La distinción
entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo de que se había servido
Duns como fundamento para su teoría metafísica de la sustancia (§ 305), sirve a
Ockham como formulación de su doctrina de la experiencia. El conocimiento
intuitivo es aquel mediante el cual se conoce con toda evidencia si la cosa
existe o no, y que permite al entendimiento juzgar inmediatamente sobre la
realidad o irrealidad del objeto. El conocimiento intuitivo, además, es aquel
que hace conocer la inherencia de una cosa a otra, la distancia espacial y
cualquier otra relación entre las cosas particulares. "En
general, cualquier conocimiento simple de uno o más términos, de una o más
cosas, en virtud del cual se puede conocer con evidencia una verdad
contingente, que concierne especialmente a un objeto presente, es conocimiento
intuitivo" (In Sent., pról., q. 1 Z).
El
conocimiento intuitivo perfecto, el que es el principio del arte y de la
ciencia, es la experiencia, que tiene siempre por objeto una realidad
actual y presente. Pero el conocimiento intuitivo puede ser también imperfecto
y referirse a un objeto pasado (Ibid., pról., q. 1 Z; II, q. 15 H).
Entre el conocimiento intuitivo perfecto y el imperfecto hay una relación de derivación:
todo conocimiento intuitivo imperfecto procede de una experiencia. La misma
relación existe entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo, el
cual prescinde de la realidad o irrealidad de su objeto; éste procede de aquél
y se puede tener conocimiento abstractivo solamente de aquello de que se ha
tenido previamente conocimiento intuitivo (Ibid., IV, q. 12 Q). El
conocimiento intuitivo puede ser sensible e intelectual. La función del entendimiento
no es puramente abstractiva, según Ockham. El entendimiento puede conocer
intuitivamente también las cosas singulares que son objeto del conocimiento
sensible-, ya que, si no las conociera, no podría formular sobre ellas ningún
juicio determinado (Quodlibeta, I, q.15). Intuitivamente, el
entendimiento conoce también sus propios actos y en general todos los
movimientos inmediatos del espíritu, como el placer, el dolor, el odio, etc. El
entendimiento, de hecho, conoce la realidad de estos actos espirituales y no
puede conocerla sino a través del conocimiento intuitivo (Ibid., I, q.
14).
Del concepto
mismo de conocimiento intuitivo, que implica una relación inmediata entre el
sujeto que conoce y la realidad conocida, se deduce la negación de cualquier species
que sirva de intermediaria del conocimiento.
En
primer lugar, tal species sería inútil y, por tanto, derogaría aquel principio
metodológico de la economía (llamado "rasero de Ockham"), al cual
Ockham se mantiene fiel constantemente (frustra fit per plura, quod potest
fieri per pauciora). Y en segundo lugar, el valor cognoscitivo de la especie
es nulo, porque, si el objeto no fuese percibido inmediatamente, la especie no
podría darlo a conocer.
La estatua de
Hércules no conduciría nunca al conocimiento de Hércules, ni se podría
dictaminar sobre su semejanza con Hércules, si no fuera previamente conocido
Hércules mismo (In Sent., II, q. 14 T). En esta negación de la especie,
que Ockham tiene en común con Durand de St. Pourain y Pedro Aureolo, va más
allá que sus predecesores, porque niega también que la realidad tenga en el entendimiento
un esse intentionale o apparens, distinto de la realidad misma.
Si, en efecto, el ser puramente conceptual es distinto del ser real, no nos lo
hace conocer; la realidad misma debe ser, como tal, inmediatamente presente al
conocimiento, si éste debe tener el pleno y absoluto valor de verdad (Ibid.,
\, d. 27, q. 3 CC).
Sobre
la base de una teoría de la experiencia tan completa y madura, que anticipa la
de Locke en todos los rasgos fundamentales y hasta en la distinción
entre experiencia interna y externa, ninguna realidad podía ser reconocida al
universal.
Ockham, en efecto, afirma en términos explícitos la individualidad de la
realidad como tal y hace una crítica completa de todas las doctrinas que de
alguna manera reconocen al universal un grado cualquiera de realidad,
distinguiendo entre las que lo consideran real como separado de las cosas
singulares, y las que lo consideran como real en unión con las cosas mismas. La
conclusión es la imposibilidad absoluta de considerar real al universal.
"Ninguna cosa externa al alma, ni por sí, ni por otra cosa real o
simplemente racional que se le añada, ni de cualquier manera que se la
considere o entienda, es universal, ya que tanta es la imposibilidad de que una
cosa externa al alma sea de alguna manera universal, cuanta es la imposibilidad
de que el hombre, por cualquier consideración, o bajo cualquier aspecto, sea
asno" (Ibid., I, d. 2, q. 7 S). En otras palabras, la realidad del
universal es en sí misma contradictoria y debe ser radical y totalmente
excluida. ¿Qué es, y qué valor tiene entonces el concepto? Ockham no niega que el concepto tenga una realidad mental, esto es, que
exista subiective (sustancialmente o realmente) en el alma. Pero esta
realidad mental no es otra cosa que el acto del entendimiento. No es, pues, una
especie, ni siquiera un idolum o fictum, esto es, una imagen o
una ficción que sea de algún modo distinta del acto intelectual. Pero esta
realidad subjetiva del concepto es, con toda realidad, determinada y singular (Ibid.,
I, d. 2, q. 8 Q; Quodlibeta, IV, q. 35).
La universalidad
del concepto consiste, pues, no en la realidad del acto intelectual, sino en su
función significativa, por la cual es una intentio. El término intentio
expresa precisamente la función por la cual el acto intelectual tiende, más
allá de si, a una realidad significada. Como intentio, el concepto es un
signum, o sea un símbolo de la realidad; y como tal, está en lugar de
ella en todos los juicios y razonamientos en los cuales interviene. Ockham
determina esta función del símbolo con el concepto de la suppositio.
Se preocupa, sin embargo, de
garantizar la validez del concepto. Si el concepto del nombre sirve para
indicar todos los hombres y no, por ejemplo, los asnos, debe tener con los
hombres una semejanza efectiva; y tal semejanza debe existir también entre los
hombres, si todos pueden ser representados igualmente bien con un único
concepto. Pero esto no supone una realidad objetiva del universal. La semejanza
misma, según Ockham, es un concepto, como es un concepto cualquier relación,
por ejemplo, la semejanza entre Sócrates y Platón significa solamente que Sócrates
es blanco y Platón también; pero no es una realidad que se añada a los términos
considerados. Que un concepto represente un determinado grupo de objetos y no
otro, no es cosa que pueda tener fundamento en la relación de estos objetos
entre sí y con el concepto, ya que la relación misma no es más que un concepto
falto de realidad objetiva. La validez del
concepto no consiste en su realidad objetiva. Ockham abandona aquí (y es la
primera vez en la Edad Media) el criterio platónico de la objetividad. El valor
del concepto, su relación intrínseca con la realidad que simboliza, están en su
génesis: el concepto es el símbolo natural de la cosa misma.
A diferencia de la palabra, que
es un símbolo instituido por convención arbitraria entre los hombres, el
concepto es un símbolo natural predicable de muchas cosas. Significa la
realidad "al modo que el humo significa el fuego, el gemido del enfermo el
dolor y la risa la alegría interior" (Summa totius log. I, 14).
Esta naturalidad del signo expresa simplemente su dependencia causal de la
realidad significada. Es producido en el alma por esta realidad misma; su
capacidad para representar el objeto no significa nada más (Quodl., IV,
q. 3).
Es éste, sin duda,
el rasgo más acentuadamente empirista de la teoría del concepto de Ockham: la
relación del concepto con la realidad no es justificada por él metafísicamente,
sino explicada empíricamente con la derivación del mismo concepto de la
realidad, que por sí sola produce en la mente humana el signo que representa.
El
otro rasgo característico del empirismo de Ockham es su doctrina de la inducción.
Mientras Aristóteles considera la inducción siempre como completa, que
funda en la consideración de todos los casos posibles la afirmación general (§
85), para Ockham la inducción se puede efectuar incluso sobre la base de un
único experimento, admitiendo el principio de que causas del mismo género
tienen efectos del mismo género (In Sent., pról., q. 2 G). Ockham ha
indicado de esta manera correctamente en el principio de la uniformidad causal
de la naturaleza el fundamento de la inducción científica que será teorizada
por vez primera en la Edad Moderna por Bacon y analizada en sus presupuestos
por Stuart Mill.
LA LÓGICA
Ockham entiende
la lógica como el estudio de las propiedades de los términos y de las
condiciones de verdad de las proposiciones y de los razonamientos en que ellos
recurren. Los términos pueden ser escritos, hablados y conceptos (según la vieja
clasificación de Boecio).
El término concepto (conceptus)
es "una intención o afección (intentici seu passio) del alma
que significa o consignifica naturalmente algo, y sirve para ser parte de una
proposición mental y para estar en lugar de lo que significa". La palabra es
un signo subordinado del término concebido —concepto— o mental, mientras que el
término escrito es signo de la palabra. El término significa o consienifica:
significa cuando tiene un significado determinado como, por ej., el término
"hombre"; consignifica cuando no tiene un significado determinado
pero lo adquiere en unión con otros términos. Los términos
consignificantes (o sincategoremáticos)
son, por ej.,-.cada, todo, ninguno, alguno, solamente, a excepción, etc.
Ockham analiza en su lógica los términos de segunda intención, o sea,
que se refieren a otros términos (las Intentiones pnmae son, por el
contrario, las que se refieren a las cosas).
Intenciones segundas son las
categorías aristotélicas, así como también las cinco voces de Porfirio: género,
especie, diferencia, propio y accidente. El
tema dominante del análisis de Ockham es que ninguna intención segunda es real
o es signo de una cosa real-, la lógica de Ockham es rigurosamente nominalista
lo mismo que su gnoseología.
La propiedad fundamental de los
términos es la suposición. "La suposición es, casi, la posición de otro
por algo, en lugar de algo. Así, si un término está en una proposición en lugar
de algo, de modo que nos sirvamos de él en lugar de esta cosa cualquiera y que
el término (o su caso nominativo si el mismo es oblicuo) es verdad de la cosa
misma o del pronombre demostrativo que la indica, entonces el término supone, o
está en lugar de, aquella cosa." Así, con la proposición "el hombre
es animal" se denota que Sócrates es verdaderamente animal de modo que es
verdadera la proposición "esto es un animal" cuando se indica a
Sócrates (Summa logicae I, 63).
La
suposición es, pues, para Ockham (y en general para toda la lógica nominalista
del siglo XIII) la dimensión semántica de los términos en las
proposiciones; o sea, la referencia de los términos a objetos diversos
de los términos mismos que pueden ser cosas o personas u otros términos. Pero
estos objetos no pueden ser entidades o sustancias universales y metafísicas
como la "blancura", la "humanidad", etc. Los objetos a los
cuales se refiere la suppositio tienen que tener un modo de existencia
determinado: o como realidades empíricas (cosas o personas) o como conceptos
mentales o como signos escritos.
La suposición personal es
cabalmente aquella por la cual los términos están en lugar de las cosas por
ellos significadas; mientras que existe suposición simple cuando el
término está en lugar del concepto pero no tomado en su significado, como
cuando se dice "hombre es una especie"; y la suposición material se
da cuando el término no es empleado en su significado sino como signo verbal o
escrito, como cuando se dice "hombre es un nombre" o se escribe
"hombre". Como los objetos a los cuales se refiere la suposición han
de tener un modo de ser determinado, cuando se formulan proposiciones acerca de
objetos inexistentes, estas proposiciones son falsas porque sus términos no
están en lugar de nada. Ockham considera así que son falsas hasta las
proposiciones tautológicas (que en algún aspecto pueden ser consideradas como
las más ciertas) como, por ej., "la quimera es quimera" porque la
quimera no existe (I I, 14).
Esta doctrina de la suppostilo
es la base para una nueva definición del significado predicativo del verbo
ser. Dice Ockham: "Proposiciones como 'Sócrates es hombre' o 'Sócrates es
animal' no significan que la humanidad o la animalidad está en Sócrates, ni que
el hombre o el animal está en Sócrates, ni que el hombre o el animal es una
parte de la sustancia o de la esencia de Sócrates o una parte del concepto
sustancial de Sócrates. Pero sí significan que Sócrates es verdaderamente un
hombre y verdaderamente un animal: no en el sentido de que Sócrates sea este
predicado 'hombre' o este predicado 'animal' sino en el sentido de que hay algo
por lo cual estos dos predicados están como cuando ocurre que estos predicados
están en lugar de Sócrates" (II, 2; Quodl., I I I, 5). La oposición
en que Ockham presenta esta doctrina con relación a la vieja doctrina de la
inherencia, propia de la lógica aristotélica, es significativa. La doctrina de la inherencia que Ockham
describe, es aquella por la cual la cópula "es" sirve para indicar la
relación de inherencia sustancial entre sujeto y predicado. Para Ockham la
cópula "es" significa solamente que el sujeto y el predicado están
en lugar del mismo objeto existente. La doctrina permite a Ockham declarar
falsas una cantidad de proposiciones que, desde el punto de vista de la lógica
aristotélica, eran tenidas como indudables, tales como las siguientes: "La
humanidad está en Sócrates", "Sócrates tiene la humanidad*',
"Sócrates es hombre por la humanidad" y otras parecidas. Estas
proposiciones que, desde el punto de vista aristotélico son indiscutibles, y
hasta necesariamente verdaderas, para Ockham son simplemente falsas porque no existe
ningún objeto ni término real por el cual "humanidad" pueda estar. En
cambio, la proposición "Sócrates es hombre" tiene para Ockham este
único y simple significado: existe un objeto (en este caso, una persona)
que puede ser indicado con un pronombre demostrativo ("esta persona")
que es verdaderamente Sócrates y verdaderamente hombre. De tal manera que
el modo mismo de entender la naturaleza de la cópula pone a Ockham en situación
de eliminar como falsas toda una serie de afirmaciones metafísicas,
relacionadas con la teoría aristotélica de la sustancia. Esto por lo que hace
al significado predicativo de "ser".
Por lo que respecta al
significado existencial, Ockham afirma simplemente que el ser y la cosa
coinciden: es decir, que la existencia no sobreviene a la esencia de una
cosa como si la esencia fuese la potencia y la existencia el acto de esta potencia,
sino que pertenece sin más a la cosa misma en cuanto cosa real.
Esto vale tanto en lo que se
refiere a las cosas finitas como en lo que se refiere a Dios, ya que el modo de
ser de las cosas finitas y de Dios es diferente. Dice Ockham: " 'Ser'
significa la cosa misma. Pero significa la primera causa simple cuando se dice
de ella significando que no depende de otro. Pero cuando el ser se predica de
otras cosas, significa las mismas cosas dependientes y ordenadas a la causa
primera. Y esto porque estas otras cosas no son cosas sino como
dependientes y ordenadas a fa causa primera ni existen de otra manera. De tal
manera que si el hombre no depende de Dios, entonces no es, pero ni siquiera es
hombre" (Summa log., III, II, 27).
Ockham, al igual que después de
él lo harán todos los nominalistas, considera como fundamental la teoría de las
consecuencias (consequentiae}, o sea, de las conexiones inmediatas de
tipo estoico y considera al mismo silogismo como un tipo particular de tales
consecuencias. La consecuencia es, en general, una proposición condicional en
la que tanto el antecedente como el consecuente pueden estar constituidos por
proposiciones simples o compuestas. El desarrollo ockhamista de esta parte de
la lógica es el más rico de los tratados medievales y contiene muchos teoremas
de moderno cálculo proposicional.
Por último, conviene subrayar la
importancia del enjuiciamiento ockhamista de los llamados insolubilia, esto
es, de los argumentos que hoy se llaman paradojas o antinomias y que habían
sido ya discutidos por la lógica megárico-estoica. La más famosa de estas
paradojas es la del embustero que Cicerón expresaba diciendo: "Si dices
que mientes, o dices la verdad y entonces mientes o dices mentira y entonces
dices la verdad" (Acad., IV, 29, 96). La solución de Ockham e's que
la proposición "yo miento" no se puede entender como si fuese
verdadera en el sentido de "yo miento que miento". En efecto, esta
proposición puede ser falsa, pero precisamente porque puede sólo ser
falsa no significa por sí misma ni lo falso ni lo verdadero (Summa log., III,
III, 38). En otros términos, se trataría de una proposición indecible, en
el sentido en que esta palabra se emplea en la lógica moderna.
Una posición empirista tan
radical y coherente debía conducir a un neto abandono del problema escolástico
ya desde su planteamiento. Puesto que el único conocimiento posible es la
experiencia (de la cual procede el mismo conocimiento abstractivo), y puesto
que la única realidad cognoscible es la que nos revela la experiencia, esto es,
la naturaleza, cualquier realidad que trascienda la experiencia no puede
alcanzarse por camino natural y humano.
Ockham afirma, en efecto,
explícitamente la heterogeneidad radical entre la ciencia y la fe. Se trata de
actitudes que no pueden subsistir juntas.- aun cuando la fe parece seguir a la
ciencia, como en el caso en que se cree en una conclusión dé la que se ha
olvidado la demostración, no se trata verdaderamente de fe, porque se mantiene
firme la conclusión sólo en cuanto se sabe que está fundada en una demostración
(In Seni., q. 8 R).
Pero no es éste el caso de la fe
religiosa, la cual podría ser demostrada sólo si se tuviera un conocimiento
intuitivo de Dios y de la realidad sobrenatural; conocimiento que es imposible
para el hombre (Quodl., II, q. 3). Los milagros y la predicación, aunque
pueden producir la fe, no pueden, de hecho, producir el conocimiento evidente
de sus verdades. La evidencia no puede ir unida a la falsedad: el sarraceno
puede ser convencido por los milagros y por la predicación de la ley de Mahoma,
que, no obstante, es falsa (Ibid., IV, q. 6). La conclusión de todo esto
está expuesta en un pasaje de la Lógica (III, 1): "Los artículos de
fe no son principios de demostración, ni conclusiones, y no son ni siquiera
probables, ya que parecen falsos a todos o a la mayoría, o a los sabios;
entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, ya que sólo
de esta manera se entiende el sabio en la ciencia y en la filosofía. No podría
concebirse una exclusión más total de la verdad revelada del dominio del
conocimiento humano: las verdades de fe no son evidentes por sí mismas, como
los principios de la demostración; no son demostrables como las conclusiones de
la misma demostración; y no son probables porque pueden aparecer, como
aparecen, falsas a quienes se sirven de la razón natural. El problema escolástico es declarado de este modo por Ockham insoluble
y desprovisto de todo significado. La teología cesa de ser una ciencia y se
convierte en un puro acervo de nociones prácticas y especulativas, desprovistas
del todo de evidencia racional y de validez empírica (In Seni., pról.,
q. 12).
Las
mismas pruebas de la existencia de Dios no tienen, según Ockham, valor
demostrativo. Y de hecho la existencia de una realidad cualquiera es revelada
al hombre solamente por el conocimiento intuitivo, esto es, por la experiencia;
pero el conocimiento intuitivo de Dios no es dado al hombre viator (Ibid., I,
d. 2, q. 9 Q; d. 3, q. 2 F). Y, puesto que la existencia y la esencia van
unidas y se conoce la esencia solamente por lo que se conoce intuitivamente de
la existencia, el hombre en verdad no conoce la existencia ni la esencia de
Dios (Ibid., I, d. 3, q. 3 Q). La proposición: "Dios existe"
no es, por tanto, evidente. La existencia no se predica solamente de Dios, sino
también de toda otra cosa real; no puede, por consiguiente, ser parte de la
esencia de Dios, ni serle intrínseca (Ibid., I, d. 3, q. 4 G). La prueba
ontológica es rechazada (Quodl., VII, q. 15).
Tampoco posee
valor demostrativo la prueba cosmológica que el aristotelismo había introducido
en la escolástica latina y que era considerada como la más fuerte. Ockham niega
el valor de los dos principios en que se funda la prueba. No es verdad en
sentido absoluto que todo lo que se mueve es movido por otro: el alma y el
ángel se mueven por sí mismos, y asimismo el peso que tiende a bajar. No es verdad
en sentido absoluto que es imposible remontar hasta el infinito en la serie de
movimientos, ya que en las magnitudes continuas el movimiento se transmite
necesariamente de una a otra de las infinitas partes que lo componen (Cent,
theol., 1 D).
En
cuanto a la prueba tomada del principio causal, es impugnada por Ockham en su mismo
fundamento, ya que él no cree demostrable que Dios sea causa eficiente, total o
parcial, de los fenómenos ni que no basten para explicar los fenómenos las
solas causas naturales (Quodl., II, q. 1). La conclusión es que tales
pruebas, faltas como están de todo valor apodittico, pueden determinar en 'el
hombre solamente una razonable persuasión. Ya que si Dios no ejerciese alguna
acción en el mundo, ¿a qué fin se afirmaría su existencia? La acción de Dios en
el mundo es, pues, un simple postulado de la fe, desprovisto de valor racional (Ibid.,
II, q. \\InSent.,\\, <\. 5 K).
Tampoco se pueden demostrar los
atributos fundamentales de Dios. En primer lugar, no se puede establecer con certeza
que haya un único Dios; no se derivaría ningún inconveniente de admitir que
haya una pluralidad de causas primeras; porque, pudiendo cada una de ellas
querer sólo lo mejor, no se encontrarían nunca en desacuerdo entre sí y
gobernarían el mundo con unánime acuerdo (In Sent., I, d. 2, q. 10; Quodl.,
I, q. 1). Tampoco se puede demostrar la inmutabilidad de Dios, que parece
negada por el hecho de que Dios ha tomado, con la Encarnación, una naturaleza
inferior, y después la ha dejado (Cent, theol., 12). Tampoco pueden
atribuirse a Dios, por medio de demostración, ni la omnipotencia ni la
infinitud; y a propósito de esta última, Ockham refuta los argumentos de Duns
Escoto (Quodl., VII, qq.11-17). De Dios no se puede tener más que un
concepto compuesto de elementos tomados por abstracción de las cosas naturales (In
Sent., I, d. 3, q. 2 F). En el Centiloquium theologicum Ockham
desarrolla una serie de conclusiones de las cuales él mismo dice que potius
sunt incredibilis quam asserenane, y que por esto las expone a título de
mero ejercicio lógico. Estas conclusiones constituyen una reducción al absurdo
de la hipótesis de la Creación. Puesto que en la eternidad, como había enseñado
San Agustín, no existe ni un antes ni un después, tampoco es
necesario admitir que Dios existiese antes de la Creación, o que
existirá después (Cent, theol., 47 D). La eternidad de Dios significa
solamente que Dios no tiene causa de su existencia ni, por consiguiente,
comienzo ni fin de su ser; pero esto no le confiere duración más allá de los
límites temporales del mundo, siendo el concepto mismo de duración extraño a su
naturaleza. Ockham se detiene en las consecuencias paradójicas de esta
conclusión; así como también en la absoluta irracionalidad del dogma cristiano
de la Trinidad: "Que una esencia única simplicísima sea tres personas
realmente distintas, es cosa de la que ninguna razón natural puede persuadirse
y es afirmada solamente por la fe católica como cosa que supera todo sentido,
todo entendimiento humano y casi toda razón" (Ibid., 55). El
desconocimiento de la posibilidad de interpretación racional de la verdad
revelada es en Ockham tan total y decidido que señala la etapa final de la
escolástica. El problema escolástico, después de Ockham, continuará de alguna
manera sobreviviendo en las escuelas; pero será la sobrevivencia de un residuo,
sacado fuera del círculo vital de la filosofía, que en adelante se alimentará
de otros problemas.
LA CRITICA DE LA METAFÍSICA TRADICIONAL
La metafísica de Ockham es
sustancialmente una crítica de la metafísica tradicional. Ya se ha visto cómo
rechaza aquella distinción real entre esencia y existencia, de que se había
valido Santo Tomás para reformar la metafísica aristotélica y adaptarla a las
exigencias de la explicación dogmática. A la pregunta sobre la existencia de
una cosa cualquiera, no se puede responder si no se posee el conocimiento
intuitivo de la misma cosa, esto es, si la cosa no es .percibida por algún
sentido particular o, en caso de que se trate de una realidad inteligible, si
no es intuida por el entendimiento de modo análogo a como la potencia visual ve
el objeto visible. "No se puede conocer con evidencia que la blancura
existe, o puede existir, si no se ha visto algún objeto blanco; y aun cuando yo
pueda creer a los que cuentan que existe el león y el leopardo, con todo, yo no
conozco tales cosas con evidencia si no las he visto (Summa tot. log., Ili,
2, q. 25). Por esto, el ser tiene un significado unívoco que es el intuitivo y
empírico; y no se puede predicar de Dios sino en el sentido con que se predica
de las cosas naturales (Quodl., IV,q. 12).
El principio empirista sirve para
Ockham como canon crítico de los conceptos metafísicos tradicionales. La
sustancia no es conocida sino a través de sus accidentes (Ibid., III, q.
6). No conocemos el fuego en sí mismo, sino el calor, que es accidente del
fuego; por esto no tenemos de la sustancia más que conceptos connotativos y
negativos, como "el ser que subsiste por sí" o -"el ser que no
existe en otro" o que "es sujeto de los accidentes", y así
sucesivamente. No es, por tanto, más que el substrato desconocido de las
cualidades que la experiencia nos revela (In Seni., I, d. 3, q. 2).
Tampoco posee validez empírica el otro concepto metafísico fundamental, la
causa. Del conocimiento de un fenómeno no se puede
nunca llegar al conocimiento de
otro fenómeno que sea la causa o el efecto del primero, ya que de nada se tiene
conocimiento sino a través de un acto de experiencia, y causa y efecto son dos
cosas diversas, aunque relacionadas, que exigen, para ser conocidas, dos actos
de experiencia diversos (Ibid., pról. q. 9 F). La crítica que el
emp-irismo inglés de Locke y Hume ha hecho de los conceptos de sustancia y
causa, encuentra aquí un precedente que anticipa no sólo su letra, sino su
espíritu.
Se comprende que desde este punto
de vista los conceptos fundamentales de la metafísica aristotélica, los de
materia y forma, debían sufrir una modificación radical. Ockham insiste en la
individualidad de los principios metafísicos de la realidad. Cuantas son las
cosas engendradas, dice, tantos son los principios. En efecto, éstos no pueden
ser universales, porque ningún universal es real y ningún universal puede ser
principio de una realidad individual. Por tanto, deben ser individuales, lo
cual quiere decir que son numéricamente diversos en los distintos individuos y
que la forma y la materia de una cosa son distintas de la forma y materia de
otra (Summulae physic., I, 14). En cuanto a la materia, posee propia
actualidad, independiente de la forma sustancial, de la cual es
susceptible en potencia.
Ocknam está aquí de acuerdo con
toda la tradición franciscana. Pero él añade que la actualidad de la materia
como tal consiste en la extensión. Es imposible, en efecto, que la materia
carezca de extensión: no hay materia 3ue no tenga una parte distante de otra
parte, por lo cual, aunque las partes es la materia puedan unirse entre sí,
como, por ejemplo, se unen las del agua o del aire, con todo, nunca pueden
existir en el mismo lugar. Ahora bien, la distancia recíproca de las partes de
la materia es la extensión (Ibid., I, 19).
Pero la separación de Ockham de
la metafísica aristotélica está señalada todavía de una manera más evidente por
su crítica de la causa final. La causalidad del fin consiste en que es amado o
deseado por el agente; pero que el fin sea amado y deseado no significa que
actúe de un modo efectivo: la causalidad del fin es, pues, metafórica, no real (In
Sent., II, q. 3 G). No es posible demostrar mediante proposiciones
evidentes ni empíricamente que un efecto cualquiera tenga una causa final; los
agentes naturales actúan de una manera uniforme y necesaria y por esto excluyen
cualquier elemento contingente o mudable, como serían precisamente el amor o el
deseo del fin (Quodl., IV, q. 2). Tampoco es demostrable la causalidad
teleológica de Dios, ya que los agentes naturales, faltos como están de
conocimiento, producen sus efectos independientemente del conocimiento de Dios.
La cuestión propter quid no tiene lugar en los sucesos naturales: no
tiene sentido preguntar con qué fin se engendra el fuego, ya que no se requiere
la existencia del fin para que el efecto se produzca (Quodl., IV, q. 1).
Esta crítica de Ockham, que preludia otra famosa de Spinoza, está animada por el
mismo espíritu: su presupuesto es la convicción de que los sucesos naturales se
verifican en virtud de leyes necesarias que garantizan la uniformidad de los
mismos y excluyen todo arbitrio o contingencia.
PRELUDIOS DE LA NUEVA FISICA
El desembarazarse de la
investigación del problema teológico coincide con el empeñarse en el problema
de la naturaleza. El mismo empirismo conducía a Ockham a una consideración más
profunda de la naturaleza, ya que la naturaleza no es más que objeto de la
experiencia sensible. Ockham considera a la naturaleza como el dominio propio
del conocimiento humano; la experiencia cesa, para él, de tener el carácter
misterioso o mágico que todavía conserva en Bacon, y se convierte en un campo
de investigación abierto a todos los hombres, en cuanto tales. Esta postura le permite
la máxima libertad de crítica frente a la física aristotélica. A través de esta
crítica se abren numerosas ventanas hacia la nueva concepción del mundo, que la
filosofía del Renacimiento debía defender y hacer suya. Las posibilidades que
Ockham descubre se convertirán en el Renacimiento en afirmaciones decididas, y
constituirán el fundamento de la ciencia moderna.
Por vez primera Ockham pone en
duda la diversidad de naturaleza, establecida por la física aristotélica y
mantenida por toda la filosofía medieval, entre los cuerpos celestes y los
cuerpos sublunares. Unos y otros están formados por la misma materia: el
principio metodológico de la economía impide admitir la diversidad de
sustancias, ya que todo lo que se explica admitiendo que la materia de los
cuerpos celestes es distinta de la materia de los elementos sublunares, se
puede explicar admitiendo que las dos materias son de la misma naturaleza (In
Seni., II, q. 22 B). Ni siquiera los seguidores de Ockham mantuvieron en
este punto la afirmación del maestro; es necesario llegar hasta Nicolás de Cusa
para encontrar negada nuevamente, y esta vez de un modo definitivo, la
diversidad entre sustancia celeste y sustancia sublunar.
Contra
Aristóteles, Ockham admite y defiende la posibilidad de más mundos. La
argumentación de Aristóteles (De coelo, I, 8, 276 a) de que, si hubiese
un mundo distinto del nuestro, la tierra del mismo se movería naturalmente
hacia el centro y se uniría con la nuestra, y de esta manera todos los otros elementos
se volverían a juntar en su propia esfera, formando un único mundo, es
combatida por Ockham con una negación de las determinaciones absolutas del
espacio admitidas por Aristóteles. Un mundo diverso del nuestro tendría otro
centro, otra circunferencia, un alto V bajo distintos, los movimientos de los
elementos estarían, pues, dirigidos hacia esferas diversas y no se verificaría
la conjunción prevista por Aristóteles (In Sent., I, d. 44, q. 1 F; Cent,
theol., 2 D). Esta relatividad de las determinaciones espaciales del
Universo será uno de los pilares fundamentales de la física del Renacimiento.
Según Ockham, también la infinita potencia de Dios inclina a admitir la
pluralidad de mundos. Dios puede producir otra materia, además de la que
constituye nuestro mundo. Puede producir, además, infinitos individuos de las
mismas especies existentes en nuestro mundo; nada impide, pues, que forme con
ellos uno o más mundos diferentes del nuestro (In Sent., I, d. 44, q. 1
E).
Pero la pluralidad de los mundos
supone la posibilidad del infinito real. Ya la negación de las determinaciones
espaciales absolutas abre a Ockham el camino para admitir esta posibilidad. En
el infinito, en efecto, como se dirá en el Renacimiento, el centro puede estar
en todas partes. Dios puede siempre crear una nueva cantidad de materia que
añadir a la existente, y así puede infinitamente extender la magnitud del mundo
(Ibid., I, d. 17, q. 8 D). A la objeción aducida por Rogerio Bacon (Op.
tertium, 41, ed. Brewer, p. 141-142) de que el infinito no puede ser real,
ya que en él la parte sería idéntica al todo, Ockham responde que el principio
por el cual el todo es mayor que la parte vale para un todo finito, no para un
todo infinito. Donde existen infinitas partes, el principio no vale; y así en
una haba hay tantas partes cuantas en todo el universo, porque las partes del
haba son infinitas (Cent, theol., 17 C-,Quodl., I, 3. 9). Al lado
de la infinitud de magnitud, Ockham admite también la infinitud e división.
Toda magnitud continua es infinitamente divisible y no existen entidades
indivisibles. Toda magnitud continua puede tener, dice Ockham, el mismo número
de partes que el cielo y de la misma proporción, aunque no de la misma magnitud
absoluta (Quodl., I, q. 9).
En fin, Ockham admite y defiende
la posibilidad de que el mundo haya sido producido ab aeterno. Tampoco
aquí lo afirma explícitamente, sino que se limita a desembarazar el problema de
posibles objeciones. A la objeción de que si el mundo fuese eterno se habría ya
verificado un número infinito de revoluciones celestes, lo cual es imposible,
porque un número real no puede ser infinito, Ockham responde que así como en un
continuo cada parte, añadida a la otra, forma un todo finito, aun siendo las
partes mismas infinitas, así cada revolución celeste, añadida a la otra, forma
siempre un número finito, aunque en su conjunto las revoluciones celestes sean
infinitas (In Sent., II, q. 8 D).
Ockham
se da cuenta de que la eternidad del mundo implica su necesidad, ya que lo que
es eterno no puede ser producido más que necesariamente (Quodl., II, q.
5). Él sabe también que la eternidad del mundo excluye la creación, porque ésta
supone la no existencia de la cosa anteriormente al acto de su producción (In
Sent., II, q. 8 R). Pero cree, no obstante, que la eternidad misma es
altamente probable, dada la dificultad de concebir el comienzo del mundo en el
tiempo. La pluralidad de mundos, su infinitud y eternidad son, pues, posibilidades,
que, por obra de Ockham, se abren a la investigación filosófica. Algún siglo
después, en el Renacimiento, estas posibilidades se convertirán en certezas, y
la visión del mundo, que Ockham había entrevisto, será entonces reconocida como
la realidad misma del mundo.
LA ANTROPOLOGIA
La crítica de Ockham tropieza
aquí con el concepto central de la psicología, el del alma, como forma
inmaterial incorruptible. Nuestra vida espiritual nos es dada por la
experiencia: mediante la intuición, conocemos directamente los pensamientos,
las voliciones, nuestros estados interiores.
Pero el conocimiento intuitivo
nada nos dice de una pretendida forma incorruptible, que forme el substrato al
que sean inherentes nuestros estados de conciencia. Ni tampoco se llega a este
substrato con el razonamiento, porque toda demostración en este sentido es
dudosa y poco concluyente.
"El que sigue la razón
natural, dice Ockham, admitiría solamente que experimentamos en nosotros la
intelección que es el acto de una forma corpórea y corruptible. Y
consecuentemente diría que una forma así podría ser recibida en la misma
materia. Pero nunca experimentamos aquella especie de intelección que es la
operación propia de una sustancia inmaterial; por lo cual mediante la
intelección, no podemos concluir que haya en nosotros como forma, una sustancia
incorruptible" (Quodl., I, q.10). En otras palabras, Ockham admite la posibilidad de que sea el
cuerpo mismo el que piense, es decir, que el cuerpo sea el sujeto de aquellos
actos de inteligencia que son el único dato seguro de donde el razonamiento puede
partir en esta materia.
Aquel
concepto del entendimiento agente, que tanto había fatigado al aristotelismo
árabe y latino, es eliminado sin más por Ockham como inútil para explicar el
funcionamiento del conocimiento. No es necesario, en efecto, para explicar la
formación de los conceptos. Todos los conceptos, tanto las intenciones primeras
como las intenciones segundas, son causados naturalmente, esto es, sin que
intervengan el entendimiento ni la voluntad, por los objetos singulares presentes
en la experiencia.
Conocidas las cosas singulares en la intuición se forman en nosotros
espontáneamente, por su acción, los universales y las intenciones segundas. Si,
por ejemplo, le acontece a uno ver dos cosas blancas, abstrae de ellas la
blancura que tienen en común: lo cual quiere decir que la noción de aquellos
dos objetos causa en él naturalmente, como el fuego causa el calor, una tercera
noción distinta, que es el concepto de lo blanco (In Sent., II, q. 25
O). Se trata, pues, de un proceso natural, esto es, necesario, o sea,
independiente de cualquier intervención contingente, que tiene su punto de
partida en la realidad dada por la experiencia y su punto de llegada en la
espontaneidad del entendimiento. El entendimiento agente no tiene en ello
ninguna parte. Ni tampoco le pertenece la función de dirigir la formación de
los juicios, tendiendo a formar un juicio verdadero más bien que falso,
afirmativo más bien que negativo. El entendimiento agente no podría actuar sino
de una manera uniforme y constante en todo tiempo y en cualquier circunstancia,
y debería, por consiguiente, dar lugar indiferentemente a proposiciones verdaderas
o a proposiciones falsas o a entrambas, sin tender por su parte hacia las unas
ni hacia las otras. Se requiere, en cambio, aquí, una causa no natural, sino
libre, cual es la voluntad, que dirige la atención del hombre y gradúa su
esfuerzo. El entendimiento agente es, pues, inútil en toda la línea.
Entre la
voluntad y el entendimiento, Ockham establece una simple diferencia de nombres.
En realidad, son idénticos entre sí y con la esencia del alma. No basta para
establecer su diversidad, la diversidad de sus actos, ya que los actos del
entendimiento son entre sí diversos. Ni basta para distinguirlos la diversidad
en su modo de actuar, en cuanto que el entendimiento actúa necesariamente, y la
voluntad libremente; ya que esta diversidad no implica una diversidad de
principio-, por ejemplo la voluntad divina respecto al Espíritu Santo, es
principio necesario, respecto a la criatura es principio libre, pero no por
esto incluye ninguna diversidad (Ibid., II, q. 24 K).
La voluntad es
libre. Por libertad entiende Ockham "la facultad de poner indiferente y
contingentemente cosas diversas, de manera que se pueda causar o no causar el
mismo efecto, sin que nada cambie, excepto esta misma facultad" (Quodl.,
I, q. 16). La libertad se entiende, pues, por él como un puro y simple
arbitrio de indiferencia. No hay otro significado de la palabra libertad, según
Ockham. Si
se admite que la voluntad esté de alguna manera determinada, será determinada
precisamente en el sentido de cualquier otra cosa natural, y no bastará para
diferenciar su determinación la diversidad de su naturaleza respecto a la de
las cosas naturales; aun las cosas naturales tienen naturalezas diversas y con
todo el modo de su determinación es uno solo y excluye la contingencia (In
Sent., I, d. 10, q. 2 G). La libertad del querer no es demostrable con el
razonamiento, pero resulta evidente por la experiencia, ya que el hombre experimenta
en sí mismo que, aun cuando la razón le sugiera algo, la voluntad puede
quererlo o no quererlo (Quodl., I, q. 16). Que Dios pueda prever las
acciones humanas, no obstante su carácter contingente y libre, es cosa que no
se puede entender y esclarecer de ningún modo por parte del entendimiento humano
(In Sent., I, d. 38, q. 1 L).
La
voluntad libre es el fundamento de toda valoración moral. "El hombre, dice
Ockham, puede actuar loable o reprensiblemente, y, por consiguiente, merecer o
desmerecer, porque es un agente libre y porque muchos actos le son
imputables" (Quodl., III, q. 19). Todo acto diverso del acto de
voluntad puede ser malo porque puede ser ejecutado por un fin malo o con una
mala intención; sólo el acto voluntario, en cuanto está en poder del hombre, es
absolutamente bueno, si es conforme a la recta razón (In Sent., III, q.
10 R).
No basta que el acto sea conforme a la recta razón para que sea virtuoso; es
necesario que se derive exclusivamente de la voluntad libre. Si Dios determinase
en mi voluntad un acto conforme a la recta razón, este acto no sería virtuoso
ni meritorio (Ibid.). Pero si el
valor moral del hombre depende exclusivamente de la libertad del hombre, el destino
ultramundano del hombre depende exclusivamente de la libertad de Dios. Ockham
hace suya la tesis opuesta a la de Pelagio: no hay nada que pueda obligar a
Dios a salvar a un hombre: El concede la salvación solo como gracia y
libremente, aunque de potencia ordinata no pueda regularse más que según
las leyes que El mismo voluntariamente y contingentemente ha ordenado (In
Sent., I, d 17, q. 1 M). Pero Ockham saca de la libertad de elección divina
que puede predestinar a condenar a quien quiere, independientemente de los méritos
humanos, una consecuencia paradójica.
No es contradictorio que Dios
juzgue como meritorio un acto falto de cualquier disposición sobrenatural; así
como El acepta voluntaria y libremente como meritorio cualquier acto inspirado
por la disposición sobrenatural de la caridad, así puede aceptar igualmente un
acto voluntario que esté falto de tal disposición (Ibid., I, d 17, q. 2
D). Esto significa que la salvación no está cerrada al que vive solamente según
los dictámenes de la recta razón. "No es imposible, dice Ockham (Ibid.,
III, q. 8 C), que Dios ordene que aquel que vive según los dictámenes de la
recta razón y no cree nada que no le sea demostrado por la razón natural, sea
digno de la vida eterna. En tal caso, puede también salvarse aquel que en la
vida no tuvo otra guía que la recta razón." Es ésta una frase que pone a
Ockham más allá de la Edad Media: la fe no es ya condición necesaria de la
salvación. La libre investigación filosófica confiere al hombre tal nobleza que
le puede hacer digno de la vida eterna.
Que la vida eterna consista en el
gozo y posesión de Dios, es cosa de pura fe. No se puede demostrar que tal gozo
sea posible al hombre. No se puede demostrar que el hombre no pueda
verdaderamente reposar sino en Dios. En fin, no se puede demostrar que el
hombre pueda, de alguna manera, reposar definitivamente, ya que la voluntad
humana, por su libertad, puede siempre tender a otra cosa y sufrir si no la
alcanza (Ibid., I, d. 1, q. 4 F). La libertad es aquí insatisfacción,
ilimitación de las aspiraciones, lo que Bruño llamará furor heroico.
En cuanto al pecado, es una
simple transgresión por la voluntad humana del mandamiento de la voluntad
divina. Dios no está obligado a nada, por cuanto ninguna norma limita o puede
limitar las posibilidades infinitas de su voluntad; pero concurre como causa
eficiente en el pecado del hombre. No obstante, el pecado no es imputable a
Dios, que no debe nada a nadie, y por esto no está obligado ni a aquel acto ni
al acto opuesto.- Dios, por tanto, no peca, aunque sea la causa del pecado
humano. La voluntad creada está, en cambio, obligada por el precepto divino y
peca cuando lo contraviene. Sin la obligación establecida por aquel precepto,
no habría pecado para el hombre, como no lo hay para Dios (Ibid., IV, q.
9 E).
EL PENSAMIENTO POLITICO
Ockham es, con Marsilio de Padua,
autor del Defensor pacis, el mayor adversario, en su tiempo, de la
supremacía del Papado. Pero mientras que Marsilio de Padua, jurista y político,
parte de la consideración de la naturaleza de los reinos y de los estados en
general para la solución del problema de las relaciones entre el Estado y la
Iglesia, Ockham trata de reivindicar contra el absolutismo papal la libertad
de la conciencia religiosa y de la investigación filosófica. La ley de Cristo
es, según Ockham, ley de libertad. Al Papado no le pertenece el poder absoluto (plenitudo
potestatis) en materia espiritual ni en materia política. El poder
papal es ministrativus, no dominativus-.fue instituido para
provecho de los súbditos, no para que les fuese quitada a ellos la libertad que
la ley de Cristo vino más bien a perfeccionar (De imp. et Pont, poi.,
VI, ed. Scholz, II, 460). Ni el Papa, ni el concilio tienen autoridad para
establecer verdades que todos los fieles deban aceptar. Ya que la infalibilidad
del magisterio religioso pertenece solamente a la Iglesia, que es "la
multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y
apóstoles hasta ahora" (Dial, ínter Mae. et Disc., I, trat. 1, q.
4, ed. Goldast, II, 402).
La Iglesia es,
en otras palabras, la libre comunidad de los fieles, que reconoce y sanciona,
en el curso de su tradición histórica, las verdades que constituyen su vida y
su fundamento. Por este ideal suyo de la Iglesia, Ockham combate el Papado de
Aviñón.
Un Papado rico,
autoritario y despótico, que tiende a subordinar así la conciencia religiosa de
los fieles y a ejercer sobre todos los príncipes y poderes de la tierra un
poder político absoluto, debía parecer a Ockham la negación del ideal cristiano
de la Iglesia como comunidad libre, ajena a toda preocupación mundana, en la
que la autoridad del Papado sea solamente la defensa de la libre fe de sus
miembros.
Indudablemente, el mismo ideal de
Ockham animaba a la orden
franciscana en su lucha contra el Papado de Aviñón.
La tesis de la pobreza de Cristo
y de los apóstoles fue el arma ideal de que se sirvió la orden franciscana para
defender este ideal. No sólo Cristo y los apóstoles no quisieron fundar un
reino o dominio temporal, sino que ni siquiera quisieron tener ninguna propiedad.
Quisieron fundar una comunidad que, no teniendo por mira más que la salvación
espiritual de sus miembros, renunciase a cualquier preocupación mundana y a
cualquier instrumento de dominio material. Tal es también la preocupación
polémica de Ockham.
Las palabras que según algún
antiguo escritor dirigió Ockham a Luis el Bávaro, cuando se refugió en su
corte: "O Imperator, defende me gladio et ego defendam te verbo", no
expresan la esencia de la obra política de Ockham. La cual, más que detenerse
en defender al Emperador, contrapone la Iglesia al Papado y defiende los
derechos de la Iglesia contra el absolutismo papal que pretende erigirse en
árbitro de la conciencia religiosa de los fieles. La Iglesia es para Ockham una
comunidad histórica, que vive como tradición ininterrumpida a través de los
siglos, y en esta tradición refuerza y enriquece el patrimonio de sus verdades
fundamentales. El Papa puede equivocarse y caer en herejías; puede incurrir en
herejías aun el concilio, que está formado por hombres falibles, pero no puede
caer en herejías aquella comunidad universal que no puede ser disuelta por
ninguna voluntad humana y que, según la palabra de Cristo, durará hasta el fin
de los siglos (Dial., I, trat. II, q. 25, ed. Goldast, II, 494-495).
Desde este punto de vista, la
tesis sostenida por el Papado de Aviñón de que la autoridad imperial procede de
Dios solamente a través de los papas y que, por tanto, solamente el Papa posee
la autoridad absoluta tanto en las cosas espirituales como en las temporales,
debía aparecer como herética.
Tal, en efecto, le parece a
Ockham, el cual muestra lo infundado de la misma observando que el imperio no
ha sido fundado por el Papa, ya que aquél existía antes de la venida de Cristo
(Ocio Quaest., II, 6, ed. Goldast, II, 339). El imperio fue fundado por
los romanos, que tuvieron primeramente reyes, luego cónsules, y, por último,
eligieron el emperador que dominase sobre todos sin ulteriores cambios. De los
romanos fue transferido a Carlomagno y luego de los francos fue transferido a
la nación alemana. Los romanos, pues, o los pueblos a los cuales transfirieron
el poder, tienen el derecho de elección imperial. Ockham defiende la tesis
afirmada en la Dieta de Rhens de 1338 de que la elección solamente por parte de
los príncipes de Alemania basta para hacer del elegido el rey y emperador de
los romanos. Toda jurisdicción del Papado sobre el Imperio queda excluida.
Sobre las relaciones entre el Imperio y el Papado, Ockham admite
sustancialmente la teoría de la independencia recíproca de los dos poderes,
teoría que afirmada por vez primera por el papa Gelasio I (492-496), ha
dominado casi toda la Edad Media. Ockham reconoce con
todo una cierta
jurisdicción del Imperio sobre el Papado, sobre todo por lo que se refiere a la
elección del Papa.
En algún caso, el mismo interés de la Iglesia puede requerir que el Papa sea
elegido por el emperador o por otros laicos (Dial., III, trat. II, lib.
III, q. 3, ed. Goldast, II, 917).
Fuente: N. Abbagnano