"DOCTOR
SUBTILIS"
Después de Santo
Tomás, el otro cambio de dirección de la escolástica se debe a Duns Escoto. Se
trata de un cambio decisivo, que debía conducir rápidamente a la escolástica al
fin de su ciclo y al desgaste de su función histórica. También este cambio de
rumbo fue determinado por el aristotelismo;
pero el aristotelismo es aquí el espíritu de un sistema, no un sistema.
Para
Santo Tomás, el aristotelismo es una doctrina que es menester corregir y
reformar. Para Duns Escoto, es el filosofar, que es menester reconocer y hacer
valer en todo su rigor para circunscribir en sus justos límites el dominio de
la ciencia humana.
Para
Santo Tomás, se trata de hacer servir el aristotelismo para la explicación de
la fe católica. Para Duns Escoto se trata de hacerlo valer como principio que
restringe la fe a su dominio propio, que es el práctico. El ideal de
una ciencia absolutamente necesaria, esto es, enteramente fundada en la
demostración, y el procedimiento crítico, analítico y dubitativo, constituyen
la expresión de la fidelidad de Duns al espíritu del aristotelismo. El
apelativo que Duns tuvo por parte de sus contemporáneos, Doctor subtilis, expresa
sólo el carácter exterior de su filosofar: la tendencia a distinguir y
subdistinguir, la insatisfacción analítica que busca la claridad en la
enumeración completa de las alternativas posibles. Pero el centro de su
personalidad filosófica es la aspiración hacia una ciencia racional necesaria y
autónoma y la cautela crítica que se deriva de esta aspiración. La relación entre Duns y Santo Tomás ha
sido comparada a la relación entre Kant y Leibniz: Santo Tomás y Leibniz serían
dogmáticos; Duns Escoto y Kant serían críticos. La aproximación, desenfocada
como todas las comparaciones que se nacen entre personalidades distantes en el
tiempo, puede ser verdadera en cuanto que Duns intenta, como Kant, fundar el
valor del conocimiento científico en el reconocimiento de sus límites y el
valor de la fe en su diversidad de naturaleza respecto a la ciencia. Por
esto Duns no se ha preocupado de hacer una obra sistemática y no ha compuesto
ninguna Summa ; se ha preocupado solamente de hacer valer su alto ideal
de la ciencia como criterio para la discusión de los problemas filosóficos y
teológicos de su tiempo, para determinar la parte que en los mismos corresponde
exactamente a la ciencia y la parte que corresponde a la fe, para circunscribir
a la fe en un dominio diferente, que es el práctico, y para asignar tal dominio
a la teología, colocada en el rango de una ciencia sui generis, diferente
de las demás y sin ninguna primacía sobre las otras.
El llamado primado de la voluntad
significa, en la obra de Duns, solamente esto: todo lo que no es susceptible de
un riguroso procedimiento demostrativo pertenece al dominio de un factor
contingente, arbitrario y libre, esto es, al dominio de la voluntad humana o
divina. El primado de la voluntad no es en él, como en Enrique de Gante, un
principio psicológico, sino metodológico y metafísico. Su agustinismo (aunque
del agustinismo se aleja en los puntos fundamentales, entre ellos el de la
iluminación divina) es puramente ocasional, como revela su carácter limitado y
parcial. De aquí el aspecto desconcertante de que su figura se ha revestido muy
frecuentemente entre sus contemporáneos y posteriores. En realidad él ha
hecho valer, por vez primera, el ideal científico de Aristóteles como principio
negativo y limitativo con relación a la investigación escolástica que tiende a
volver a llevar la fe a la razón.
CIENCIA Y FE
El De primo principio comienza
con una oración a Dios, que es al mismo tiempo la profesión del ideal
científico de Duns. "Tú eres el verdadero ser, Tú eres todo el ser; esto
creo yo, esto, si me fuera posible, quisiera conocer. Ayúdame, oh Señor, a
buscar este conocimiento del verdadero Ser, esto es, Tú mismo, que nuestra
razón natural puede alcanzar" (1, n. 1). Duns no pide a Dios una
iluminación sobrenatural, un conocimiento completo en verdad y en extensión, sino
solamente aquel conocimiento que es propio de la razón humana natural.
Aun dentro de sus límites, este
conocimiento es el único posible, la única ciencia para el hombre. "Además
de los atributos que demuestran de Ti los filósofos, sobre todo, los católicos,
te alaban como omnipotente, inmenso, omnipresente, verdadero, justo y
misericordioso, providente para todas las criaturas y especialmente para las
inteligentes. Pero de estos atributos hablaré en otro tratado, en el cual se
expondrán los objetos de la fe (credibilia) a los cuales se da el
asentimiento de la razón y que con todo son, para los católicos, tanto más
ciertos cuanto se fundan, no sobre nuestro entendimiento miope y vacilante,
sino sobre tu solidísima verdad" (4, n. 37). Aquí el contraste es evidente entre la verdad racional de la
metafísica, que es propia de la razón humana y, por tanto, válida para todos
los hombres, y la verdad de la fe, a la cual la razón puede solamente someterse
y que tiene una certeza solidísima solamente para los católicos. Y, de
hecho, la fe no tiene nada que ver con la ciencia, según Duns: pertenece enteramente
al dominio práctico. "La fe no es un hábito especulativo, ni el creer es
un acto especulativo, ni la visión que sigue al creer es una visión especulativa,
sino práctica" (Opus ox., prólogo, q. 3).
Todo
lo que traspasa los límites de la razón humana no es ya ciencia, sino acción o
conocimiento práctico, según Duns Escoto: concierne al fin al que el hombre
debe tender o a los medios para conseguirlo o las normas que, en vista del
mismo, se siguen, no a la ciencia. ¿Por qué la revelación fue necesaria
para los hombres? Porque, responde Escoto, el
hombre no puede darse cuenta con la razón natural del fin al cual está
destinado ni de los medios para conseguirlo. Que el hombre esté destinado a
ver y gozar de Dios, es cosa que él no puede saber sino por la revelación (Opus
ox., pról., q.1 n. 7). Y ¿por qué no puede saberlo por la razón natural?
Porque no hay conexión necesaria entre
el fin sobrenatural del hombre y la naturaleza humana, como nos consta que es
en esta vida (Ibid., pról., q. 1, n. 11).
'Evidentemente, se trata de un
fin que Dios ha querido libremente asignar al hombre, que no se relaciona
necesariamente con la naturaleza del hombre y por esto no puede ser demostrado
como propio de tal naturaleza, en cuanto que la demostración supondría la
necesidad del mismo. Los límites que Duns
descubre para el conocimiento humano no son accidentales para el conocimiento
mismo, sino constitutivos. El hombre no puede conocer demostrativamente lo que
Dios ha decidido en virtud de su albedrío y que, por consiguiente, no lleva
ningún rasgo de aquella necesidad que hace posible el conocimiento
demostrativo. El principio que mueve toda la crítica de Duns es el que él
expresa a propósito de la imposibilidad de demostrar que a nuestros actos
meritorios siga el premio divino. Esto es imposible de saber, porque el acto
remunerativo de Dios es libre. "Esto no es cognoscible naturalmente, dice,
y de aquí resulta que los filósofos se equivocan cuando afirman que todo lo que
procede inmediatamente de Dios, se deriva de El de un modo necesario" (Ibid.,
pról., q. 1, n. 8).
De esto nace la
separación y la antítesis que dominan todo el pensamiento de Duns, entre lo teorético
y lo práctico. Lo teorético es el dominio de la necesidad, por tanto, de la
demostración racional y de la ciencia. Lo práctico es el dominio de la
libertad, por consiguiente, de la imposibilidad de cualquier demostración y de
la fe.
La
metafísica es la ciencia teorética por excelencia-, la teología es por
excelencia la ciencia práctica. El objeto de la teología, de hecho no es
ahuyentar la ignorancia, sino persuadir al hombre a obrar para su propia
salvación. Su fin es, en otras palabras, no teorético, sino educativo. Repite
frecuentemente sus enseñanzas para que el hombre sea inducido más eficazmente a
ponerlas en práctica (Ibid., pról., q. 4, n. 42). Si por conocimiento
práctico se entiende la que condiciona necesariamente y precede al querer
recto, toda la teología debe ser reconocida como conocimiento práctico, porque
condiciona y determina la voluntad y la recta acción del nombre. Aun aquellas
verdades que aparentemente no se refieren a la acción, por ejemplo: "Dios
es trino" y "el Padre engendra al Hijo", son, en realidad,
prácticas. De hecho, la primera incluye virtualmente el conocimiento del recto
amor que el hombre debe a Dios, amor que debe dirigirse a las tres personas
divinas; de donde sí se dirigiese a una sola de ellas, excluyendo a las otras
(como acontece precisamente en el infiel), no sería el recto amor de Dios. La
segunda afirmación incluye el conocimiento de la regla por la cual el amor del hombre
debe dirigirse hacia el Padre y el Hijo, según la relación que ella determina precisamente
entre ellos (Ibid., pról., q. 4, n. 31).
Por
su carácter práctico, la teología no puede llamarse ciencia en sentido propio:
sus principios no dependen, en efecto, de la evidencia de su objeto (Ibid., III, d. 24, q.
1, n. 13). Pero si se quiere considerarla como ciencia, es menester hacerle un
sitio especial, ya que no está subordinada a ninguna ciencia y ninguna otra
ciencia está subordinada a ella. Aunque su objeto pueda de alguna manera ser
incluido en el objeto de la metafísica, sin embargo, no recibe sus principios
de la metafísica, porque ninguna proposición teológica es demostrable mediante
los principios del ser en cuanto tal (que es el objeto de la metafísica), o
mediante alguna razón tomada de la naturaleza del ser en cuanto tal. Además, no
subordina ninguna otra ciencia a sí misma, porque ninguna otra ciencia recibe
sus principios de ella. "Cualquiera otra ciencia, que pertenezca al
conocimiento natural, tiene su último fundamento en principios inmediata y
naturalmente evidentes"(Rep. Par., pról., q. 3, n. 4).
Frente
al carácter práctico de la teología, que por esto sólo impropiamente y en un
sentido especial es ciencia, destaca el carácter teorético de la metafísica,
que es ciencia en el más alto sentido. "Son por excelencia objeto de ciencia
o las cosas que se conocen antes que todas las demás y sin las cuales las otras
no pueden ser conocidas, o las que se conocen con la máxima certeza. El objeto
de la metafísica posee en el máximo grado este doble carácter: la metafísica
es, por consiguiente, ciencia en el máximo grado" (Quaest.
In Met., pról., n. 5; Opus oxoniense, I, d. 3, n. 25).
Duns Escoto ha
tomado de Aristóteles y de sus intérpretes árabes el ideal de una ciencia
necesaria, fundada enteramente en los principios evidentes y en demostraciones
racionales. Pero es el primero que se sirve de este principio para restringir y
limitar el dominio del conocimiento humano. Su alto concepto de la ciencia se
une en él con el reconocimiento de los límites rigurosos de la ciencia humana.
Lo que no es demostrable no es necesario, sino contingente, y por esto
arbitrario o práctico.
Puesto que el único dominio de lo contingente es la acción, lo que no es
necesario es término o producto de la acción humana o divina, o bien regla de
acción, esto es, fe.
No hay verdaderamente una postura
de escepticismo o agnosticismo en Duns Escoto. El no concibe que el
conocimiento humano pueda extenderse más allá de los límites a los cuales
efectivamente se extiende. Lo que se sustrae a él está en verdad falto de necesidad
intrínseca y, por tanto, es indemostrable en sí y absolutamente. No hay en él
ninguna renuncia al conocimiento, más aun, su ideal cognoscitivo queda ante él
sólidamente establecido. Con todo, una vez admitida la doctrina de que lo que
no es demostrable racionalmente es un puro objeto de fe, esto es, regla
práctica sin fundamento necesario, la investigación escolástica que desde nacía
siglos renovaba su intento de reducir a un todo compacto de doctrina lógica las
verdades de la fe, debía aparecer quimérica. Ya las obras apócrifas o probablemente apócrifas de Duns, por ejemplo,
los Tbeoremata, presentan un impresionante aumento del número de las
proposiciones indemostrables, que entran como tales a formar parte del dominio
práctico de la fe. No se puede demostrar que Dios vive (Theor., XIV, n.
1); que es sabio o inteligente (Ibid., n. 2); que está dotado de
voluntad (Ibid., n. 3); que es la primera causa eficiente (Ibid., XV);
que es necesario para la conservación de la naturaleza creada (Ibid., XVI,
n. 5); que coopera con las criaturas en su actividad (Ibid., n. 6); que
es inmutable e inmóvil (Ibid., n. 11, 13); que carece de magnitud y de
accidentes (Ibid., n. 14-16); que es infinito en el sentido de la
potencia (Ibid., n. 17). Escoto considera imposible demostrar todos
los atributos de Dios, y aun, como veremos, la inmortalidad del alma humana.
Con esto la certeza de estas proposiciones se convierte en certeza práctica,
esto es, fundada exclusivamente en su libre aceptación por parte del hombre. El
ideal aristotélico de la ciencia demostrativa lleva aquí a rechazar
definitivamente fuera del ámbito de la investigación filosófica fundamentos
básicos de la religión católica. La escolástica se encamina a vaciar de todo
contenido su problema central.
CONOCIMIENTO
INTUITIVO Y DOCTRINA DE LA SUSTANCIA
La doctrina del
conocimiento de Escoto está fundamentalmente inspirada en Aristóteles. En ella
domina el concepto aristotélico de abstracción, más aún, la abstracción se
convierte en una forma fundamental del conocimiento, en el mismo conocimiento
científico.
Tal es el significado de la
distinción entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo-."Puede haber, dice Escoto (Op. ox., II, d. 3, q. 9, n. 6),
un conocimiento del objeto que abstrae de su existencia actual y puede haber un
conocimiento del objeto en cuanto existe y en cuanto está presente en su
existencia actual". La ciencia es conocimiento de las quididades; abstrae
de la existencia actual de su objeto, de lo contrario existiría o no, según la existencia
o la no-existencia del objeto, y así no sería perpetua, sino que seguiría el
nacimiento y la muerte del objeto. Por otra parte, si el sentido conoce el
objeto en su existencia actual, debe también conocerlo de la misma manera el
entendimiento, que es una potencia cognoscitiva más elevada. Duns llama abstracción al primer
conocimiento, porque abstrae de la existencia o no-existencia actual del
objeto; intuitiva a la segunda, por cuanto nos pone directamente en presencia
del objeto existente y nos lo hace ver como es en sí mismo.
"Intuitivo" no se opone a "discursivo", no significa el
conocimiento inmediato, que se opone al procedimiento indirecto de la razón,
sino que designa la presencialidad del objeto que se tiene en el ver (intueri).
Duns Escoto se
ha servido, pues, del concepto aristotélico de abstracción para determinar los
dos grados fundamentales del conocimiento independientemente de la distinción
tradicional de sensibilidad y razón.
El conocimiento
abstractivo es el conocimiento de la quididad, esto es, de la esencia lógica de
las cosas y es propio de la ciencia.
El conocimiento
intuitivo, que no es propio solamente de la sensibilidad, sino que pertenece también
al entendimiento, es el conocimiento de la existencia como tal, de la realidad,
en cuanto ser o presencia real. Se trata de dos formas o grados del
conocimiento que no corresponden a dos órganos o facultades diversas (como la
sensibilidad y el entendimiento), porque pueden ser y son de un solo órgano y
precisamente del entendimiento. Es, en efecto, evidente que a los
sentidos se da el conocimiento intuitivo, pero no el abstractivo; mientras que
al entendimiento pertenecen ambos conocimientos.
Ahora bien, sobre la doble
función intuitiva y abstractiva del conocimiento intelectual se funda toda la
metafísica de Duns. Es ésta la parte más
sutil y original de todo el sistema escotista, y consiste esencialmente en la
interpretación de la teoría aristotélica de sustancia. La sustancia
aristotélica, como causa o principio del ser en cuanto tal, es también el
fundamento de toda inteligibilidad y de toda realidad. Es, al mismo tiempo, la
esencia del ser y el ser de la esencia; la naturaleza racional de la realidad y
su existencia necesaria (§ 73). Explícitamente, Duns Escoto se atiene a
esta doctrina, a través de la interpretación de Avicena (Op. ox., II, d.
3, q. 1, n. 7). Puesto que en la realidad terna no existen más que cosas
individuales y que el universal no subsiste como tal más que en el entendimiento,
Duns Escoto se preocupa por encontrar el
fundamento común de la individualidad de la cosa externa, y de la universalidad
de la cosa pensada en una quididad o sustancia de tipo
aristotélico. De hecho, aunque en la realidad no existan más que cosas
individuales, debe existir entre ellas una sustancia o naturaleza común. En
cualquier género de cosas hay una unidad primera que sirve de medida a todas
las cosas que pertenecen al género. Tal unidad es unidad real, porque es medida
de cosas reales, pero no es unidad numérica, porque no se añade al número de
los individuos que componen el género. Por ejemplo, la naturaleza humana es la medida
y el fundamento de todos los individuos que pertenecen al género hombre y
constituyen su unidad; pero no existe una unidad numérica que, de lo contrario,
se añadiría como otra realidad individual al número de los individuos humanos.
Esta unidad no numérica o, como dice Escoto, menor que la unidad numérica, es
la unidad de sustancia o quididad del hombre, el quod quid erat esse o la
esencia sustancial de Aristóteles, es decir, la naturaleza común.
Esta sustancia o naturaleza común
es al mismo tiempo fundamento de la realidad de los individuos y de la
universalidad del concepto. No es, pues, en su parte, individual ni universal,
y más bien es indiferente por sí misma a individualidad y a la universalidad. "Ella,
dice Escoto (Op. ox., II, d. 3, q.1, n. 7), no es de por sí única con
una unidad numérica, ni múltiple con una multiplicidad opuesta a esta unidad;
no es universal en acto, a la manera como el universal está en el
entendimiento; ni es en sí particular. Aunque no exista nunca realmente sin
alguna de estas determinaciones, no es, sin embargo, ninguna de ellas, sino que
las precede naturalmente a todas y por esta prioridad suya natural es el quod
quid est (la sustancia en el sentido aristotélico), que es por sí objeto
del entendimiento y por sí es considerada por el metafísico y expresada por la
definición." Esta naturaleza común no solamente es por sí indiferente
a la universalidad que recibe en el entendimiento, y a la singularidad que
recibe en la realidad, sino que su mismo ser en el entendimiento no tiene
necesariamente un carácter universal. Aunque no pueda ser entendida por el
entendimiento si no es en su universalidad, la universalidad se le añade como
primera determinación, en cuanto es objeto; de la misma manera en la realidad
externa se le añade la singularidad que hace de ella una realidad individual,
aunque por sí sea anterior a la determinación que la contrae a un solo
individuo. Por su idéntica indiferencia a la universalidad y a la singularidad,
no repugna a la una ni a la otra; puede adquirir, como objeto del
entendimiento, aquella universalidad que hace de ella una realidad inteligible
y como realidad física aquella individualidad que hace de ella una realidad
externa al alma (Ibid. ;
Rep. Par., II, d. 12, q. 6,
n. 11). Ahora bien, esta naturaleza común, que es el fundamento de toda
realidad, sea en el entendimiento, sea fuera del entendimiento, es objeto del
conocimiento intuitivo. Se revela aquí
la función que Duns Escoto atribuye a esta forma del conocimiento. Puesto que
el conocimiento intelectual abstractivo es evidentemente el del universal, y
puesto que la naturaleza común es anterior a la universalidad así como a la
singularidad que es percibida por el sentido, no habría posibilidad de
conocerla si el entendimiento no tuviese la función intuitiva que le hace recibir
en su realidad la sustancia última de las cosas (Op. ox., III, d.
14, q., n. 4).
Reconocida así en la naturaleza
común y en su unidad "menor que la unidad numérica" la sustancia
metafísica del universo, la estructura última común al mundo sensible y al
mundo inteligible, Escoto se propone el problema de ver cómo ella da ocasión
precisamente, por una parte, a la universalidad, que es objeto del
entendimiento y, por otra, a la singularidad, que es el carácter de las cosas
existentes. Se encuentra, pues, ante el problema de la individuación, por un
lado y, por otro, ante el problema de la universalización. Por lo que se refiere al principio de individuación, Duns Escoto niega
que consista en la materia o en la forma. La materia es el fundamento
indistinto e indeterminado de la realidad; no puede ser, por tanto, principio
de la distinción y de la diversidad (Ibid., II, a. 3, q. 5, n. 1).
Tampoco puede serlo la forma,
porque ésta no es otra realidad que la sustancia o naturaleza común que precede
tanto a la universalidad como a la singularidad y es, por consiguiente,
indiferente a la una y a la otra La individualidad consiste, según Escoto, en
una "última realidad del ente", la cual determina y contrae la
naturaleza común a la individualidad, ad ese bañe rem. Esta última
realidad del ente, este principio que contrae y limita, que restringe y define
la naturaleza común indiferente dentro de los límites en un individuo
determinado, fue llamado por Duns Escoto, o por algún discípulo inmediato, haecceitas.
El vocablo, que no se encuentra en el Opus oxoniense, se halla, en
cambio, en Reportata parisiensia (II, d. 12, q. 5, n. 1, 8, 13. 14).
Indica la determinación última y completa de la materia, de la forma y de su
compuesto. Esta determinación es una determinación real, que se añade realmente
a la sustancia que constituye la naturaleza común de todos los individuos, pero
no es una realidad diversa numéricamente de ella.
La naturaleza común y la baecceitas
no son dos realidades, dos cosas numéricamente distintas, aunque sean
realmente distintas. Duns introduce aquí un tipo de distinción que excluye
la separación y la diversidad numérica de los términos distintos, aunque no sea
una pura distinción de razón, sino una distinción real. Tal es la distinción
formal, que él sostiene que existe entre la naturaleza y la entidad de un
ser cualquiera: entendiendo por naturaleza la sustancia común indiferente y por
entidad la completa realización del individuó como tal (Op. ox., II, d.
3, q. 6, n. 15). Esta solución del problema de la individuación implica el
reconocimiento en el individuo de un valor metafísico que la tradición
escolástica no le había nunca atribuido. La individualidad es la última
perfección de la sustancia metafísica; constituye la plenitud final de tal
sustancia, su plena actualidad.
El otro problema
fundamental de la metafísica de Duns Escoto es el que se refiere a la
universalización de la sustancia común en el entendimiento.
Esta universalización se realiza
por medio de la especie inteligible. La especie es necesariamente exigida por
el conocimiento intelectual, porque es el objeto de tal conocimiento. De hecho,
si la imagen (phantasma) es el objeto del conocimiento sensible y
representa la realidad bajo el aspecto de la singularidad, es necesario que el
conocimiento intelectual tenga un objeto diverso, que represente la realidad
bajo el aspecto de la universalidad: este objeto es la especie. Ahora bien, la
especie no es creada por el entendimiento, aunque la actividad del
entendimiento sea la única causa del conocimiento. La especie es, por su
naturaleza, y no por obra del entendimiento, el objeto adecuado del mismo
entendimiento; éste, por tanto, es a este respecto, no sólo activo, sino
receptivo. El entendimiento y la especie concurren a la vez en determinar el
conocimiento como el padre y la madre en la generación de la prole (Ibid., I,
d. 3, q. 7, n. 2, 3, 20). El primer conocimiento confuso del entendimiento es
el de la especie especialísima, esto es, de la especie menos universal y
más individualizada; por tanto, la más próxima a la imagen sensible. Pero el
primer conocimiento distinto del entendimiento es, en cambio, el más universal,
el del ser. Este concepto está incluido en todos los otros conceptos más
restringidos: por tanto, todos los demás lo presuponen y no pueden ser
concebidos distintamente (esto es, definidos) si en ellos no está comprendido distintamente
el concepto del ser. La metafísica, que tiene por objeto precisamente este
concepto, es la ciencia que todas las otras presuponen y condiciona y hace
posibles los principios en los cuales se fundan (Ibid., I, d. 3, q. 2,
n. 22-25).
EL SER Y DIOS
Las tesis de la doctrina de Duns
Escoto expuestas hasta ahora, son el resultado de una investigación que se
esfuerza por mantenerse dentro del espíritu del aristotelismo.
Como
Aristóteles, Duns Escoto ha situado la metafísica por encima de todas las
ciencias, como condición y fundamento de las mismas. Como Aristóteles, ha
entendido la metafísica como una teoría del ser en cuanto ser. Como
Aristóteles, ha desarrollado esta ciencia como una teoría de la sustancia, que
no se puede entender si no es con referencia a la clásica exposición del libro
VII de la Metafísica. Su teoría del universal es en realidad la teoría
de la sustancia como una pura estructura ontológica, que es al mismo tiempo
fundamento de la universalidad lógica y de la individualidad natural.
La fidelidad al espíritu del
aristotelismo conduce a Duns Escoto a otro de los rasgos característicos de su
doctrina: la afirmación de la univocidad del ser, en decidida oposición
polémica con Santo Tomás. El concepto del ser, que es el objeto propio de la
metafísica, es, como se ha visto, el concepto primero y fundamental. Está más
allá de todas las categorías y de todas las determinaciones genéricas, esto es,
no entra en ninguna categoría ni en ningún género; como tal, es trascendente
(Op. ox., II, d. 1, q. 4, n. 26). La
noción de ser es común a todas las cosas existentes, común, por tanto, a las criaturas
y a Dios. Es noción unívoca, no análoga; y Duns se detiene a mostrar las
consecuencias imposibles que derivan de admitir su analogía. Su argumento
fundamental es que, si no se admite un significado del ser, común a Dios y a
las criaturas, es imposible conocer nada de Dios y es también imposible
determinar ninguno de sus atributos, partiendo por vía causal de las criaturas.
De hecho, así como no se podría
conocer nada de la sustancia que nos es conocida sólo a través de sus
accidentes sensibles, si no hubiese un concepto común a aquélla y a estos
accidentes, que es precisamente el concepto del ser, así no se podría conocer
nada de Dios, salvo que fuese un concepto común a Dios y a las criaturas; y no
puede haber otro concepto tal, más que el de ser (Ibid., I, d. 3, q. 3,
n. 9). No se podría, por ejemplo y ascender de la sabiduría que nosotros
aprehendemos en las criaturas, hasta la sabiduría de Dios, porque ésta no
tendría con aquélla nada común; y sería lo mismo afirmar que Dios es una
piedra, porque entre la piedra creada y la predicada de Dios no habría relación
menor que la que hay entre la sabiduría creada y la sabiduría divina (Ibid.,
I, d. 3, q. 2, n. 10).
A
la analogía de proporcionalidad, afirmada por Santo Tomás, Duns Escoto objeta
que esta analogía confirma precisamente la imposibilidad de afirmar analógicamente
cualquier atributo de Dios partiendo de las criaturas, ya que en virtud de esta
analogía no se puede afirmar que Dios posea aquella perfección que se encuentra
en las criaturas, sino sólo que es la causa de ella.
Ahora bien, que Dios sea causa de
una perfección creada, no implica que Dios tenga un atributo semejante a esta
perfección, a menos que no se admita una semejanza entre el atributo divino y
la perfección creada, semejanza que puede justificarse solamente admitiendo un
concepto común a Dios y a las criaturas, concepto al que no se puede llegar
ciertamente ascendiendo por la vía causal de las criaturas a Dios (Ibid., I,
d. 8, q. 3, n.
10). Por otra parte, el que el
ser deba atribuirse unívocamente a Dios y a las criaturas, no excluye su
diversidad: Dios y la criatura son diversos en su realidad respectiva, que no
tiene nada en común (Ibid., \, d. 8, q. 3, n. 11).
El
principio de la univocidad del ser lo considera Duns Escoto como un medio que
tiene el hombre para demostrar la existencia de Dios. Nos permite, en primer
lugar, descubrir la imposibilidad de la prueba ontológica, tal como la ha
expuesto San Anselmo. Ciertamente, si la proposición "Dios existe" se
entiende como unidad del ser y de la esencia divina, es necesario decir que es
evidente en cuanto no hace otra cosa que reconocer a Dios el ser en general,
sin determinar la realidad de tal ser. Si, en cambio, se hace cuestión de la
realidad propia de Dios, del ser que le corresponde en cuanto lo pensamos
mediante un concepto propio, esto es, no común a él y a las criaturas, como por
ejemplo, el de Ser necesario, de Ser infinito, o de Sumo Bien, entonces no se
puede resolver la cuestión sino con una demostración a posteriori. Puesto que todos
los conceptos que determinan la realidad propia de Dios no son simples, sino
resultado a su vez de varios conceptos, su unión para formar el concepto de
Dios debe ser justificada con una demostración, i cual debe proceder como todo
nuestro conocimiento, de los efectos a la causa (Op. ox., I, d. 2, q. 2,
n. 4, 5, 10).
En otros términos, sólo se puede atribuir a priori a
Dios el ser en general, solamente aquel predicado ontológico que es común a él
y a las criaturas; pero la realidad determinada que le corresponde en virtud de
un concepto propio que el hombre se forma de él, debe ser demostrada y puede
ser demostrada partiendo de la experiencia. A priori sabemos que de
alguna manera Dios existe; pero que El sea el Sumo Bien, o el Ser necesario o
infinito, podemos saberlo solamente en virtud de una demostración causal.
De esta naturaleza son, en
efecto, las pruebas que Duns aduce para la existencia de Dios. Puesto que lo
que hay de producible en el mundo ha tenido que ser producido por una causa y
puesto que no se puede ir hasta el infinito en la cadena de las causas, es
menester llegar a una causa primera o, como Duns dice, una primeridad
necesaria, incausable y existente en acto.
Esta prueba está obtenida de la
consideración de la causa eficiente; otra es deducida de la consideración de la
causa final. Hay un fin absoluto, que es absolutamente primero, esto es, no
subordinado a ningún otro fin; también este fin absoluto es incausable y
actual. En fin, y es una tercera prueba, debe haber una naturaleza eminente,
primera por su perfección absoluta, y también debe ser incausable y actual.
Hay, pues, tres primacías que son inseparables y no pueden hallarse más que .en
una sola naturaleza, puesto que el ser absolutamente primero no puede ser más
que uno (Ibid., I, d. 2, q.
2, n. 11, 17; De primo
principio, 3, 9, 11). Las tres primacías expresan los tres aspectos de la
bondad suma, que necesariamente coinciden: la suprema comunicabilidad, la
suprema amabilidad y la suprema perfección.
Entre los conceptos que se pueden
tener de Dios, uno sólo expresa, según Duns, la naturaleza intrínseca de Dios y
es el de infinito. Este, en efecto, es un concepto más simple que el de bien u
otro semejante, ya que el infinito no es un atributo o una determinación del
ser, sino un modo suyo intrínseco y no accidental. Si se dice que Dios es sumo,
se le da una determinación que le compete respecto a las cosas que son
distintas de Él; es sumo entre todas las cosas existentes. Pero si se dice que
es sumo en su naturaleza intrínseca, entonces esto no significa sino que es
infinito, esto es, que trasciende todo grado posible de perfección (Op. ox.,
I, d. 2, q. 2, n. 17).
La infinitud divina lleva hasta
el límite todos los atributos de Dios, sin identificarlos en la unidad de su
esencia. Duns se aleja de la doctrina dominante
en la escolástica, según la cual los atributos de Dios serían en su multiplicidad
incompatibles con la simplicidad de la esencia divina, y por esto se
identificarían sin más con tal esencia. El admite entre los atributos divinos
distinción formal, que es característica de su doctrina y que hemos ya visto
que interpone entre la naturaleza común y la entidad individual.
"Las perfecciones divinas,
dice, se distinguen ex parte rei, no realmente, sino formalmente."
Entre ellas no hay solamente una distinción de razón, como habría si sólo
fuesen modos diferentes de definir y concebir la única esencia divina, ni
tampoco hay una distinción real, como la habría si fuesen realidades
numéricamente distintas y separadas. Hay una distinción formal, en el
sentido que la una es diversa de la otra, puesto que tiene una naturaleza o una
esencia diversa, diversamente definible. Esto, en efecto, implica la distinción
formal: la diversidad de definiciones que expresan las esencias o quididades
respectivas de los términos distintos. Ahora bien, si la definición de la
bondad es diversa de la de la sabiduría en las cosas creadas, será también
diversa en la esencia infinita de Dios. La infinitud que caracteriza una
perfección divina aumenta su grado más allá de todo límite; pero no modifica su
naturaleza. Las perfecciones, por tanto, continúan siendo también en Dios
diversas formalmente una de otra. La ratio formalis de cada una de ellas
es diversa de la de las otras (Ibid., I, d. 8, q. 4, n. 17).
Dios es inteligencia y voluntad,
y la inteligencia y la voluntad son idénticas con su esencia. Como
inteligencia, El conoce no sólo su esencia, sino también, y en virtud de su
misma esencia, las cosas creadas. Pero a diferencia del entendimiento humano,
que tiene necesidad de la especie para entender las cosas, porque no pueden
serle presentes en su realidad, la inteligencia divina no tiene necesidad de
intermediarios; en ella está presente la realidad misma y su objeto es la
realidad conocida. "El mundo inteligible no es sino el mundo externo en
cuanto existe representativamente (obiective) como mundo conocido en la
mente divina; la idea del mundo real no es otra cosa que el mundo inteligible,
esto es, el mundo en su ser conocido" (Rep. Par., I, d. 36, q. 2,
n. 31). En cuanto a la voluntad divina, ella es el fundamento verdadero de la
esencia divina. Es verdaderamente causa primera y absoluta, en cuanto no hay
ningún motivo que la preceda y pueda de alguna manera determinarla. "No
hay ninguna causa por la cual la voluntad divina quiso esto o aquello, sino que
la voluntad es la voluntad y ninguna causa la precede" (Op.ox., I,
d. 8, q. 5, n. 24). Aquí está expresado verdaderamente el principio del llamado
voluntarismo de Duns Escoto. La voluntad es el principio de la contingencia
absoluta, se aparta de cualquiera necesidad y es la única causa de sí misma. Se
explica, por tanto, cómo la atribución de cualquier elemento al dominio
práctico de la voluntad, equivalga a una negación de su necesidad, esto es, de
su demostrabilidad racional. Se explica también el que toda intervención
directa de Dios en la constitución del mundo deba ser considerada por Duns como
indemostrable, en cuanto queda excluida del orden racional del mundo mismo. Es
éste el motivo por el cual Duns sostiene que la omnipotencia de Dios es indemostrable
y constituye un puro artículo de fe. Que Dios actúe como causa primera a través
de la acción de las causas segundas, es una verdad demostrable, por la cual se
puede, además, llegar (como hemos visto) a la misma existencia de Dios. Pero
que Dios produzca inmediatamente, esto es, prescindiendo de toda causa
intermedia, toda cosa que no sea en sí necesaria o no incluya contradicción es
una afirmación que no puede ser demostrada, sino solamente creída (Ibid., I,
d. 42, q. 1). La voluntad de Dios es absolutamente libre, aunque la libertad
divina no se entienda como la humana, como la posibilidad simultánea de actos
opuestos, ya que esta posibilidad implica una imperfección que no puede
atribuirse a Dios (Ibid.,I, d. 39, q. 5, n. 21).
La libertad de Dios consiste
solamente en su capacidad de querer un número infinito de objetos diversos.
Esta capacidad no supone en Él ningún cambio. Dios puede establecer que la cosa
querida por Él se efectúe en este o aquel momento del tiempo, sin que su querer
pierda su eternidad e inmutabilidad. La novedad del mundo no es, pues, excluida
(como sostenían los filósofos árabes) por la eternidad del querer divino. En cuanto
al comienzo del mundo en el tiempo, Duns cree que la cuestión, desde el punto
de vista de la razón, se debe dejar indecisa (Ibid., II, d. 1, q. 3).
EL HOMBRE
Que el
alma intelectiva sea la forma sustancial del cuerpo es, según Duns, una verdad
demostrable. El hombre, en cuanto tal piensa; y su pensamiento no puede ser referido
a un órgano corporal, porque trasciende el dominio de los objetos sensibles y
se dirige al universal y a lo suprasensible. El sujeto del pensamiento debe
ser, pues, el alma; y si el hombre es tal por el pensamiento, el alma, que es el
órgano del pensamiento, es la sustancia o forma del hombre (Op. ox., IV,
d. 43, q. 2). Pero el alma intelectiva no es la única forma del hombre: hay en
él otra forma sustancial, la del cuerpo en cuanto cuerpo. Esta es la forma
corporeitatis o forma mixti, que es propia del cuerpo como tal,
anteriormente a su unión con el alma y que lo predispone a tal unión. La
realidad que el cuerpo humano posee como cuerpo orgánico, independientemente de
su unión con el alma, es la forma de corporeidad del cuerpo mismo (Ibid., IV,,d.
11, q. 3; Rep. Par., IV, d. 11, q. 3).
La doctrina de la forma de la
corporeidad es un corolario de la doctrina de la actualidad de la materia, que
Duns tiene en común con la tradición franciscana. La materia,
independientemente de la forma, tiene una realidad propia, por la cual se distingue
de la nada; es, pues, acto no en cuanto el acto se opone a la pasividad (ya
que, según Aristóteles, la materia es siempre pasividad o potencia), sino en
cuanto el acto se opone al no-ser (Op. ox., d.12, q. 1, n. 16). Esta
doctrina de la actualidad de la materia se encuentra desarrollada de una manera
característica en el De rerum principio, y aunque tales desarrollos no
puedan ser atribuidos a Duns, dada la imposibilidad de atribuirle con certeza
esta obra, revelan, con todo, un aspecto históricamente notable de la corriente
escotista. En aquella obra se distinguen tres significados de la materia. La materia primo prima es la más indeterminada
y, por consiguiente, la menos actual, ya que está falta de cualquier forma
sustancial o accidental. La materia secundo prima es el substrato de la
generación y corrupción y ya está provista de alguna forma sustancial y de
cantidad. La materia tertio prima es la materia sobre la cual actúan las
fuerzas naturales y de la cual el nombre mismo se sirve para sus producciones
artificiales. La distinción de estas tres materias no anula la unidad de la
materia: el De rerum principio admite explícitamente la doctrina de
Avicebrón de la unidad de la materia, tanto de las cosas corporales como de las
espirituales. (De rer. princ., q. 8, a. 3-4).
De todas maneras, la materia no
tiene nada que ver con la individualidad del alma. El alma tiene su
singularidad independiente y anterior a su misión con la materia.
Evidentemente, su singularidad es, como la de cualquier otra cosa, su entidad
última, la haecceitas (Quodl., q. 2, n. 5). Con ello se rechaza una vez
más el principio de la individuación tomista como materia signata. A
partir de la naturaleza del alma no se puede deducir o demostrar su inmortalidad.
Las razones que han sido aducidas en defensa de la inmortalidad no concluyen.
Aristóteles no hubiera podido admitir la inmortalidad sin destruir todos sus
principios, ya que él sostiene que en todo compuesto el ser del todo es diverso
del ser de las partes que lo componen (materia y forma). Pero si el alma
permaneciese después del cuerpo, no sería sólo forma, esto es, parte del
hombre, sino todo el hombre, lo que es contrario a su explícita afirmación (Rep.
Par., 43, q. 2, n. 13). No se puede decir que el alma como forma tiene el
ser por sí y es, por tanto, indestructible; ya que no tiene el ser por sí en el
sentido de que subsista por su cuenta y de que no puede ser separada por ningún
otro título del ser; esto significaría que ni siquiera Dios puede crearla o
destruirla, lo que es falso (Ibid., d. 43, q. 2, n. 18-9). La tesis de que el ser está
intrínsecamente en el alma, afirmada por vez primera por Platón, y de la cual
también Santo Tomás se había servido para demostrar su inmortalidad, es así
negada por Duns, y reducida a pura materia dé la fe (Op. ox., IV, d. 43,
q. 2, n. 23).
Aún concluyen menos las razones
tomadas de la vida moral: la aspiración del alma a la felicidad eterna y a una
justicia que premie el bien y castigue el mal. Ya que debería, al menos, sernos
conocido, por obra de la razón natural, que la felicidad eterna sea el fin
conveniente de nuestra naturaleza, lo cual no es así; y en cuanto a la
necesidad de un premio o castigo, se puede siempre decir que cada uno encuentra
su remuneración suficiente en su misma acción buena y que la primera pena del
pecado es en mismo pecado
(Ibid., IV, d. 43, q. 2,
n. 27, 32). La inmortalidad del alma es,
pues, una pura verdad de fe, que no es susceptible de ser tratada
demostrativamente.
Duns
afirma con mucha energía la libertad de la voluntad humana. "La voluntad,
en cuanto acto primero, es libre para actos opuestos; es libre también de
tender, mediante tales actos opuestos, a objetos opuestos, y, además, es libre
de producir efectos opuestos" (Ibid., I, á. 39, q. 5, n. 15).
Esta
libertad está condicionada esencialmente por el hecho de que la voluntad no
tiene otra causa que sí misma, ya que es el único principio de todo lo que
sucede de una manera contingente, esto es, no necesariamente (Ibid., II,
d. 25, q. 1, n. 22). En el acto voluntario, el entendimiento depende de la
voluntad, ya que la voluntad se sirve de él como de un instrumento y lo somete
a las exigencias de la acción. Contra la primacía del entendimiento afirmada
por Santo Tomás, Duns afirma, con Enrique de Gante, el primado de la voluntad.
La bondad del objeto no causa necesariamente el asentimiento de la voluntad,
sino que la voluntad escoge libremente el bien y libremente opta por el bien
mayor (Ibid., I, d. 1, q. 4,n. 16). Esta supremacía de la voluntad
confiere a la vida moral del hombre un carácter de arbitrariedad irremediable.
La
sola y única ley moral para el hombre es el mandato de la voluntad divina.
"Dios no puede querer algo que no sea justo, porque la voluntad de Dios es
la primera regla"
(Ibid., IV, d. 46, q. 1, n. 6). Dado que la causa de la voluntad divina
no es otra cosa que la voluntad misma, Dios podría obrar de otra manera y
establecer para el hombre una ley diversa de la que ha establecido; en este
caso, sólo esta última sería la ley justa, ya que ninguna ley es justa sino en
cuanto es aceptada por la voluntad divina (Ibid., I, d. 44,
q. 1, n. 2). Se trata de
consecuencias inevitables del principio fundamental de que todo lo que es
práctico es absolutamente libre y arbitrario. Este principio, hecho valer con
una rígida coherencia, obliga a reducir el valor de la conducta humana a la
simple conformidad con la ley establecida por Dios, y el valor de esta ley al
simple arbitrio divino.
Pero, evidentemente, Duns debe admitir
una excepción, y una sola, del principio de que todas las reglas de conducta se
reducen a mandamientos divinos. Esta excepción concierne a la regla misma que
impone el respeto al mandamiento divino; ya que si también esta última fuese
válida solamente en virtud de un mandato divino, ningún camino habría para el
hombre de acercarse a la vida moral y ésta consistiría en una obediencia al
mandato divino prescrita también ella solamente por un mandamiento divino. Tal
es, en efecto, la posición de Duns a este propósito. Comienza, en efecto, por distinguir
una ley de naturaleza, naturalmente evidente al hombre de la misma
manera que los principios especulativos, y una ley positiva divina hecha
valer por el mandato de Dios (Ibid., Ili, d. 37, q. 1); pero luego restringe
ulteriormente el campo de la ley natural, distinguiendo en ella los
principios prácticos que resultan
evidentes por sus mismos términos o que son demostrados necesariamente, de
aquellos otros que son conformes a tales principios, pero que no son evidentes,
ni necesarios; y considera solamente a los primeros como leyes naturales en
sentido estricto (Ibid., III, d. 37, q. 1). Así restringido, el dominio
de la ley natural comprende solamente los dos primeros conceptos de la primera
tabla: "No tendrás otro
Dios más que a Mi ' y "No
pronunciarás el nombre de Dios en vano", que son precisamente los
preceptos que fundamentan la obediencia general a los preceptos divinos. Para
todos los demás preceptos, aunque admita en ellos una mayor o menor conformidad
con la ley de la naturaleza, Duns niega su naturalidad y confirma esta nación
en la Dispensa que Dios puede conceder y concede con respecto a los mismos,
reconociendo de esta manera que el hombre puede obrar rectamente, aun sin su
observancia (Ibid., III, d. 37, q. 1).
Así como no hay más que un único
precepto de ley natural —la obediencia a Dios—, así no hay más que un solo acto
que sea verdaderamente bueno por su objeto, y es el amor de Dios. El amor de
Dios es el amor de un objeto deseable por sí mismo e infinitamente bueno y no
puede ser nunca moralmente malo; de la misma manera, el odio a Dios es el único
acto verdaderamente malo que en ninguna circunstancia puede ser bueno. Todo
otro acto que se dirija a otro objeto puede ser bueno o malo, según las
circunstancias (Rep. Par., IV, d. 28,
q. 1, n. 6). El amor de Dios es
la condición del amor hacia el prójimo y hacia sí mismo y señala la regla y la
medida de todo otro amor (Op. ox. III, d. 28, q. 1).
Al amor, Dios responde con la
gracia, que es el acto con el cual acepta el amor y ama a quien le ama (Ibid.,
II, d. 27, q. 1, n. 3).
Duns atribuye al arbitrio divino
el mismo orden providencial de la salvación. Contra la justificación
tradicional de la redención concebida como necesaria para levantar al hombre
del estado de caída en el cual el pecado de Adán le había precipitado, Duns
afirma la contingencia de la redención y la perfecta .voluntariedad de la
encarnación de Cristo. El hombre habría podido ser redimido de un modo distinto
a la muerte de Cristo. No había necesidad de que Cristo redimiese al hombre con
su muerte, sino una necesidad condicionada por su decisión de quererle redimir
de esta manera.
La muerte de Cristo fue
contingente y debida solamente a la decisión divina (Ibid., IV, d. 15,
q. 1, n. 7).
Así, Duns ha verificado con
extremado rigor su reducción de la fe al dominio práctico, esto es, a lo
contingente y arbitrario. Esta reducción no supone con todo, a sus ojos,
ninguna disminución del valor de la fe. Su carácter voluntario acrecienta aún más
el mérito de la misma.
No puede haber duda sobre la
profundidad del espíritu religioso de esta extraña figura de franciscano que
profesaba el ideal aristotélico de una ciencia rigurosa y, al mismo tiempo,
defendía y exponía aquella creencia en la Inmaculada Concepción de María, que
la misma Iglesia católica no se decidió a reconocer como dogma hasta el siglo
XIX.
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