FIGURA
HISTÓRICA
Anselmo de Aosta representa la primera gran afirmación de la
investigación en la Edad Media. Pero su investigación tiene un valor religioso
y trascendente más que humano. Con acentos agustinianos, él abandona a Dios la
iniciativa y la guía de su búsqueda; y
no ve en el esfuerzo de acercarse a la verdad revelada más que la progresiva
acción iluminadora de la verdad misma.
San Anselmo de Canterbury O.S.B. Se le conoce
también como Anselmo de
Aosta, por el lugar donde nació.
"Enséñame a buscarte, dice (Pros.,
1), y muéstrate a mí que te busco. Yo no puedo buscarte, si Tú no me
enseñas, ni encontrarte si Tú no te
muestras. Que yo te busque deseándote, que yo te desee buscándote, que te
encuentre amándote y que te ame encontrándote. Yo te reconozco, Señor, y te doy
las gracias por haber creado en mí esta imagen tuya a fin de que me acuerde de
Ti, piense en Ti, y te ame; pero esta imagen está tan gastada por la miseria de
los vicios, tan ofuscada por el cúmulo de los pecados, que no puede hacer
aquello para lo cual fue hecha si Tú no la renuevas y no la reconstituyes. No
pretendo, Señor, penetrar en tu altísima dignidad, porque no puedo de hecho
comparar a ella mi entendimiento, pero deseo entender de alguna manera tu
voluntad que mi corazón cree y ama. Tampoco busco entender para creer; sino que
creo para entender: Y aun esto creo: que si antes no creo, no podré
entender." La prioridad de la fe
sobre el entendimiento expresa claramente el carácter religioso de la
investigación de Anselmo, como la prioridad del entender sobre la fe expresará
el carácter filosófico de la investigación de Abelardo.
Esta
religiosidad encuentra su mejor expresión en el punto culminante de la
investigación de San Anselmo, la prueba ontológica de la existencia de Dios.
Como Anselmo mismo reconoce en su
respuesta a Gaunilón, el presupuesto de
la prueba es la fe. La fe sola transforma en afirmación indudable la
posibilidad de pensar el ser mayor de todos. Si se puede pensar este ser, se
debe pensarlo como existente; pero se puede pensarlo solamente en la fe. La
prueba ontológica es la misma fe que aclara su principio y se convierte en
investigación: investigación entendida y practicada en su máximo valor religioso,
como esfuerzo de penetrar y poseer, hasta donde es posible, la verdad revelada.
FE
Y RAZÓN
La frase que expresa la posición
de Anselmo sobre el problema escolástico, es: Credo ut intelligam (Pros., 1).
La fe es el punto de partida de la
investigación filosófica. No se puede entender nada si no se tiene fe; pero la
fe sola no basta, es menester confirmarla y demostrarla. Esta confirmación es
posible. "Lo que creemos por la fe sobre la naturaleza divina y las
personas de la misma, excepto la encarnación, puede ser demostrado con razones
necesarias, sin recurrir a la autoridad de las Escrituras" (De fide
Trin., 4). Y, puesto que es posible,
es un deber: "Es negligencia no intentar comprender lo que se cree,
después de que hemos sido confirmados en la fe" (Cur Deus homo, 1,
2).
La
encarnación misma es presentada por Anselmo, en la obra que ha dedicado a este
tema, como una verdad a la que la razón puede llegar por sí sola: no hay duda,
en efecto, de que los hombres no hubieran podido salvarse, si Dios mismo no se
hubiese encarnado y no hubiese muerto por ellos (Ibid., pról.). Así,
Anselmo considera el acuerdo entre fe y razón intrínseca y esencial. Ciertamente
que, si se diera una contradicción, no sería necesario admitir la verdad del razonamiento,
aun cuando éste pareciera irrefutable (De concordia praescientiae, 6);
pero Anselmo está íntimamente seguro de que no puede haber una verdadera
contradicción, porque el entendimiento está iluminado por la luz divina,
exactamente como la fe. Esto no implica, por otra parte, que la verdad se
encuentre enteramente al alcance de la mano del hombre.
"Sea lo que sea lo que el
hombre pueda decir o saber, dice Anselmo, las razones supremas, los misterios
de la fe, permanecen siempre escondidas" (Cur Deus homo, I, 2). Al
que investiga una realidad incomprensible, como es la Trinidad, le debe bastar
el llegar con el entendimiento a conocer que existe, aunque no entienda de qué
modo es (Mon., 64). Anselmo ha afirmado de esta manera en amplios
límites el valor de la investigación.
Distingue
la verdad del conocimiento, la verdad del querer y la verdad de la cosa. La
verdad del conocimiento consiste en la conformidad del conocimiento con la cosa
y se alcanza cuando se conoce la cosa tal como es.
Esta
verdad la define Anselmo como rectitudo cognitionis. La verdad de la
voluntad es, análogamente, rectitudo voluntatis. Obrar según la verdad,
significa hacer el bien, hacer lo que se debe hacer. Pero también
aquí el criterio es objetivo; la medida está en el objeto, esto es, en la cosa.
El fundamento de toda verdad es la
verdad de la cosa, la rectitudo rei. Pero esta verdad, a su vez, está
fundada en la verdad eterna, que es Dios: las cosas son verdaderamente aquellas
que están en la mente de Dios, en la cual subsisten sus ideas o ejemplares.
Dios mismo es, pues, la absoluta verdad,
que es norma y condición de toda otra verdad (De verit., 2-10). Anselmo
sigue aquí las huellas de la especulación de San Agustín en su De vera
religione. En el ámbito del pensamiento platónico-agustiniano se mueven
también sus investigaciones sobre la existencia de Dios.
LA
EXISTENCIA DE DIOS
El Monologion es un
conjunto de reflexiones sobre la esencia divina que conducen a una demostración
de la existencia de Dios. Anselmo parte
del presupuesto de que el bien, la verdad y en general todo lo universal,
subsiste independientemente de las cosas particulares y no solamente en ellas.
Hay muchas cosas buenas, sea como medios, esto es, por utilidad, sea como
fines, esto es, por su bondad o belleza intrínseca. Pero todas son más o menos buenas,
no absolutamente; presuponen, pues, un bien absoluto, que sea su medida y del
cual obtengan el grado de bondad o verdad que poseen. Este sumo bien es Dios.
De la misma manera, todo lo que es perfecto y, en general, todo lo que existe,
existe por participación de un Ser único y sumo.
El sumo bien, el sumo ser, el
sumo grado, todo lo que en el mundo tiene verdad y valor, coinciden en Dios.
El
Monologion desarrolla una argumentación cosmológica que va de lo particular
a lo universal y de lo universal a Dios. El Proslogion desarrolla, en cambio,
una argumentación ontológica, que empieza en el simple concepto de Dios para
llegar a demostrar su existencia. Va dirigido contra la negación resuelta
de la existencia de Dios: contra el necio del Salmo XIII "que dijo en su
corazón: Dios no existe". Evidentemente, aun el negador de la existencia de
Dios debe poseer el concepto de Dios, pues es imposible negar la realidad de
algo que ni siquiera se piensa; la prueba que va del concepto a la realidad, es,
pues, la que no puede ser negada en modo alguno. Ahora bien, el concepto de Dios es el de un Ser mayor que el cual nada
puede pensarse (quo maius cogitari nequit). Aun el necio debe admitir
que el Ser respecto al cual nada mayor puede ser pensado existe en el
entendimiento, aunque no exista en la realidad. Una cosa es, en efecto,
existir en el entendimiento, otra cosa existir en la realidad; la imagen que el
pintor quiere pintar no está todavía en la realidad, pero existe ciertamente en
su entendimiento. Esto supuesto, la prueba de Anselmo es la siguiente:
"Ciertamente, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede
existir sólo en el entendimiento. Porque si existiese sólo en el entendimiento,
se podría pensar que existía también en la realidad, y, por tanto, que era
mayor. Si, pues, aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse existe
solamente en el entendimiento, aquello respecto a lo cual nada mayor puede
pensarse, es, en cambio, aquello mayor que lo cual se puede pensar alguna cosa.
Pero, ciertamente, esto es imposible. Por lo tanto, no hay duda de que aquello mayor que lo cual nada puede
ser pensado, existe tanto en el entendimiento como en la realidad" (Pros.,
2). El argumento se funda en dos
puntos: 1. que lo que existe en realidad es "mayor", o más perfecto
que lo que existe sólo en el entendimiento; 2. ° que negar que existe realmente
aquello respecto a lo cual nada mayor puede pensarse, significa contradecirse,
porque significa admitir al mismo tiempo que se lo puede pensar mayor, esto es,
existente en la realidad. A la
objeción de que entonces no se ve cómo es posible pensar que Dios no existe,
Anselmo responde que la palabra pensar tiene dos significados: se puede pensar
la palabra que indica la cosa y se puede pensar la cosa misma. En el primer
sentido se puede pensar que Dios no existe, como, por ejemplo, se puede pensar
que el fuego es agua; en el segundo sentido, no es posible pensar que Dios no
existe (Pros., 4).
Al argumento ontológico, el monje
Gaunilon, del monasterio Mar-Montier, en su Liber pro insipiente, opuso
que, en primer lugar, un resuelto negador de la existencia de Dios empezaría
por negar que tiene aun su concepto (que es el punto de partida del argumento
ontológico); y, en segundo lugar, aun admitido que se tenga el concepto de Dios
como el de un ser perfectísimo, de este concepto no puede deducirse la
existencia de Dios, de la misma manera que no puede deducirse la realidad de
una isla perfectísima del concepto de tal isla.
Anselmo replicó con el Liber
apologeticus. Es imposible negar que
se puede pensar a Dios: basta, para demostrar esta posibilidad, la misma fe de
la cual Anselmo y Gaunilón están dotados; y si se puede pensar a Dios, se le
debe reconocer como existente, siendo imposible negar la existencia a aquello
que se puede pensar como la mayor de todas las cosas. De una isla
fantástica, aunque se la conciba perfecta, no puede decirse que sea aquello
respecto a lo cual nada más perfecto puede pensarse. De la posibilidad de
pensarla no se sigue su realidad, como, en cambio, se sigue de la simple
posibilidad de pensar a Dios como el ser más perfecto de todos. El argumento ontológico ha sido unas veces
defendido y otro criticado en la escolástica y estas alternativas han
continuado en el pensamiento moderno. En realidad, el argumento ontológico no
es una prueba, sino un principio. No es una prueba, porque la existencia
que se pretende deducir está ya implícitamente contenida en la definición de
Dios como el ser respecto al cual nada mayor puede pensarse y, por esto, en el
simple pensamiento de Dios: como prueba es un círculo vicioso.
Como
principio, expresa la identidad de posibilidad y realidad en el concepto de
Dios. Si se puede pensar a Dios, se debe pensarlo como existente:
el pensamiento de Dios es el pensamiento mismo de esta identidad de posibilidad
y de existencia, identidad que, como Anselmo dice en el Liber apologeticus, es
realizada por la fe. La fe consiste, precisamente, en admitir como necesariamente
real la perfección posible: el argumento ontológico, que deduce de esta
perfección aquella existencia, no es, por consiguiente, otra cosa que el
desarrollo de la fe en su expresión racional o en su principio lógico. Una vez más se trata de las fides
quarens intellectum, del credo ut intelligam, del proceso por medio del cual el
acto de fe se convierte en acto de razón y la iluminación divina en
investigación filosófica.
LA
ESENCIA DE DIOS
De las pruebas mismas que
demuestran la existencia de Dios, resulta que sólo Dios es el ser perfecto y
absoluto y que las otras cosas casi no son o apenas son (fere non esse et
vix esse, Mon., 28). Sujeto al devenir y al tiempo de ser de las cosas
finitas empieza y cesa continuamente y continuamente cambia; es por esto un ser
aproximativo y apenas tal, que no puede compararse con el ser inmutable de
Dios. Al cual San Anselmo reconoce aquella necesidad, cuyo concepto iba
elaborando la escolástica árabe casi contemporáneamente.
La
naturaleza de Dios es tal que no puede proceder ni de sí ni de otro; ni se da a
sí misma una materia de la que pueda ser sacada, ni otro puede darle tal
materia (Mon., 6). Es, pues, originaria y necesaria.
Consiguientemente,
las propiedades que se afirman de la naturaleza divina deben ser predicadas de
ella quidditativamente, no cualitativamente: esto es, como partes o
aspectos integrantes de la esencia divina, en nada diversas de esta esencia.
Dios no puede ser justo o sabio, si no lo es en sí y por sí; no ciertamente por
participación de una justicia o sabiduría distinta de Él. Mejor es, por lo
tanto, decir, no que Dios es justo, sino que es la justicia; no que tiene vida,
sino que es la vida; y análogamente que es la verdad, el bien, la grandeza, la
belleza, la felicidad, la eternidad, el poder, la inmutabilidad, la unidad y,
en general, todas las cualidades que implican excelencia y perfección en quien
las posee (Mon., 15-16).
Por otra parte, todas estas
cualidades no pueden subsistir en la esencia divina como una multiplicidad
numérica. La naturaleza divina excluye toda composición y no puede constar de
partes o de aspectos diversos. Las cualidades diversas que se le atribuyen, en
cuanto idénticas a ella, son idénticas entre sí; y así la justicia o la
sabiduría y cualquiera otra cualidad es la misma esencia divina, y quien dice
una de ellas, dice también ésta (Mon17). De aquí viene el que la esencia divina no es sustancia, en el
sentido de sustrato o sostén de cualidades o accidentes. Es sustancia en el
sentido de que subsiste por sí y en sí; pero en este sentido no puede ser
comprendida bajo la categoría universal de sustancia, sino que está fuera de
todo concepto genérico. La única
determinación que se puede atribuir a la esencia divina como sustancia es la
espiritualidad; el ser espiritual es, en efecto, más excelente que el ser
corpóreo, y por esto lo único que es propio de Dios (Mon., 27).
Una
tal sustancia está absolutamente por encima de las variaciones temporales. En
la vida divina, no hay sucesión, sino que todo está presente en un único acto
indivisible. Está completa de una vez para siempre en su totalidad y no puede
tener crecimientos o disminuciones (Ibid., 24). Su inmutabilidad
excluye, en fin, que en ella existan caracteres accidentales, que como tales
implicarían mutabilidad. Pueden en Dios subsistir tales caracteres, pero no
análogamente a lo que es, por ejemplo, el color de un cuerpo, sino sólo como
relaciones determinadas, puramente exteriores, como cuando se dice que es mayor
que todas las otras naturalezas. Sólo en estos límites, la categoría de
accidente no contradice a la naturaleza divina (Ibid., 25).
LA
CREACIÓN
Puesto
que Dios es el ser y las cosas existen tan sólo por participación del ser, toda
cosa tiene su ser por Dios. Tal derivación es una creación de la nada. Y, de
hecho, las cosas creadas no pueden proceder de una materia.
Esta,
a su vez, debería derivar de sí misma, lo cual es imposible, o de la naturaleza
divina. En este caso, la naturaleza divina sería la materia de las cosas
mudables y estaría sujeta a los cambios y a la corrupción de las mismas. Ella,
que es el Sumo Bien, estaría sometida a mutabilidad y a corrupción; pero el
Bien Sumo no puede dejar de ser tal. La materia de las cosas creadas no puede
ser ni por sí ni de Dios; no hay, pues, materia de las cosas creadas. Sólo
resta entonces admitir que han sido creadas de la nada (Ibid., 7).
Contra la interpretación (que se
encuentra, por ejemplo, en Eriúgena) de que la "nada" de la cual las
cosas proceden es algo positivo, por ejemplo, una causa material o una realidad
potencial, Anselmo tiene cuidado de añadir que no es ni una materia ni otra
cosa real; y que la expresión creación
de la nada significa solamente que el mundo primeramente no existía y ahora
existe. La expresión "creación de la nada" es idéntica a la que se
emplea diciendo que "se ha hecho de la nada" un hombre que ahora es
rico y poderoso y antes no lo era. Indica
el salto de la nada a algo (Ibid., 8). El mundo ha sido, con todo racionalmente creado, y nada puede ser
producido de tal manera sin suponer en la razón de quien produce un ejemplar de
la cosa que ha de producirse, esto es, una forma, similitud o regla de ella.
Debe, esto es, existir, en la mente divina, el modelo o la idea de la cosa
producida, como en la mente del artista humano hay el concepto de la obra que
se ha de realizar: con la diferencia de que el artista tiene necesidad de una
materia exterior para efectuar su obra, y Dios no, y de que el primero debe
sacar de las cosas externas el concepto mismo de la obra, mientras Dios crea
por sí mismo la idea ejemplar (Ibid., 11). En uno y otro caso, no
obstante, la idea de la obra es como una palabra interior; Dios se manifiesta
en las ideas, como el artista en su concepto; pero la expresión no es una
palabra externa, una voz; es la cosa misma, a la cual se dirige el ingenio de
la mente creadora (Ibid., 10).
La
creación de la nada es precisamente esta articulación interior de la palabra
divina.
Sin la actividad creadora de Dios, nada existe y nada dura; Dios no solamente
lleva al ser a las cosas, sino que las conserva y hace durar continuando su
acción creadora. La creación es continua (Ibid., 13). De aquí se sigue
que Dios está y debe estar por todas partes; donde Él no está, nada hay y nada
está en pie. Esto no quiere decir, por cierto, que Él esté condicionado por el
espacio y el tiempo. En El no hay arriba
ni abajo, ni antes ni después; sino que Él está todo en todas las cosas
existentes y en cada una de ellas, y vive una vida interminable, que es toda a
la vez (totum simul) presente y perfecta (Ibid., 14, 22-24).
LA
TRINIDAD
La
palabra interior de Dios no es un sonido de voz, sino esencia creadora. Este es
el punto de partida de la especulación trinitaria de San Anselmo.
Aquella
palabra interior es la divina Sabiduría, el Verbo de Dios: por él todo ha
sido dicho y todo ha sido hecho. El Verbo, por un lado, es idéntico con la
esencia de Dios; por otro, idéntico con la esencia de la criatura. Es idéntico
con la esencia de Dios, porque no es criatura, sino principio de la criatura, y
porque está en Dios, en el cual no subsiste diversidad ni multiplicidad. Por
otro lado, es la esencia misma de las cosas creadas; ya que ¿de qué sería Verbo
si no fuese Verbo de ellas? Todo verbo es verbo de alguna cosa. ¿Es necesario,
entonces, entender que no existiría el Verbo si no existieran las criaturas? La
cosa es inconcebible, porque el Verbo es necesario y eterno como Dios mismo.
Pero, por otra parte, si las criaturas no existieran, ¿cómo podría ser verbo de
lo que no existe? La solución es que el Verbo es en primer lugar la
inteligencia que Dios tiene de sí mismo. Así como la mente humana tiene
conocimiento y comprensión de sí misma, también Dios: el Verbo es, pues,
coeterno con Dios porque es la eterna inteligencia que Dios tiene de sí. Pero,
al mismo tiempo, es también Verbo de las cosas creadas. "Con un
solo y mismo Verbo el Sumo Espíritu habla de sí mismo y de todas las cosas
creadas" (Ibid., 33). Si tales cosas en sí mismas son mudables, con
todo son inmutables en su esencia y en su fundamento, que está en el Verbo
divino; y existen tanto más verdaderamente cuanto más semejantes son a tal
fundamento (Ibid., 34).
Por su parte, el Verbo, aun en su identidad con el Sumo
Espíritu, se distingue de él: ellos son dos, aunque no pueda expresarse de qué
manera lo son. Son distintos por la recíproca relación, por cuanto uno es el
Padre y otro el Hijo; y son, en cambio, idénticos en la sustancia, por cuanto
en el Padre hay la esencia del Hijo, y en el Hijo la esencia del Padre. Única e
indivisible es, en efecto, la esencia de entrambos (Ibid., 43).
Ahora bien, si el Sumo Espíritu
se reconoce y se entiende en el Hijo, debe también amarse; sería inútil, en
efecto, la inteligencia sin el amor (Ibid., 43). El amor depende, pues,
de la inteligencia que el Espíritu Sumo tiene de sí, esto es, depende a la vez
del Padre y del Hijo. Esta dependencia no es generación: el amor no es hijo. Y,
sin embargo, es una dependencia que supone participación en su naturaleza
común; y puesto que tal naturaleza es espíritu, el amor se llama Espíritu (Ibid.,
57). Cada una de las tres personas
divinas, participando de toda la esencia divina, recuerda, entiende y ama, sin
necesidad de la otra. Aunque la memoria sea propia del Padre, la inteligencia
del Hijo, el amor del Espíritu, cada uno de ellos es esencialmente memoria,
inteligencia y amor. De la inteligencia, memoria y amor de cada uno de ellos no
se derivan otros hijos y otros espíritus: en esto consiste el misterio inexplicable
de la Trinidad divina (Ibid., 62-64).
San Anselmo ha procurado aclarar
con una imagen este misterio. Consideremos, dice (De fide Trinitatis, 8),
una fuente, el río que nace de ella y el lago en el cual se recogen sus aguas:
damos al conjunto de estas tres cosas el nombre de Nilo. Se trata de tres cosas
distintas una de la otra; no obstante nosotros llamamos Nilo a la fuente, Nilo
al río, Nilo al lago y, en fin, Nilo a todo el conjunto. No hablamos de tres
Nilos, aunque sean tres cosas distintas entre sí. Son tres, la fuente, el río y
el lago; pero es siempre el único y mismo Nilo, un solo fluir, una sola agua,
una sola naturaleza. Hay aquí una trinidad en uno y una unidad en tres, que es
la imagen de la Trinidad divina.
LA
LIBERTAD
La
investigación realizada por Anselmo en el Monologion y en el Proslogion
tiende a comprender a Dios en su esencia y en su existencia.
Anselmo
intenta traducir con ella la certeza de la fe en verdad filosófica; y con esto
ofrecer un camino de acercamiento a la verdad revelada, tal que el hombre pueda
llegar hasta ella lo más cerca posible. Pero paralelamente a esta
investigación, Anselmo emprende otra, dirigida al hombre y a sus posibilidades
de elevarse hasta Dios. El tema de esta investigación es la libertad.
A ella Anselmo ha dedicado dos
obras: De libero arbitrio y De concordia praescientiae et
praedestinationis nec non et gratiae Dei cum libero arbitrio, compuesta,
esta último, el año 1109, después de su vuelta a Inglaterra.
La
libertad supone, en primer lugar, dos condiciones negativas: que la voluntad
sea libre de coacción por parte de toda causa externa y sea libre de necesidad
natural interna como es el instinto en los animales (De libero arbitrio, 2, 5).
La libertad es esencialmente libertad de elección y ésta falta donde hay
coacción y necesidad.
Supuesto esto, Anselmo excluye que la libertad pueda definirse (como había
hecho Escoto) como posibilidad de escoger entre pecar y no pecar. Si fuera así,
ni Dios ni los ángeles, que no pueden pecar, serían libres. En todo caso,
además, quien no puede perder lo que le favorece es más libre que aquel que lo
puede perder; y así quien no puede alejarse de la rectitud de no pecar es más
libre que cualquier otro individuo que pueda hacerlo. La capacidad de pecar no
aumenta ni disminuye la libertad; por esto no es parte o elemento de la
libertad (De lib. arb., 1). El
primer hombre ha recibido de Dios originariamente la rectitud de la voluntad,
esto es, la justicia. Hubiera podido y debido conservarla; y a este fin
precisamente le fue dada la libertad. Esta, pues, no es arbitrio de
indiferencia, esto es, voluntad que se decide indiferentemente entre el bien y
el mal; es la capacidad positiva de conservar la justicia originaria y de
conservarla por la misma justicia, y no en vista de un motivo extraño (Ibid.,
13).
Este
poder en que consiste la libertad no lo pierde el hombre en ningún caso, ni
siquiera con el pecado. Como quien ya no ve un objeto, conserva la capacidad
de verlo, porque, el no verlo depende de la lejanía del objeto y no de la
pérdida de la vista, así la capacidad dé conservar la rectitud de la voluntad
permanece en el hombre aun a través del pecado y entra en acción apenas Dios
restituye la rectitud de la voluntad al hombre que la ha perdido.
Ahora
bien, el hombre puede perderla sólo por un acto de su voluntad y nunca por
causas externas. Dios mismo no puede quitársela al hombre.
Puesto que consiste en querer lo
que Dios quiere que se quiera, si Dios la quitase al hombre, no querría que el
hombre quisiera lo que Él quiere que quiera. Puesto que esto no se puede
imaginar, Dios no puede quitar al hombre la voluntad justa; solamente puede perderla
el hombre. Nada, pues, es más libre que la voluntad (Ibid., 11).
No contradice a esto la frase
bíblica de que el hombre que peca se convierte en "esclavo del
pecado". Que se convierta en
esclavo del pecado significa sólo que pierde la rectitud de la voluntad y que
no tiene la capacidad de volverla a adquirir sino por don gratuito de Dios. La
esclavitud del pecado es la impotentia non peccandi: el hombre que ha
perdido la rectitud de la voluntad no puede dejar de pecar; pero aun así
permanece libre, porque conserva la posibilidad de conservar aquella rectitud,
si le es devuelta.
De
esto resulta que Anselmo, como San Agustín, establece una estrecha relación
entre la libertad humana y la gracia divina. No hay duda de que la voluntad
quiere rectamente sólo porque es recta. Pero como la vista buena no es buena
porque ve bien, sino que ve bien porque es buena, tampoco la voluntad es recta
porque quiere con rectitud, sino que quiere con rectitud porque es recta. Esto
quiere decir que la voluntad recibe su rectitud no de sí misma (desde el
momento que cada acto recto suyo la presupone), sino de la gracia divina (De
Concord. praesc., q. 3, 3). La última condición de la libertad humana es,
pues, la gracia divina. Como capacidad de conservar la justicia originaria, la
libertad humana, está condicionada por la posesión de esta justicia; y tal
posesión sólo puede venirle de Dios.
PRESCIENCIA Y
PREDESTINACIÓN
Como la libertad humana no se
opone para nada a la gracia divina, ningún límite o restricción aportan tampoco
a la libertad misma la presciencia y la predeterminación divina. Ciertamente
Dios prevé todas las acciones futuras de los hombres; pero esta previsión no
impide que las acciones sean efectuadas libremente. Dios en efecto prevé las
acciones de los hombres en la libertad, que es atributo fundamental de las
mismas. No es menester decir, afirma San
Anselmo, "Dios prevé que yo pecaré o que yo no pecaré", sino que es
necesario añadir que El prevé que yo pecaré o no pecaré sin necesidad; y así,
tanto si peco como si no peco, una y otra cosa serán libres, porque Dios mismo
prevé que esto sucederá sin necesidad (De Concord,praesc., q. 1, 3). Hay
una doble necesidad: una que precede al efecto, otra que sigue a la realización
de una cosa. La primera es verdaderamente determinante, la segunda no. La
primera está, por ejemplo, incluida en la afirmación "los cielos giran
necesariamente"; la segunda está contenida en la afirmación "tú
hablarás". De hecho, la necesidad natural obliga a los cielos a moverse,
mientras que no hay ninguna necesidad que obligue al hombre a hablar. Aun
en este caso, la previsión se verificara y, por tanto, es cierta; pero su
certeza en nada anula ni disminuye la libertad del hecho previsto.
Indudablemente, lo que es no
puede no ser. Una acción libre, una vez que se ha verificado, tiene una
necesidad de hecho, que obliga a admitirla tal como es. Pero esta necesidad de
hecho no anula la libertad, aunque la haga previsible con absoluta certeza por
parte de Dios.
Consideraciones análogas valen
para la predestinación. Dios predestina a la salvación a los elegidos, y
aquellos que no predestina están condenados.
Se
puede, por tanto, hablar también de una predestinación" de los condenados,
por cuanto Dios permite su condenación: aunque la predestinación sea sólo
positiva y efectiva para los elegidos. La predestinación tiene en cuenta la
libertad. Dios no predestina a nadie haciendo violencia a su voluntad, sino que
deja siempre la salvación en manos del predestinado. Como la presciencia, que
no se engaña nunca, sabe de antemano todo lo que sucederá, sea que acontezca
necesariamente, sea que suceda libremente, así la predestinación, que no cambia
nunca, no predestina sino en virtud y en conformidad con la presciencia (De
concordia praesc., a. 2, 3). Son predestinados a la salvación solamente
aquellos cuya buena voluntad Dios conoce de antemano.
EL
MAL
Se
relaciona con conceptos agustinianos el tratado de Anselmo sobre el problema
del mal. Como hay dos especies fundamentales de bien, la justicia y
lo útil, así también hay dos especies fundamentales de mal: la
injusticia (malum injustitiae) y el daño (malum incommodi). El
mal verdadero y propio es sólo la injusticia. La injusticia es siempre
algo negativo: es la pura y simple negación de lo que debe ser, esto es, de la
justicia. Y puesto que el bien sólo es verdaderamente la justicia, el mal no
tiene en ningún caso realidad positiva: es una pura negación y puede, con todo
derecho, ser llamado la nada (De casu diaboli, 12-26).
En
cuanto al daño, esto es, el mal físico, también es en su esencia una negación;
pero alguna vez va acompañado por una acción positiva, en la cual, en realidad,
se piensa cuando se le llama mal. Así no hay duda de que la ceguera, por
ejemplo, es simple negación de la vista; pero va acompañada de tristeza y
dolor, que son realidades positivas y constituyen el aspecto pavoroso del mal (Ibid.,
26). Con todo, la tristeza, el dolor y el horror que estas cosas determinan
en el alma siguen a la privación del bien que es el verdadero fundamento de todo
mal.
El
verdadero y único bien es la justicia, por la cual son buenos, esto es, justos,
los ángeles y los hombres y por la cual la misma voluntad es buena o justa.
Ahora bien, la justicia consiste en la conformidad de la voluntad humana con la
voluntad divina. La voluntad de la criatura racional debe estar sometida a la
voluntad divina y el que no tributa a Dios este honor debido le quita lo que es
suyo y por eso peca. A Dios solamente corresponde el tener voluntad propia,
esto es, no sujeta a nadie. Todo el que se atribuye una voluntad propia se
esfuerza por hacerse semejante a Dios per rapinam y por privar a Dios,
en lo que a Él se refiere, de su dignidad y singular excelencia (De fide
Trinit., 5). El rasgo característico
de estas formulaciones de Anselmo es la reducción de todo valor moral a la
voluntad, en la cual solamente reside la justicia y la injusticia. Los apetitos
sensibles, por su parte, no son buenos ni malos. El hombre es justo o injusto,
no porque los sienta o no, sino solamente porque consiente o no con la
voluntad. El pecado consiste no en sentirlos, sino en consentirlos (De
concep. virg., 4). El único origen del mal es la misma voluntad. La
voluntad puede perder su rectitud en cuanto quiere lo que no debe querer; pero
el poderla perder no es fundamento del mal; ya que no la pierde en realidad
porque puede perderla, sino solamente porque quiere perderla. El
mal no tiene otra causa positiva. Tampoco puede atribuirse a Dios, porque no se
puede decir que El dé a los hombres una mala voluntad, sino en el sentido de
que no impide, pudiéndolo, una tal voluntad.
Dios,
en cambio, es causa directa de la voluntad justa. Todo lo que hay de bueno en
la voluntad y en las acciones de los hombres, procede de su gracia: el mal
procede sólo del hombre.
Y
así como la voluntad es el único sujeto de las valoraciones morales, así
también sólo ella es responsable y puede ser castigada. No hay pena
que no esté dirigida contra la voluntad y ninguna cosa puede sufrir un castigo
si no está dotada de voluntad. Así como es la voluntad la que actúa sobre los miembros
y los sentidos, así también es la voluntad la que en los miembros y en los
sentidos es castigada o deleitada (Ibid.. 4). En un solo caso el pecado no depende de la voluntad, y es el caso del
pecado original. Adán pecó por propia voluntad; sus descendientes pecan por
necesidad natural (Ibid., 23). Pero en Adán estaba presente toda la
naturaleza humana; en él, pues, han pecado todos los hombres, no personalmente,
sino en su origen y en su naturaleza común.
EL
ALMA
La
doctrina de Anselmo sobre el alma sigue las huellas de la agustiniana, con
algún desarrollo notable por lo que se refiere a la demostración de la
inmortalidad. El hombre está compuesto de dos naturalezas, el alma y el cuerpo (Medit.,
19); la parte más alta, porque está más cercana a la suma esencia, es el
alma y precisamente el entendimiento. Y, de hecho, sólo a través de la
inteligencia se puede conocer y buscar a Dios y puede el hombre acercarse a Él.
El
alma es como un espejo en el cual se mira la imagen de la Suma Esencia, que no
se puede contemplar cara a cara. Anselmo sigue aquí a San Agustín: el alma
recuerda, entiende y se ama a sí misma; y en esto reproduce la Trinidad divina,
que es precisamente Memoria, Inteligencia y Amor (Monol., 67). La naturaleza
del alma señala su destino. El alma debe tender a expresar con actos de
voluntad la imagen de la Trinidad divina que está impresa en ella naturalmente:
debe, por consiguiente, empeñar toda su voluntad en recordar, entender y amar
al Sumo Bien; tal es el fin de su existencia (Ibid., 68).
De
este destino se deriva su inmortalidad. Si el alma está destinada a amar sin
fin la Suma Esencia es menester que viva siempre y que la muerte no interrumpa
en cierto punto, sin demérito suyo, el amor que debe a Dios. Tampoco Dios
podría reducir a la nada una criatura que Él ha creado para que le amase o
permitir que le sea quitada a la criatura que le ama la vida que Él le ha dado,
cuando ella aún no le amaba, para que pudiera amarle: tanto más que el Creador ama
a toda criatura que verdaderamente lo ama. Es, además, evidente que una vida
empleada en el amor de Dios no puede ser más que feliz.
El
alma tiene, pues, asegurada por su destino una vida eterna y feliz (Ibid., 69).
Pero la inmortalidad no se refiere solamente al alma que ama a Dios. Si para el
alma que ama a Dios, la inmortalidad es, por parte de Dios, un don de amor,
para el alma que desprecia a Dios, la inmortalidad es, por parte de Dios, un
acto de justicia. Sería, en efecto, injusto que el alma que desprecie a Dios
fuese castigada con la pérdida de la vida y del mismo ser, y con esto no
tuviese otro castigo que volver al estado en que se encontraba antes de toda
culpa, esto es, antes de existir. Aun el
alma injusta debe ser, por tanto, inmortal, para sufrir una pena eterna, así
como es inmortal el alma justa para gozar del premio eterno (Ibid., 71).
Todas las almas son, pues, inmortales, tanto las justas como las injustas; aun
aquellas que no son capaces ni de una cosa ni de otra, como las almas de los
niños, deben serlo, porque deben tener la misma naturaleza (Ibid., 72).
Sabemos por el biógrafo Eadmer
que Anselmo murió mientras intentaba ansiosamente aclarar la naturaleza y el
origen del alma. Poco, en efecto, nos dicen sobre este problema las obras que
nos ha dejado. La investigación de Anselmo, que empieza con Dios, se concluía
con el alma humana.
Verdaderamente, Anselmo había
hecho suyas las palabras de San Agustín: "Deseo conocer a Dios y el alma:
y nada más."
Fuente: Nicola Abbagnano