CAPITULO XXII GUILLERMO DE OCKHAM



 LA LIBERTAD DE LA INVESTIGACIÓN
Guillermo de Ockham es la última gran figura de la escolástica y al mismo tiempo la primera figura de la Edad Moderna. El problema fundamental del cual había nacido la escolástica y de cuya incesante elaboración había vivido, el acuerdo entre la investigación filosófica y la verdad revelada, es declarado por vez primera imposible por boca de Ockham, y por él mismo vaciado de todo significado. Con esto la escolástica medieval cierra su ciclo histórico; la investigación filosófica queda disponible para la consideración de otros problemas, el primero de los cuales es el de la naturaleza, esto es, del mundo al cual el hombre pertenece y que puede conocer con las solas fuerzas de la razón.
La negación de la posibilidad del problema escolástico implica inmediatamente la apertura de un problema en el cual la investigación filosófica reconoce su propio dominio.
El principio del cual Ockham se ha valido para llevar a cabo la disolución de la escolástica, ya comenzada por Duns Escoto, es el recurso a la experiencia. Para Duns Escoto, el principio limitativo y negativo de la investigación escolástica había sido el ideal aristotélico de ciencia demostrativa. Tomado y hecho valer por vez primera en su pleno rigor, este ideal había, conducido al Doctor sutil a reconocer en la teología una ciencia puramente práctica, esto es, apta para procurar las normas de acción, pero incapaz de alcanzar verdades especulativas. El recurso a la experiencia, que constituye, en cambio, el rasgo saliente del procedimiento de Ockham, conduce a este último a poner el fundamento de todo conocimiento en la experiencia y a rechazar como cosa de todo conocimiento posible cuanto trasciende los límites de la misma experiencia. Se puede suponer que esta primacía de la experiencia, afirmada por Ockham, sea también un elemento del aristotelismo; en realidad, el valor de la experiencia había ya sido reconocido por la tradición franciscana y había encontrado afirmaciones solemnes en Roberto Grossetete y en Rogerio Bacon. Ockham se mantiene más fiel a esta tradición que Duns Escoto. Pero como el ideal aristotélico de la ciencia, aunque ya conocido y aceptado por la escolástica latina, sólo fue empleado por Duns como fuerza limitadora y negadora del problema escolástico, así también el empirismo, aunque conocido y aceptado por muchos escolásticos, solamente con Ockham se convirtió en la tuerza que determinó la caída de la escolástica.
Al empirismo, que es el fundamento de su filosofía, Ockham llegó partiendo de una exigencia de libertad que es el centro de su personalidad. Tal exigencia domina todos sus puntos de vista. A propósito de la condenación pronunciada por el obispo de París Esteban Tempier, sobre algunas proposiciones tomistas (§ 284), dice: "Las aserciones principalmente filosóficas, que no conciernen a la teología, no deben ser condenadas o puestas en entredicho por nadie solemnemente, porque en ellas cualquiera debe ser libre de decir libremente lo que le parece" (Dialog. ínter. Mag. et Disc., I, trat. II, q. 22, ed. Goldast, p. 427). Era la primera vez que se hacía una semejante reivindicación; y en ella Ockham inspiraba no solamente su investigación filosófica, sino también su actividad política.
Durante veinte años defendió la causa imperial con un conjunto imponente de obras, cuyo intento principal es el de llevar a la Iglesia a la condición de libre comunidad religiosa, ajena a intereses y finalidades materiales, garantía y custodia de la libertad que Cristo reivindicó para los hombres. La Iglesia, que es el dominio del espíritu, debe ser reino de libertad; el imperio que, según el viejo concepto medieval, tiene en su poder no las almas, sino los cuerpos, puede y debe tener una autoridad absoluta. Tal es la esencia de las doctrinas políticas que Ockham defendió en la lucha entre el Papado de Aviñón y el imperio. Una sola posición domina toda su actividad: la aspiración a la libertad de la investigación filosófica y de la vida religiosa.
Pero la condición de la libertad de la investigación filosófica es el empirismo, ya que una investigación que no reconoce ya como guía a la verdad revelada no puede tomar por guía más que a la realidad misma en que el hombre vive, como se nos da por la experiencia.

LA DOCTRINA DEL CONOCIMIENTO INTUITIVO
La distinción entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo de que se había servido Duns como fundamento para su teoría metafísica de la sustancia (§ 305), sirve a Ockham como formulación de su doctrina de la experiencia. El conocimiento intuitivo es aquel mediante el cual se conoce con toda evidencia si la cosa existe o no, y que permite al entendimiento juzgar inmediatamente sobre la realidad o irrealidad del objeto. El conocimiento intuitivo, además, es aquel que hace conocer la inherencia de una cosa a otra, la distancia espacial y cualquier otra relación entre las cosas particulares. "En general, cualquier conocimiento simple de uno o más términos, de una o más cosas, en virtud del cual se puede conocer con evidencia una verdad contingente, que concierne especialmente a un objeto presente, es conocimiento intuitivo" (In Sent., pról., q. 1 Z).
El conocimiento intuitivo perfecto, el que es el principio del arte y de la ciencia, es la experiencia, que tiene siempre por objeto una realidad actual y presente. Pero el conocimiento intuitivo puede ser también imperfecto y referirse a un objeto pasado (Ibid., pról., q. 1 Z; II, q. 15 H). Entre el conocimiento intuitivo perfecto y el imperfecto hay una relación de derivación: todo conocimiento intuitivo imperfecto procede de una experiencia. La misma relación existe entre conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo, el cual prescinde de la realidad o irrealidad de su objeto; éste procede de aquél y se puede tener conocimiento abstractivo solamente de aquello de que se ha tenido previamente conocimiento intuitivo (Ibid., IV, q. 12 Q). El conocimiento intuitivo puede ser sensible e intelectual. La función del entendimiento no es puramente abstractiva, según Ockham. El entendimiento puede conocer intuitivamente también las cosas singulares que son objeto del conocimiento sensible-, ya que, si no las conociera, no podría formular sobre ellas ningún juicio determinado (Quodlibeta, I, q.15). Intuitivamente, el entendimiento conoce también sus propios actos y en general todos los movimientos inmediatos del espíritu, como el placer, el dolor, el odio, etc. El entendimiento, de hecho, conoce la realidad de estos actos espirituales y no puede conocerla sino a través del conocimiento intuitivo (Ibid., I, q. 14).
Del concepto mismo de conocimiento intuitivo, que implica una relación inmediata entre el sujeto que conoce y la realidad conocida, se deduce la negación de cualquier species que sirva de intermediaria del conocimiento.
En primer lugar, tal species sería inútil y, por tanto, derogaría aquel principio metodológico de la economía (llamado "rasero de Ockham"), al cual Ockham se mantiene fiel constantemente (frustra fit per plura, quod potest fieri per pauciora). Y en segundo lugar, el valor cognoscitivo de la especie es nulo, porque, si el objeto no fuese percibido inmediatamente, la especie no podría darlo a conocer.
La estatua de Hércules no conduciría nunca al conocimiento de Hércules, ni se podría dictaminar sobre su semejanza con Hércules, si no fuera previamente conocido Hércules mismo (In Sent., II, q. 14 T). En esta negación de la especie, que Ockham tiene en común con Durand de St. Pourain y Pedro Aureolo, va más allá que sus predecesores, porque niega también que la realidad tenga en el entendimiento un esse intentionale o apparens, distinto de la realidad misma. Si, en efecto, el ser puramente conceptual es distinto del ser real, no nos lo hace conocer; la realidad misma debe ser, como tal, inmediatamente presente al conocimiento, si éste debe tener el pleno y absoluto valor de verdad (Ibid., \, d. 27, q. 3 CC).
Sobre la base de una teoría de la experiencia tan completa y madura, que anticipa la de Locke en todos los rasgos fundamentales y hasta en la distinción entre experiencia interna y externa, ninguna realidad podía ser reconocida al universal. Ockham, en efecto, afirma en términos explícitos la individualidad de la realidad como tal y hace una crítica completa de todas las doctrinas que de alguna manera reconocen al universal un grado cualquiera de realidad, distinguiendo entre las que lo consideran real como separado de las cosas singulares, y las que lo consideran como real en unión con las cosas mismas. La conclusión es la imposibilidad absoluta de considerar real al universal. "Ninguna cosa externa al alma, ni por sí, ni por otra cosa real o simplemente racional que se le añada, ni de cualquier manera que se la considere o entienda, es universal, ya que tanta es la imposibilidad de que una cosa externa al alma sea de alguna manera universal, cuanta es la imposibilidad de que el hombre, por cualquier consideración, o bajo cualquier aspecto, sea asno" (Ibid., I, d. 2, q. 7 S). En otras palabras, la realidad del universal es en sí misma contradictoria y debe ser radical y totalmente excluida. ¿Qué es, y qué valor tiene entonces el concepto? Ockham no niega que el concepto tenga una realidad mental, esto es, que exista subiective (sustancialmente o realmente) en el alma. Pero esta realidad mental no es otra cosa que el acto del entendimiento. No es, pues, una especie, ni siquiera un idolum o fictum, esto es, una imagen o una ficción que sea de algún modo distinta del acto intelectual. Pero esta realidad subjetiva del concepto es, con toda realidad, determinada y singular (Ibid., I, d. 2, q. 8 Q; Quodlibeta, IV, q. 35).
La universalidad del concepto consiste, pues, no en la realidad del acto intelectual, sino en su función significativa, por la cual es una intentio. El término intentio expresa precisamente la función por la cual el acto intelectual tiende, más allá de si, a una realidad significada. Como intentio, el concepto es un signum, o sea un símbolo de la realidad; y como tal, está en lugar de ella en todos los juicios y razonamientos en los cuales interviene. Ockham determina esta función del símbolo con el concepto de la suppositio.
Se preocupa, sin embargo, de garantizar la validez del concepto. Si el concepto del nombre sirve para indicar todos los hombres y no, por ejemplo, los asnos, debe tener con los hombres una semejanza efectiva; y tal semejanza debe existir también entre los hombres, si todos pueden ser representados igualmente bien con un único concepto. Pero esto no supone una realidad objetiva del universal. La semejanza misma, según Ockham, es un concepto, como es un concepto cualquier relación, por ejemplo, la semejanza entre Sócrates y Platón significa solamente que Sócrates es blanco y Platón también; pero no es una realidad que se añada a los términos considerados. Que un concepto represente un determinado grupo de objetos y no otro, no es cosa que pueda tener fundamento en la relación de estos objetos entre sí y con el concepto, ya que la relación misma no es más que un concepto falto de realidad objetiva. La validez del concepto no consiste en su realidad objetiva. Ockham abandona aquí (y es la primera vez en la Edad Media) el criterio platónico de la objetividad. El valor del concepto, su relación intrínseca con la realidad que simboliza, están en su génesis: el concepto es el símbolo natural de la cosa misma.
A diferencia de la palabra, que es un símbolo instituido por convención arbitraria entre los hombres, el concepto es un símbolo natural predicable de muchas cosas. Significa la realidad "al modo que el humo significa el fuego, el gemido del enfermo el dolor y la risa la alegría interior" (Summa totius log. I, 14). Esta naturalidad del signo expresa simplemente su dependencia causal de la realidad significada. Es producido en el alma por esta realidad misma; su capacidad para representar el objeto no significa nada más (Quodl., IV, q. 3).
Es éste, sin duda, el rasgo más acentuadamente empirista de la teoría del concepto de Ockham: la relación del concepto con la realidad no es justificada por él metafísicamente, sino explicada empíricamente con la derivación del mismo concepto de la realidad, que por sí sola produce en la mente humana el signo que representa.
El otro rasgo característico del empirismo de Ockham es su doctrina de la inducción. Mientras Aristóteles considera la inducción siempre como completa, que funda en la consideración de todos los casos posibles la afirmación general (§ 85), para Ockham la inducción se puede efectuar incluso sobre la base de un único experimento, admitiendo el principio de que causas del mismo género tienen efectos del mismo género (In Sent., pról., q. 2 G). Ockham ha indicado de esta manera correctamente en el principio de la uniformidad causal de la naturaleza el fundamento de la inducción científica que será teorizada por vez primera en la Edad Moderna por Bacon y analizada en sus presupuestos por Stuart Mill.

LA LÓGICA
Ockham entiende la lógica como el estudio de las propiedades de los términos y de las condiciones de verdad de las proposiciones y de los razonamientos en que ellos recurren. Los términos pueden ser escritos, hablados y conceptos (según la vieja clasificación de Boecio).
El término concepto (conceptus) es "una intención o afección (intentici seu passio) del alma que significa o consignifica naturalmente algo, y sirve para ser parte de una proposición mental y para estar en lugar de lo que significa". La palabra es un signo subordinado del término concebido —concepto— o mental, mientras que el término escrito es signo de la palabra. El término significa o consienifica: significa cuando tiene un significado determinado como, por ej., el término "hombre"; consignifica cuando no tiene un significado determinado pero lo adquiere en unión con otros términos. Los términos
consignificantes (o sincategoremáticos) son, por ej.,-.cada, todo, ninguno, alguno, solamente, a excepción, etc. Ockham analiza en su lógica los términos de segunda intención, o sea, que se refieren a otros términos (las Intentiones pnmae son, por el contrario, las que se refieren a las cosas).
Intenciones segundas son las categorías aristotélicas, así como también las cinco voces de Porfirio: género, especie, diferencia, propio y accidente. El tema dominante del análisis de Ockham es que ninguna intención segunda es real o es signo de una cosa real-, la lógica de Ockham es rigurosamente nominalista lo mismo que su gnoseología.
La propiedad fundamental de los términos es la suposición. "La suposición es, casi, la posición de otro por algo, en lugar de algo. Así, si un término está en una proposición en lugar de algo, de modo que nos sirvamos de él en lugar de esta cosa cualquiera y que el término (o su caso nominativo si el mismo es oblicuo) es verdad de la cosa misma o del pronombre demostrativo que la indica, entonces el término supone, o está en lugar de, aquella cosa." Así, con la proposición "el hombre es animal" se denota que Sócrates es verdaderamente animal de modo que es verdadera la proposición "esto es un animal" cuando se indica a Sócrates (Summa logicae I, 63).
La suposición es, pues, para Ockham (y en general para toda la lógica nominalista del siglo XIII) la dimensión semántica de los términos en las proposiciones; o sea, la referencia de los términos a objetos diversos de los términos mismos que pueden ser cosas o personas u otros términos. Pero estos objetos no pueden ser entidades o sustancias universales y metafísicas como la "blancura", la "humanidad", etc. Los objetos a los cuales se refiere la suppositio tienen que tener un modo de existencia determinado: o como realidades empíricas (cosas o personas) o como conceptos mentales o como signos escritos.
La suposición personal es cabalmente aquella por la cual los términos están en lugar de las cosas por ellos significadas; mientras que existe suposición simple cuando el término está en lugar del concepto pero no tomado en su significado, como cuando se dice "hombre es una especie"; y la suposición material se da cuando el término no es empleado en su significado sino como signo verbal o escrito, como cuando se dice "hombre es un nombre" o se escribe "hombre". Como los objetos a los cuales se refiere la suposición han de tener un modo de ser determinado, cuando se formulan proposiciones acerca de objetos inexistentes, estas proposiciones son falsas porque sus términos no están en lugar de nada. Ockham considera así que son falsas hasta las proposiciones tautológicas (que en algún aspecto pueden ser consideradas como las más ciertas) como, por ej., "la quimera es quimera" porque la quimera no existe (I I, 14).
Esta doctrina de la suppostilo es la base para una nueva definición del significado predicativo del verbo ser. Dice Ockham: "Proposiciones como 'Sócrates es hombre' o 'Sócrates es animal' no significan que la humanidad o la animalidad está en Sócrates, ni que el hombre o el animal está en Sócrates, ni que el hombre o el animal es una parte de la sustancia o de la esencia de Sócrates o una parte del concepto sustancial de Sócrates. Pero sí significan que Sócrates es verdaderamente un hombre y verdaderamente un animal: no en el sentido de que Sócrates sea este predicado 'hombre' o este predicado 'animal' sino en el sentido de que hay algo por lo cual estos dos predicados están como cuando ocurre que estos predicados están en lugar de Sócrates" (II, 2; Quodl., I I I, 5). La oposición en que Ockham presenta esta doctrina con relación a la vieja doctrina de la inherencia, propia de la lógica aristotélica, es significativa. La doctrina de la inherencia que Ockham describe, es aquella por la cual la cópula "es" sirve para indicar la relación de inherencia sustancial entre sujeto y predicado. Para Ockham la cópula "es" significa solamente que el sujeto y el predicado están en lugar del mismo objeto existente. La doctrina permite a Ockham declarar falsas una cantidad de proposiciones que, desde el punto de vista de la lógica aristotélica, eran tenidas como indudables, tales como las siguientes: "La humanidad está en Sócrates", "Sócrates tiene la humanidad*', "Sócrates es hombre por la humanidad" y otras parecidas. Estas proposiciones que, desde el punto de vista aristotélico son indiscutibles, y hasta necesariamente verdaderas, para Ockham son simplemente falsas porque no existe ningún objeto ni término real por el cual "humanidad" pueda estar. En cambio, la proposición "Sócrates es hombre" tiene para Ockham este único y simple significado: existe un objeto (en este caso, una persona) que puede ser indicado con un pronombre demostrativo ("esta persona") que es verdaderamente Sócrates y verdaderamente hombre. De tal manera que el modo mismo de entender la naturaleza de la cópula pone a Ockham en situación de eliminar como falsas toda una serie de afirmaciones metafísicas, relacionadas con la teoría aristotélica de la sustancia. Esto por lo que hace al significado predicativo de "ser".
Por lo que respecta al significado existencial, Ockham afirma simplemente que el ser y la cosa coinciden: es decir, que la existencia no sobreviene a la esencia de una cosa como si la esencia fuese la potencia y la existencia el acto de esta potencia, sino que pertenece sin más a la cosa misma en cuanto cosa real.
Esto vale tanto en lo que se refiere a las cosas finitas como en lo que se refiere a Dios, ya que el modo de ser de las cosas finitas y de Dios es diferente. Dice Ockham: " 'Ser' significa la cosa misma. Pero significa la primera causa simple cuando se dice de ella significando que no depende de otro. Pero cuando el ser se predica de otras cosas, significa las mismas cosas dependientes y ordenadas a la causa primera. Y esto porque estas otras cosas no son cosas sino como dependientes y ordenadas a fa causa primera ni existen de otra manera. De tal manera que si el hombre no depende de Dios, entonces no es, pero ni siquiera es hombre" (Summa log., III, II, 27).
Ockham, al igual que después de él lo harán todos los nominalistas, considera como fundamental la teoría de las consecuencias (consequentiae}, o sea, de las conexiones inmediatas de tipo estoico y considera al mismo silogismo como un tipo particular de tales consecuencias. La consecuencia es, en general, una proposición condicional en la que tanto el antecedente como el consecuente pueden estar constituidos por proposiciones simples o compuestas. El desarrollo ockhamista de esta parte de la lógica es el más rico de los tratados medievales y contiene muchos teoremas de moderno cálculo proposicional.
Por último, conviene subrayar la importancia del enjuiciamiento ockhamista de los llamados insolubilia, esto es, de los argumentos que hoy se llaman paradojas o antinomias y que habían sido ya discutidos por la lógica megárico-estoica. La más famosa de estas paradojas es la del embustero que Cicerón expresaba diciendo: "Si dices que mientes, o dices la verdad y entonces mientes o dices mentira y entonces dices la verdad" (Acad., IV, 29, 96). La solución de Ockham e's que la proposición "yo miento" no se puede entender como si fuese verdadera en el sentido de "yo miento que miento". En efecto, esta proposición puede ser falsa, pero precisamente porque puede sólo ser falsa no significa por sí misma ni lo falso ni lo verdadero (Summa log., III, III, 38). En otros términos, se trataría de una proposición indecible, en el sentido en que esta palabra se emplea en la lógica moderna.

LA DISOLUCIÓN DEL PROBLEMA ESCOLÁSTICO
Una posición empirista tan radical y coherente debía conducir a un neto abandono del problema escolástico ya desde su planteamiento. Puesto que el único conocimiento posible es la experiencia (de la cual procede el mismo conocimiento abstractivo), y puesto que la única realidad cognoscible es la que nos revela la experiencia, esto es, la naturaleza, cualquier realidad que trascienda la experiencia no puede alcanzarse por camino natural y humano.
Ockham afirma, en efecto, explícitamente la heterogeneidad radical entre la ciencia y la fe. Se trata de actitudes que no pueden subsistir juntas.- aun cuando la fe parece seguir a la ciencia, como en el caso en que se cree en una conclusión dé la que se ha olvidado la demostración, no se trata verdaderamente de fe, porque se mantiene firme la conclusión sólo en cuanto se sabe que está fundada en una demostración (In Seni., q. 8 R).
Pero no es éste el caso de la fe religiosa, la cual podría ser demostrada sólo si se tuviera un conocimiento intuitivo de Dios y de la realidad sobrenatural; conocimiento que es imposible para el hombre (Quodl., II, q. 3). Los milagros y la predicación, aunque pueden producir la fe, no pueden, de hecho, producir el conocimiento evidente de sus verdades. La evidencia no puede ir unida a la falsedad: el sarraceno puede ser convencido por los milagros y por la predicación de la ley de Mahoma, que, no obstante, es falsa (Ibid., IV, q. 6). La conclusión de todo esto está expuesta en un pasaje de la Lógica (III, 1): "Los artículos de fe no son principios de demostración, ni conclusiones, y no son ni siquiera probables, ya que parecen falsos a todos o a la mayoría, o a los sabios; entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, ya que sólo de esta manera se entiende el sabio en la ciencia y en la filosofía. No podría concebirse una exclusión más total de la verdad revelada del dominio del conocimiento humano: las verdades de fe no son evidentes por sí mismas, como los principios de la demostración; no son demostrables como las conclusiones de la misma demostración; y no son probables porque pueden aparecer, como aparecen, falsas a quienes se sirven de la razón natural. El problema escolástico es declarado de este modo por Ockham insoluble y desprovisto de todo significado. La teología cesa de ser una ciencia y se convierte en un puro acervo de nociones prácticas y especulativas, desprovistas del todo de evidencia racional y de validez empírica (In Seni., pról., q. 12).
Las mismas pruebas de la existencia de Dios no tienen, según Ockham, valor demostrativo. Y de hecho la existencia de una realidad cualquiera es revelada al hombre solamente por el conocimiento intuitivo, esto es, por la experiencia; pero el conocimiento intuitivo de Dios no es dado al hombre viator (Ibid., I, d. 2, q. 9 Q; d. 3, q. 2 F). Y, puesto que la existencia y la esencia van unidas y se conoce la esencia solamente por lo que se conoce intuitivamente de la existencia, el hombre en verdad no conoce la existencia ni la esencia de Dios (Ibid., I, d. 3, q. 3 Q). La proposición: "Dios existe" no es, por tanto, evidente. La existencia no se predica solamente de Dios, sino también de toda otra cosa real; no puede, por consiguiente, ser parte de la esencia de Dios, ni serle intrínseca (Ibid., I, d. 3, q. 4 G). La prueba ontológica es rechazada (Quodl., VII, q. 15).
Tampoco posee valor demostrativo la prueba cosmológica que el aristotelismo había introducido en la escolástica latina y que era considerada como la más fuerte. Ockham niega el valor de los dos principios en que se funda la prueba. No es verdad en sentido absoluto que todo lo que se mueve es movido por otro: el alma y el ángel se mueven por sí mismos, y asimismo el peso que tiende a bajar. No es verdad en sentido absoluto que es imposible remontar hasta el infinito en la serie de movimientos, ya que en las magnitudes continuas el movimiento se transmite necesariamente de una a otra de las infinitas partes que lo componen (Cent, theol., 1 D).
En cuanto a la prueba tomada del principio causal, es impugnada por Ockham en su mismo fundamento, ya que él no cree demostrable que Dios sea causa eficiente, total o parcial, de los fenómenos ni que no basten para explicar los fenómenos las solas causas naturales (Quodl., II, q. 1). La conclusión es que tales pruebas, faltas como están de todo valor apodittico, pueden determinar en 'el hombre solamente una razonable persuasión. Ya que si Dios no ejerciese alguna acción en el mundo, ¿a qué fin se afirmaría su existencia? La acción de Dios en el mundo es, pues, un simple postulado de la fe, desprovisto de valor racional (Ibid., II, q. \\InSent.,\\, <\. 5 K).
Tampoco se pueden demostrar los atributos fundamentales de Dios. En primer lugar, no se puede establecer con certeza que haya un único Dios; no se derivaría ningún inconveniente de admitir que haya una pluralidad de causas primeras; porque, pudiendo cada una de ellas querer sólo lo mejor, no se encontrarían nunca en desacuerdo entre sí y gobernarían el mundo con unánime acuerdo (In Sent., I, d. 2, q. 10; Quodl., I, q. 1). Tampoco se puede demostrar la inmutabilidad de Dios, que parece negada por el hecho de que Dios ha tomado, con la Encarnación, una naturaleza inferior, y después la ha dejado (Cent, theol., 12). Tampoco pueden atribuirse a Dios, por medio de demostración, ni la omnipotencia ni la infinitud; y a propósito de esta última, Ockham refuta los argumentos de Duns Escoto (Quodl., VII, qq.11-17). De Dios no se puede tener más que un concepto compuesto de elementos tomados por abstracción de las cosas naturales (In Sent., I, d. 3, q. 2 F). En el Centiloquium theologicum Ockham desarrolla una serie de conclusiones de las cuales él mismo dice que potius sunt incredibilis quam asserenane, y que por esto las expone a título de mero ejercicio lógico. Estas conclusiones constituyen una reducción al absurdo de la hipótesis de la Creación. Puesto que en la eternidad, como había enseñado San Agustín, no existe ni un antes ni un después, tampoco es necesario admitir que Dios existiese antes de la Creación, o que existirá después (Cent, theol., 47 D). La eternidad de Dios significa solamente que Dios no tiene causa de su existencia ni, por consiguiente, comienzo ni fin de su ser; pero esto no le confiere duración más allá de los límites temporales del mundo, siendo el concepto mismo de duración extraño a su naturaleza. Ockham se detiene en las consecuencias paradójicas de esta conclusión; así como también en la absoluta irracionalidad del dogma cristiano de la Trinidad: "Que una esencia única simplicísima sea tres personas realmente distintas, es cosa de la que ninguna razón natural puede persuadirse y es afirmada solamente por la fe católica como cosa que supera todo sentido, todo entendimiento humano y casi toda razón" (Ibid., 55). El desconocimiento de la posibilidad de interpretación racional de la verdad revelada es en Ockham tan total y decidido que señala la etapa final de la escolástica. El problema escolástico, después de Ockham, continuará de alguna manera sobreviviendo en las escuelas; pero será la sobrevivencia de un residuo, sacado fuera del círculo vital de la filosofía, que en adelante se alimentará de otros problemas.

LA CRITICA DE LA METAFÍSICA TRADICIONAL
La metafísica de Ockham es sustancialmente una crítica de la metafísica tradicional. Ya se ha visto cómo rechaza aquella distinción real entre esencia y existencia, de que se había valido Santo Tomás para reformar la metafísica aristotélica y adaptarla a las exigencias de la explicación dogmática. A la pregunta sobre la existencia de una cosa cualquiera, no se puede responder si no se posee el conocimiento intuitivo de la misma cosa, esto es, si la cosa no es .percibida por algún sentido particular o, en caso de que se trate de una realidad inteligible, si no es intuida por el entendimiento de modo análogo a como la potencia visual ve el objeto visible. "No se puede conocer con evidencia que la blancura existe, o puede existir, si no se ha visto algún objeto blanco; y aun cuando yo pueda creer a los que cuentan que existe el león y el leopardo, con todo, yo no conozco tales cosas con evidencia si no las he visto (Summa tot. log., Ili, 2, q. 25). Por esto, el ser tiene un significado unívoco que es el intuitivo y empírico; y no se puede predicar de Dios sino en el sentido con que se predica de las cosas naturales (Quodl., IV,q. 12).
El principio empirista sirve para Ockham como canon crítico de los conceptos metafísicos tradicionales. La sustancia no es conocida sino a través de sus accidentes (Ibid., III, q. 6). No conocemos el fuego en sí mismo, sino el calor, que es accidente del fuego; por esto no tenemos de la sustancia más que conceptos connotativos y negativos, como "el ser que subsiste por sí" o -"el ser que no existe en otro" o que "es sujeto de los accidentes", y así sucesivamente. No es, por tanto, más que el substrato desconocido de las cualidades que la experiencia nos revela (In Seni., I, d. 3, q. 2). Tampoco posee validez empírica el otro concepto metafísico fundamental, la causa. Del conocimiento de un fenómeno no se puede
nunca llegar al conocimiento de otro fenómeno que sea la causa o el efecto del primero, ya que de nada se tiene conocimiento sino a través de un acto de experiencia, y causa y efecto son dos cosas diversas, aunque relacionadas, que exigen, para ser conocidas, dos actos de experiencia diversos (Ibid., pról. q. 9 F). La crítica que el emp-irismo inglés de Locke y Hume ha hecho de los conceptos de sustancia y causa, encuentra aquí un precedente que anticipa no sólo su letra, sino su espíritu.
Se comprende que desde este punto de vista los conceptos fundamentales de la metafísica aristotélica, los de materia y forma, debían sufrir una modificación radical. Ockham insiste en la individualidad de los principios metafísicos de la realidad. Cuantas son las cosas engendradas, dice, tantos son los principios. En efecto, éstos no pueden ser universales, porque ningún universal es real y ningún universal puede ser principio de una realidad individual. Por tanto, deben ser individuales, lo cual quiere decir que son numéricamente diversos en los distintos individuos y que la forma y la materia de una cosa son distintas de la forma y materia de otra (Summulae physic., I, 14). En cuanto a la materia, posee propia actualidad, independiente de la forma sustancial, de la cual es susceptible en potencia.
Ocknam está aquí de acuerdo con toda la tradición franciscana. Pero él añade que la actualidad de la materia como tal consiste en la extensión. Es imposible, en efecto, que la materia carezca de extensión: no hay materia 3ue no tenga una parte distante de otra parte, por lo cual, aunque las partes es la materia puedan unirse entre sí, como, por ejemplo, se unen las del agua o del aire, con todo, nunca pueden existir en el mismo lugar. Ahora bien, la distancia recíproca de las partes de la materia es la extensión (Ibid., I, 19).
Pero la separación de Ockham de la metafísica aristotélica está señalada todavía de una manera más evidente por su crítica de la causa final. La causalidad del fin consiste en que es amado o deseado por el agente; pero que el fin sea amado y deseado no significa que actúe de un modo efectivo: la causalidad del fin es, pues, metafórica, no real (In Sent., II, q. 3 G). No es posible demostrar mediante proposiciones evidentes ni empíricamente que un efecto cualquiera tenga una causa final; los agentes naturales actúan de una manera uniforme y necesaria y por esto excluyen cualquier elemento contingente o mudable, como serían precisamente el amor o el deseo del fin (Quodl., IV, q. 2). Tampoco es demostrable la causalidad teleológica de Dios, ya que los agentes naturales, faltos como están de conocimiento, producen sus efectos independientemente del conocimiento de Dios. La cuestión propter quid no tiene lugar en los sucesos naturales: no tiene sentido preguntar con qué fin se engendra el fuego, ya que no se requiere la existencia del fin para que el efecto se produzca (Quodl., IV, q. 1). Esta crítica de Ockham, que preludia otra famosa de Spinoza, está animada por el mismo espíritu: su presupuesto es la convicción de que los sucesos naturales se verifican en virtud de leyes necesarias que garantizan la uniformidad de los mismos y excluyen todo arbitrio o contingencia.

PRELUDIOS DE LA NUEVA FISICA
El desembarazarse de la investigación del problema teológico coincide con el empeñarse en el problema de la naturaleza. El mismo empirismo conducía a Ockham a una consideración más profunda de la naturaleza, ya que la naturaleza no es más que objeto de la experiencia sensible. Ockham considera a la naturaleza como el dominio propio del conocimiento humano; la experiencia cesa, para él, de tener el carácter misterioso o mágico que todavía conserva en Bacon, y se convierte en un campo de investigación abierto a todos los hombres, en cuanto tales. Esta postura le permite la máxima libertad de crítica frente a la física aristotélica. A través de esta crítica se abren numerosas ventanas hacia la nueva concepción del mundo, que la filosofía del Renacimiento debía defender y hacer suya. Las posibilidades que Ockham descubre se convertirán en el Renacimiento en afirmaciones decididas, y constituirán el fundamento de la ciencia moderna.
Por vez primera Ockham pone en duda la diversidad de naturaleza, establecida por la física aristotélica y mantenida por toda la filosofía medieval, entre los cuerpos celestes y los cuerpos sublunares. Unos y otros están formados por la misma materia: el principio metodológico de la economía impide admitir la diversidad de sustancias, ya que todo lo que se explica admitiendo que la materia de los cuerpos celestes es distinta de la materia de los elementos sublunares, se puede explicar admitiendo que las dos materias son de la misma naturaleza (In Seni., II, q. 22 B). Ni siquiera los seguidores de Ockham mantuvieron en este punto la afirmación del maestro; es necesario llegar hasta Nicolás de Cusa para encontrar negada nuevamente, y esta vez de un modo definitivo, la diversidad entre sustancia celeste y sustancia sublunar.
Contra Aristóteles, Ockham admite y defiende la posibilidad de más mundos. La argumentación de Aristóteles (De coelo, I, 8, 276 a) de que, si hubiese un mundo distinto del nuestro, la tierra del mismo se movería naturalmente hacia el centro y se uniría con la nuestra, y de esta manera todos los otros elementos se volverían a juntar en su propia esfera, formando un único mundo, es combatida por Ockham con una negación de las determinaciones absolutas del espacio admitidas por Aristóteles. Un mundo diverso del nuestro tendría otro centro, otra circunferencia, un alto V bajo distintos, los movimientos de los elementos estarían, pues, dirigidos hacia esferas diversas y no se verificaría la conjunción prevista por Aristóteles (In Sent., I, d. 44, q. 1 F; Cent, theol., 2 D). Esta relatividad de las determinaciones espaciales del Universo será uno de los pilares fundamentales de la física del Renacimiento. Según Ockham, también la infinita potencia de Dios inclina a admitir la pluralidad de mundos. Dios puede producir otra materia, además de la que constituye nuestro mundo. Puede producir, además, infinitos individuos de las mismas especies existentes en nuestro mundo; nada impide, pues, que forme con ellos uno o más mundos diferentes del nuestro (In Sent., I, d. 44, q. 1 E).
Pero la pluralidad de los mundos supone la posibilidad del infinito real. Ya la negación de las determinaciones espaciales absolutas abre a Ockham el camino para admitir esta posibilidad. En el infinito, en efecto, como se dirá en el Renacimiento, el centro puede estar en todas partes. Dios puede siempre crear una nueva cantidad de materia que añadir a la existente, y así puede infinitamente extender la magnitud del mundo (Ibid., I, d. 17, q. 8 D). A la objeción aducida por Rogerio Bacon (Op. tertium, 41, ed. Brewer, p. 141-142) de que el infinito no puede ser real, ya que en él la parte sería idéntica al todo, Ockham responde que el principio por el cual el todo es mayor que la parte vale para un todo finito, no para un todo infinito. Donde existen infinitas partes, el principio no vale; y así en una haba hay tantas partes cuantas en todo el universo, porque las partes del haba son infinitas (Cent, theol., 17 C-,Quodl., I, 3. 9). Al lado de la infinitud de magnitud, Ockham admite también la infinitud e división. Toda magnitud continua es infinitamente divisible y no existen entidades indivisibles. Toda magnitud continua puede tener, dice Ockham, el mismo número de partes que el cielo y de la misma proporción, aunque no de la misma magnitud absoluta (Quodl., I, q. 9).
En fin, Ockham admite y defiende la posibilidad de que el mundo haya sido producido ab aeterno. Tampoco aquí lo afirma explícitamente, sino que se limita a desembarazar el problema de posibles objeciones. A la objeción de que si el mundo fuese eterno se habría ya verificado un número infinito de revoluciones celestes, lo cual es imposible, porque un número real no puede ser infinito, Ockham responde que así como en un continuo cada parte, añadida a la otra, forma un todo finito, aun siendo las partes mismas infinitas, así cada revolución celeste, añadida a la otra, forma siempre un número finito, aunque en su conjunto las revoluciones celestes sean infinitas (In Sent., II, q. 8 D).
Ockham se da cuenta de que la eternidad del mundo implica su necesidad, ya que lo que es eterno no puede ser producido más que necesariamente (Quodl., II, q. 5). Él sabe también que la eternidad del mundo excluye la creación, porque ésta supone la no existencia de la cosa anteriormente al acto de su producción (In Sent., II, q. 8 R). Pero cree, no obstante, que la eternidad misma es altamente probable, dada la dificultad de concebir el comienzo del mundo en el tiempo. La pluralidad de mundos, su infinitud y eternidad son, pues, posibilidades, que, por obra de Ockham, se abren a la investigación filosófica. Algún siglo después, en el Renacimiento, estas posibilidades se convertirán en certezas, y la visión del mundo, que Ockham había entrevisto, será entonces reconocida como la realidad misma del mundo.

LA ANTROPOLOGIA
La crítica de Ockham tropieza aquí con el concepto central de la psicología, el del alma, como forma inmaterial incorruptible. Nuestra vida espiritual nos es dada por la experiencia: mediante la intuición, conocemos directamente los pensamientos, las voliciones, nuestros estados interiores.
Pero el conocimiento intuitivo nada nos dice de una pretendida forma incorruptible, que forme el substrato al que sean inherentes nuestros estados de conciencia. Ni tampoco se llega a este substrato con el razonamiento, porque toda demostración en este sentido es dudosa y poco concluyente.
"El que sigue la razón natural, dice Ockham, admitiría solamente que experimentamos en nosotros la intelección que es el acto de una forma corpórea y corruptible. Y consecuentemente diría que una forma así podría ser recibida en la misma materia. Pero nunca experimentamos aquella especie de intelección que es la operación propia de una sustancia inmaterial; por lo cual mediante la intelección, no podemos concluir que haya en nosotros como forma, una sustancia incorruptible" (Quodl., I, q.10). En otras palabras, Ockham admite la posibilidad de que sea el cuerpo mismo el que piense, es decir, que el cuerpo sea el sujeto de aquellos actos de inteligencia que son el único dato seguro de donde el razonamiento puede partir en esta materia.
Aquel concepto del entendimiento agente, que tanto había fatigado al aristotelismo árabe y latino, es eliminado sin más por Ockham como inútil para explicar el funcionamiento del conocimiento. No es necesario, en efecto, para explicar la formación de los conceptos. Todos los conceptos, tanto las intenciones primeras como las intenciones segundas, son causados naturalmente, esto es, sin que intervengan el entendimiento ni la voluntad, por los objetos singulares presentes en la experiencia. Conocidas las cosas singulares en la intuición se forman en nosotros espontáneamente, por su acción, los universales y las intenciones segundas. Si, por ejemplo, le acontece a uno ver dos cosas blancas, abstrae de ellas la blancura que tienen en común: lo cual quiere decir que la noción de aquellos dos objetos causa en él naturalmente, como el fuego causa el calor, una tercera noción distinta, que es el concepto de lo blanco (In Sent., II, q. 25 O). Se trata, pues, de un proceso natural, esto es, necesario, o sea, independiente de cualquier intervención contingente, que tiene su punto de partida en la realidad dada por la experiencia y su punto de llegada en la espontaneidad del entendimiento. El entendimiento agente no tiene en ello ninguna parte. Ni tampoco le pertenece la función de dirigir la formación de los juicios, tendiendo a formar un juicio verdadero más bien que falso, afirmativo más bien que negativo. El entendimiento agente no podría actuar sino de una manera uniforme y constante en todo tiempo y en cualquier circunstancia, y debería, por consiguiente, dar lugar indiferentemente a proposiciones verdaderas o a proposiciones falsas o a entrambas, sin tender por su parte hacia las unas ni hacia las otras. Se requiere, en cambio, aquí, una causa no natural, sino libre, cual es la voluntad, que dirige la atención del hombre y gradúa su esfuerzo. El entendimiento agente es, pues, inútil en toda la línea.
Entre la voluntad y el entendimiento, Ockham establece una simple diferencia de nombres. En realidad, son idénticos entre sí y con la esencia del alma. No basta para establecer su diversidad, la diversidad de sus actos, ya que los actos del entendimiento son entre sí diversos. Ni basta para distinguirlos la diversidad en su modo de actuar, en cuanto que el entendimiento actúa necesariamente, y la voluntad libremente; ya que esta diversidad no implica una diversidad de principio-, por ejemplo la voluntad divina respecto al Espíritu Santo, es principio necesario, respecto a la criatura es principio libre, pero no por esto incluye ninguna diversidad (Ibid., II, q. 24 K).
La voluntad es libre. Por libertad entiende Ockham "la facultad de poner indiferente y contingentemente cosas diversas, de manera que se pueda causar o no causar el mismo efecto, sin que nada cambie, excepto esta misma facultad" (Quodl., I, q. 16). La libertad se entiende, pues, por él como un puro y simple arbitrio de indiferencia. No hay otro significado de la palabra libertad, según Ockham. Si se admite que la voluntad esté de alguna manera determinada, será determinada precisamente en el sentido de cualquier otra cosa natural, y no bastará para diferenciar su determinación la diversidad de su naturaleza respecto a la de las cosas naturales; aun las cosas naturales tienen naturalezas diversas y con todo el modo de su determinación es uno solo y excluye la contingencia (In Sent., I, d. 10, q. 2 G). La libertad del querer no es demostrable con el razonamiento, pero resulta evidente por la experiencia, ya que el hombre experimenta en sí mismo que, aun cuando la razón le sugiera algo, la voluntad puede quererlo o no quererlo (Quodl., I, q. 16). Que Dios pueda prever las acciones humanas, no obstante su carácter contingente y libre, es cosa que no se puede entender y esclarecer de ningún modo por parte del entendimiento humano (In Sent., I, d. 38, q. 1 L).
La voluntad libre es el fundamento de toda valoración moral. "El hombre, dice Ockham, puede actuar loable o reprensiblemente, y, por consiguiente, merecer o desmerecer, porque es un agente libre y porque muchos actos le son imputables" (Quodl., III, q. 19). Todo acto diverso del acto de voluntad puede ser malo porque puede ser ejecutado por un fin malo o con una mala intención; sólo el acto voluntario, en cuanto está en poder del hombre, es absolutamente bueno, si es conforme a la recta razón (In Sent., III, q. 10 R). No basta que el acto sea conforme a la recta razón para que sea virtuoso; es necesario que se derive exclusivamente de la voluntad libre. Si Dios determinase en mi voluntad un acto conforme a la recta razón, este acto no sería virtuoso ni meritorio (Ibid.). Pero si el valor moral del hombre depende exclusivamente de la libertad del hombre, el destino ultramundano del hombre depende exclusivamente de la libertad de Dios. Ockham hace suya la tesis opuesta a la de Pelagio: no hay nada que pueda obligar a Dios a salvar a un hombre: El concede la salvación solo como gracia y libremente, aunque de potencia ordinata no pueda regularse más que según las leyes que El mismo voluntariamente y contingentemente ha ordenado (In Sent., I, d 17, q. 1 M). Pero Ockham saca de la libertad de elección divina que puede predestinar a condenar a quien quiere, independientemente de los méritos humanos, una consecuencia paradójica.
No es contradictorio que Dios juzgue como meritorio un acto falto de cualquier disposición sobrenatural; así como El acepta voluntaria y libremente como meritorio cualquier acto inspirado por la disposición sobrenatural de la caridad, así puede aceptar igualmente un acto voluntario que esté falto de tal disposición (Ibid., I, d 17, q. 2 D). Esto significa que la salvación no está cerrada al que vive solamente según los dictámenes de la recta razón. "No es imposible, dice Ockham (Ibid., III, q. 8 C), que Dios ordene que aquel que vive según los dictámenes de la recta razón y no cree nada que no le sea demostrado por la razón natural, sea digno de la vida eterna. En tal caso, puede también salvarse aquel que en la vida no tuvo otra guía que la recta razón." Es ésta una frase que pone a Ockham más allá de la Edad Media: la fe no es ya condición necesaria de la salvación. La libre investigación filosófica confiere al hombre tal nobleza que le puede hacer digno de la vida eterna.
Que la vida eterna consista en el gozo y posesión de Dios, es cosa de pura fe. No se puede demostrar que tal gozo sea posible al hombre. No se puede demostrar que el hombre no pueda verdaderamente reposar sino en Dios. En fin, no se puede demostrar que el hombre pueda, de alguna manera, reposar definitivamente, ya que la voluntad humana, por su libertad, puede siempre tender a otra cosa y sufrir si no la alcanza (Ibid., I, d. 1, q. 4 F). La libertad es aquí insatisfacción, ilimitación de las aspiraciones, lo que Bruño llamará furor heroico.
En cuanto al pecado, es una simple transgresión por la voluntad humana del mandamiento de la voluntad divina. Dios no está obligado a nada, por cuanto ninguna norma limita o puede limitar las posibilidades infinitas de su voluntad; pero concurre como causa eficiente en el pecado del hombre. No obstante, el pecado no es imputable a Dios, que no debe nada a nadie, y por esto no está obligado ni a aquel acto ni al acto opuesto.- Dios, por tanto, no peca, aunque sea la causa del pecado humano. La voluntad creada está, en cambio, obligada por el precepto divino y peca cuando lo contraviene. Sin la obligación establecida por aquel precepto, no habría pecado para el hombre, como no lo hay para Dios (Ibid., IV, q. 9 E).

EL PENSAMIENTO POLITICO
Ockham es, con Marsilio de Padua, autor del Defensor pacis, el mayor adversario, en su tiempo, de la supremacía del Papado. Pero mientras que Marsilio de Padua, jurista y político, parte de la consideración de la naturaleza de los reinos y de los estados en general para la solución del problema de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, Ockham trata de reivindicar contra el absolutismo papal la libertad de la conciencia religiosa y de la investigación filosófica. La ley de Cristo es, según Ockham, ley de libertad. Al Papado no le pertenece el poder absoluto (plenitudo potestatis) en materia espiritual ni en materia política. El poder papal es ministrativus, no dominativus-.fue instituido para provecho de los súbditos, no para que les fuese quitada a ellos la libertad que la ley de Cristo vino más bien a perfeccionar (De imp. et Pont, poi., VI, ed. Scholz, II, 460). Ni el Papa, ni el concilio tienen autoridad para establecer verdades que todos los fieles deban aceptar. Ya que la infalibilidad del magisterio religioso pertenece solamente a la Iglesia, que es "la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y apóstoles hasta ahora" (Dial, ínter Mae. et Disc., I, trat. 1, q. 4, ed. Goldast, II, 402).
La Iglesia es, en otras palabras, la libre comunidad de los fieles, que reconoce y sanciona, en el curso de su tradición histórica, las verdades que constituyen su vida y su fundamento. Por este ideal suyo de la Iglesia, Ockham combate el Papado de Aviñón.
Un Papado rico, autoritario y despótico, que tiende a subordinar así la conciencia religiosa de los fieles y a ejercer sobre todos los príncipes y poderes de la tierra un poder político absoluto, debía parecer a Ockham la negación del ideal cristiano de la Iglesia como comunidad libre, ajena a toda preocupación mundana, en la que la autoridad del Papado sea solamente la defensa de la libre fe de sus miembros. Indudablemente, el mismo ideal de
Ockham animaba a la orden franciscana en su lucha contra el Papado de Aviñón.
La tesis de la pobreza de Cristo y de los apóstoles fue el arma ideal de que se sirvió la orden franciscana para defender este ideal. No sólo Cristo y los apóstoles no quisieron fundar un reino o dominio temporal, sino que ni siquiera quisieron tener ninguna propiedad. Quisieron fundar una comunidad que, no teniendo por mira más que la salvación espiritual de sus miembros, renunciase a cualquier preocupación mundana y a cualquier instrumento de dominio material. Tal es también la preocupación polémica de Ockham.
Las palabras que según algún antiguo escritor dirigió Ockham a Luis el Bávaro, cuando se refugió en su corte: "O Imperator, defende me gladio et ego defendam te verbo", no expresan la esencia de la obra política de Ockham. La cual, más que detenerse en defender al Emperador, contrapone la Iglesia al Papado y defiende los derechos de la Iglesia contra el absolutismo papal que pretende erigirse en árbitro de la conciencia religiosa de los fieles. La Iglesia es para Ockham una comunidad histórica, que vive como tradición ininterrumpida a través de los siglos, y en esta tradición refuerza y enriquece el patrimonio de sus verdades fundamentales. El Papa puede equivocarse y caer en herejías; puede incurrir en herejías aun el concilio, que está formado por hombres falibles, pero no puede caer en herejías aquella comunidad universal que no puede ser disuelta por ninguna voluntad humana y que, según la palabra de Cristo, durará hasta el fin de los siglos (Dial., I, trat. II, q. 25, ed. Goldast, II, 494-495).
Desde este punto de vista, la tesis sostenida por el Papado de Aviñón de que la autoridad imperial procede de Dios solamente a través de los papas y que, por tanto, solamente el Papa posee la autoridad absoluta tanto en las cosas espirituales como en las temporales, debía aparecer como herética.
Tal, en efecto, le parece a Ockham, el cual muestra lo infundado de la misma observando que el imperio no ha sido fundado por el Papa, ya que aquél existía antes de la venida de Cristo (Ocio Quaest., II, 6, ed. Goldast, II, 339). El imperio fue fundado por los romanos, que tuvieron primeramente reyes, luego cónsules, y, por último, eligieron el emperador que dominase sobre todos sin ulteriores cambios. De los romanos fue transferido a Carlomagno y luego de los francos fue transferido a la nación alemana. Los romanos, pues, o los pueblos a los cuales transfirieron el poder, tienen el derecho de elección imperial. Ockham defiende la tesis afirmada en la Dieta de Rhens de 1338 de que la elección solamente por parte de los príncipes de Alemania basta para hacer del elegido el rey y emperador de los romanos. Toda jurisdicción del Papado sobre el Imperio queda excluida. Sobre las relaciones entre el Imperio y el Papado, Ockham admite sustancialmente la teoría de la independencia recíproca de los dos poderes, teoría que afirmada por vez primera por el papa Gelasio I (492-496), ha dominado casi toda la Edad Media. Ockham reconoce con
todo una cierta jurisdicción del Imperio sobre el Papado, sobre todo por lo que se refiere a la elección del Papa. En algún caso, el mismo interés de la Iglesia puede requerir que el Papa sea elegido por el emperador o por otros laicos (Dial., III, trat. II, lib. III, q. 3, ed. Goldast, II, 917).
  Fuente: N. Abbagnano



No hay comentarios: