CAPITULO XX JUAN DUNS ESCOTO




"DOCTOR SUBTILIS"
Después de Santo Tomás, el otro cambio de dirección de la escolástica se debe a Duns Escoto. Se trata de un cambio decisivo, que debía conducir rápidamente a la escolástica al fin de su ciclo y al desgaste de su función histórica. También este cambio de rumbo fue determinado por el aristotelismo; pero el aristotelismo es aquí el espíritu de un sistema, no un sistema.
Para Santo Tomás, el aristotelismo es una doctrina que es menester corregir y reformar. Para Duns Escoto, es el filosofar, que es menester reconocer y hacer valer en todo su rigor para circunscribir en sus justos límites el dominio de la ciencia humana.
Para Santo Tomás, se trata de hacer servir el aristotelismo para la explicación de la fe católica. Para Duns Escoto se trata de hacerlo valer como principio que restringe la fe a su dominio propio, que es el práctico. El ideal de una ciencia absolutamente necesaria, esto es, enteramente fundada en la demostración, y el procedimiento crítico, analítico y dubitativo, constituyen la expresión de la fidelidad de Duns al espíritu del aristotelismo. El apelativo que Duns tuvo por parte de sus contemporáneos, Doctor subtilis, expresa sólo el carácter exterior de su filosofar: la tendencia a distinguir y subdistinguir, la insatisfacción analítica que busca la claridad en la enumeración completa de las alternativas posibles. Pero el centro de su personalidad filosófica es la aspiración hacia una ciencia racional necesaria y autónoma y la cautela crítica que se deriva de esta aspiración. La relación entre Duns y Santo Tomás ha sido comparada a la relación entre Kant y Leibniz: Santo Tomás y Leibniz serían dogmáticos; Duns Escoto y Kant serían críticos. La aproximación, desenfocada como todas las comparaciones que se nacen entre personalidades distantes en el tiempo, puede ser verdadera en cuanto que Duns intenta, como Kant, fundar el valor del conocimiento científico en el reconocimiento de sus límites y el valor de la fe en su diversidad de naturaleza respecto a la ciencia. Por esto Duns no se ha preocupado de hacer una obra sistemática y no ha compuesto ninguna Summa ; se ha preocupado solamente de hacer valer su alto ideal de la ciencia como criterio para la discusión de los problemas filosóficos y teológicos de su tiempo, para determinar la parte que en los mismos corresponde exactamente a la ciencia y la parte que corresponde a la fe, para circunscribir a la fe en un dominio diferente, que es el práctico, y para asignar tal dominio a la teología, colocada en el rango de una ciencia sui generis, diferente de las demás y sin ninguna primacía sobre las otras.
El llamado primado de la voluntad significa, en la obra de Duns, solamente esto: todo lo que no es susceptible de un riguroso procedimiento demostrativo pertenece al dominio de un factor contingente, arbitrario y libre, esto es, al dominio de la voluntad humana o divina. El primado de la voluntad no es en él, como en Enrique de Gante, un principio psicológico, sino metodológico y metafísico. Su agustinismo (aunque del agustinismo se aleja en los puntos fundamentales, entre ellos el de la iluminación divina) es puramente ocasional, como revela su carácter limitado y parcial. De aquí el aspecto desconcertante de que su figura se ha revestido muy frecuentemente entre sus contemporáneos y posteriores. En realidad él ha hecho valer, por vez primera, el ideal científico de Aristóteles como principio negativo y limitativo con relación a la investigación escolástica que tiende a volver a llevar la fe a la razón.

CIENCIA Y FE
El De primo principio comienza con una oración a Dios, que es al mismo tiempo la profesión del ideal científico de Duns. "Tú eres el verdadero ser, Tú eres todo el ser; esto creo yo, esto, si me fuera posible, quisiera conocer. Ayúdame, oh Señor, a buscar este conocimiento del verdadero Ser, esto es, Tú mismo, que nuestra razón natural puede alcanzar" (1, n. 1). Duns no pide a Dios una iluminación sobrenatural, un conocimiento completo en verdad y en extensión, sino solamente aquel conocimiento que es propio de la razón humana natural.
Aun dentro de sus límites, este conocimiento es el único posible, la única ciencia para el hombre. "Además de los atributos que demuestran de Ti los filósofos, sobre todo, los católicos, te alaban como omnipotente, inmenso, omnipresente, verdadero, justo y misericordioso, providente para todas las criaturas y especialmente para las inteligentes. Pero de estos atributos hablaré en otro tratado, en el cual se expondrán los objetos de la fe (credibilia) a los cuales se da el asentimiento de la razón y que con todo son, para los católicos, tanto más ciertos cuanto se fundan, no sobre nuestro entendimiento miope y vacilante, sino sobre tu solidísima verdad" (4, n. 37). Aquí el contraste es evidente entre la verdad racional de la metafísica, que es propia de la razón humana y, por tanto, válida para todos los hombres, y la verdad de la fe, a la cual la razón puede solamente someterse y que tiene una certeza solidísima solamente para los católicos. Y, de hecho, la fe no tiene nada que ver con la ciencia, según Duns: pertenece enteramente al dominio práctico. "La fe no es un hábito especulativo, ni el creer es un acto especulativo, ni la visión que sigue al creer es una visión especulativa, sino práctica" (Opus ox., prólogo, q. 3).
Todo lo que traspasa los límites de la razón humana no es ya ciencia, sino acción o conocimiento práctico, según Duns Escoto: concierne al fin al que el hombre debe tender o a los medios para conseguirlo o las normas que, en vista del mismo, se siguen, no a la ciencia. ¿Por qué la revelación fue necesaria para los hombres? Porque, responde Escoto, el hombre no puede darse cuenta con la razón natural del fin al cual está destinado ni de los medios para conseguirlo. Que el hombre esté destinado a ver y gozar de Dios, es cosa que él no puede saber sino por la revelación (Opus ox., pról., q.1 n. 7). Y ¿por qué no puede saberlo por la razón natural? Porque no hay conexión necesaria entre el fin sobrenatural del hombre y la naturaleza humana, como nos consta que es en esta vida (Ibid., pról., q. 1, n. 11).
'Evidentemente, se trata de un fin que Dios ha querido libremente asignar al hombre, que no se relaciona necesariamente con la naturaleza del hombre y por esto no puede ser demostrado como propio de tal naturaleza, en cuanto que la demostración supondría la necesidad del mismo. Los límites que Duns descubre para el conocimiento humano no son accidentales para el conocimiento mismo, sino constitutivos. El hombre no puede conocer demostrativamente lo que Dios ha decidido en virtud de su albedrío y que, por consiguiente, no lleva ningún rasgo de aquella necesidad que hace posible el conocimiento demostrativo. El principio que mueve toda la crítica de Duns es el que él expresa a propósito de la imposibilidad de demostrar que a nuestros actos meritorios siga el premio divino. Esto es imposible de saber, porque el acto remunerativo de Dios es libre. "Esto no es cognoscible naturalmente, dice, y de aquí resulta que los filósofos se equivocan cuando afirman que todo lo que procede inmediatamente de Dios, se deriva de El de un modo necesario" (Ibid., pról., q. 1, n. 8).
De esto nace la separación y la antítesis que dominan todo el pensamiento de Duns, entre lo teorético y lo práctico. Lo teorético es el dominio de la necesidad, por tanto, de la demostración racional y de la ciencia. Lo práctico es el dominio de la libertad, por consiguiente, de la imposibilidad de cualquier demostración y de la fe.
La metafísica es la ciencia teorética por excelencia-, la teología es por excelencia la ciencia práctica. El objeto de la teología, de hecho no es ahuyentar la ignorancia, sino persuadir al hombre a obrar para su propia salvación. Su fin es, en otras palabras, no teorético, sino educativo. Repite frecuentemente sus enseñanzas para que el hombre sea inducido más eficazmente a ponerlas en práctica (Ibid., pról., q. 4, n. 42). Si por conocimiento práctico se entiende la que condiciona necesariamente y precede al querer recto, toda la teología debe ser reconocida como conocimiento práctico, porque condiciona y determina la voluntad y la recta acción del nombre. Aun aquellas verdades que aparentemente no se refieren a la acción, por ejemplo: "Dios es trino" y "el Padre engendra al Hijo", son, en realidad, prácticas. De hecho, la primera incluye virtualmente el conocimiento del recto amor que el hombre debe a Dios, amor que debe dirigirse a las tres personas divinas; de donde sí se dirigiese a una sola de ellas, excluyendo a las otras (como acontece precisamente en el infiel), no sería el recto amor de Dios. La segunda afirmación incluye el conocimiento de la regla por la cual el amor del hombre debe dirigirse hacia el Padre y el Hijo, según la relación que ella determina precisamente entre ellos (Ibid., pról., q. 4, n. 31).
Por su carácter práctico, la teología no puede llamarse ciencia en sentido propio: sus principios no dependen, en efecto, de la evidencia de su objeto (Ibid., III, d. 24, q. 1, n. 13). Pero si se quiere considerarla como ciencia, es menester hacerle un sitio especial, ya que no está subordinada a ninguna ciencia y ninguna otra ciencia está subordinada a ella. Aunque su objeto pueda de alguna manera ser incluido en el objeto de la metafísica, sin embargo, no recibe sus principios de la metafísica, porque ninguna proposición teológica es demostrable mediante los principios del ser en cuanto tal (que es el objeto de la metafísica), o mediante alguna razón tomada de la naturaleza del ser en cuanto tal. Además, no subordina ninguna otra ciencia a sí misma, porque ninguna otra ciencia recibe sus principios de ella. "Cualquiera otra ciencia, que pertenezca al conocimiento natural, tiene su último fundamento en principios inmediata y naturalmente evidentes"(Rep. Par., pról., q. 3, n. 4).
Frente al carácter práctico de la teología, que por esto sólo impropiamente y en un sentido especial es ciencia, destaca el carácter teorético de la metafísica, que es ciencia en el más alto sentido. "Son por excelencia objeto de ciencia o las cosas que se conocen antes que todas las demás y sin las cuales las otras no pueden ser conocidas, o las que se conocen con la máxima certeza. El objeto de la metafísica posee en el máximo grado este doble carácter: la metafísica es, por consiguiente, ciencia en el máximo grado" (Quaest. In Met., pról., n. 5; Opus oxoniense, I, d. 3, n. 25).
Duns Escoto ha tomado de Aristóteles y de sus intérpretes árabes el ideal de una ciencia necesaria, fundada enteramente en los principios evidentes y en demostraciones racionales. Pero es el primero que se sirve de este principio para restringir y limitar el dominio del conocimiento humano. Su alto concepto de la ciencia se une en él con el reconocimiento de los límites rigurosos de la ciencia humana. Lo que no es demostrable no es necesario, sino contingente, y por esto arbitrario o práctico. Puesto que el único dominio de lo contingente es la acción, lo que no es necesario es término o producto de la acción humana o divina, o bien regla de acción, esto es, fe.
No hay verdaderamente una postura de escepticismo o agnosticismo en Duns Escoto. El no concibe que el conocimiento humano pueda extenderse más allá de los límites a los cuales efectivamente se extiende. Lo que se sustrae a él está en verdad falto de necesidad intrínseca y, por tanto, es indemostrable en sí y absolutamente. No hay en él ninguna renuncia al conocimiento, más aun, su ideal cognoscitivo queda ante él sólidamente establecido. Con todo, una vez admitida la doctrina de que lo que no es demostrable racionalmente es un puro objeto de fe, esto es, regla práctica sin fundamento necesario, la investigación escolástica que desde nacía siglos renovaba su intento de reducir a un todo compacto de doctrina lógica las verdades de la fe, debía aparecer quimérica. Ya las obras apócrifas o probablemente apócrifas de Duns, por ejemplo, los Tbeoremata, presentan un impresionante aumento del número de las proposiciones indemostrables, que entran como tales a formar parte del dominio práctico de la fe. No se puede demostrar que Dios vive (Theor., XIV, n. 1); que es sabio o inteligente (Ibid., n. 2); que está dotado de voluntad (Ibid., n. 3); que es la primera causa eficiente (Ibid., XV); que es necesario para la conservación de la naturaleza creada (Ibid., XVI, n. 5); que coopera con las criaturas en su actividad (Ibid., n. 6); que es inmutable e inmóvil (Ibid., n. 11, 13); que carece de magnitud y de accidentes (Ibid., n. 14-16); que es infinito en el sentido de la potencia (Ibid., n. 17). Escoto considera imposible demostrar todos los atributos de Dios, y aun, como veremos, la inmortalidad del alma humana. Con esto la certeza de estas proposiciones se convierte en certeza práctica, esto es, fundada exclusivamente en su libre aceptación por parte del hombre. El ideal aristotélico de la ciencia demostrativa lleva aquí a rechazar definitivamente fuera del ámbito de la investigación filosófica fundamentos básicos de la religión católica. La escolástica se encamina a vaciar de todo contenido su problema central.

CONOCIMIENTO INTUITIVO Y DOCTRINA DE LA SUSTANCIA
La doctrina del conocimiento de Escoto está fundamentalmente inspirada en Aristóteles. En ella domina el concepto aristotélico de abstracción, más aún, la abstracción se convierte en una forma fundamental del conocimiento, en el mismo conocimiento científico.
Tal es el significado de la distinción entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo-."Puede haber, dice Escoto (Op. ox., II, d. 3, q. 9, n. 6), un conocimiento del objeto que abstrae de su existencia actual y puede haber un conocimiento del objeto en cuanto existe y en cuanto está presente en su existencia actual". La ciencia es conocimiento de las quididades; abstrae de la existencia actual de su objeto, de lo contrario existiría o no, según la existencia o la no-existencia del objeto, y así no sería perpetua, sino que seguiría el nacimiento y la muerte del objeto. Por otra parte, si el sentido conoce el objeto en su existencia actual, debe también conocerlo de la misma manera el entendimiento, que es una potencia cognoscitiva más elevada. Duns llama abstracción al primer conocimiento, porque abstrae de la existencia o no-existencia actual del objeto; intuitiva a la segunda, por cuanto nos pone directamente en presencia del objeto existente y nos lo hace ver como es en sí mismo. "Intuitivo" no se opone a "discursivo", no significa el conocimiento inmediato, que se opone al procedimiento indirecto de la razón, sino que designa la presencialidad del objeto que se tiene en el ver (intueri).
Duns Escoto se ha servido, pues, del concepto aristotélico de abstracción para determinar los dos grados fundamentales del conocimiento independientemente de la distinción tradicional de sensibilidad y razón.
El conocimiento abstractivo es el conocimiento de la quididad, esto es, de la esencia lógica de las cosas y es propio de la ciencia.
 El  conocimiento intuitivo, que no es propio solamente de la sensibilidad, sino que pertenece también al entendimiento, es el conocimiento de la existencia como tal, de la realidad, en cuanto ser o presencia real. Se trata de dos formas o grados del conocimiento que no corresponden a dos órganos o facultades diversas (como la sensibilidad y el entendimiento), porque pueden ser y son de un solo órgano y precisamente del entendimiento. Es, en efecto, evidente que a los sentidos se da el conocimiento intuitivo, pero no el abstractivo; mientras que al entendimiento pertenecen ambos conocimientos.
Ahora bien, sobre la doble función intuitiva y abstractiva del conocimiento intelectual se funda toda la metafísica de Duns. Es ésta la parte más sutil y original de todo el sistema escotista, y consiste esencialmente en la interpretación de la teoría aristotélica de sustancia. La sustancia aristotélica, como causa o principio del ser en cuanto tal, es también el fundamento de toda inteligibilidad y de toda realidad. Es, al mismo tiempo, la esencia del ser y el ser de la esencia; la naturaleza racional de la realidad y su existencia necesaria (§ 73). Explícitamente, Duns Escoto se atiene a esta doctrina, a través de la interpretación de Avicena (Op. ox., II, d. 3, q. 1, n. 7). Puesto que en la realidad terna no existen más que cosas individuales y que el universal no subsiste como tal más que en el entendimiento, Duns Escoto se preocupa por encontrar el fundamento común de la individualidad de la cosa externa, y de la universalidad de la cosa pensada en una quididad o sustancia de tipo aristotélico. De hecho, aunque en la realidad no existan más que cosas individuales, debe existir entre ellas una sustancia o naturaleza común. En cualquier género de cosas hay una unidad primera que sirve de medida a todas las cosas que pertenecen al género. Tal unidad es unidad real, porque es medida de cosas reales, pero no es unidad numérica, porque no se añade al número de los individuos que componen el género. Por ejemplo, la naturaleza humana es la medida y el fundamento de todos los individuos que pertenecen al género hombre y constituyen su unidad; pero no existe una unidad numérica que, de lo contrario, se añadiría como otra realidad individual al número de los individuos humanos. Esta unidad no numérica o, como dice Escoto, menor que la unidad numérica, es la unidad de sustancia o quididad del hombre, el quod quid erat esse o la esencia sustancial de Aristóteles, es decir, la naturaleza común.
Esta sustancia o naturaleza común es al mismo tiempo fundamento de la realidad de los individuos y de la universalidad del concepto. No es, pues, en su parte, individual ni universal, y más bien es indiferente por sí misma a individualidad y a la universalidad. "Ella, dice Escoto (Op. ox., II, d. 3, q.1, n. 7), no es de por sí única con una unidad numérica, ni múltiple con una multiplicidad opuesta a esta unidad; no es universal en acto, a la manera como el universal está en el entendimiento; ni es en sí particular. Aunque no exista nunca realmente sin alguna de estas determinaciones, no es, sin embargo, ninguna de ellas, sino que las precede naturalmente a todas y por esta prioridad suya natural es el quod quid est (la sustancia en el sentido aristotélico), que es por sí objeto del entendimiento y por sí es considerada por el metafísico y expresada por la definición." Esta naturaleza común no solamente es por sí indiferente a la universalidad que recibe en el entendimiento, y a la singularidad que recibe en la realidad, sino que su mismo ser en el entendimiento no tiene necesariamente un carácter universal. Aunque no pueda ser entendida por el entendimiento si no es en su universalidad, la universalidad se le añade como primera determinación, en cuanto es objeto; de la misma manera en la realidad externa se le añade la singularidad que hace de ella una realidad individual, aunque por sí sea anterior a la determinación que la contrae a un solo individuo. Por su idéntica indiferencia a la universalidad y a la singularidad, no repugna a la una ni a la otra; puede adquirir, como objeto del entendimiento, aquella universalidad que hace de ella una realidad inteligible y como realidad física aquella individualidad que hace de ella una realidad externa al alma (Ibid. ;
Rep. Par., II, d. 12, q. 6, n. 11). Ahora bien, esta naturaleza común, que es el fundamento de toda realidad, sea en el entendimiento, sea fuera del entendimiento, es objeto del conocimiento intuitivo. Se revela aquí la función que Duns Escoto atribuye a esta forma del conocimiento. Puesto que el conocimiento intelectual abstractivo es evidentemente el del universal, y puesto que la naturaleza común es anterior a la universalidad así como a la singularidad que es percibida por el sentido, no habría posibilidad de conocerla si el entendimiento no tuviese la función intuitiva que le hace recibir en su realidad la sustancia última de las cosas (Op. ox., III, d. 14, q., n. 4).
Reconocida así en la naturaleza común y en su unidad "menor que la unidad numérica" la sustancia metafísica del universo, la estructura última común al mundo sensible y al mundo inteligible, Escoto se propone el problema de ver cómo ella da ocasión precisamente, por una parte, a la universalidad, que es objeto del entendimiento y, por otra, a la singularidad, que es el carácter de las cosas existentes. Se encuentra, pues, ante el problema de la individuación, por un lado y, por otro, ante el problema de la universalización. Por lo que se refiere al principio de individuación, Duns Escoto niega que consista en la materia o en la forma. La materia es el fundamento indistinto e indeterminado de la realidad; no puede ser, por tanto, principio de la distinción y de la diversidad (Ibid., II, a. 3, q. 5, n. 1).
Tampoco puede serlo la forma, porque ésta no es otra realidad que la sustancia o naturaleza común que precede tanto a la universalidad como a la singularidad y es, por consiguiente, indiferente a la una y a la otra La individualidad consiste, según Escoto, en una "última realidad del ente", la cual determina y contrae la naturaleza común a la individualidad, ad ese bañe rem. Esta última realidad del ente, este principio que contrae y limita, que restringe y define la naturaleza común indiferente dentro de los límites en un individuo determinado, fue llamado por Duns Escoto, o por algún discípulo inmediato, haecceitas. El vocablo, que no se encuentra en el Opus oxoniense, se halla, en cambio, en Reportata parisiensia (II, d. 12, q. 5, n. 1, 8, 13. 14). Indica la determinación última y completa de la materia, de la forma y de su compuesto. Esta determinación es una determinación real, que se añade realmente a la sustancia que constituye la naturaleza común de todos los individuos, pero no es una realidad diversa numéricamente de ella.
La naturaleza común y la baecceitas no son dos realidades, dos cosas numéricamente distintas, aunque sean realmente distintas. Duns introduce aquí un tipo de distinción que excluye la separación y la diversidad numérica de los términos distintos, aunque no sea una pura distinción de razón, sino una distinción real. Tal es la distinción formal, que él sostiene que existe entre la naturaleza y la entidad de un ser cualquiera: entendiendo por naturaleza la sustancia común indiferente y por entidad la completa realización del individuó como tal (Op. ox., II, d. 3, q. 6, n. 15). Esta solución del problema de la individuación implica el reconocimiento en el individuo de un valor metafísico que la tradición escolástica no le había nunca atribuido. La individualidad es la última perfección de la sustancia metafísica; constituye la plenitud final de tal sustancia, su plena actualidad.
El otro problema fundamental de la metafísica de Duns Escoto es el que se refiere a la universalización de la sustancia común en el entendimiento.
Esta universalización se realiza por medio de la especie inteligible. La especie es necesariamente exigida por el conocimiento intelectual, porque es el objeto de tal conocimiento. De hecho, si la imagen (phantasma) es el objeto del conocimiento sensible y representa la realidad bajo el aspecto de la singularidad, es necesario que el conocimiento intelectual tenga un objeto diverso, que represente la realidad bajo el aspecto de la universalidad: este objeto es la especie. Ahora bien, la especie no es creada por el entendimiento, aunque la actividad del entendimiento sea la única causa del conocimiento. La especie es, por su naturaleza, y no por obra del entendimiento, el objeto adecuado del mismo entendimiento; éste, por tanto, es a este respecto, no sólo activo, sino receptivo. El entendimiento y la especie concurren a la vez en determinar el conocimiento como el padre y la madre en la generación de la prole (Ibid., I, d. 3, q. 7, n. 2, 3, 20). El primer conocimiento confuso del entendimiento es el de la especie especialísima, esto es, de la especie menos universal y más individualizada; por tanto, la más próxima a la imagen sensible. Pero el primer conocimiento distinto del entendimiento es, en cambio, el más universal, el del ser. Este concepto está incluido en todos los otros conceptos más restringidos: por tanto, todos los demás lo presuponen y no pueden ser concebidos distintamente (esto es, definidos) si en ellos no está comprendido distintamente el concepto del ser. La metafísica, que tiene por objeto precisamente este concepto, es la ciencia que todas las otras presuponen y condiciona y hace posibles los principios en los cuales se fundan (Ibid., I, d. 3, q. 2, n. 22-25).

EL SER Y DIOS
Las tesis de la doctrina de Duns Escoto expuestas hasta ahora, son el resultado de una investigación que se esfuerza por mantenerse dentro del espíritu del aristotelismo.
Como Aristóteles, Duns Escoto ha situado la metafísica por encima de todas las ciencias, como condición y fundamento de las mismas. Como Aristóteles, ha entendido la metafísica como una teoría del ser en cuanto ser. Como Aristóteles, ha desarrollado esta ciencia como una teoría de la sustancia, que no se puede entender si no es con referencia a la clásica exposición del libro VII de la Metafísica. Su teoría del universal es en realidad la teoría de la sustancia como una pura estructura ontológica, que es al mismo tiempo fundamento de la universalidad lógica y de la individualidad natural.
La fidelidad al espíritu del aristotelismo conduce a Duns Escoto a otro de los rasgos característicos de su doctrina: la afirmación de la univocidad del ser, en decidida oposición polémica con Santo Tomás. El concepto del ser, que es el objeto propio de la metafísica, es, como se ha visto, el concepto primero y fundamental. Está más allá de todas las categorías y de todas las determinaciones genéricas, esto es, no entra en ninguna categoría ni en ningún género; como tal, es trascendente (Op. ox., II, d. 1, q. 4, n. 26). La noción de ser es común a todas las cosas existentes, común, por tanto, a las criaturas y a Dios. Es noción unívoca, no análoga; y Duns se detiene a mostrar las consecuencias imposibles que derivan de admitir su analogía. Su argumento fundamental es que, si no se admite un significado del ser, común a Dios y a las criaturas, es imposible conocer nada de Dios y es también imposible determinar ninguno de sus atributos, partiendo por vía causal de las criaturas.
De hecho, así como no se podría conocer nada de la sustancia que nos es conocida sólo a través de sus accidentes sensibles, si no hubiese un concepto común a aquélla y a estos accidentes, que es precisamente el concepto del ser, así no se podría conocer nada de Dios, salvo que fuese un concepto común a Dios y a las criaturas; y no puede haber otro concepto tal, más que el de ser (Ibid., I, d. 3, q. 3, n. 9). No se podría, por ejemplo y ascender de la sabiduría que nosotros aprehendemos en las criaturas, hasta la sabiduría de Dios, porque ésta no tendría con aquélla nada común; y sería lo mismo afirmar que Dios es una piedra, porque entre la piedra creada y la predicada de Dios no habría relación menor que la que hay entre la sabiduría creada y la sabiduría divina (Ibid., I, d. 3, q. 2, n. 10).
A la analogía de proporcionalidad, afirmada por Santo Tomás, Duns Escoto objeta que esta analogía confirma precisamente la imposibilidad de afirmar analógicamente cualquier atributo de Dios partiendo de las criaturas, ya que en virtud de esta analogía no se puede afirmar que Dios posea aquella perfección que se encuentra en las criaturas, sino sólo que es la causa de ella.
Ahora bien, que Dios sea causa de una perfección creada, no implica que Dios tenga un atributo semejante a esta perfección, a menos que no se admita una semejanza entre el atributo divino y la perfección creada, semejanza que puede justificarse solamente admitiendo un concepto común a Dios y a las criaturas, concepto al que no se puede llegar ciertamente ascendiendo por la vía causal de las criaturas a Dios (Ibid., I, d. 8, q. 3, n.
10). Por otra parte, el que el ser deba atribuirse unívocamente a Dios y a las criaturas, no excluye su diversidad: Dios y la criatura son diversos en su realidad respectiva, que no tiene nada en común (Ibid., \, d. 8, q. 3, n. 11).
El principio de la univocidad del ser lo considera Duns Escoto como un medio que tiene el hombre para demostrar la existencia de Dios. Nos permite, en primer lugar, descubrir la imposibilidad de la prueba ontológica, tal como la ha expuesto San Anselmo. Ciertamente, si la proposición "Dios existe" se entiende como unidad del ser y de la esencia divina, es necesario decir que es evidente en cuanto no hace otra cosa que reconocer a Dios el ser en general, sin determinar la realidad de tal ser. Si, en cambio, se hace cuestión de la realidad propia de Dios, del ser que le corresponde en cuanto lo pensamos mediante un concepto propio, esto es, no común a él y a las criaturas, como por ejemplo, el de Ser necesario, de Ser infinito, o de Sumo Bien, entonces no se puede resolver la cuestión sino con una demostración a posteriori. Puesto que todos los conceptos que determinan la realidad propia de Dios no son simples, sino resultado a su vez de varios conceptos, su unión para formar el concepto de Dios debe ser justificada con una demostración, i cual debe proceder como todo nuestro conocimiento, de los efectos a la causa (Op. ox., I, d. 2, q. 2, n. 4, 5, 10).
En otros términos, sólo se puede atribuir a priori a Dios el ser en general, solamente aquel predicado ontológico que es común a él y a las criaturas; pero la realidad determinada que le corresponde en virtud de un concepto propio que el hombre se forma de él, debe ser demostrada y puede ser demostrada partiendo de la experiencia. A priori sabemos que de alguna manera Dios existe; pero que El sea el Sumo Bien, o el Ser necesario o infinito, podemos saberlo solamente en virtud de una demostración causal.
De esta naturaleza son, en efecto, las pruebas que Duns aduce para la existencia de Dios. Puesto que lo que hay de producible en el mundo ha tenido que ser producido por una causa y puesto que no se puede ir hasta el infinito en la cadena de las causas, es menester llegar a una causa primera o, como Duns dice, una primeridad necesaria, incausable y existente en acto.
Esta prueba está obtenida de la consideración de la causa eficiente; otra es deducida de la consideración de la causa final. Hay un fin absoluto, que es absolutamente primero, esto es, no subordinado a ningún otro fin; también este fin absoluto es incausable y actual. En fin, y es una tercera prueba, debe haber una naturaleza eminente, primera por su perfección absoluta, y también debe ser incausable y actual. Hay, pues, tres primacías que son inseparables y no pueden hallarse más que .en una sola naturaleza, puesto que el ser absolutamente primero no puede ser más que uno (Ibid., I, d. 2, q.
2, n. 11, 17; De primo principio, 3, 9, 11). Las tres primacías expresan los tres aspectos de la bondad suma, que necesariamente coinciden: la suprema comunicabilidad, la suprema amabilidad y la suprema perfección.
Entre los conceptos que se pueden tener de Dios, uno sólo expresa, según Duns, la naturaleza intrínseca de Dios y es el de infinito. Este, en efecto, es un concepto más simple que el de bien u otro semejante, ya que el infinito no es un atributo o una determinación del ser, sino un modo suyo intrínseco y no accidental. Si se dice que Dios es sumo, se le da una determinación que le compete respecto a las cosas que son distintas de Él; es sumo entre todas las cosas existentes. Pero si se dice que es sumo en su naturaleza intrínseca, entonces esto no significa sino que es infinito, esto es, que trasciende todo grado posible de perfección (Op. ox., I, d. 2, q. 2, n. 17).
La infinitud divina lleva hasta el límite todos los atributos de Dios, sin identificarlos en la unidad de su esencia. Duns se aleja de la doctrina dominante en la escolástica, según la cual los atributos de Dios serían en su multiplicidad incompatibles con la simplicidad de la esencia divina, y por esto se identificarían sin más con tal esencia. El admite entre los atributos divinos distinción formal, que es característica de su doctrina y que hemos ya visto que interpone entre la naturaleza común y la entidad individual.
"Las perfecciones divinas, dice, se distinguen ex parte rei, no realmente, sino formalmente." Entre ellas no hay solamente una distinción de razón, como habría si sólo fuesen modos diferentes de definir y concebir la única esencia divina, ni tampoco hay una distinción real, como la habría si fuesen realidades numéricamente distintas y separadas. Hay una distinción formal, en el sentido que la una es diversa de la otra, puesto que tiene una naturaleza o una esencia diversa, diversamente definible. Esto, en efecto, implica la distinción formal: la diversidad de definiciones que expresan las esencias o quididades respectivas de los términos distintos. Ahora bien, si la definición de la bondad es diversa de la de la sabiduría en las cosas creadas, será también diversa en la esencia infinita de Dios. La infinitud que caracteriza una perfección divina aumenta su grado más allá de todo límite; pero no modifica su naturaleza. Las perfecciones, por tanto, continúan siendo también en Dios diversas formalmente una de otra. La ratio formalis de cada una de ellas es diversa de la de las otras (Ibid., I, d. 8, q. 4, n. 17).
Dios es inteligencia y voluntad, y la inteligencia y la voluntad son idénticas con su esencia. Como inteligencia, El conoce no sólo su esencia, sino también, y en virtud de su misma esencia, las cosas creadas. Pero a diferencia del entendimiento humano, que tiene necesidad de la especie para entender las cosas, porque no pueden serle presentes en su realidad, la inteligencia divina no tiene necesidad de intermediarios; en ella está presente la realidad misma y su objeto es la realidad conocida. "El mundo inteligible no es sino el mundo externo en cuanto existe representativamente (obiective) como mundo conocido en la mente divina; la idea del mundo real no es otra cosa que el mundo inteligible, esto es, el mundo en su ser conocido" (Rep. Par., I, d. 36, q. 2, n. 31). En cuanto a la voluntad divina, ella es el fundamento verdadero de la esencia divina. Es verdaderamente causa primera y absoluta, en cuanto no hay ningún motivo que la preceda y pueda de alguna manera determinarla. "No hay ninguna causa por la cual la voluntad divina quiso esto o aquello, sino que la voluntad es la voluntad y ninguna causa la precede" (Op.ox., I, d. 8, q. 5, n. 24). Aquí está expresado verdaderamente el principio del llamado voluntarismo de Duns Escoto. La voluntad es el principio de la contingencia absoluta, se aparta de cualquiera necesidad y es la única causa de sí misma. Se explica, por tanto, cómo la atribución de cualquier elemento al dominio práctico de la voluntad, equivalga a una negación de su necesidad, esto es, de su demostrabilidad racional. Se explica también el que toda intervención directa de Dios en la constitución del mundo deba ser considerada por Duns como indemostrable, en cuanto queda excluida del orden racional del mundo mismo. Es éste el motivo por el cual Duns sostiene que la omnipotencia de Dios es indemostrable y constituye un puro artículo de fe. Que Dios actúe como causa primera a través de la acción de las causas segundas, es una verdad demostrable, por la cual se puede, además, llegar (como hemos visto) a la misma existencia de Dios. Pero que Dios produzca inmediatamente, esto es, prescindiendo de toda causa intermedia, toda cosa que no sea en sí necesaria o no incluya contradicción es una afirmación que no puede ser demostrada, sino solamente creída (Ibid., I, d. 42, q. 1). La voluntad de Dios es absolutamente libre, aunque la libertad divina no se entienda como la humana, como la posibilidad simultánea de actos opuestos, ya que esta posibilidad implica una imperfección que no puede atribuirse a Dios (Ibid.,I, d. 39, q. 5, n. 21).
La libertad de Dios consiste solamente en su capacidad de querer un número infinito de objetos diversos. Esta capacidad no supone en Él ningún cambio. Dios puede establecer que la cosa querida por Él se efectúe en este o aquel momento del tiempo, sin que su querer pierda su eternidad e inmutabilidad. La novedad del mundo no es, pues, excluida (como sostenían los filósofos árabes) por la eternidad del querer divino. En cuanto al comienzo del mundo en el tiempo, Duns cree que la cuestión, desde el punto de vista de la razón, se debe dejar indecisa (Ibid., II, d. 1, q. 3).

EL HOMBRE
Que el alma intelectiva sea la forma sustancial del cuerpo es, según Duns, una verdad demostrable. El hombre, en cuanto tal  piensa; y su pensamiento no puede ser referido a un órgano corporal, porque trasciende el dominio de los objetos sensibles y se dirige al universal y a lo suprasensible. El sujeto del pensamiento debe ser, pues, el alma; y si el hombre es tal por el pensamiento, el alma, que es el órgano del pensamiento, es la sustancia o forma del hombre (Op. ox., IV, d. 43, q. 2). Pero el alma intelectiva no es la única forma del hombre: hay en él otra forma sustancial, la del cuerpo en cuanto cuerpo. Esta es la forma corporeitatis o forma mixti, que es propia del cuerpo como tal, anteriormente a su unión con el alma y que lo predispone a tal unión. La realidad que el cuerpo humano posee como cuerpo orgánico, independientemente de su unión con el alma, es la forma de corporeidad del cuerpo mismo (Ibid., IV,,d. 11, q. 3; Rep. Par., IV, d. 11, q. 3).
La doctrina de la forma de la corporeidad es un corolario de la doctrina de la actualidad de la materia, que Duns tiene en común con la tradición franciscana. La materia, independientemente de la forma, tiene una realidad propia, por la cual se distingue de la nada; es, pues, acto no en cuanto el acto se opone a la pasividad (ya que, según Aristóteles, la materia es siempre pasividad o potencia), sino en cuanto el acto se opone al no-ser (Op. ox., d.12, q. 1, n. 16). Esta doctrina de la actualidad de la materia se encuentra desarrollada de una manera característica en el De rerum principio, y aunque tales desarrollos no puedan ser atribuidos a Duns, dada la imposibilidad de atribuirle con certeza esta obra, revelan, con todo, un aspecto históricamente notable de la corriente escotista. En aquella obra se distinguen tres significados de la materia. La materia primo prima es la más indeterminada y, por consiguiente, la menos actual, ya que está falta de cualquier forma sustancial o accidental. La materia secundo prima es el substrato de la generación y corrupción y ya está provista de alguna forma sustancial y de cantidad. La materia tertio prima es la materia sobre la cual actúan las fuerzas naturales y de la cual el nombre mismo se sirve para sus producciones artificiales. La distinción de estas tres materias no anula la unidad de la materia: el De rerum principio admite explícitamente la doctrina de Avicebrón de la unidad de la materia, tanto de las cosas corporales como de las espirituales. (De rer. princ., q. 8, a. 3-4).
De todas maneras, la materia no tiene nada que ver con la individualidad del alma. El alma tiene su singularidad independiente y anterior a su misión con la materia. Evidentemente, su singularidad es, como la de cualquier otra cosa, su entidad última, la haecceitas (Quodl., q. 2, n. 5). Con ello se rechaza una vez más el principio de la individuación tomista como materia signata. A partir de la naturaleza del alma no se puede deducir o demostrar su inmortalidad. Las razones que han sido aducidas en defensa de la inmortalidad no concluyen. Aristóteles no hubiera podido admitir la inmortalidad sin destruir todos sus principios, ya que él sostiene que en todo compuesto el ser del todo es diverso del ser de las partes que lo componen (materia y forma). Pero si el alma permaneciese después del cuerpo, no sería sólo forma, esto es, parte del hombre, sino todo el hombre, lo que es contrario a su explícita afirmación (Rep. Par., 43, q. 2, n. 13). No se puede decir que el alma como forma tiene el ser por sí y es, por tanto, indestructible; ya que no tiene el ser por sí en el sentido de que subsista por su cuenta y de que no puede ser separada por ningún otro título del ser; esto significaría que ni siquiera Dios puede crearla o destruirla, lo que es falso (Ibid., d. 43, q. 2, n. 18-9). La tesis de que el ser está intrínsecamente en el alma, afirmada por vez primera por Platón, y de la cual también Santo Tomás se había servido para demostrar su inmortalidad, es así negada por Duns, y reducida a pura materia dé la fe (Op. ox., IV, d. 43, q. 2, n. 23).
Aún concluyen menos las razones tomadas de la vida moral: la aspiración del alma a la felicidad eterna y a una justicia que premie el bien y castigue el mal. Ya que debería, al menos, sernos conocido, por obra de la razón natural, que la felicidad eterna sea el fin conveniente de nuestra naturaleza, lo cual no es así; y en cuanto a la necesidad de un premio o castigo, se puede siempre decir que cada uno encuentra su remuneración suficiente en su misma acción buena y que la primera pena del pecado es en mismo pecado
(Ibid., IV, d. 43, q. 2, n. 27, 32). La inmortalidad del alma es, pues, una pura verdad de fe, que no es susceptible de ser tratada demostrativamente.
Duns afirma con mucha energía la libertad de la voluntad humana. "La voluntad, en cuanto acto primero, es libre para actos opuestos; es libre también de tender, mediante tales actos opuestos, a objetos opuestos, y, además, es libre de producir efectos opuestos" (Ibid., I, á. 39, q. 5, n. 15).
Esta libertad está condicionada esencialmente por el hecho de que la voluntad no tiene otra causa que sí misma, ya que es el único principio de todo lo que sucede de una manera contingente, esto es, no necesariamente (Ibid., II, d. 25, q. 1, n. 22). En el acto voluntario, el entendimiento depende de la voluntad, ya que la voluntad se sirve de él como de un instrumento y lo somete a las exigencias de la acción. Contra la primacía del entendimiento afirmada por Santo Tomás, Duns afirma, con Enrique de Gante, el primado de la voluntad. La bondad del objeto no causa necesariamente el asentimiento de la voluntad, sino que la voluntad escoge libremente el bien y libremente opta por el bien mayor (Ibid., I, d. 1, q. 4,n. 16). Esta supremacía de la voluntad confiere a la vida moral del hombre un carácter de arbitrariedad irremediable.
La sola y única ley moral para el hombre es el mandato de la voluntad divina. "Dios no puede querer algo que no sea justo, porque la voluntad de Dios es la primera regla" (Ibid., IV, d. 46, q. 1, n. 6). Dado que la causa de la voluntad divina no es otra cosa que la voluntad misma, Dios podría obrar de otra manera y establecer para el hombre una ley diversa de la que ha establecido; en este caso, sólo esta última sería la ley justa, ya que ninguna ley es justa sino en cuanto es aceptada por la voluntad divina (Ibid., I, d. 44,
q. 1, n. 2). Se trata de consecuencias inevitables del principio fundamental de que todo lo que es práctico es absolutamente libre y arbitrario. Este principio, hecho valer con una rígida coherencia, obliga a reducir el valor de la conducta humana a la simple conformidad con la ley establecida por Dios, y el valor de esta ley al simple arbitrio divino.
Pero, evidentemente, Duns debe admitir una excepción, y una sola, del principio de que todas las reglas de conducta se reducen a mandamientos divinos. Esta excepción concierne a la regla misma que impone el respeto al mandamiento divino; ya que si también esta última fuese válida solamente en virtud de un mandato divino, ningún camino habría para el hombre de acercarse a la vida moral y ésta consistiría en una obediencia al mandato divino prescrita también ella solamente por un mandamiento divino. Tal es, en efecto, la posición de Duns a este propósito. Comienza, en efecto, por distinguir una ley de naturaleza, naturalmente evidente al hombre de la misma manera que los principios especulativos, y una ley positiva divina hecha valer por el mandato de Dios (Ibid., Ili, d. 37, q. 1); pero luego restringe ulteriormente el campo de la ley natural, distinguiendo en ella los
principios prácticos que resultan evidentes por sus mismos términos o que son demostrados necesariamente, de aquellos otros que son conformes a tales principios, pero que no son evidentes, ni necesarios; y considera solamente a los primeros como leyes naturales en sentido estricto (Ibid., III, d. 37, q. 1). Así restringido, el dominio de la ley natural comprende solamente los dos primeros conceptos de la primera tabla: "No tendrás otro
Dios más que a Mi ' y "No pronunciarás el nombre de Dios en vano", que son precisamente los preceptos que fundamentan la obediencia general a los preceptos divinos. Para todos los demás preceptos, aunque admita en ellos una mayor o menor conformidad con la ley de la naturaleza, Duns niega su naturalidad y confirma esta nación en la Dispensa que Dios puede conceder y concede con respecto a los mismos, reconociendo de esta manera que el hombre puede obrar rectamente, aun sin su observancia (Ibid., III, d. 37, q. 1).
Así como no hay más que un único precepto de ley natural —la obediencia a Dios—, así no hay más que un solo acto que sea verdaderamente bueno por su objeto, y es el amor de Dios. El amor de Dios es el amor de un objeto deseable por sí mismo e infinitamente bueno y no puede ser nunca moralmente malo; de la misma manera, el odio a Dios es el único acto verdaderamente malo que en ninguna circunstancia puede ser bueno. Todo otro acto que se dirija a otro objeto puede ser bueno o malo, según las circunstancias (Rep. Par., IV, d. 28,
q. 1, n. 6). El amor de Dios es la condición del amor hacia el prójimo y hacia sí mismo y señala la regla y la medida de todo otro amor (Op. ox. III, d. 28, q. 1).
Al amor, Dios responde con la gracia, que es el acto con el cual acepta el amor y ama a quien le ama (Ibid., II, d. 27, q. 1, n. 3).
Duns atribuye al arbitrio divino el mismo orden providencial de la salvación. Contra la justificación tradicional de la redención concebida como necesaria para levantar al hombre del estado de caída en el cual el pecado de Adán le había precipitado, Duns afirma la contingencia de la redención y la perfecta .voluntariedad de la encarnación de Cristo. El hombre habría podido ser redimido de un modo distinto a la muerte de Cristo. No había necesidad de que Cristo redimiese al hombre con su muerte, sino una necesidad condicionada por su decisión de quererle redimir de esta manera.
La muerte de Cristo fue contingente y debida solamente a la decisión divina (Ibid., IV, d. 15, q. 1, n. 7).
Así, Duns ha verificado con extremado rigor su reducción de la fe al dominio práctico, esto es, a lo contingente y arbitrario. Esta reducción no supone con todo, a sus ojos, ninguna disminución del valor de la fe. Su carácter voluntario acrecienta aún más el mérito de la misma.
No puede haber duda sobre la profundidad del espíritu religioso de esta extraña figura de franciscano que profesaba el ideal aristotélico de una ciencia rigurosa y, al mismo tiempo, defendía y exponía aquella creencia en la Inmaculada Concepción de María, que la misma Iglesia católica no se decidió a reconocer como dogma hasta el siglo XIX.

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