Filosofia Medieval: Escolastica Parte III, Capítulo IV: ANSELMO DE AOSTA



FIGURA HISTÓRICA
Anselmo de Aosta representa la primera gran afirmación de la investigación en la Edad Media. Pero su investigación tiene un valor religioso y trascendente más que humano. Con acentos agustinianos, él abandona a Dios la iniciativa y la guía de su búsqueda; y no ve en el esfuerzo de acercarse a la verdad revelada más que la progresiva acción iluminadora de la verdad misma.
San Anselmo de Canterbury O.S.B. Se le conoce también como Anselmo de Aosta, por el lugar donde nació.
"Enséñame a buscarte, dice (Pros., 1), y muéstrate a mí que te busco. Yo no puedo buscarte, si Tú no me enseñas, ni encontrarte si Tú no te muestras. Que yo te busque deseándote, que yo te desee buscándote, que te encuentre amándote y que te ame encontrándote. Yo te reconozco, Señor, y te doy las gracias por haber creado en mí esta imagen tuya a fin de que me acuerde de Ti, piense en Ti, y te ame; pero esta imagen está tan gastada por la miseria de los vicios, tan ofuscada por el cúmulo de los pecados, que no puede hacer aquello para lo cual fue hecha si Tú no la renuevas y no la reconstituyes. No pretendo, Señor, penetrar en tu altísima dignidad, porque no puedo de hecho comparar a ella mi entendimiento, pero deseo entender de alguna manera tu voluntad que mi corazón cree y ama. Tampoco busco entender para creer; sino que creo para entender: Y aun esto creo: que si antes no creo, no podré entender." La prioridad de la fe sobre el entendimiento expresa claramente el carácter religioso de la investigación de Anselmo, como la prioridad del entender sobre la fe expresará el carácter filosófico de la investigación de Abelardo.
Esta religiosidad encuentra su mejor expresión en el punto culminante de la investigación de San Anselmo, la prueba ontológica de la existencia de Dios.
Como Anselmo mismo reconoce en su respuesta a Gaunilón, el presupuesto de la prueba es la fe. La fe sola transforma en afirmación indudable la posibilidad de pensar el ser mayor de todos. Si se puede pensar este ser, se debe pensarlo como existente; pero se puede pensarlo solamente en la fe. La prueba ontológica es la misma fe que aclara su principio y se convierte en investigación: investigación entendida y practicada en su máximo valor religioso, como esfuerzo de penetrar y poseer, hasta donde es posible, la verdad revelada.

FE Y RAZÓN
La frase que expresa la posición de Anselmo sobre el problema escolástico, es: Credo ut intelligam (Pros., 1). La fe es el punto de partida de la investigación filosófica. No se puede entender nada si no se tiene fe; pero la fe sola no basta, es menester confirmarla y demostrarla. Esta confirmación es posible. "Lo que creemos por la fe sobre la naturaleza divina y las personas de la misma, excepto la encarnación, puede ser demostrado con razones necesarias, sin recurrir a la autoridad de las Escrituras" (De fide Trin., 4). Y, puesto que es posible, es un deber: "Es negligencia no intentar comprender lo que se cree, después de que hemos sido confirmados en la fe" (Cur Deus homo, 1, 2).
La encarnación misma es presentada por Anselmo, en la obra que ha dedicado a este tema, como una verdad a la que la razón puede llegar por sí sola: no hay duda, en efecto, de que los hombres no hubieran podido salvarse, si Dios mismo no se hubiese encarnado y no hubiese muerto por ellos (Ibid., pról.). Así, Anselmo considera el acuerdo entre fe y razón intrínseca y esencial. Ciertamente que, si se diera una contradicción, no sería necesario admitir la verdad del razonamiento, aun cuando éste pareciera irrefutable (De concordia praescientiae, 6); pero Anselmo está íntimamente seguro de que no puede haber una verdadera contradicción, porque el entendimiento está iluminado por la luz divina, exactamente como la fe. Esto no implica, por otra parte, que la verdad se encuentre enteramente al alcance de la mano del hombre.
"Sea lo que sea lo que el hombre pueda decir o saber, dice Anselmo, las razones supremas, los misterios de la fe, permanecen siempre escondidas" (Cur Deus homo, I, 2). Al que investiga una realidad incomprensible, como es la Trinidad, le debe bastar el llegar con el entendimiento a conocer que existe, aunque no entienda de qué modo es (Mon., 64). Anselmo ha afirmado de esta manera en amplios límites el valor de la investigación.
Distingue la verdad del conocimiento, la verdad del querer y la verdad de la cosa. La verdad del conocimiento consiste en la conformidad del conocimiento con la cosa y se alcanza cuando se conoce la cosa tal como es.
Esta verdad la define Anselmo como rectitudo cognitionis. La verdad de la voluntad es, análogamente, rectitudo voluntatis. Obrar según la verdad, significa hacer el bien, hacer lo que se debe hacer. Pero también aquí el criterio es objetivo; la medida está en el objeto, esto es, en la cosa. El fundamento de toda verdad es la verdad de la cosa, la rectitudo rei. Pero esta verdad, a su vez, está fundada en la verdad eterna, que es Dios: las cosas son verdaderamente aquellas que están en la mente de Dios, en la cual subsisten sus ideas o ejemplares. Dios mismo es, pues, la absoluta verdad, que es norma y condición de toda otra verdad (De verit., 2-10). Anselmo sigue aquí las huellas de la especulación de San Agustín en su De vera religione. En el ámbito del pensamiento platónico-agustiniano se mueven también sus investigaciones sobre la existencia de Dios.

LA EXISTENCIA DE DIOS
El Monologion es un conjunto de reflexiones sobre la esencia divina que conducen a una demostración de la existencia de Dios. Anselmo parte del presupuesto de que el bien, la verdad y en general todo lo universal, subsiste independientemente de las cosas particulares y no solamente en ellas. Hay muchas cosas buenas, sea como medios, esto es, por utilidad, sea como fines, esto es, por su bondad o belleza intrínseca. Pero todas son más o menos buenas, no absolutamente; presuponen, pues, un bien absoluto, que sea su medida y del cual obtengan el grado de bondad o verdad que poseen. Este sumo bien es Dios. De la misma manera, todo lo que es perfecto y, en general, todo lo que existe, existe por participación de un Ser único y sumo.
El sumo bien, el sumo ser, el sumo grado, todo lo que en el mundo tiene verdad y valor, coinciden en Dios.
El Monologion desarrolla una argumentación cosmológica que va de lo particular a lo universal y de lo universal a Dios. El Proslogion desarrolla, en cambio, una argumentación ontológica, que empieza en el simple concepto de Dios para llegar a demostrar su existencia. Va dirigido contra la negación resuelta de la existencia de Dios: contra el necio del Salmo XIII "que dijo en su corazón: Dios no existe". Evidentemente, aun el negador de la existencia de Dios debe poseer el concepto de Dios, pues es imposible negar la realidad de algo que ni siquiera se piensa; la prueba que va del concepto a la realidad, es, pues, la que no puede ser negada en modo alguno. Ahora bien, el concepto de Dios es el de un Ser mayor que el cual nada puede pensarse (quo maius cogitari nequit). Aun el necio debe admitir que el Ser respecto al cual nada mayor puede ser pensado existe en el entendimiento, aunque no exista en la realidad. Una cosa es, en efecto, existir en el entendimiento, otra cosa existir en la realidad; la imagen que el pintor quiere pintar no está todavía en la realidad, pero existe ciertamente en su entendimiento. Esto supuesto, la prueba de Anselmo es la siguiente: "Ciertamente, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Porque si existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar que existía también en la realidad, y, por tanto, que era mayor. Si, pues, aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse existe solamente en el entendimiento, aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse, es, en cambio, aquello mayor que lo cual se puede pensar alguna cosa. Pero, ciertamente, esto es imposible. Por lo tanto, no hay duda de que aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, existe tanto en el entendimiento como en la realidad" (Pros., 2). El argumento se funda en dos puntos: 1. que lo que existe en realidad es "mayor", o más perfecto que lo que existe sólo en el entendimiento; 2. ° que negar que existe realmente aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse, significa contradecirse, porque significa admitir al mismo tiempo que se lo puede pensar mayor, esto es, existente en la realidad. A la objeción de que entonces no se ve cómo es posible pensar que Dios no existe, Anselmo responde que la palabra pensar tiene dos significados: se puede pensar la palabra que indica la cosa y se puede pensar la cosa misma. En el primer sentido se puede pensar que Dios no existe, como, por ejemplo, se puede pensar que el fuego es agua; en el segundo sentido, no es posible pensar que Dios no existe (Pros., 4).
Al argumento ontológico, el monje Gaunilon, del monasterio Mar-Montier, en su Liber pro insipiente, opuso que, en primer lugar, un resuelto negador de la existencia de Dios empezaría por negar que tiene aun su concepto (que es el punto de partida del argumento ontológico); y, en segundo lugar, aun admitido que se tenga el concepto de Dios como el de un ser perfectísimo, de este concepto no puede deducirse la existencia de Dios, de la misma manera que no puede deducirse la realidad de una isla perfectísima del concepto de tal isla.
Anselmo replicó con el Liber apologeticus. Es imposible negar que se puede pensar a Dios: basta, para demostrar esta posibilidad, la misma fe de la cual Anselmo y Gaunilón están dotados; y si se puede pensar a Dios, se le debe reconocer como existente, siendo imposible negar la existencia a aquello que se puede pensar como la mayor de todas las cosas. De una isla fantástica, aunque se la conciba perfecta, no puede decirse que sea aquello respecto a lo cual nada más perfecto puede pensarse. De la posibilidad de pensarla no se sigue su realidad, como, en cambio, se sigue de la simple posibilidad de pensar a Dios como el ser más perfecto de todos. El argumento ontológico ha sido unas veces defendido y otro criticado en la escolástica y estas alternativas han continuado en el pensamiento moderno. En realidad, el argumento ontológico no es una prueba, sino un principio. No es una prueba, porque la existencia que se pretende deducir está ya implícitamente contenida en la definición de Dios como el ser respecto al cual nada mayor puede pensarse y, por esto, en el simple pensamiento de Dios: como prueba es un círculo vicioso.
Como principio, expresa la identidad de posibilidad y realidad en el concepto de Dios. Si se puede pensar a Dios, se debe pensarlo como existente: el pensamiento de Dios es el pensamiento mismo de esta identidad de posibilidad y de existencia, identidad que, como Anselmo dice en el Liber apologeticus, es realizada por la fe. La fe consiste, precisamente, en admitir como necesariamente real la perfección posible: el argumento ontológico, que deduce de esta perfección aquella existencia, no es, por consiguiente, otra cosa que el desarrollo de la fe en su expresión racional o en su principio lógico. Una vez más se trata de las fides quarens intellectum, del credo ut intelligam, del proceso por medio del cual el acto de fe se convierte en acto de razón y la iluminación divina en investigación filosófica.

LA ESENCIA DE DIOS
De las pruebas mismas que demuestran la existencia de Dios, resulta que sólo Dios es el ser perfecto y absoluto y que las otras cosas casi no son o apenas son (fere non esse et vix esse, Mon., 28). Sujeto al devenir y al tiempo de ser de las cosas finitas empieza y cesa continuamente y continuamente cambia; es por esto un ser aproximativo y apenas tal, que no puede compararse con el ser inmutable de Dios. Al cual San Anselmo reconoce aquella necesidad, cuyo concepto iba elaborando la escolástica árabe casi contemporáneamente.
La naturaleza de Dios es tal que no puede proceder ni de sí ni de otro; ni se da a sí misma una materia de la que pueda ser sacada, ni otro puede darle tal materia (Mon., 6). Es, pues, originaria y necesaria.
Consiguientemente, las propiedades que se afirman de la naturaleza divina deben ser predicadas de ella quidditativamente, no cualitativamente: esto es, como partes o aspectos integrantes de la esencia divina, en nada diversas de esta esencia. Dios no puede ser justo o sabio, si no lo es en sí y por sí; no ciertamente por participación de una justicia o sabiduría distinta de Él. Mejor es, por lo tanto, decir, no que Dios es justo, sino que es la justicia; no que tiene vida, sino que es la vida; y análogamente que es la verdad, el bien, la grandeza, la belleza, la felicidad, la eternidad, el poder, la inmutabilidad, la unidad y, en general, todas las cualidades que implican excelencia y perfección en quien las posee (Mon., 15-16).
Por otra parte, todas estas cualidades no pueden subsistir en la esencia divina como una multiplicidad numérica. La naturaleza divina excluye toda composición y no puede constar de partes o de aspectos diversos. Las cualidades diversas que se le atribuyen, en cuanto idénticas a ella, son idénticas entre sí; y así la justicia o la sabiduría y cualquiera otra cualidad es la misma esencia divina, y quien dice una de ellas, dice también ésta (Mon17). De aquí viene el que la esencia divina no es sustancia, en el sentido de sustrato o sostén de cualidades o accidentes. Es sustancia en el sentido de que subsiste por sí y en sí; pero en este sentido no puede ser comprendida bajo la categoría universal de sustancia, sino que está fuera de todo concepto genérico. La única determinación que se puede atribuir a la esencia divina como sustancia es la espiritualidad; el ser espiritual es, en efecto, más excelente que el ser corpóreo, y por esto lo único que es propio de Dios (Mon., 27).
Una tal sustancia está absolutamente por encima de las variaciones temporales. En la vida divina, no hay sucesión, sino que todo está presente en un único acto indivisible. Está completa de una vez para siempre en su totalidad y no puede tener crecimientos o disminuciones (Ibid., 24). Su inmutabilidad excluye, en fin, que en ella existan caracteres accidentales, que como tales implicarían mutabilidad. Pueden en Dios subsistir tales caracteres, pero no análogamente a lo que es, por ejemplo, el color de un cuerpo, sino sólo como relaciones determinadas, puramente exteriores, como cuando se dice que es mayor que todas las otras naturalezas. Sólo en estos límites, la categoría de accidente no contradice a la naturaleza divina (Ibid., 25).

LA CREACIÓN
Puesto que Dios es el ser y las cosas existen tan sólo por participación del ser, toda cosa tiene su ser por Dios. Tal derivación es una creación de la nada. Y, de hecho, las cosas creadas no pueden proceder de una materia.
Esta, a su vez, debería derivar de sí misma, lo cual es imposible, o de la naturaleza divina. En este caso, la naturaleza divina sería la materia de las cosas mudables y estaría sujeta a los cambios y a la corrupción de las mismas. Ella, que es el Sumo Bien, estaría sometida a mutabilidad y a corrupción; pero el Bien Sumo no puede dejar de ser tal. La materia de las cosas creadas no puede ser ni por sí ni de Dios; no hay, pues, materia de las cosas creadas. Sólo resta entonces admitir que han sido creadas de la nada (Ibid., 7).
Contra la interpretación (que se encuentra, por ejemplo, en Eriúgena) de que la "nada" de la cual las cosas proceden es algo positivo, por ejemplo, una causa material o una realidad potencial, Anselmo tiene cuidado de añadir que no es ni una materia ni otra cosa real; y que la expresión creación de la nada significa solamente que el mundo primeramente no existía y ahora existe. La expresión "creación de la nada" es idéntica a la que se emplea diciendo que "se ha hecho de la nada" un hombre que ahora es rico y poderoso y antes no lo era. Indica el salto de la nada a algo (Ibid., 8). El mundo ha sido, con todo racionalmente creado, y nada puede ser producido de tal manera sin suponer en la razón de quien produce un ejemplar de la cosa que ha de producirse, esto es, una forma, similitud o regla de ella. Debe, esto es, existir, en la mente divina, el modelo o la idea de la cosa producida, como en la mente del artista humano hay el concepto de la obra que se ha de realizar: con la diferencia de que el artista tiene necesidad de una materia exterior para efectuar su obra, y Dios no, y de que el primero debe sacar de las cosas externas el concepto mismo de la obra, mientras Dios crea por sí mismo la idea ejemplar (Ibid., 11). En uno y otro caso, no obstante, la idea de la obra es como una palabra interior; Dios se manifiesta en las ideas, como el artista en su concepto; pero la expresión no es una palabra externa, una voz; es la cosa misma, a la cual se dirige el ingenio de la mente creadora (Ibid., 10).
La creación de la nada es precisamente esta articulación interior de la palabra divina. Sin la actividad creadora de Dios, nada existe y nada dura; Dios no solamente lleva al ser a las cosas, sino que las conserva y hace durar continuando su acción creadora. La creación es continua (Ibid., 13). De aquí se sigue que Dios está y debe estar por todas partes; donde Él no está, nada hay y nada está en pie. Esto no quiere decir, por cierto, que Él esté condicionado por el espacio y el tiempo. En El no hay arriba ni abajo, ni antes ni después; sino que Él está todo en todas las cosas existentes y en cada una de ellas, y vive una vida interminable, que es toda a la vez (totum simul) presente y perfecta (Ibid., 14, 22-24).

LA TRINIDAD
La palabra interior de Dios no es un sonido de voz, sino esencia creadora. Este es el punto de partida de la especulación trinitaria de San Anselmo.
Aquella palabra interior es la divina Sabiduría, el Verbo de Dios: por él todo ha sido dicho y todo ha sido hecho. El Verbo, por un lado, es idéntico con la esencia de Dios; por otro, idéntico con la esencia de la criatura. Es idéntico con la esencia de Dios, porque no es criatura, sino principio de la criatura, y porque está en Dios, en el cual no subsiste diversidad ni multiplicidad. Por otro lado, es la esencia misma de las cosas creadas; ya que ¿de qué sería Verbo si no fuese Verbo de ellas? Todo verbo es verbo de alguna cosa. ¿Es necesario, entonces, entender que no existiría el Verbo si no existieran las criaturas? La cosa es inconcebible, porque el Verbo es necesario y eterno como Dios mismo. Pero, por otra parte, si las criaturas no existieran, ¿cómo podría ser verbo de lo que no existe? La solución es que el Verbo es en primer lugar la inteligencia que Dios tiene de sí mismo. Así como la mente humana tiene conocimiento y comprensión de sí misma, también Dios: el Verbo es, pues, coeterno con Dios porque es la eterna inteligencia que Dios tiene de sí. Pero, al mismo tiempo, es también Verbo de las cosas creadas. "Con un solo y mismo Verbo el Sumo Espíritu habla de sí mismo y de todas las cosas creadas" (Ibid., 33). Si tales cosas en sí mismas son mudables, con todo son inmutables en su esencia y en su fundamento, que está en el Verbo divino; y existen tanto más verdaderamente cuanto más semejantes son a tal fundamento (Ibid., 34).
Por su parte, el Verbo, aun en su identidad con el Sumo Espíritu, se distingue de él: ellos son dos, aunque no pueda expresarse de qué manera lo son. Son distintos por la recíproca relación, por cuanto uno es el Padre y otro el Hijo; y son, en cambio, idénticos en la sustancia, por cuanto en el Padre hay la esencia del Hijo, y en el Hijo la esencia del Padre. Única e indivisible es, en efecto, la esencia de entrambos (Ibid., 43).
Ahora bien, si el Sumo Espíritu se reconoce y se entiende en el Hijo, debe también amarse; sería inútil, en efecto, la inteligencia sin el amor (Ibid., 43). El amor depende, pues, de la inteligencia que el Espíritu Sumo tiene de sí, esto es, depende a la vez del Padre y del Hijo. Esta dependencia no es generación: el amor no es hijo. Y, sin embargo, es una dependencia que supone participación en su naturaleza común; y puesto que tal naturaleza es espíritu, el amor se llama Espíritu (Ibid., 57). Cada una de las tres personas divinas, participando de toda la esencia divina, recuerda, entiende y ama, sin necesidad de la otra. Aunque la memoria sea propia del Padre, la inteligencia del Hijo, el amor del Espíritu, cada uno de ellos es esencialmente memoria, inteligencia y amor. De la inteligencia, memoria y amor de cada uno de ellos no se derivan otros hijos y otros espíritus: en esto consiste el misterio inexplicable de la Trinidad divina (Ibid., 62-64).
San Anselmo ha procurado aclarar con una imagen este misterio. Consideremos, dice (De fide Trinitatis, 8), una fuente, el río que nace de ella y el lago en el cual se recogen sus aguas: damos al conjunto de estas tres cosas el nombre de Nilo. Se trata de tres cosas distintas una de la otra; no obstante nosotros llamamos Nilo a la fuente, Nilo al río, Nilo al lago y, en fin, Nilo a todo el conjunto. No hablamos de tres Nilos, aunque sean tres cosas distintas entre sí. Son tres, la fuente, el río y el lago; pero es siempre el único y mismo Nilo, un solo fluir, una sola agua, una sola naturaleza. Hay aquí una trinidad en uno y una unidad en tres, que es la imagen de la Trinidad divina.

LA LIBERTAD
La investigación realizada por Anselmo en el Monologion y en el Proslogion tiende a comprender a Dios en su esencia y en su existencia.
Anselmo intenta traducir con ella la certeza de la fe en verdad filosófica; y con esto ofrecer un camino de acercamiento a la verdad revelada, tal que el hombre pueda llegar hasta ella lo más cerca posible. Pero paralelamente a esta investigación, Anselmo emprende otra, dirigida al hombre y a sus posibilidades de elevarse hasta Dios. El tema de esta investigación es la libertad.
A ella Anselmo ha dedicado dos obras: De libero arbitrio y De concordia praescientiae et praedestinationis nec non et gratiae Dei cum libero arbitrio, compuesta, esta último, el año 1109, después de su vuelta a Inglaterra.
La libertad supone, en primer lugar, dos condiciones negativas: que la voluntad sea libre de coacción por parte de toda causa externa y sea libre de necesidad natural interna como es el instinto en los animales (De libero arbitrio, 2, 5). La libertad es esencialmente libertad de elección y ésta falta donde hay coacción y necesidad. Supuesto esto, Anselmo excluye que la libertad pueda definirse (como había hecho Escoto) como posibilidad de escoger entre pecar y no pecar. Si fuera así, ni Dios ni los ángeles, que no pueden pecar, serían libres. En todo caso, además, quien no puede perder lo que le favorece es más libre que aquel que lo puede perder; y así quien no puede alejarse de la rectitud de no pecar es más libre que cualquier otro individuo que pueda hacerlo. La capacidad de pecar no aumenta ni disminuye la libertad; por esto no es parte o elemento de la libertad (De lib. arb., 1). El primer hombre ha recibido de Dios originariamente la rectitud de la voluntad, esto es, la justicia. Hubiera podido y debido conservarla; y a este fin precisamente le fue dada la libertad. Esta, pues, no es arbitrio de indiferencia, esto es, voluntad que se decide indiferentemente entre el bien y el mal; es la capacidad positiva de conservar la justicia originaria y de conservarla por la misma justicia, y no en vista de un motivo extraño (Ibid., 13).
Este poder en que consiste la libertad no lo pierde el hombre en ningún caso, ni siquiera con el pecado. Como quien ya no ve un objeto, conserva la capacidad de verlo, porque, el no verlo depende de la lejanía del objeto y no de la pérdida de la vista, así la capacidad dé conservar la rectitud de la voluntad permanece en el hombre aun a través del pecado y entra en acción apenas Dios restituye la rectitud de la voluntad al hombre que la ha perdido.
Ahora bien, el hombre puede perderla sólo por un acto de su voluntad y nunca por causas externas. Dios mismo no puede quitársela al hombre.
Puesto que consiste en querer lo que Dios quiere que se quiera, si Dios la quitase al hombre, no querría que el hombre quisiera lo que Él quiere que quiera. Puesto que esto no se puede imaginar, Dios no puede quitar al hombre la voluntad justa; solamente puede perderla el hombre. Nada, pues, es más libre que la voluntad (Ibid., 11).
No contradice a esto la frase bíblica de que el hombre que peca se convierte en "esclavo del pecado". Que se convierta en esclavo del pecado significa sólo que pierde la rectitud de la voluntad y que no tiene la capacidad de volverla a adquirir sino por don gratuito de Dios. La esclavitud del pecado es la impotentia non peccandi: el hombre que ha perdido la rectitud de la voluntad no puede dejar de pecar; pero aun así permanece libre, porque conserva la posibilidad de conservar aquella rectitud, si le es devuelta.
De esto resulta que Anselmo, como San Agustín, establece una estrecha relación entre la libertad humana y la gracia divina. No hay duda de que la voluntad quiere rectamente sólo porque es recta. Pero como la vista buena no es buena porque ve bien, sino que ve bien porque es buena, tampoco la voluntad es recta porque quiere con rectitud, sino que quiere con rectitud porque es recta. Esto quiere decir que la voluntad recibe su rectitud no de sí misma (desde el momento que cada acto recto suyo la presupone), sino de la gracia divina (De Concord. praesc., q. 3, 3). La última condición de la libertad humana es, pues, la gracia divina. Como capacidad de conservar la justicia originaria, la libertad humana, está condicionada por la posesión de esta justicia; y tal posesión sólo puede venirle de Dios.

PRESCIENCIA Y PREDESTINACIÓN
Como la libertad humana no se opone para nada a la gracia divina, ningún límite o restricción aportan tampoco a la libertad misma la presciencia y la predeterminación divina. Ciertamente Dios prevé todas las acciones futuras de los hombres; pero esta previsión no impide que las acciones sean efectuadas libremente. Dios en efecto prevé las acciones de los hombres en la libertad, que es atributo fundamental de las mismas. No es menester decir, afirma San Anselmo, "Dios prevé que yo pecaré o que yo no pecaré", sino que es necesario añadir que El prevé que yo pecaré o no pecaré sin necesidad; y así, tanto si peco como si no peco, una y otra cosa serán libres, porque Dios mismo prevé que esto sucederá sin necesidad (De Concord,praesc., q. 1, 3). Hay una doble necesidad: una que precede al efecto, otra que sigue a la realización de una cosa. La primera es verdaderamente determinante, la segunda no. La primera está, por ejemplo, incluida en la afirmación "los cielos giran necesariamente"; la segunda está contenida en la afirmación "tú hablarás". De hecho, la necesidad natural obliga a los cielos a moverse, mientras que no hay ninguna necesidad que obligue al hombre a hablar. Aun en este caso, la previsión se verificara y, por tanto, es cierta; pero su certeza en nada anula ni disminuye la libertad del hecho previsto.
Indudablemente, lo que es no puede no ser. Una acción libre, una vez que se ha verificado, tiene una necesidad de hecho, que obliga a admitirla tal como es. Pero esta necesidad de hecho no anula la libertad, aunque la haga previsible con absoluta certeza por parte de Dios.
Consideraciones análogas valen para la predestinación. Dios predestina a la salvación a los elegidos, y aquellos que no predestina están condenados.
Se puede, por tanto, hablar también de una predestinación" de los condenados, por cuanto Dios permite su condenación: aunque la predestinación sea sólo positiva y efectiva para los elegidos. La predestinación tiene en cuenta la libertad. Dios no predestina a nadie haciendo violencia a su voluntad, sino que deja siempre la salvación en manos del predestinado. Como la presciencia, que no se engaña nunca, sabe de antemano todo lo que sucederá, sea que acontezca necesariamente, sea que suceda libremente, así la predestinación, que no cambia nunca, no predestina sino en virtud y en conformidad con la presciencia (De concordia praesc., a. 2, 3). Son predestinados a la salvación solamente aquellos cuya buena voluntad Dios conoce de antemano.

EL MAL
Se relaciona con conceptos agustinianos el tratado de Anselmo sobre el problema del mal. Como hay dos especies fundamentales de bien, la justicia y lo útil, así también hay dos especies fundamentales de mal: la injusticia (malum injustitiae) y el daño (malum incommodi). El mal verdadero y propio es sólo la injusticia. La injusticia es siempre algo negativo: es la pura y simple negación de lo que debe ser, esto es, de la justicia. Y puesto que el bien sólo es verdaderamente la justicia, el mal no tiene en ningún caso realidad positiva: es una pura negación y puede, con todo derecho, ser llamado la nada (De casu diaboli, 12-26).
En cuanto al daño, esto es, el mal físico, también es en su esencia una negación; pero alguna vez va acompañado por una acción positiva, en la cual, en realidad, se piensa cuando se le llama mal. Así no hay duda de que la ceguera, por ejemplo, es simple negación de la vista; pero va acompañada de tristeza y dolor, que son realidades positivas y constituyen el aspecto pavoroso del mal (Ibid., 26). Con todo, la tristeza, el dolor y el horror que estas cosas determinan en el alma siguen a la privación del bien que es el verdadero fundamento de todo mal.
El verdadero y único bien es la justicia, por la cual son buenos, esto es, justos, los ángeles y los hombres y por la cual la misma voluntad es buena o justa. Ahora bien, la justicia consiste en la conformidad de la voluntad humana con la voluntad divina. La voluntad de la criatura racional debe estar sometida a la voluntad divina y el que no tributa a Dios este honor debido le quita lo que es suyo y por eso peca. A Dios solamente corresponde el tener voluntad propia, esto es, no sujeta a nadie. Todo el que se atribuye una voluntad propia se esfuerza por hacerse semejante a Dios per rapinam y por privar a Dios, en lo que a Él se refiere, de su dignidad y singular excelencia (De fide Trinit., 5). El rasgo característico de estas formulaciones de Anselmo es la reducción de todo valor moral a la voluntad, en la cual solamente reside la justicia y la injusticia. Los apetitos sensibles, por su parte, no son buenos ni malos. El hombre es justo o injusto, no porque los sienta o no, sino solamente porque consiente o no con la voluntad. El pecado consiste no en sentirlos, sino en consentirlos (De concep. virg., 4). El único origen del mal es la misma voluntad. La voluntad puede perder su rectitud en cuanto quiere lo que no debe querer; pero el poderla perder no es fundamento del mal; ya que no la pierde en realidad porque puede perderla, sino solamente porque quiere perderla. El mal no tiene otra causa positiva. Tampoco puede atribuirse a Dios, porque no se puede decir que El dé a los hombres una mala voluntad, sino en el sentido de que no impide, pudiéndolo, una tal voluntad.
Dios, en cambio, es causa directa de la voluntad justa. Todo lo que hay de bueno en la voluntad y en las acciones de los hombres, procede de su gracia: el mal procede sólo del hombre.
Y así como la voluntad es el único sujeto de las valoraciones morales, así también sólo ella es responsable y puede ser castigada. No hay pena que no esté dirigida contra la voluntad y ninguna cosa puede sufrir un castigo si no está dotada de voluntad. Así como es la voluntad la que actúa sobre los miembros y los sentidos, así también es la voluntad la que en los miembros y en los sentidos es castigada o deleitada (Ibid.. 4). En un solo caso el pecado no depende de la voluntad, y es el caso del pecado original. Adán pecó por propia voluntad; sus descendientes pecan por necesidad natural (Ibid., 23). Pero en Adán estaba presente toda la naturaleza humana; en él, pues, han pecado todos los hombres, no personalmente, sino en su origen y en su naturaleza común.

EL ALMA
La doctrina de Anselmo sobre el alma sigue las huellas de la agustiniana, con algún desarrollo notable por lo que se refiere a la demostración de la inmortalidad. El hombre está compuesto de dos naturalezas, el alma y el cuerpo (Medit., 19); la parte más alta, porque está más cercana a la suma esencia, es el alma y precisamente el entendimiento. Y, de hecho, sólo a través de la inteligencia se puede conocer y buscar a Dios y puede el hombre acercarse a Él.
El alma es como un espejo en el cual se mira la imagen de la Suma Esencia, que no se puede contemplar cara a cara. Anselmo sigue aquí a San Agustín: el alma recuerda, entiende y se ama a sí misma; y en esto reproduce la Trinidad divina, que es precisamente Memoria, Inteligencia y Amor (Monol., 67). La naturaleza del alma señala su destino. El alma debe tender a expresar con actos de voluntad la imagen de la Trinidad divina que está impresa en ella naturalmente: debe, por consiguiente, empeñar toda su voluntad en recordar, entender y amar al Sumo Bien; tal es el fin de su existencia (Ibid., 68).
De este destino se deriva su inmortalidad. Si el alma está destinada a amar sin fin la Suma Esencia es menester que viva siempre y que la muerte no interrumpa en cierto punto, sin demérito suyo, el amor que debe a Dios. Tampoco Dios podría reducir a la nada una criatura que Él ha creado para que le amase o permitir que le sea quitada a la criatura que le ama la vida que Él le ha dado, cuando ella aún no le amaba, para que pudiera amarle: tanto más que el Creador ama a toda criatura que verdaderamente lo ama. Es, además, evidente que una vida empleada en el amor de Dios no puede ser más que feliz.
El alma tiene, pues, asegurada por su destino una vida eterna y feliz (Ibid., 69). Pero la inmortalidad no se refiere solamente al alma que ama a Dios. Si para el alma que ama a Dios, la inmortalidad es, por parte de Dios, un don de amor, para el alma que desprecia a Dios, la inmortalidad es, por parte de Dios, un acto de justicia. Sería, en efecto, injusto que el alma que desprecie a Dios fuese castigada con la pérdida de la vida y del mismo ser, y con esto no tuviese otro castigo que volver al estado en que se encontraba antes de toda culpa, esto es, antes de existir. Aun el alma injusta debe ser, por tanto, inmortal, para sufrir una pena eterna, así como es inmortal el alma justa para gozar del premio eterno (Ibid., 71). Todas las almas son, pues, inmortales, tanto las justas como las injustas; aun aquellas que no son capaces ni de una cosa ni de otra, como las almas de los niños, deben serlo, porque deben tener la misma naturaleza (Ibid., 72).
Sabemos por el biógrafo Eadmer que Anselmo murió mientras intentaba ansiosamente aclarar la naturaleza y el origen del alma. Poco, en efecto, nos dicen sobre este problema las obras que nos ha dejado. La investigación de Anselmo, que empieza con Dios, se concluía con el alma humana.
Verdaderamente, Anselmo había hecho suyas las palabras de San Agustín: "Deseo conocer a Dios y el alma: y nada más."
Fuente: Nicola Abbagnano