Filosofía Antigua: El Epicureismo


EPICURO
Epicuro, hijo de Neocles, nació en enero o febrero del año 341 a. de C., en Samos, donde transcurrió su juventud. Empezó a interesarse por la filosofía a los catorce años de edad. En Samos escuchó las lecciones del platónico Panfilo, y luego del democríteo Nausífones. Es muy probable que fuera este último quien iniciara a Epicuro en la doctrina de Demócrito, del que, por algún tiempo, se consideró discípulo; después afirmó la completa independencia de doctrina con respecto a la de su inspirador, al que más tarde designó con el nombre contrahecho de Lerocrito (parlanchín) (Dióg. Laercio, X, 8).
A los dieciocho años, Epicuro se fue a Atenas. No ha quedado demostrado que haya asistido a las lecciones de Aristóteles y de Jenócrates, que por aquel tiempo era jefe de la Academia. A los treinta y dos años inició sus actividades como maestro, primero en Mitilene y en Lampsaco, y años más tarde (307-06) en Atenas, donde permaneció hasta su muerte (271-70).
La sede de la escuela fue el jardín (khpoj) de Epicuro, por lo que sus secuaces fueron llamados "filósofos del jardín". La autoridad de Epicuro sobre sus discípulos era muy grande. Como las demás escuelas, el epicureísmo constituía una asociación de carácter religioso; pero la divinidad a la que estaba dedicada esta asociación era el fundador mismo de la escuela. "Las grandes almas epicúreas, dice Séneca (Ep., VI, 6), no las formó la doctrina, sino la asidua compañía de Epicuro."
Tanto durante su vida como después de su muerte, los discípulos y los amigos le tributaron honores casi divinos y procuraron modelar su conducta sobre su ejemplo. "Obra siempre como si Epicuro te viera", era el precepto fundamental de la escuela (Séneca, Εp., XXV, 5).
Fue autor de numerosos escritos, alrededor de trescientos. Nos quedan solamente las tres cartas conservadas por Diógenes Laercio: la primera, dirigida a Herodoto, es una breve exposición de física; la segunda, a Meneceo, es de contenido ético; y la tercera, a Pitocles, de dudosa atribución, trata de cuestiones meteorológicas. Diógenes Laercio nos ha conservado también las Máximas capitales y el Testamento. En un manuscrito vaticano se ha encontrado una colección de Sentencias, y en los papiros herculanenses, fragmentos de su obra Sobre la naturaleza.

 LA ESCUELA EPICÚREA
El más notable de los discípulos inmediatos de Epicuro fue Metrodoro de Lampsaco, cuyos escritos fueron en su mayor parte de contenido polémico. Pero los amigos y los discípulos de Epicuro se contaron en gran número, y entre ellos no faltaron mujeres, como
Temistia y la hetaira Leontina, que escribió contra Teofrasto. En efecto, también las mujeres podían pertenecer a la escuela, ya que se fundaba en la solidaridad y la amistad de sus miembros; y las amistades epicúreas se hicieron famosas en todo el mundo antiguo por su nobleza.
Sin embargo, ningún discípulo trajo una original aportación a la doctrina del maestro. Epicuro exigía de sus secuaces la estricta observancia de sus enseñanzas; y a ella la escuela epicúrea se mantuvo fiel durante todo el tiempo de su duración (que fue larguísima, hasta el siglo IV después de Jesucristo). Por ello solamente recordaremos, entre los numerosísimos discípulos, aquellos por cuya mediación nos han llegado ulteriores noticias sobre la doctrina epicúrea. Los papiros herculanenses han revelado algunos fragmentos de Filodemo, contemporáneo de Cicerón, los cuales se refieren a muchos problemas tratados desde el punto de "vista epicúreo y nos presentan la polémica que se desarrollaba entonces en el interior mismo de la escuela epicúrea, y entre ella y las demás escuelas.
Tito Lucrecio Caro, en su De rerum natura, no tan sólo nos ha dejado una obra de gran valor poético, sino también una fiel exposición del epicureísmo. Poco se sabe de la vida de Lucrecio. Probablemente nació en el 96 a. de C. y murió en el 55 a. de C. La noticia de que estaba loco (que nos ha llegado por mediación de los escritores cristianos) y de que
escribió su poema en los intervalos de su locura, puede ser una invención debida a la exigencia polémica de desacreditar al mayor representante latino del ateísmo epicúreo; en todo caso, resulta poco verosímil, dada la causa a que se atribuye la locura del poeta: un filtro amoroso. Los seis libros de la obra de Lucrecio (inacabada) se dividen en tres partes, respectivamente dedicadas a la metafísica, a la antropología y a la cosmología, cada una de las cuales comprende dos libros. En el primero y en el segundo libro se trata de los principios de toda la realidad, de la materia, del espacio y de la constitución de los cuerpos sensibles. En el tercero y cuarto se trata del hombre. En el quinto y sexto, del Universo y de los fenómenos físicos más importantes. Editó la obra Cicerón, quien tuvo que reordenarla un tanto, después de la muerte de Lucrecio. Este veía en Epicuro al que libró a los hombres del temor a lo sobrenatural y a la muerte. Lucrecio consideraba tan grande esta tarea, que no vaciló en ensalzar a Epicuro como una divinidad y en considerarle como el fundador de la verdadera sabiduría.
Pertenece al segundo siglo después de Jesucristo Diógenes de Enoanda (Asia Menor), de quien se ha hallado en el año 1884 un escrito esculpido en bloques de piedra. Estas inscripciones revelan una doctrina conforme con la original de Epicuro; su única novedad es la defensa del epicureísmo contra otras corrientes filosóficas, especialmente contra los diálogos platónicos de Aristóteles.

CARACTERES DEL EPICUREISMO
Epicuro ve en la filosofía el camino para lograr la felicidad, entendida como liberación de las pasiones. Así, pues, el valor de la filosofía es puramente instrumental: su fin es la felicidad. Mediante la filosofía, el hombre se libra de todo deseo inquieto y molesto; también se libra de las opiniones irrazonables y vanas, y de las turbaciones que de ellas proceden.
La investigación científica, encaminada a investigar las causas del mundo natural, no posee otro fin. "Si no estuviéramos turbados por la idea de las cosas celestes y de la muerte y por no conocer los límites de los dolores y de los deseos, no necesitaríamos la ciencia de la naturaleza" (Máss. Capit., 11).
Todo el valor de la filosofía reside, pues, en dar al hombre un "cuádruple remedio":
1. ° libertar a los hombres del temor de los dioses, demostrando que por su naturaleza feliz no se ocupan de los asuntos humanos;
2. ° libertar a los hombres del temor a la muerte, demostrando que no es nada para el hombre: "cuando existimos nosotros la muerte no existe, cuando existe la muerte no existimos nosotros" (Ep. a Men., 124);
3. ° demostrar la accesibilidad del límite del placer, es decir, el fácil logro del placer mismo;
4. ° demostrar la lejanía del límite del mal, es decir, la brevedad y la provisoriedad del dolor.
De esta manera la doctrina epicúrea manifestaba claramente la tendencia de toda filosofía pos-aristotélica a subordinar la investigación especulativa a un fin práctico, considerado como válido independientemente de la investigación misma, de modo que a dicha investigación se le venía a negar el valor supremo que le atribuían los filósofos del período clásico: el de determinar ella misma el fin del hombre, y ser ya en cuanto investigación, parte integrante de este fin.
Epicuro distinguió tres partes de la filosofía: la canónica, la física y la ética. Pero la canónica se concebía en relación tan estrecha con la física que puede decirse que las partes de la filosofía eran para el epicureísmo solamente dos: la física y la ética. En todo el campo del conocimiento, el fin que se ha de tener presente es la evidencia (ενάργεια): "la base fundamental e todo es la evidencia", decía Epicuro.

LA FÍSICA
La física de Epicuro tiene por objeto excluir de la explicación del mundo cualquier causa sobrenatural y liberar de esta manera a los hombres del temor de estar a merced de fuerzas desconocidas y de misteriosas intervenciones.
Para lograr este objetivo la física tiene que ser:
materialista, o sea, excluir la presencia en el mundo de toda "alma" o principio espiritual;
 mecanista, esto es, valerse en sus explicaciones únicamente del movimiento de los cuerpos excluyendo toda clase de finalismo.
Como la física de Demócrito respondía a estas dos condiciones, Epicuro la adoptó e hizo suya con escasas modificaciones.
Al igual que los estoicos Epicuro afirma que todo lo que existe es cuerpo porque sólo el cuerpo puede actuar o padecer una acción. Incorpóreo, solo admite el vacío, pero el vacío no actúa ni padece nada sino que solo permite a los cuerpos moverse a través de él (Ep. ad Her., 67). Todo lo que actúa o padece es cuerpo y todo nacimiento o muerte no es más que agregación o disgregación de cuerpos. De ahí que admita Epicuro con Demócrito que nada procede de la nada y que todo cuerpo está compuesto de corpúsculos indivisibles (átomos) que se mueven en el vacío.
En el vacío infinito, los átomos se mueven eternamente chocando y combinándose entre sí. Sus formas son diversas, pero su número, aunque indeterminable, no es infinito. Su movimiento no obedece a ningún designio providencial ni a ningún orden finalista. Los epicúreos excluyen explícitamente la providencia estoica, y la crítica de tal providencia constituye uno de los temas preferidos de su polémica.
Contra la acción de la divinidad en el mundo, argumentan partiendo de la existencia del mal. "La divinidad o quiere suprimir los males y no puede, o puede y no quiere, o no quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede, es impotente; y la divinidad no puede serlo. Si puede y no quiere, es envidiosa, y la divinidad no puede serlo. Si no quiere y no puede, es envidiosa e impotente y, por consiguiente no es la divinidad. Si quiere y puede (que es lo único que le corresponde), ¿de dónde viene la existencia del mal y por qué no lo suprime? “(fr. 374, Usener). Eliminada del mundo la acción de la divinidad, no quedan para explicar el orden del mismo sino las leyes que regulan el movimiento de los átomos. Según los epicúreos, nada se les escapa a estas leyes y ellas constituyen la necesidad que preside en todos los acontecimientos del mundo natural.
Un mundo es, según Epicuro, "un trozo de cielo que comprende astros, tierras y todos los fenómenos, recortado en el infinito". Los mundos son infinitos; están sometidos a nacimiento y a muerte. Pero, sosteniendo Epicuro que los átomos caen en el vacío en línea recta y con la misma velocidad, para explicar el choque, en cuya virtud se agregan y se disponen en los varios mundos, admite una desviación casual de los átomos de su trayectoria rectilínea. Esta desviación de los átomos es el único acontecimiento natural no sujeto a necesidad. Como dice Lucrecio, "rompe las leyes del hado". En este mundo, del cual se ha eliminado cualquier traza de potencias divinas, Epicuro admite, sin embargo, la existencia de divinidades. Y la admite en virtud de su mismo empirismo: porque los hombres poseen la imagen de la divinidad; y esta imagen, como cualquier otra, no puede haberse producido en ellos más que por flujos de átomos emanados de las mismas divinidades. Los dioses tienen forma humana, que es la más perfecta y, por tanto, la única digna de seres racionales. Mantienen entre sí una amistad análoga a la humana; y habitan en los espacios vacíos entre mundo y mundo (intermundos). Pero no se preocupan ni del mundo ni de los hombres. Cualquier cuidado de este género sería contrario a su perfecta dicha, puesto que les impondría una obligación y ellos no tienen obligaciones, antes bien, viven libres y felices. Por esto el motivo de que el hombre sabio les honre no es el temor, sino la admiración de su excelencia.
El alma, según Epicuro, está compuesta de partículas corpóreas difundidas por todo el cuerpo como un soplo cálido. Tales partículas son más finas y redondas que las demás, y, por lo tanto, más móviles. Las facultades del alma, como se ha visto, son fundamentalmente tres: la sensación en sentido propio; la imaginación (mens, según Lucrecio), que produce las representaciones fantásticas; la razón (λσγος), que es la facultad del juicio y de la opinión. A estas facultades teoréticas se añade el sentimiento, placer o dolor, que es la norma de la conducta práctica. La parte irracional del alma, que es principio de vida, está difundida por todo el cuerpo.
Con la muerte los átomos del alma se separan y cesa toda posibilidad de sensación: la muerte es "privación de sensaciones". Por eso es necio temerla: "El más terrible de los males, la muerte, no es nada para nosotros porque cuando existimos nosotros no existe la muerte y cuando existe la muerte, nosotros no existimos" (Ep. ad Men., 125).

LA ETICA
La ética epicúrea es, en general, una derivación de la cirenaica (§ 39). La felicidad consiste en el placer: "el placer es el principio y el fin de la vida feliz", dice Epicuro (Dióg. Laerc., X, 129). El placer es, en efecto, el criterio de la elección y de la aversión: se tiende al placer, se huye del dolor. Es el único criterio con el cual valoramos todos los bienes. Pero hay dos clases de placeres: el placer estático, que consiste en la privación del dolor, y el placer en movimiento, que consiste en el gozo y en la alegría. La felicidad consiste solamente en el placer estático o negativo, "en el no sufrir y no agitarse" y se define, por tanto, como αταραξία (ausencia de turbación) y a) pori/a (ausencia de dolor). El significado de estos dos términos oscila entre la liberación temporal del dolor de la necesidad y la ausencia absoluta del dolor. En polémica contra los cirenaicos, que afirmaban la posibilidad del placer, Epicuro dice explícitamente que "la cumbre del placer es la simple y pura destrucción del dolor".
Este carácter negativo del placer impone la elección y la limitación de las necesidades. Epicuro distingue las necesidades naturales de las inútiles; entre las necesidades naturales las hay necesarias e innecesarias. De las naturales y necesarias, algunas son necesarias para la felicidad, otras para la salud del cuerpo, otras para la vida misma. Sólo los deseos naturales y necesarios deben satisfacerse; los demás deben abandonarse y rechazarse. El epicureísmo quiere, por tanto, no el abandono al placer, sino el cálculo y la medida de los placeres. Conviene renunciar a los placeres que originan un dolor mayor y soportar incluso largamente los dolores que originan un placer mayor. "A cada deseo es menester preguntarse: ¿Qué sucederá si se satisface? ¿Qué pasará si no se le atiende? Solo el cuidadoso cálculo de los placeres puede conseguir que el hombre se baste a sí mismo y no se convierta en esclavo de las necesidades y de la preocupación por el mañana.
Pero este cálculo sólo puede deberse a la prudencia (f r o / n e s i j). La prudencia es todavía más preciosa que la filosofía, porque de ella nacen todas las demás virtudes y sin ella la vida no posee dulzura, ni belleza ni justicia" (Ep. a Men., 132). Las virtudes, y especialmente la prudencia, que es la primera y más fundamental, aparecen así a Epicuro como condición necesaria a la felicidad. A la prudencia se debe el cálculo de los placeres, la elección y la limitación de las necesidades y, por consiguiente, el logro de la ataraxia y de la aponía.
En un pasaje famoso del escrito Sobre el fin, Epicuro afirma explícitamente el carácter sensible de todos los placeres. "Por mi parte, dice, no sé concebir qué sea el bien, si prescindo de los placeres del gusto, de los placeres del amor, de los placeres del oído, de los que proceden de las bellas imágenes percibidas por los ojos y, en general, de todos los placeres que los hombres poseen gracias a los sentidos. No es verdad que sólo el gozo espiritual sea un bien, puesto que también la mente se alegra con la esperanza de los placeres sensibles, en cuyo disfrute la naturaleza humana puede librarse del dolor." (Cicer., Tusc., I I I, 18, 42; fr. 69 Usener. Cfr. fr. 67, 68 y 70, Usener). En este pasaje el bien se limita al ámbito del placer sensible, al cual pertenece incluso el placer que da la música ("los placeres de los sonidos") y la contemplación de la belleza ("placeres de las bellas imágenes"); y el gozo espiritual se reduce a la esperanza del mismo placer sensible. Tal vez el fin polémico del fragmento (dirigido probablemente contra el Protréptico de Aristóteles, que exaltaba platónicamente la superioridad del placer espiritual [§ 69[), llevara a
Epicuro a acentuar su tesis de la sensibilidad del placer; pero resulta claro que esta tesis se desprende necesariamente de su doctrina fundamental que hace de la sensación el canon fundamental de la vida del hombre. Que el verdadero bien no sea el placer violento, sino el estable de la aponía y de la ataraxia, no es cosa que contradiga la tesis de la sensibilidad del placer, ya que la aponía es "el no sufrir en el cuerpo", y la ataraxia es "el no estar turbados en el alma" por la preocupación de la necesidad corporal.
Pero por esto la doctrina de Epicuro no puede confundirse con un vulgar hedonismo. Se opondría a tal hedonismo el culto de la amistad, característico de la doctrina y de la conducta práctica de los epicúreos. "De todo cuanto la prudencia nos ofrece para la felicidad de la vida, lo mayor es, con mucho, el logro de la amistad" (Max, Cap. 27). La amistad nació de la utilidad; pero es un bien por sí misma. El amigo no es quien busca siempre lo útil, ni quien no lo une nunca a la amistad, ya que el primero considera la amistad como un tráfico de ventajas, y el segundo destruye la confiada esperanza de ayuda que constituye gran parte de la amistad (Sentencias Vaticanas, 39, 34, Bignone).
Se opondría también a dicho hedonismo la exaltación de la prudencia.
Sería ciertamente mejor, según Epicuro, que la fortuna hiciera siempre próspera a la prudencia; pero es siempre preferible la prudencia desafortunada a la insensatez afortunada (Ep. a Men., 135). Aunque la justicia sea sólo una convención que los hombres han establecido entre sí para utilidad común, esto es, para evitar el hacerse daño recíprocamente, es muy difícil que el prudente se deje llevar a la comisión de una injusticia, aun estando seguro que su acto permanecerá oculto y que, por tanto, no le acarreará ningún daño. "Quien haya alcanzado el fin del hombre, aunque nadie esté presente, será igualmente honrado" (fr. 533, Usener).
La actitud del epicúreo ante los hombres en general queda definida en la máxima: "Es no solo más bello, sino también más placentero, hacer el bien que recibirlo" (fr. 544). En esta máxima el placer se erige de hecho en fundamento y en justificación de la solidaridad entre todos los hombres.
Diógenes Laercio nos atestigua efectivamente el amor de Epicuro a sus padres, su fidelidad a los amigos y su sentido de la solidaridad humana (X, 9).
Respecto a la vida política, Epicuro reconocía las ventajas que procura a los hombres, obligándoles a acatar leyes que les impiden dañarse mutuamente. Pero aconsejaba al prudente que permaneciese ajeno a la vida política. Su precepto es: "Vive escondido" (fr. 551). La ambición política sólo puede ser fuente de turbación y, por consiguiente, obstáculo a la consecución de la ataraxia.


Filosofía Antigua: El Estoicismo


Sus doctrinas, de carácter ecléctico, se organizaban en torno a tres disciplinas fundamentales: la Lógica, la Física y la Ética, a la que consideraban la cima del saber (que concebían orientado, pues, hacia la vida práctica, moral, del ser humano). Fue precisamente en la Ética donde ejercieron una mayor influencia, que llegó a ser considerable en el mundo romano y, por extensión, en el conjunto del pensamiento occidental.

La ética estoica propone vivir conforme a la naturaleza racional del ser humano (fragmento del Logos universal) lo que le llevará a evitar las pasiones (que consideraban propias del cuerpo) para lograr la "apatía", característica de una vida feliz. Este alejamiento de las pasiones supone, en cierta medida, la aceptación de ideales ascéticos de vida, con los que se suele asociar al estoicismo (oponiéndose así al hedonismo de Epicuro, o al eudemonismo de Aristóteles).

Se suelen distinguir tres fases en el desarrollo de la escuela: el estoicismo antiguo (representado por el propio Zenón y por Crisipo); el estoicismo medio (representado por Panecio y Posidonio); y el estoicismo nuevo (representado por Séneca, Epícteto y Marco Aurelio).

CARACTERES DE LA FILOSOFÍA POSTARISTOTÉLICA
La conquista macedonia y el cambio consiguiente de la vida política y social del pueblo griego, encontró su expresión en los caracteres fundamentales de la filosofía pos- aristotélica. Tales caracteres suelen expresarse diciendo que este período de la filosofía está señalado por la prioridad del problema moral.
La investigación filosófica, en el período que va de Sócrates a Aristóteles, iba dirigida a la realización de la vida teorética, entendida como unidad de ciencia y virtud, esto es, de pensamiento y vida. Pero de estos dos términos, que ya Sócrates unificaba del todo, el primero prevalecía claramente sobre el segundo. Para Sócrates, la virtud es y debe ser ciencia, y no hay virtud fuera de la ciencia. Platón concluye en el Filebo las profundizaciones sucesivas de su investigación, diciendo que la vida humana perfecta es una vida mixta de ciencia y placer, en la cual prevalece la ciencia. Aristóteles considera la vida teorética como la más alta manifestación de la vida humana, y él mismo encarna y defiende con sus obras los intereses propios de esta actividad, llevando su investigación a todas las ramas de lo cognoscible. Sólo a partir de los cínicos se rompe por primera vez el equilibrio armónico entre ciencia y virtud; ellos acentuaron el peso de la virtud en detrimento de la ciencia, y se hicieron partidarios de un ideal moral propagandístico y populachero, llegando a ser gravemente infieles a las enseñanzas de su maestro.
Pero la quiebra definitiva de la armonía de la vida teorética, en favor del segundo de sus términos, de la virtud, se encuentra en la filosofía postaristotélica. La fórmula socrática, la virtud es ciencia, es sustituida por la fórmula la ciencia es virtud. El objetivo inmediato y urgente es la búsqueda de una orientación moral, a la cual debe estar subordinada, como a su fin, la orientación teorética. El pensamiento debe servir a la vida, y no la vida al pensamiento. En la nueva fórmula, los términos que en la antigua hallaban su unidad, se oponen el uno al otro, de modo que se siente la necesidad de escoger entre ellos aquel que más importa y subordinarle el otro. La filosofía es todavía y siempre investigación. Pero investigación de orientación moral, de una conducta de vida que ya no tiene su centro y su unidad en la ciencia, sino que subordina la ciencia así como el medio al fin.
Por este camino, la filosofía griega había de ofrecer aún a la humanidad enseñanzas vitales; pero ya no podía suscitar de su seno aquellas grandes figuras que han señalado al hombre las líneas maestras de la especulación.

LA ESCUELA ESTOICA
De las tres grandes escuelas post-aristotélicas, desde el punto de vista histórico, la estoica es la más importante de ellas. La influencia del estoicismo había sido decisiva en el último período de la filosofía griega en que las corrientes neoplatónicas hacen propias muchas de sus doctrinas, en la patrística, en la escolástica árabe y latina, en el Renacimiento. Solamente es comparable a la de Aristóteles y muchas veces se desarrolló en concomitancia con la doctrina aristotélica, sugiriendo evoluciones y correcciones que fueron incorporadas a la misma y, a veces, han sido consideradas como partes integrantes suyas. En el mismo sentido de la filosofía moderna y contemporánea, la acción del estoicismo continúa, aunque de manera indirecta o en forma de doctrinas que el sentido común, la sabiduría popular y la tradición filosófica han aceptado y aceptan sin preocuparse de someterlas a discusión. Aquí se pueden solamente indicar algunas de estas doctrinas, a las que más de una vez habrá ocasión de hacer referencia a lo largo de esta Historia. La primera de ellas es la de la necesidad del orden cósmico, con las nociones incluidas en el mismo de destino y providencia. Esta doctrina ha servido de fundamento a todas las elaboraciones teológicas que se han producido desde el platonismo en adelante y ha valido como criterio interpretativo del propio aristotelismo.
La definición de la lógica como dialéctica, la teoría del significado, de la proposición y del razonamiento inmediato han dominado el desarrollo de la lógica en los últimos siglos de la Edad Media, constituyendo una segunda parte de la lógica misma como continuación a la de derivación aristotélica; y han contribuido, a partir de los mismos antiguos aristotélicos, a integrar o interpretar las teorías lógicas aristotélicas. Las doctrinas del ciclo cósmico o del eterno retorno y de Dios como alma del mundo han constituido y constituyen todavía un punto constante de referencia de las concepciones cosmológicas y teológicas. El análisis de las emociones y su condena, el concepto de la autosuficiencia y de la libertad del sabio se han mantenido y se mantienen entre las formulaciones más típicas de la ética tradicional. La ética kantiana se refiere estrictamente a la noción del deber elaborada por los estoicos. La noción de valor, hallada también por ellos, ha resultado fecundísima en las discusiones éticas. La identificación de libertad y necesidad, el cosmopolitismo, la teoría del derecho natural, son doctrinas cuya importancia y vitalidad es poco menos que inútil subrayar.
El fundador de la escuela fue Zenón de Citium, en Chipre; se conoce con verisimilitud el año de su nacimiento: 336-35 a. de C., y el año de su muerte, 264-63 a. de C. Llegado a Atenas alrededor de sus veintidós años, se entusiasmó leyendo los escritos socráticos (los Memorables de Jenofonte y la Apología de Platón) por la figura de Sócrates, y creyó haber encontrado un Sócrates redivivo en el cínico Crates, de quien se hizo discípulo. Luego fue discípulo de Estilpón y de Teodoro Crono. Alrededor del 300 a. de C. fundó su escuela en el Pórtico Pintado (Stoa poixilh), por lo cual sus discípulos se llamaron estoicos. Murió de muerte voluntaria, como bastantes otros maestros que le sucedieron. De sus numerosos escritos (República, Sobre la vida según la naturaleza, Sobre la naturaleza del hombre, Sobre las pasiones, etc.) solo nos quedan fragmentos. Sus primeros discípulos fueron
Aristón de Quíos, Erilo de Cartago, Perseo de Citium y Cleantes de Assos, en Tróada, que le sucedió en la dirección de la escuela. Nacido en el 304-3 a.de C. y muerto en el 223-22 de muerte voluntaria, fue éste hombre de pocas necesidades y de voluntad férrea, pero poco apto para la especulación, y parece que su contribución a la elaboración del pensamiento estoico fue mínima.
A Cleantes sucedió Crisipo de Soli o de Tarsos, en Cilicia, nacido en 281-78, muerto en 208-205 a. de C., que es el segundo fundador del estoicismo; tanto, que se decía: "Si no hubiese existido Crisipo, no existiría la Stoa."
Fue de una prodigiosa fecundidad literaria. Escribía cada día quinientas líneas y compuso en total setecientos cinco libros. Fue también un dialéctico y un estilista de primer orden.
Siguieron a Crisipo dos discípulos suyos, primero Zenón de Tarsos, después Diógenes de Seleucia, llamado "el Babilonio". Diógenes, en 156-55 a. de C., fue a Roma con una embajada de la que formaban parte el académico Carnéades y el peripatético Critolao. La embajada despertó gran interés entre la juventud de Roma; pero fue desaprobada por Catón, temiendo que el interés filosófico distrajese a la juventud romana de la vida militar. A Diógenes siguió Antipatro de Tarsos.
La producción literaria de todos estos filósofos, que debió ser inmensa, se ha perdido y sólo nos quedan fragmentos de ella. Estos no se atribuyen siempre a un autor individual, sino a menudo a los "estoicos" en general, de modo que resulta muy difícil distinguir, dentro de la masa de noticias que nos han llegado, la parte que corresponde a cada uno de los representantes del estoicismo. Por esto se debe exponer la doctrina estoica en su conjunto, mencionando, cuando sea posible, las diferencias o las divergencias entre los distintos autores.

CARACTERES DE LA FILOSOFIA ESTOICA
El fundador del estoicismo, Zenón, tuvo por maestro y modelo de vida el cínico Crates. Esto explica la orientación general del estoicismo, el cual se presenta como continuación y complemento de la doctrina cínica. Al igual que los cínicos, los estoicos no buscan ya la ciencia, sino la felicidad por medio de la virtud. Pero a diferencia de los cínicos, consideran que para alcanzar felicidad y virtud se necesita la ciencia. No ha faltado entre los estoicos quien, como Aristón, estuviese ligado estrechamente con el cinismo y declarase inútil la lógica y superior a las posibilidades humanas la física, abandonándose a un total desprecio por la ciencia. Mas, contra él, Erilo colocaba el sumo bien y el fin último de la vida en el conocer, volviendo así a Aristóteles. El fundador mismo de la escuela, Zenón, consideraba indispensable la ciencia para dirigir la vida, y aunque no le reconociese ningún valor autónomo, la incluía entre las condiciones fundamentales de la virtud. La misma ciencia le parecía virtud y las divisiones de la virtud eran para él, divisiones de la ciencia. Tal fue indudablemente la doctrina predominante en el estoicismo. "La filosofía —dice Séneca— es ejercicio de la virtud (studium virtutis), pero por medio de la misma virtud, ya que no puede haber ni virtud sin ejercicio, ni ejercicio de la virtud sin virtud."
El concepto de filosofía venía a coincidir así con el de virtud. Su fin es alcanzar la sabiduría, que es la "ciencia de las cosas humanas y divinas"; pero el único arte para alcanzar la sabiduría es precisamente el ejercicio de la virtud. Ahora bien, las virtudes más generales son tres: la natural, la moral y la racional; también la filosofía se divide, pues, en tres partes; la física, la ética y la lógica. Distinta fue la importancia concedida sucesivamente a cada una de estas tres partes; y distinto fue también el orden en que las enseñaron los varios maestros de la Στοά. Zenón y Crisipo empezaban por la lógica, pasaban a la física y terminaban con la ética.

LA LÓGICA
Mediante el término lógica, adoptado por primera vez por Zenón, los estoicos expresaban la doctrina que tiene por objeto los lo/goi, o discursos.
Como ciencia de los discursos continuos, la lógica es retórica; como ciencia de los discursos divididos en preguntas y respuestas, la lógica es dialéctica.
Más exactamente la dialéctica se define como "la ciencia de lo que es verdadero y de lo que es falso y de lo que no es ni verdadero ni falso" (Dióg. L., VII, 42; Séneca, Ep., 89). Con la expresión "lo que no es ni verdadero ni falso" los estoicos probablemente entendían los sofismas o las paradojas, sobre cuya verdad o falsedad no se puede decidir y de cuyo tratado se ocupan mucho los estoicos que sobre este punto siguen las huellas de los megáricos. A su vez, la dialéctica se divide en dos partes, según trate de las palabras o de las cosas que significan las palabras: la que trata de las palabras es la gramática, la que trata de las cosas significadas es la lógica en sentido propio: por lo tanto, ésta tiene por objeto las representaciones, las proposiciones, los razonamientos y los sofismas (Dióg. L., VII, 43-44). El problema fundamental de la lógica estoica es el del criterio de la verdad. Este es el problema más urgente para toda la filosofía post-aristotélica, que considera el pensamiento únicamente como guía de la conducta; ya que si el pensamiento no posee él mismo un criterio de verdad y procede con incertidumbre y a ciegas, no puede servir de guía a la acción.
Ahora bien, según todos los estoicos, el criterio de la verdad es la representación cataléptica o conceptual (φαντασία καταληκτική). Dos interpretaciones son posibles del significado de esta expresión, y las dos se encuentran en las exposiciones antiguas del estoicismo.
En primer lugar, la fantasía kataleptiké puede consistir en la acción del intelecto que se apodera y comprende el objeto.
En segundo lugar, puede ser la representación impresa en el entendimiento por el objeto, esto es, la acción del objeto sobre el entendimiento.
Ambos significados se encuentran en las exposiciones antiguas del estoicismo. Sexto Empírico (Adv. math. VII, 248) nos dice que, según los estoicos, la representación cataléptica es la que viene del objeto real y es impresa y marcada por él en conformidad consigo mismo, de modo que no podría nacer de un objeto diverso.
Por otra parte, Zenón (según un testimonio de Cicerón: Acad., II, 144) ponía el significado de la representación cataléptica en su capacidad de alcanzar y comprender el objeto. El comparaba la mano abierta y los dedos extendidos a la representación pura y simple; la mano contraída que hace acto de coger, al asentimiento; la mano cerrada en puño, a la comprensión cataléptica. En fin, las dos manos apretadas una sobre otra, con gran fuerza, eran el símbolo de la ciencia, la cual proporciona la verdadera y completa posesión del objeto.
La representación cataléptica es, pues, relacionada con el asentimiento por parte del sujeto cognoscente, asentimiento que los estoicos creían voluntario y libre. Si el recibir una representación determinada, por ejemplo, ver el color blanco, sentir lo dulce, no está en el poder del que lo recibe, porque depende del objeto del cual se origina la sensación, el asentir a tal representación es, en cambio, un acto libre. El asentimiento constituye el juicio; el cual se define precisamente o bien como asentimiento o como disconformidad o como suspensión (εποχή), esto es, renuncia provisional al asentimiento de la representación recibida o a disentir de la misma.
Según el testimonio de Sexto Empírico (Adv. math. VII, 253), los estoicos posteriores pusieron el criterio de la verdad, no en la simple representación cataléptica, sino en la representación cataléptica "que no tenga nada contra sí"; porque puede darse el caso de representaciones catalépticas que no sean dignas de fe por las circunstancias en que son recibidas. Sólo cuando no tiene nada en contra suya, la representación cataléptica se impone con fuerza a las representaciones divergentes y obliga al sujeto cognoscente a prestar su asentimiento. De esto se deriva claramente que la representación cataléptica es la que está dotada de evidencia no contradicha, tal que solicite con gran fuerza al hombre a prestar su asentimiento, el cual, con todo, es libre. Consecuentemente, definían la ciencia como "una representación cataléptica o un hábito inmutable para aceptar tales representaciones, acompañadas de razonamiento" (Dióg. L., VII, 47) y afirmaban que no hay ciencia sin dialéctica, siendo propio de la dialéctica presidir los razonamientos.
Por lo que se refiere al problema del origen del conocimiento, el estoicismo es empirismo. Todo el conocimiento humano procede de la experiencia, y la experiencia es pasividad, porque depende de la acción que las cosas externas ejercen sobre el alma, considerada como un papel (tabula rasa) sobre el cual se registran las representaciones. Las representaciones son huellas o señales impresas en el alma, según Cleantes; según Crisipo, son modificaciones del alma. En todo caso, son recibidas pasivamente y producidas por los objetos externos o por los estados internos del alma (como las virtudes y la maldad). Por esto no hay ninguna diferencia entre la experiencia externa y la interna. Toda representación, después de su desaparición, determina el recuerdo; un conjunto de muchos recuerdos de la misma especie constituye la experiencia. (Aecio; Plac., IV, 11). De la experiencia nace, por un procedimiento natural, el concepto común o anticipación; pero cuando se llega al universal por medio de un procedimiento técnico, se tiene el concepto. La anticipación es el concepto natural del universal. (Dióg. L., 54). Los conceptos son, en cambio, producidos por la instrucción o el razonamiento, y constituyen la ciencia. Es la razón, por tanto, la que procede a la formación de las nociones universales, que son el fundamento de la ciencia. Pero la razón actúa, según los estoicos, sobre el material facilitado por la sensibilidad.
Con todo, los conceptos no tienen para ellos ninguna realidad objetiva: lo real es siempre individual y el universal subsiste solamente en las anticipaciones o en los conceptos. El estoicismo es, pues, un nominalismo, según la expresión empleada en la escolástica para designar la doctrina que niega realidad al universal. Los conceptos más generales, los que Aristóteles había llamado categorías, son reducidos por los estoicos a cuatro: 1. ° el sustrato o sustancia; 2. ° la cualidad; 3. el modo de ser; 4. ° el modo relativo. (Plotino, Enn., VI, I, 202). Estas cuatro categorías están entre sí en una relación tal que la siguiente encierra la precedente y la determina. De hecho, nada puede tener un carácter relativo, si no tiene un modo de ser; no puede tener un modo de ser, si no tiene una cualidad fundamental que lo diferencia de los demás; y no puede tener esta cualidad si no subsiste por sí, y es sustancia.
El concepto más alto y más amplio, o, como decían, el género sumo, es el concepto de ser; por cuanto todo en cierto modo es, y no hay, por tanto, un concepto más extenso que éste. El concepto más determinado, en cambio, es el de especie, que no tiene otra especie debajo de sí, esto es, el individuo, por ejemplo, de Sócrates. (Dióg. L., VII, 61). Otros estoicos, queriendo hallar un concepto aún más extenso que el del ser, recurrieron al de algo (quid), que puede comprender también a las cosas incorpóreas (Alej. Afrod., Top., 301, 9) y a las inexistentes (Séneca, Ep., 58).
La parte de la lógica estoica que ha ejercido mayor influencia en el desarrollo de la lógica medieval y moderna es la que concierne a la proposición y al razonamiento. Como fundamento de esta parte de su doctrina, los estoicos pusieron la teoría del significado (le/kton) que ha conservado su importancia fundamental en la lógica y en la teoría del lenguaje. "Tres son —decían ellos— los elementos que se coligan: el significado, lo que significa y lo que es. Lo que significa es la voz, por ej., "Dión". El significado es la cosa señalada por la voz y a la que nosotros unimos pensando en la cosa correspondiente. Lo que es, es el sujeto externo, por ej., el mismo Dión" (Sexto Emp.,Adv. math. VIII, 12). De estos tres elementos conexos, dos son corpóreos, la voz y lo que es; uno es incorpóreo, el significado mismo. En otros términos, el significado es aquella función o representación o concepto que nos viene a la mente cuando oímos una palabra y que nos permite referir la palabra a una cosa determinada. Así, por ejemplo, si con la voz "hombre" entendemos un "animal racional", podemos designar con esta voz a todos los animales racionales, es decir, a todos los hombres. El concepto "animal racional" es el significado que permite la referencia de las palabras al objeto existente. Este concepto sirve de camino entre la palabra (y en general, la expresión verbal) y la cosa real o corpórea, orientada de esta manera la referencia al objeto de las expresiones lingüísticas que de otra manera serían puros sonidos, incapaces, de toda conexión con las cosas. Por lo tanto, la referencia a la cosa es parte integrante del significado o, por lo menos, es un aspecto íntimamente unido a ella, pues la información en que consiste el significado no tiene más función que la de hacer posible y orientar tal referencia.
En la lógica medieval y moderna, lo que los estoicos llamaban significado ha sido expresado con otros nombres como connotación, intensión, comprensión, interpretante, sentido, mientras que la referencia a la cosa ha sido llamada suposición, denotación, extensión, significado. Pero esta diversidad de terminología no ha cambiado el concepto de significado en los tres elementos fundamentales en que los estoicos lo habían analizado.
Según los estoicos, un significado es completo si puede expresarse en una frase, por ejemplo: "Sócrates escribe". La palabra "escribe", por el contrario, no tiene significado completo porque deja sin respuesta a la pregunta "¿quién?”. Por lo tanto, sólo la proposición es un significado completo, a la que también definen los estoicos, como Aristóteles, lo que puede ser verdadero o falso.
El razonamiento consiste en una conexión entre proposiciones simples del tipo siguiente:
"si es noche, hay tinieblas; pero es noche, luego hay tinieblas". 
Como se ve, este tipo de razonamiento no tiene nada de común con el silogismo aristotélico, pues le faltan sus caracteres fundamentales: es inmediato (no tiene término medio) y no es necesario. La falta de estos caracteres permite a los estoicos distinguir la concluyencia de un razonamiento de su verdad. El razonamiento antes expuesto es verdadero sólo si es de noche, pero es falso si es de día. Sin embargo, es concluyente en todo caso, porque la conexión de las premisas con la conclusión es correcta.
Los tipos fundamentales de los razonamientos concluyentes los llaman los estoicos apodícticos o razonamientos no demostrativos. Son evidentes por sí mismos y son los siguientes:
1° Si es de día hay luz. Pero es de día. Luego hay luz.
2° Si es de día hay luz. Pero no hay luz. Luego no es de día.
3° Si no es de día, es de noche. Pero es de día. Luego no es de noche.
4° O es de día o es de noche. Pero es de día. Luego no es de noche.
5° O es de día o es de noche. Pero no es de noche. Luego es de día
(Ip. Pirr., II, 157-58; Dióg. L., VII, 80).
Estos esquemas de razonamientos son siempre válidos, pero no siempre son verdaderos, ya que son verdaderos solamente cuando la premisa es verdadera, es decir, corresponde a la situación de hecho. Sobre ellos se modelan los razonamientos  demostrativos, que no sólo son concluyentes, sino que además manifiestan algo que antes era "oscuro": o sea, algo que no es inmediatamente manifiesto a la representación cataléptica que se ve siempre limitada al aquí y ahora. Un ejemplo es:
"Si una mujer tiene leche en el pecho, ha parido; 
pero esta mujer tiene leche en el pecho;
luego ha parido" 
El razonamiento demostrativo en este sentido lo llaman los estoicos un signo indicativo por cuanto permite poner en claro que antes era oscuro.
En cambio, son signos rememorativos aquellos que, en cuanto se presentan, hacen evidente el recuerdo de la cosa que primero ha sido observada en conexión con ellos y ahora no es manifiesta como lo es, por ejemplo, el humo con respecto al fuego (Sexto E., Adv. math., VIII, 148 y sigs.). Evidentemente, los estoicos confiaban la construcción de su doctrina al razonamiento demostrativo; por ejemplo, la demostración de la existencia del alma o del alma del mundo (que es Dios) a partir de los movimientos o de los hechos que son dados inmediatamente a la representación cataléptica, es un signo indicativo en el sentido ahora explicado.
Como se ve, la dialéctica estoica tiene en común con la dialéctica platónica el carácter hipotético de sus premisas, pero se distingue de la misma porque la unión de las premisas entre sí y su conexión con la conclusión expresa situaciones de hecho o estados de cosas inmediatamente presentes. Por otra parte, el carácter hipotético del procedimiento dialéctico no es para los estoicos, como para Aristóteles, un defecto de la misma dialéctica por el que ésta sea inferior a la ciencia. Para ellos, la ciencia no es más que dialéctica (Dióg. L., VII, 47). El concepto estoico de la lógica como dialéctica se propagó, por medio de las obras de Boecio, a la escolástica latina y fue el fundamento de la llamada lógica terminística, propia del último período de la escolástica.

LA FÍSICA
El concepto fundamental de la física estoica es el de un orden inmutable, racional, perfecto y necesario que gobierna y dirige infaliblemente todas las cosas y las hace ser y conservarse como son. Los estoicos identifican este orden con Dios mismo, de modo que su doctrina es un riguroso panteísmo.
Los estoicos sustituyen las cuatro causas aristotélicas (materia, forma, causa eficiente y causa final) por dos principios: el principio activo (poiou=n) y el principio pasivo (pa/sxwn), ambos materiales e inseparables uno de otro.
El principio pasivo es la sustancia despojada de cualidad, o sea, la materia; el principio activo es la razón, esto es, Dios que actuando sobre la materia produce cada uno de los seres. La materia es inerte, y aunque dispuesta a todo, se estaría ociosa si nadie la moviese. La Razón divina la dirige adonde quiera y produce sus determinaciones. La sustancia de la que todo nace es la materia, el principio pasivo; la fuerza por la cual todo se hace es la causa o Dios, el principio activo (Dióg. L., V I I, 134).
Sin embargo, la distinción entre principio activo y principio pasivo no coincide, según los estoicos, con la distinción entre lo incorpóreo y lo corpóreo. Ambos principios, tanto la causa como la materia son cuerpo y nada más que cuerpo, ya que sólo el cuerpo existe. Los estoicos defienden un riguroso materialismo sobre la base de la definición del ser dada por Platón en el Sofista (§ 56): existe lo que actúa o padece una acción. Como sólo el cuerpo puede actuar o padecer una acción, sólo el cuerpo existe (Dióg. L. VII, 56; Plut., Comm. Not., 3, 20, 1073; Stob., Ecl., I, 636). Por lo tanto, es cuerpo el alma como principio de acción (Dióg. L., VII, 156). Es cuerpo la voz pues también ella opera y actúa sobre el alma (Aecio, Plac. IV, 20, 2). En fin, es cuerpo el bien como también lo son las emociones y los vicios. Dice Séneca a este propósito: "El bien opera porque favorece y lo que opera es un cuerpo. El bien estimula al alma en cierto sentido, la plasma y la pone freno, acciones que son propias de un cuerpo. Los bienes del cuerpo son cuerpos; por lo tanto, también los del alma, que también ella es un cuerpo" (Ep., 106). Los estoicos admitían solamente cuatro especies de cosas incorpóreas: el significado, el vacío, el lugar o espacio y el tiempo (Sexto E., Adv. math., X, 218).
Así, pues, entre las cosas incorpóreas no figura Dios. Dios mismo, como razón cósmica y causa dé todo, es cuerpo: más concretamente es fuego. Pero no es el fuego de que se vale el hombre, que destruye todas las cosas; es más bien un soplo cálido (πνεύμα) y vital que lo conserva todo, lo alimenta, hace crecer y lo sostiene todo. Pero este soplo o espíritu vital, este fuego animador, es él mismo corpóreo. Se llama razón seminal (λόγοςσπερματικός) del mundo, porque contiene en sí las razones seminales de las cuales nacen todas las cosas. Así como las partes de un ser viviente nacen todas de la semilla, así también cualquier parte del Universo nace de una semilla racional propia, o razón seminal. Estas razones seminales se mezclan frecuentemente unas con otras; pero después, al desarrollarse, se separan y dan origen a seres diversos; y así todas las cosas nacen de la unidad y son recogidas en la unidad. Con todo, la distinción entre las diversas cosas es perfecta; no hay en el mundo dos cosas semejantes, ni siquiera dos briznas de hierba.
El mundo se engendra cuando la materia primitiva se ha diferenciado y transformado en varios elementos. Condensándose y volviéndose pesada, se convierte en tierra; enrareciéndose, se convierte en aire y luego en humedad y agua; haciéndose todavía más sutil, se hace fuego. De estos cuatro elementos se componen todas las cosas: dos de ellos, el aire y el fuego, son activos; los otros dos, tierra γ agua, son pasivos. La esfera de fuego está por encima de la de las estrellas fijas. El mundo es finito y tiene forma de esfera.
A su alrededor hay el vacío; pero dentro no tiene vacío, porque es todo unido y compacto (Dióg. L., VII, 137 y sigs.).
La vida del mundo tiene un ciclo propio. Cuando después de un largo período de tiempo (gran año), los astros vuelven al mismo signo y a la misma posición en que estaban al principio, acontece una conflagración (έκπύρωοις) y destrucción de lodos los seres; y de nuevo se forma el mismo orden cósmico, y de nuevo vuelven a verificarse los acontecimientos acontecidos en el ciclo precedente, sin modificación alguna. Existe de nuevo Sócrates, existe de nuevo Platón, y nuevamente cada uno de los hombres, con los mismos amigos y conciudadanos; las mismas creencias; las mismas esperanzas; las mismas ilusiones.
Y este ciclo se repite eternamente (Nemesio, Denat., hom. 38, 272). Tal es, en efecto, el hado (είμαρμένη), la ley necesaria que rige las cosas. El hado es el orden del mundo y la concatenación necesaria que dicho orden pone entre los seres y, por tanto, entre el pasado y el porvenir del mundo. Todo hecho sucede a otro y está necesariamente determinado por él como por su causa; a todo hecho sigue otro que el primero determina como causa. Esta cadena no puede romperse, porque quedaría roto el orden racional del mundo. Si este orden, desde el punto de vista de las cosas que él mismo concadena, es destino, desde el punto de vista de Dios que es su autor y garante infalible, es providencia que todo lo rige y conduce a su fin perfecto.
En consecuencia, destino, providencia y razón se identifican entre sí, según los estoicos, y se identifican, con Dios, considerado como la naturaleza intrínseca, presente y operante en todas las cosas (Alejandro Afr., Defato, 22, p. 191). Desde este punto de vista, los estoicos justificaban la mantica, definida como el arte de prever el futuro mediante la interpretación del orden necesario de las cosas. Pero sólo el filósofo puede ser adivinador del futuro porque sólo él conoce el orden necesario del mundo (Cicer., De divin., II, 63,130).
Al identificar a Dios con el cosmos, es decir, con el orden necesario de las cosas, la doctrina estoica es un riguroso panteísmo. Al mismo tiempo, es una justificación del politeísmo tradicional: los dioses de la tradición sería otros tantos aspectos de la acción ordenadora divina. La divinidad es llamada Júpiter (Diá) por cuanto existe por obra (diá) suya, Zeus en cuanto causa del vivir (zên), Atenea en cuanto que gobierna sobre el éter, Hera en cuanto gobierna en el aire, Hefesto en cuanto fuego artífice, etc. (Dióg. L., VII, 147).
Pero si el mundo es en su orden producto necesario de la razón divina, no puede ser más que perfecto. Los estoicos no negaban la existencia de males en el mundo; solo creían que eran necesarios para la existencia del bien. Los bienes son contrarios a los males, decía Crisipo, en su libro Sobre la providencia; es menester, pues, que los unos sean sostenidos por los otros, porque sin un contrario no existiría tampoco el otro contrario. No habría justicia si no existiera la injusticia, porque aquélla no es más que la liberación de la injusticia. No existiría la moderación si no existiera la intemperancia, ni prudencia si no hubiese imprudencia, y así sucesivamente.
No habría verdad sin la mentira. (Gelio, Noct. att. VII, 1). "Dios ha armonizado en el mundo todos los bienes con todos los males, de manera que nazca de ello la razón eterna de todo", cantaba Cleantes en el Himno a Júpiter.

LA ETICA
Dios ha confiado la realización y la conservación del orden perfecto del cosmos en el mundo animal a dos fuerzas igualmente infalibles: el instinto y la razón.
El instinto (ορμή) guía infaliblemente al animal en su conservación, nutrición y reproducción y, en general, en el cuidado de sí mismo en orden a los fines de su supervivencia (Dióg. L., VII, 85).
Por otro lado, la razón es la fuerza infalible que garantiza la armonía del hombre consigo mismo y con la naturaleza en general.
La ética de los estoicos es sustancialmente una teoría del uso práctico de la razón, esto es, del uso de la razón en orden a establecer la armonía entre la naturaleza y el hombre.
Según Zenón, el fin del hombre es el acuerdo consigo mismo, esto es, la vida "según una razón única y armónica". Cleantes añadió al acuerdo consigo mismo el acuerdo con la naturaleza, y por esto definió el fin del hombre como "la vida conforme a la naturaleza". Y Crisipo expresó la misma cosa, diciendo: "Vivir de manera conforme a la experiencia de los sucesos naturales" (Stobeo, Ecl. II, 76, 3). Pero parece que ya Zenón había adoptado la fórmula del "vivir conforme a la naturaleza" (Diógenes Laercio, VII, 87). E indudablemente ésta es la máxima fundamental de la ética estoica.
Por naturaleza, Cleantes entendía la naturaleza universal. Crisipo no sólo la naturaleza universal, sino también la humana, que es parte de la universal.
Para todos los estoicos, la naturaleza es el orden racional, perfecto y necesario que es el destino o Dios mismo; por eso Cleantes oraba así: "Conducidme, oh Júpiter, y tú, oh Destino, adonde me tenéis destinado y os serviré sin vacilación, pues aunque no quisiera, os tendría que seguir igualmente como tonto "(Stobeo, Flor., VI, 19)"
Ahora bien, la acción que se presenta conforme al orden racional es el deber (κατηκον): la ética estoica es, pues, fundamentalmente una ética del deber y la noción del deber, como conformidad o conveniencia de la acción humana al orden racional, viene a ser por primera vez, en los estoicos, la noción fundamental de la ética. En efecto, ni la ética platónica ni la aristotélica hacen referencia al orden racional del todo, asumiendo como su fundamento, la primera, la noción de la justicia; la segunda, la de felicidad. La noción de deber no aparecía en su ámbito y dominaba en ella la noción de virtud como camino para realizar la justicia o la felicidad. "Los estoicos llaman deber —dice Diógenes Laercio (VII, 107-109) — a aquello cuya elección puede ser razonablemente justificada... De las acciones realizadas por instinto algunas son debidas u obligatorias, otras contrarias al deber, otras ni debidas ni contrarias al deber.
Son acciones debidas aquellas que la razón aconseja efectuar, como honrar a los padres, a los hermanos, a la patria e ir de acuerdo con los amigos. Son contrarias al deber aquellas que la razón aconseja no hacer... Ni debidas ni contrarias al deber son aquellas que la razón ni aconseja ni prohibe, como levantar una pajita, tener una pluma, etc." Como dice Cicerón (De off., I I I ,14), los estoicos distinguían el deber recto, que es perfecto y absoluto y no puede darse más que en el sabio, y los deberes "intermedios", que son comunes a todos y muchas veces se realizan sólo con la ayuda de una buena índole y de cierta instrucción. Este predominio de la noción del deber conduce a los estoicos a una de las doctrinas típicas de su ética: la justificabilidad del suicidio. Pues, cuando las condiciones contrarias al cumplimiento del deber prevalecen sobre las favorables, el sabio tiene el deber de abandonar la vida aunque se halle en el colmo de la felicidad (Cicer., De fin., I I I , 60). Sabemos que muchos maestros de la Stoa siguieron este precepto que, en realidad, no es sino la consecuencia de su noción del deber.
Sin embargo, el deber no es el bien. El bien comienza a existir cuando se repite y se consolida la elección aconsejada por el deber, manteniendo siempre su conformidad con la naturaleza, hasta llegar a ser en el hombre una disposición uniforme y constante, es decir, una virtud (Cicer., De fin., III, 20; Tusc., IV, 34). La virtud es verdaderamente el único bien. Pero solamente lo es del sabio, o sea, de quien es capaz del deber recto y se identifica con la sabiduría misma, ya que no es posible sin el conocimiento del orden cósmico con el que se adecúa y conforma el sabio. La virtud puede tener nombres muy diversos según los dominios a los que se refiere (la prudencia se dirige a los objetivos del hombre, la templanza a los impulsos, la fortaleza a los obstáculos, la justicia a la distribución de los bienes: Stobeo, Ecl., II, 7, 60); pero en realidad es una sola y la posee toda entera sólo quien sabe entender y cumplir el deber, o sea, únicamente el sabio (Dióg. L., VII, 126).
Entre la virtud y el vicio no hay término medio. Así como un pedazo de madera es recto o torcido, sin posibilidades intermedias, de la misma manera el hombre es justo o injusto y no puede ser justo o injusto sólo parcialmente. Y de hecho, quien posee la recta razón, esto es, el sabio, lo hace todo bien y virtuosamente; mientras quien carece de la recta razón, el necio, todo lo hace mal y de modo vicioso. Y puesto que lo contrario de la razón es la locura, el hombre que no es sabio es un loco. De la misma manera que quien está sumergido en el agua, aunque esté un poco debajo de la superficie, no puede respirar, como si estuviera en unas aguas profundas, así el que quiere alcanzar la virtud, pero no es virtuoso, no es menos miserable que quien está más alejado de ella (Cicer., De fin., III, 48). La virtud es el único bien en sentido absoluto, pues ella sola es la que constituye la realización, en el hombre, del orden racional del mundo. Este principio llevó a los estoicos a formular otra doctrina típica de su ética: la de las cosas indiferentes (adioafora). Si la virtud es el único bien, sólo se pueden llamar con propiedad bienes, la sabiduría, la prudencia, la justicia, etc., y males sus contrarios; pero no son ni bienes ni males las cosas que no constituyen virtud, como la vida, la salud, el placer, la belleza, la riqueza, la gloria, etc., y sus contrarios. Por lo tanto, estas cosas son indiferentes. No obstante, en el dominio de estas cosas indiferentes, algunas son dignas de preferencia o de elección como la vida, la salud, la belleza, la riqueza, etc.; pero otras no, como sus contrarios. Existen, pues, además de los bienes (las virtudes), otras cosas que no son bienes, pero que también son dignas de preferencia y, para indicar el conjunto de los bienes y de estas cosas, los estoicos emplearon la palabra valor (αξία). Valor es, pues, "toda contribución a una vida conforme a razón" (Dióg. L., VII, 105) o, en general, lo que es digno de elección" (Cicer., De fin., III, 6, 20). Con esta noción de valor hacía su ingreso en la ética un concepto que había de tener gran importancia en la historia de esta disciplina.
Forma parte integrante de la ética estoica la negación total del valor de la emoción (πάθος). Ésta negación no tiene parte alguna en la economía general del cosmos que ha provisto de manera perfecta a la conservación y al bien de los seres vivientes, dotando a los animales de instinto y al hombre de razón. En cambio, las emociones no son provocadas por fuerzas o situaciones naturales: son opiniones o juicios dictados por ligereza y, por ello mismo, fenómenos de necedad y de ignorancia consistentes en "juzgar saber lo que no se sabe" (Cicer., Tusc., IV, 26). Los estoicos distinguían cuatro emociones fundamentales, a las cuales reducían todas las demás: dos que tenían origen en los bienes presuntos o supuestos: el deseo de los bienes futuros y la alegría de los bienes presentes; otras dos que tenían origen en los males supuestos: el temor de los males futuros y la aflicción de los males presentes. A tres de estas emociones, concretamente al deseo, a la alegría y al temor, hacían corresponder tres estados normales propios del sabio, o sea respectivamente, la voluntad, la alegría y la precaución, que son estados de  calma y de equilibrio racional. En cambio, ningún estado normal corresponde en el sabio a lo que es la aflicción para el necio: en efecto, para él no existen males de los que deba dolerse, pues conoce la perfección del universo. Por consiguiente, las emociones son enfermedades verdaderas y propiamente tales, que afectan al necio pero de las que el sabio está inmune.
La condición del sabio es, pues, la indiferencia a toda emoción, la apatía.
El orden racional del mundo, al dirigir la vida de cada hombre, dirige también la vida de la comunidad humana. Lo que se llama justicia es la acción en esta comunidad de la misma razón divina. La ley que se inspira en la razón divina es la ley natural de la comunidad humana: una ley superior a las reconocidas por los diversos pueblos de la tierra, perfecta, y por lo mismo no susceptible de correcciones o mejoras. Cicerón, en una página famosa, expresaba así el concepto de esta ley: "Existe ciertamente una ley verdadera, la recta razón conforme a la naturaleza, difundida entre todos, constante, eterna, que con su mandato invita al deber y con su prohibición aparta del engaño... Una ley así, no puede ser distinta en Roma o en Atenas ni hoy o mañana, sino que como única, eterna e inmutable ley, gobernará a todos los pueblos y en todo tiempo" (Lactancio, Div. inst., VI, 8, 6-9;Cicer., De rep., III, 33). Estos conceptos constituyeron y constituyen la base de la teoría del derecho natural que, durante muchos siglos, ha sido el fundamento de toda doctrina del derecho.
Si es única la ley que gobierna a la humanidad, también lo es la comunidad humana. "El hombre que se acomoda a la ley es ciudadano del mundo (cosmopolita) y dirige las acciones según el querer de la naturaleza con arreglo al cual se gobierna todo el mundo" (Filón, De mundi opif., 3). Por eso el sabio no pertenece a esta o aquella nación sino a la ciudad universal de la que son conciudadanos todos los hombres. En esta ciudad no existen libres y esclavos, sino que todos son libres. Para los estoicos, la única esclavitud es la del necio, por cuanto no se determina en conformidad con aquella ley que es la misma naturaleza suya y del mundo. La esclavitud impuesta por el hombre sobre el hombre no es para los estoicos más que perversidad (Dióg. L., VII. 121).