su efecto y la sabiduría del artesano se refleja en su obra, Dios, que es el artífice y causa de la criatura, se conoce a través de la criatura. Hay para ello una doble razón: una de conveniencia y otra de indigencia. De conveniencia, porque cada criatura conduce a Dios más que a cualquier otra cosa. De indigencia, porque como Dios no puede, por ser luz sumamente espiritual, ser conocido por el intelecto en su espiritualidad, para conocerlo el alma precisa de una especie de luz material, es decir, la criatura" (In Sent., I, dist. 3, a. 1, q. 2). A causa de esta nueva concesión al empirismo, parecía que San Buenaventura debiera seguir, para demostrar la existencia de Dios, la vía a posteriori que fue elegida y seguida por Santo Tomás, y que, por lo mismo, rechazara el argumento de San Anselmo. En realidad no es así: San Buenaventura sigue y defiende el argumento ontológico: "La verdad del ser divino, dice, es tal que no puede pensarse con asentimiento (es decir, creer efectivamente) que no exista, si no es por ignorar lo que significa el nombre de Dios" (Ibid., I, dist. 8, a. 1, q. 2). El argumento de San Anselmo se mueve en el campo de la especulación agustiniana y sólo con mucha dificultad puede ser negado por quien, tomo San Buenaventura, cree que la mente humana, para entender y juzgar, debe estar unida a Dios. No se puede considerar a Dios como supuesto previo y condición del conocimiento de todas las cosas particulares sin admitir que su realidad es cierta y puede demostrarse independientemente de estas cosas, es decir, a priori. Si el conocimiento de las cosas tiene por condición el de Dios, y no al contrario, el intelecto humano, sólo mediante una relación directa con Dios puede entender y juzgar las cosas. El hecho de que el hombre se eleve de las cosas a Dios, es una posibilidad condicionada por la relación del hombre con Dios; por consiguiente, no puede condicionarlo. El argumento ontológico vuelve a la lógica del planteamiento agustiniano del problema de la relación del hombre con Dios: al igual que San Buenaventura, todos los que siguen las huellas del pensamiento agustiniano lo consideran válido.
Dios, como causa creadora de las cosas, es también modelo de ellas. La idea o ejemplar de las cosas en la mente divina se identifica con la esencia divina y se multiplica sólo en relación con las cosas creadas, pero no en Dios mismo (Ibid., I, dist. 35, a. 1, q. 2-3). Por su omnipotencia infinita, Dioses la causa de todas las cosas que ha creado de la nada. La creación no plantea ningún problema insoluble: es un punto en que fe y razón coinciden por completo, ya sea en lo referente a que el mundo dependa causalmente de Dios, ya sea en lo que se refiere al comienzo del mundo en el tiempo. Es evidente que el mundo ha sido creado de la nada, porque Dios, a causa de su omnipotencia, es el agente más noble y más perfecto; por lo tanto, su acción es radical y determina todo el ser de la cosa producida, no estando condicionada por nada extraño (Ibid., II, dist. 1, a. 1, q. 1). Pero, según San
Buenaventura, es imposible afirmar al mismo tiempo que el mundo ha sido creado y que es eterno. Y, en efecto, es imposible que sea eterno aquello que llega a ser después de no ser; y éste es el caso del mundo, en cuanto creado de la nada. Además, la duración indefinida del mundo traería consigo infinitas revoluciones celestes. Pero lo que es infinito no puede ser ordenado, en el infinito no hay un primero y, por lo tanto, no hay orden.
Pero es imposible que haya revoluciones del cielo carentes de orden. Además, la eternidad del mundo-supondría la existencia simultánea de infinitas almas humanas, lo cual también es imposible. Este último argumento podría salvarse admitiendo una palingenesia o una unidad real de las almas de los hombres; pero esto no es tan sólo contrario a la fe cristiana, sino que también la filosofía lo considera falso (Ibid., II, dist. 1, a. 1, q. 2).
Luego-, la creación como inicio del mundo en el tiempo es una verdad necesaria. Aquí San Buenaventura acepta, como dotadas de valor demostrativo, las razones aducidas por Maimónides (§ 250), y sigue su camino sin dudar un instante. En este punto, su actitud está en abierto contraste con la prudente cautela con que el propio Maimónides (como más tarde hará Santo Tomás) considera la cuestión, declarando que es imposible solucionarla mediante demostración.
San Buenaventura toma del aristotelismo hebraico (Ibn Gabirol) el principio de la composición hilemórfica universal. Dice que es preciso atribuir una materia no sólo a los seres corpóreos, sino también a los espirituales. En efecto, el ser espiritual, por ser creado, no es absolutamente simple, sino que está compuesto de potencia y acto. Ahora bien, potencia y acto pueden reducirse a materia y forma; por consiguiente, el conjunto de materia y forma puede también atribuirse a los seres espirituales. La materia espiritual no está sujeta, como la de las cosas corpóreas, a privación y corrupción; no es algo cuantitativo, extenso, que puede engendrarse y corromperse; carece de cualquier determinación corpórea (Ibid., II, dist. 3,1, a. 1, q. 1; dist. 17, a. 1, q. 2). Es potencia pura y constituye, con la materia corpórea, una sola materia homogénea como es uno sólo el oro de que están hechos objetos diferentes (Ibid., II, dist. 3, 1, a. 1, q. 3). Esta teoría, que ya había sostenido Alejandro de Hales, se convierte, por obra de San Buenaventura, en uno de los puntos básicos del agustinismo franciscano.
Por tanto, todos los seres se componen de materia y forma. La forma es la esencia que restringe y define la materia a un ser determinado. Mas esta esencia es siempre universal, porque tiene en sí la capacidad de actualizarse en muchos individuos. Entonces, ¿cuál es el principio de individuación que individualiza y determina la forma universal? Es evidente que tal principio no puede ser exterior a la constitución del individuo, sino que ha de coincidir con sus principios constitutivos. Y como estos principios son precisamente la materia y la forma, la individuación procederá de la unión y acción mutua (communicatio) de la materia y la forma. Y, en efecto, precisamente por la unidad de materia y forma está constituido el individuo que es un hoc aliquid, en el que el hoc es la materia y el aliquid la forma (Ibid., III, dist. 10, a. 1, q. 3). Esta solución es opuesta a la tradición aristotélica, que situaba el principio de individuación en la materia, y también ella llegará a ser doctrina común del nuevo agustinismo.
Este nuevo agustinismo tomará de San Buenaventura el concepto de materia como potencia, no sólo pasiva, sino también activa, capaz de determinar por sí misma el nacimiento de las formas. La potencia activa de la materia es la razón seminal. La noción de razón seminal (Xtxyoc a-neptiarucós) de los estoicos pasó a los neoplatónicos, y de éstos la tomó San Agustín, de quien, a su vez, la tomó San Buenaventura. "La razón seminal es la potencia activa que radica en la materia; y esta potencia activa es la esencia de la forma, porque de ella nace la forma según el procedimiento de la naturaleza, que nada produce de la nada" (Ibid., II,dist. 18, a. 1, q. 3).

LA ANTROPOLOGÍA
"Dios ha creado el hombre de dos naturalezas muy distintas entre sí, uniéndolas en una sola naturaleza y en una sola persona" (Brevil., II, 10).
Por consiguiente, el alma y el cuerpo entran en la misma medida y título en la constitución de la unidad de la naturaleza y de la persona humana, aun estando tan alejadas una de otra. En cuanto al alma, San Buenaventura, más que la definición aristotélica que la considera entelequia o forma perfecta del cuerpo, prefiere la platónica, que la considera motor del cuerpo (Ibid.,II, 9). Pero, dado que el alma no sólo es forma natural, sino también sustancia, y sustancia espiritual, puede separarse del cuerpo: lo cual implica que es incorruptible e inmortal por naturaleza. Su nacimiento no es debido a la acción de una forma natural, sino a la creación directa de Dios. Su fin es alcanzar la beatitud en Dios, y por ello puede ser definida como "forma beatificable" (Ibid., II, 9).
En el terreno del conocimiento, San Buenaventura se preocupa de asegurar al hombre la capacidad de iniciativa, y en el campo práctico, la libertad. Contra Alejandro de Hales y Juan de la Rochelle, que identificaban el Entendimiento agente con Dios, afirma la oportunidad de reconocer el poder activo que Dios ha dado al alma humana. Aunque esta solución, dice (Opp., ed. Quaracchi, II, 568 b), afirme la verdad y este de acuerdo con la fe católica, sin embargo, no es oportuna (adpropositum); ya que nuestra alma tiene la posibilidad de otros actos; y Dios, aunque es el principal agente en la acción de cualquier criatura, ha dado a alguna de ellas una fuerza activa que la lleva a la acción que le es propia." Aunque habla como Aristóteles de intelecto posible y entendimiento agente, San Buenaventura sólo los considera como dos partes del alma, dos aspectos del intelecto humano.
En la esfera práctica, el hombre es libre porque debe hacerse merecedor de la beatitud, y no hay mérito sin libertad. La libertad pertenece a la naturaleza de la voluntad y de ningún modo puede serle arrebatada, aunque se envilezca por la culpa y se haga esclava del pecado. La libertad no es un instinto natural, sino que supone deliberación y albedrío. Su esencia consiste en la posibilidad de elegir, elección que siempre es indiferente, pues supone que en cada caso la voluntad puede elegir una cualquiera de dos alternativas opuestas. Pero como esta indiferencia presupone una previa deliberación, a la que se añade la decisión de la voluntad, asi también el libre albedrío es una facultad, al mismo tiempo, que la razón y la voluntad (Breva., II, 9).
La libre elección del hombre está guiada e iluminada por la sindéresis (1). San Buenaventura acepta de Aristóteles la distinción entre intelecto especulativo e intelecto práctico; pero al igual que el Estagirita, niega que sean dos intelectos distintos. "El intelecto especulativo se hace práctico cuando se une a la voluntad y a la acción, determinándolas y guiándolas" (InSent., II, dist. 24, p. 1, a. 2, q. 1). En realidad, los dos intelectos son la misma facultad: el intelecto práctico es solamente la extensión del especulativo al campo de la acción (Ibid., II, dist. 39, a. 1, q. 1). Lo que la ciencia es para el intelecto especulativo, es la conciencia para el intelecto práctico. "La ciencia es la perfección de nuestro intelecto en tanto que especulativo, la conciencia es la disposición (habitus) que perfecciona nuestro intelecto en cuanto es práctico." Pero como, según hemos visto, la actividad del intelecto especulativo supone una iluminación directa procedente de Dios, la misma iluminación es presupuesta por la actividad del intelecto práctico. "En el momento de la creación del alma, el intelecto recibe una luz que es para él un criterio natural de juicio (naturale iudicatorium) que dirige el propio intelecto en el conocer.- del mismo modo, el afecto tiene en sí mismo un peso (pondus) natural que lo guía en sus deseos" (Ibid., II, dist. 39, a. 2, q. 2). Este peso natural que dirige el intelecto práctico hacia el bien, es la disposición que le ha concedido la acción iluminadora de Dios: La sindéresis. "La sindéresis, dice San Buenaventura (Ibid., II, dist. 39, a. 2, q. 1), es la chispa de la conciencia; la conciencia sólo puede mover, incitar, estimular por medio de la sindéresis, que es como su estímulo y su fuego animador. Así como la razón sólo puede mover gracias a la voluntad, la conciencia sólo puede hacerlo mediante la sindéresis". El remordimiento no es un producto de la conciencia, sino de la disposición que regula la conciencia, de esa chispa que es la sindéresis (Ibid., II, dist. 39, a. 1, q. 1).
En el Itinerario, la sindéresis es llamada "ápice de la mente", y se la hace corresponder con el último grado de elevación hacia Dios, el que precede inmediatamente al rapto final.
Fuente: N.A