Filosofía Antigua: Aristoteles


VIDA
Cuando Aristóteles (que había nacido en Estagira en el 384-83 a. de Jesucristo) entró en la escuela de Platón, contaba sólo 17 años. En esta escuela permaneció veinte años, esto es, hasta la muerte del maestro (348-47).
Esta larga permanencia, tanto más notable tratándose de un hombre que poseía capacidad especulativa e independencia de pensamiento excepcionales, hace imposible que se pueda prestar fe a las anécdotas llegadas hasta nosotros sobre la ingratitud de Aristóteles con respecto a su maestro. Según Diógenes Laercio (V, 2), Platón habría dicho: "Aristóteles me ha pateado como los potros a su madre cuando les ha dado a luz". Pero en realidad, la existencia, hoy demostrada, de un período platónico en la especulación aristotélica, la elegía del altar destinada a exaltar a Platón (§69) y el mismo tono que Aristóteles emplea al criticarle, demuestran que la actitud de Aristóteles hacia su maestro fue la de la fidelidad y del respeto, aunque dentro de la más resuelta independencia de crítica filosófica.
Aprestándose en la Ética a Nicómaco (I, 4, 1096 a, 11-6) a criticar la doctrina platónica de las ideas, Aristóteles dice cuán penosa le resulta esta tarea, dada la amistad que le liga con los hombres que la sostienen; y añade: "Pero tal vez sea mejor, incluso un deber, para la salvación de la verdad, prescindir de los asuntos privados, sobre todo si se es filósofo: la amistad y la verdad son ambas estimables, pero es cosa santa honrar más a la verdad".
A la muerte de Platón, Aristóteles dejó la Academia y no volvió más a la escuela donde se había formado. Para suceder a Platón se había designado, por Platón mismo, o por los condiscípulos, a Espeusipo; y esta elección había de imprimir a la Academia una orientación que Aristóteles no podía aprobar. Desde entonces el espíritu de Platón se desterraba de la escuela y Aristóteles ya no tenía motivo para permanecer fiel a ella. Acompañado de Jenócrates, se fue entonces a Assos en la Tróada, donde los dos discípulos de Platón, Erasto y Coriseo, habían constituido con Hermias una comunidad filosófica-política (§ 42), de la que tenemos noticia por la Carta VI de Platón y por otros testimonios (Dídimo, ln Demost., col. 5). Aquí probablemente Aristóteles ejerció su primera enseñanza autónoma. El hijo de Coriseo, Neleo, se convirtió en uno de los más fervientes secuaces del filósofo; y precisamente en la casa de los descendientes de Neleo se encontraron, según cuenta Estrabón ( X I I I , 54), los manuscritos de las obras acroamáticas de Aristóteles.
Después de tres años de permanencia en Assos, Aristóteles se trasladó a Mitilene. Según Estrabón, Aristóteles huyó de Assos tras la muerte de Hermías, junto con la hija del tirano, Pitia, que después fue su mujer. Pero parece que Aristóteles se alejó de Assos antes de la muerte de Hermías y que su matrimonio tuvo lugar mientras residía en Assos. Sea como sea, al saberse la noticia del asesinato de Hermías por obra de los persas, Aristóteles compuso una elegía que enaltece la virtud heroica del amigo perdido.
Durante este primer período de su actividad didáctica en Assos y en Mitilene, debió producirse el apartamiento de Aristóteles de la doctrina de su maestro. Debió componer entonces el Diálogo sobre la filosofía, en el cual aparece (como sabemos por algún fragmento) la crítica de las ideas-números.
En el año 342 Aristóteles fue llamado por Filipo, rey de Macedonia, a Pella, para hacerse cargo de la educación de Alejandro. El padre de Aristóteles, Nicómaco, había sido médico de la corte en Macedonia unos cuarenta años antes; pero tal vez lo que determinó la elección de Filipo fue la amistad de Aristóteles con Hermías quien estaba en relación con Filipo.
En la tarea de conquista y de unificación de todo el mundo griego, para la cual la educación de Aristóteles preparó a Alejandro, obró seguramente la convicción de Aristóteles de la superioridad de la cultura griega y de su capacidad para dominar el mundo, si se le unía una fuerte unidad política.
El alejamiento entre el rey y Aristóteles se produjo solamente cuando Alejandro, extendiendo sus designios de conquista, pensó en la unificación de los pueblos orientales y adoptó las formas orientales de la soberanía. Cuando Alejandro subió al trono, Aristóteles regresó a Atenas (335-34).
Volvió allí después de trece años de ausencia, célebre como maestro de vida espiritual y como filósofo; y la amistad del poderosísimo rey debió poner a su disposición métodos de investigación y de estudio excepcionales para aquellos tiempos. Fundó entonces su escuela, el Liceo, que comprendía, además de un edificio, y del jardín, el paseo o περίπατος del que tomó el nombre. Lo mismo que la Academia, el Liceo practicaba la comunidad de vida; pero aquí el orden de las lecciones estaba firmemente establecido. Aristóteles dedicaba las mañanas a los cursos más difíciles de tema filosófico; por las tardes daba lecciones de retórica y de dialéctica a un público más vasto. Al lado del maestro profesaban cursos los discípulos más ancianos, como Teofrasto y Eudemo.
Cuando en 323 Alejandro murió, la insurrección del partido nacionalista contra los partidarios del rey puso en peligro a Aristóteles. Para evitar que "los atenienses cometiesen un segundo crimen contra la filosofía", Aristóteles se alejó de Atenas y huyó a Calcis en Eubea, patria de su madre, donde poseía una propiedad que de ella había heredado. Aquí se quedó durante los meses siguientes hasta el día de su muerte. Una enfermedad del estómago, que le afligía, puso término a su vida a los 63 años, en el 322-21.
Poseemos el testamento que escribió en Calcis: se citan en él su hija menor de edad Pitia, una mujer, Herpilis, que había tomado en su casa después de la muerte de su esposa, y el hijo Nicómaco, que había tenido de Herpilis. Dispone que sus restos mortales no se separen de los de su mujer Pitia, conforme ella misma había también deseado.

DEL FILOSOFAR PLATÓNICO A LA FILOSOFÍA ARISTOTÉLICA

En un fragmento de la elegía, dirigida a Eudemo, colocada en el altar de Platón, Aristóteles ensalza así al maestro:
El hombre que a los malos no les es lícito siquiera alabar,
que solo o el primero entre los mortales demostró claramente
con el ejemplo de su vida y con el rigor de sus argumentos
que bueno y feliz el hombre se vuelve al mismo tiempo.
A nadie se ha concedido ya el poder alcanzar a tanto.

La enseñanza fundamental de Platón es, pues, según Aristóteles, la estrecha relación que existe entre la virtud y la felicidad; y el valor de esta enseñanza consiste en el hecho de que Platón no se limitó a demostrarla con argumentaciones cerradas, sino que lo incorporó a su vida y vivió para ello.
Pero según Platón, el hombre puede alcanzar el bien, que es la misma felicidad, sólo mediante una búsqueda rigurosamente conducida que se dirija hacia la ciencia del ser en sí. Platón no establecía solamente la identidad entre virtud y felicidad, sino también entre virtud y ciencia. ¿Qué piensa Aristóteles de esta segunda identidad, a cuya demostración tiende toda la obra de Platón? Se encuentra aquí precisamente la separación entre Platón y Aristóteles.
Para Platón la filosofía es búsqueda del ser y a la vez realización de la vida verdadera del hombre en esta búsqueda; es ciencia y, en cuanto ciencia, virtud y felicidad. Pero, para Aristóteles, el saber ya no es la misma vida del hombre que busca el ser y el bien, sino una ciencia objetiva que se escinde y se articula en numerosas ciencias particulares, cada una de las cuales adquiere su autonomía. Por una parte, según Aristóteles, la filosofía se ha convertido en sistema de las ciencias particulares. Por otra parte, la misma filosofía es una ciencia particular, ciertamente la "reina" de las demás, pero sin absorberlas ni resolverlas en sí misma. Por esto, mientras para Platón la investigación filosófica da lugar a sucesivas profundizaciones, al examen de problemas siempre nuevos que procuran aprehender por todas partes al mundo del ser y del valor, para Aristóteles se encamina hacia la constitución de una enciclopedia de las ciencias en la cual no se deja de lado ningún aspecto de la realidad. La misma vida moral del hombre se convierte en objeto de una ciencia particular, la ética, que es autónoma, como otra ciencia cualquiera, respecto a la filosofía.
El concepto de filosofía aparece, pues, en Aristóteles, profundamente cambiado. Por un lado, la filosofía debe constituirse como ciencia en sí y reivindicar, por tanto, para sí aquella misma autonomía que las demás ciencias reivindican frente a ella. Por otra parte, a diferencia de las demás ciencias, debe dar razón de su común fundamento y justificar su prioridad respecto a ellas. En estos términos, el problema es propiamente aristotélico y no se encuentra nada parecido en la obra de Platón. Para éste la filosofía no es más que el filosofar, y el filosofar es el hombre que procura realizar su verdadera mismidad, ligándose con el ser y con el bien, que es el principio del ser. No existe en Platón el problema de qué sea la filosofía, sino sólo el problema de qué es el filósofo, el hombre en su auténtica y lograda realización. Tal es la investigación que domina todos los diálogos platónicos, principalmente la República y el Sofista. Pero en Aristóteles la filosofía, en cuanto es ciencia objetiva, debe constituirse por analogía con las demás. Y como cada ciencia se define y se especifica por su objeto, del mismo modo la filosofía debe tener un objeto propio que la caracterice frente a las demás ciencias y al mismo tiempo le dé, frente a ellas, la superioridad que le corresponde. ¿Cuál es este objeto?
Dos puntos de vista se entrelazan a este propósito en la Metafísica aristotélica, puntos de vista que señalan dos etapas fundamentales de la evolución filosófica de Aristóteles.
Según el primero, la filosofía es la ciencia que tiene por objeto el ser inmóvil y trascendente, el motor o los motores de los cielos; y es, por tanto, propiamente hablando, teología. Como tal, ésta es la ciencia más alta, porque estudia la realidad más alta, la divina (Met., VI, I,1026 a, 19). Pero así entendida, falta a la filosofía universalidad (y Aristóteles mismo lo advertía, 1026 a, 23), porque se reduce a una ciencia particular con un objeto que, aunque sea más alto y más noble que los de las demás ciencias, no tiene nada que ver con ellos. En esta fase, Aristóteles, aun habiéndose apartado del concepto platónico del filosofar, permanece fiel al principio platónico de que la investigación humana debe exclusiva o preferentemente dirigirse hacia los objetos más altos, que constituyen los valores supremos. Pero una filosofía entendida así no alcanza a constituir el fundamento de la enciclopedia de las ciencias ni a suministrar la justificación de cualquier investigación respecto a cualquier objeto. Esta exigencia lleva a Aristóteles al segundo punto de vista, que es el definitivo, cuya realización constituye su tarea histórica.
Según este segundo punto de vista, la filosofía tiene por objeto, no una realidad particular (aunque sea la más alta de todas), sino el aspecto fundamental y propio de toda la realidad. Todo el reino del ser se divide entre las ciencias particulares, cada una de las cuales considera un aspecto particular del mismo; sólo la filosofía considera el ser en cuanto tal, prescindiendo de las determinaciones que constituyen el objeto de las ciencias particulares. Este concepto de filosofía como "ciencia del ser en cuanto ser" es verdaderamente el gran descubrimiento de Aristóteles. No sólo esta ciencia permite justificar la labor de las ciencias particulares, sino que da a la filosofía su plena autonomía y su máxima universalidad, constituyéndolas como presupuesto indispensable de cualquier investigación humana. En este sentido, la filosofía ya no es sólo teología; la teología es ciertamente una de sus partes, pero no la primera ni la fundamental; puesto que la primera y fundamental es aquella que conduce a la búsqueda del principio en virtud del cual el ser, cualquier ser —tanto Dios como la realidad natural más íntima— es verdadera y necesariamente tal.

LA FILOSOFÍA PRIMERA: SU POSIBILIDAD Y SU PRINCIPIO
El primer grupo de investigaciones emprendidas por Aristóteles en la Metafísica versa precisamente sobre la posibilidad y sobre el principio de una ciencia del ser. Aristóteles se preocupa en primer término de definir el lugar que ocupa esta ciencia en el sistema del saber y sus relaciones con las demás ciencias. Ante todo, cada ciencia puede tener por objeto o lo posible o lo necesario; lo posible es lo que puede ser indiferentemente de un modo o de otro; lo necesario es lo que no puede ser de distinto modo de como es.
El dominio de lo posible comprende la acción (πράξις), que tiene su fin en sí misma, y la producción (ποιησις), que tiene su fin en el objeto producido. Las ciencias que tienen por objeto lo posible, en cuanto son normativas o técnicas, pueden también ser consideradas como artes; pero no hay arte que concierna a lo que es necesario (Et. Nic., VI, 3-4). Entre las ciencias de lo posible, la política y la ética tienen por objeto las acciones y se llaman, por lo tanto, prácticas; las artes tienen por finalidad la producción de cosas y se llaman poiéticas. Entre estas últimas, hay una que lleva en su propio nombre el sello de su carácter creador, y es la poesía.
El reino de lo necesario pertenece, en cambio, a las ciencias especulativas o teoréticas. Estas son tres: la matemática, la física y la filosofía primera, que después de Aristóteles se llamará metafísica.
La matemática tiene por objeto la cantidad en su doble aspecto de cantidad discreta o numérica (aritmética) y de cantidad continua de una, dos o tres dimensiones (geometría) (Met., XI, 3, 1061 a, 28).
La física tiene por objeto el ser en movimiento, y, en consecuencia, aquellas determinaciones del ser que van ligadas a la materia, que es condición de movimiento (Ib., VI, 1, 1026 a, 3).
La filosofía debe constituirse por analogía con las demás ciencias teoréticas, si quiere asumir como objeto de su consideración el ser en cuanto ser. Al igual que la matemática y la física, debe proceder por abstracción.
El matemático despoja las cosas de todas las cualidades sensibles (peso, ligereza, dureza, etc.) y las reduce a la cantidad discreta o continua; el físico prescinde de todas las determinaciones del ser que no se reducen al movimiento. Análogamente, el filósofo debe despojar al ser de todas las determinaciones particulares (cantidad, movimiento, etc.) y considerarlo sólo en cuanto ser. Además, así como la matemática parte de ciertos principios fundamentales que conciernen al objeto que le es propio, la cantidad en general (por ejemplo, el axioma: quitando cantidades iguales a cantidades iguales los restos son iguales), así la filosofía debe partir de un principio que le sea propio y que concierne al objeto que le es propio, el ser en cuanto tal.
El problema consiste en ver si tal ciencia es posible. Evidentemente, la primera condición de su posibilidad consiste en que sea posible reducir los diversos significados del ser a un único significado fundamental. El ser, en efecto, se dice de muchas maneras: se dice que son las cantidades, las calidades, las privaciones, las corrupciones, los accidentes; e incluso del no ser decimos que es no ser. Todos estos modos deben reducirse a unidad, si han de ser objeto de una ciencia única. El ser y el uno deben de algún modo identificarse; ya que es necesario descubrir aquel sentido del ser, por el cual el ser es uno, y es también la unidad misma del ser (Met., IV, 2, 1003 b). Y esta unidad no debe ser accidental, sino intrínseca y necesaria a todos los diversos significados que el ser asume. Lo que es accidental no puede ser objeto de ciencia, porque no posee ninguna estabilidad o uniformidad; y la ciencia lo es solamente de lo que es siempre, o casi siempre, de un modo (Ib., VI, 2, 1027, a). Si se quiere, pues, determinar el único significado fundamental del ser, es preciso reconocer un principio que garantice la estabilidad y la necesidad del ser mismo. Tal es el principio de contradicción.
Este principio es considerado por Aristóteles en primer lugar como principio constitutivo del ser en cuanto tal; en segundo lugar, como condición de toda consideración del ser, esto es, de cualquier pensamiento verdadero. Es, por lo tanto, a la vez un principio ontológico y lógico; y Aristóteles lo expresa en dos fórmulas que corresponden a estos dos significados fundamentales: "Es imposible que una misma cosa convenga a una misma cosa, precisamente en cuanto es la misma"; "Es imposible que la misma cosa sea y a la vez no sea"; tales son las dos fórmulas principales con que el principio se presenta en Aristóteles (por ejemplo, Met., IV, 3, 1005 b, 18; 4, 1006 a, 3); y de estas fórmulas evidentemente la primera se refiere a la imposibilidad lógica de predicar el ser y el no ser de un mismo sujeto; la segunda a la imposibilidad ontológica de que el ser sea y no sea. Aristóteles defiende polémicamente este principio contra los que lo niegan: megarenses, cínicos y sofistas, los cuales admiten la posibilidad de afirmar cualquier cosa de cualquier cosa; heraclitarcos, que admiten la posibilidad de que el ser, en el devenir, se identifique con el no ser. En realidad, el principio puede sólo defenderse y esclarecerse polémicamente, porque, como fundamento de toda demostración, no puede a su vez ser demostrado. Se puede ciertamente demostrar que quien lo niega no dice nada o suprimir la posibilidad de cualquier ciencia; y éste es, en efecto, el argumento polémico adoptado por Aristóteles contra los que lo niegan. Pero con esto todavía no resulta evidente su valor como axioma fundamental de la filosofía primera, como principio constitutivo de la metafísica en tanto que ciencia del ser en cuanto tal. Este valor se manifiesta, en cambio, a través de las consideraciones que Aristóteles desarrolla a propósito del ser determinado (to/de ti/).
Si por ejemplo, el ser del hombre se ha determinado como el del "animal bípedo", necesariamente todo ser que se reconozca como hombre deberá ser reconocido como animal bípedo. "Si la verdad —dice Aristóteles— posee un significado, necesariamente quien dice hombre dice animal bípedo: ya que esto significa hombre, pero si esto es necesario, no es posible que el hombre no sea animal bípedo: la necesidad significa, en efecto, precisamente esto, que es imposible que el ser no sea" (Met., IV, 4, 1006 b, 30). Aquí se percibe claramente el significado del principio de contradicción como fundamento de la metafísica: el principio llega a determinar el fundamento por el cual el ser es necesariamente. Y efectivamente la fórmula negativa del principio de contradicción: "Es imposible que el ser no sea", se traduce positivamente con esta otra: El ser, en cuanto tal, es necesariamente.
En esta fórmula el principio revela claramente su capacidad para fundamentar la metafísica. Evidentemente, el ser, que es el objeto de esta ciencia, es aquel precisamente que no puede no ser, el ser necesario.
Por consiguiente, la necesidad constituye para Aristóteles el sentido primario o fundamental del ser, aquel que a partir del cual todos los demás (si los hay) pueden ser comprendidos y distintos. Esta era la misma tesis de Parménides ("el ser es y no puede no ser": fr. 4, Diels) aceptada también por los megáricos. Sin embargo, Aristóteles no entiende esta tesis en el sentido de que sólo lo necesario existe y que lo no necesario es nada. Por cuanto (como ya se ha visto) afirma él que sólo lo necesario es el objeto de la ciencia y que por lo tanto la ciencia misma es necesidad (apodíctica, es decir, demostrativa), lo posible lo admite él como objeto de artes o de disciplinas que sólo tienen un carácter científico, imperfecto o aproximativo. En consecuencia, lo que Aristóteles quiere afirmar es que el ser necesario es el único objeto de la ciencia y que de lo que no es necesario se puede tener conocimiento sólo en la medida en que se aproxima de alguna manera a la necesidad, en el sentido de que manifiesta cierta uniformidad o persistencia. "Algunas cosas —dice— son siempre, por necesidad lo que son, no en el sentido de ser obligadas, sino en el sentido de no poder ser de otra manera; en cambio, otras son lo que son, no por necesidad sino por lo más; y este es el principio por el que podemos distinguir lo accidental, el cual es tal precisamente porque no es ni siempre ni por lo más (1026 b, 27). Como se ve, Aristóteles admite junto al necesario y al uniforme (el "por lo más"), el accidental; pero no hay ciencia de lo accidental y, en todo caso, tanto lo accidental como lo uniforme no-necesario pueden distinguirse y reconocerse sobre el fundamento de lo necesario.
¿Cuál es, pues, el ser necesario? A esta pregunta Aristóteles responde con la doctrina fundamental de su filosofía. El ser necesario es el ser sustancial. El ser que el principio de contradicción permite reconocer y aislar en su necesidad es la sustancia.
"Estos, dice (refiriéndose a los que niegan el principio de contradicción), destruyen completamente la sustancia y la esencia necesaria, ya que se ven obligados a decir que todo es accidental y no hay nada como el ser-hombre o el ser-animal. Si, en efecto, hay algo como el ser hombre, éste no será el ser no hombre o el no ser hombre; sino que éstos serán negaciones de aquél.
Uno sólo es, efectivamente, el significado del ser y éste es la sustancia del mismo. Indicar la sustancia de una cosa no es más que indicar el ser propio de ella" (Met., IV, 4, 1007 a, 21-27). El principio de contradicción, tomado en su alcance ontológico-lógico, conduce directamente a la determinación del ser en cuanto tal, que es el objeto de la metafísica. Este ser es la sustancia. La sustancia es el ser por excelencia, el ser que es imposible que no sea y, por lo tanto, es necesariamente, el ser que es primero en todos los sentidos. "La sustancia es primera, dice Aristóteles (Ib., VII, 1, 1028 a, 31), por definición, para el conocimiento y para el tiempo. Es la única, entre todas las categorías, que puede subsistir separadamente. Es primera por definición, ya que la definición de la sustancia está implícita necesariamente en la definición de cualquier otra cosa. Es primera para el conocimiento, porque creemos que conocemos una cosa, por ejemplo, el hombre o el Fuego, cuando sabemos qué es, más que cuando conocemos el cuál, el cuánto y el dónde de ella; e incluso sólo conocemos cada determinación de éstas cuando sabemos qué son ellas mismas." El qué es la sustancia. El problema del ser se transforma, pues, en problema de la sustancia y en este último se concreta y determina el objetivo de la metafísica. "Lo que desde hace tiempo y aún ahora, y siempre, hemos buscado, lo que siempre será un problema para nosotros: ¿Que es el ser?, significa esto: ¿Qué es la sustancia?(Met., VII, 1, 1028 b, 2).

LA SUSTANCIA
¿Qué es la sustancia? Tal es el tema del principal grupo de investigaciones en la Metafísica. Aristóteles lo acomete con su característico procedimiento analítico y dubitativo, pasando revista a todas las soluciones posibles, desarrollando y discutiendo cada una de ellas y haciendo así brotar un problema de otro. En el nudo de las investigaciones, que en los varios escritos que componen la Metafísica se entrelazan al acaso, volviendo a empezar a menudo la discusión o interrumpiéndola antes de la conclusión, el libro VII nos ofrece el tratado más maduro y concluyente de este problema fundamental. El último capítulo del libro, el XVII, presenta a modo de conclusión el verdadero principio lógico y especulativo del tratado entero.
La sustancia se considera en él como el principio (αρχή) y la causa (αιτία) en consecuencia como lo que explica y justifica el ser de cada cosa. La sustancia es la causa primera del ser propio de cada realidad determinada. Es lo que hace de un compuesto algo que no se resuelve en la suma de sus elementos componentes. Del mismo modo que la sílaba ba no es igual que a la suma de b y a, sino que posee una naturaleza propia que desaparece en cuanto se resuelve en las letras que la componen, así cualquier realidad posee una naturaleza que no resulta de la suma de sus elementos componentes y es distinta de cada uno y de todos estos elementos. Tal naturaleza es la sustancia de aquella realidad: el principio constitutivo de su ser. La sustancia es siempre principio, nunca elemento componente (1041 b, 31). Sólo ella, por tanto, permite contestar a la pregunta respecto al por qué de una cosa.
Si se pregunta, por ejemplo, por qué de una casa o de un lecho, se pregunta evidentemente la finalidad para la cual la casa y el lecho se construyeron. Si se pregunta el porqué del nacer, del perecer o en general del cambio, se pregunta evidentemente la causa eficiente, el principio del cual el movimiento se origina. Pero finalidad y causa eficiente no son más que la sustancia misma de la realidad cuyo por qué se pregunta (1041 a, 29).
Estas observaciones son la clave para entender toda la doctrina aristotélica de la sustancia y. en consecuencia, para penetrar en el corazón mismo de la metafísica aristotélica.
La expresión que emplea Aristóteles para definir la sustancia es: lo que el ser era (to/ ti/ ei) nai, quod quid erat esse). En esta fórmula, la repetición del verbo ser expresa que la sustancia es el principio constitutivo del ser como tal; y el imperfecto (era) indica la persistencia y la estabilidad del ser, su necesidad. La sustancia es el ser del ser: el principio por el cual el ser es necesariamente tal. Pero en tanto que ser del ser, la sustancia posee una doble función, a la cual corresponde una doble consideración de la misma: es, por una parte, el ser en que se determina y limita la necesidad del ser, por otra, el ser que es necesidad determinante y limitadora. Podemos expresar la doble funcionalidad de la sustancia, a la cual corresponden dos significados distintos, pero necesariamente conjuntos, diciendo que la sustancia es, por un lado, la esencia del ser, por otro, el ser de la esencia. Como esencia del ser, la sustancia es el ser determinado, la naturaleza propia del ser necesario: el hombre como "animal bípedo".
Como el ser de la esencia, la sustancia es el ser determinante, el ser necesario de la realidad existente: el animal bípedo como este hombre individual. Los dos significados pueden comprenderse bajo la expresión esencia necesaria, la cual da, lo más exactamente posible, el sentido de la fórmula aristotélica.
Evidentemente, la esencia necesaria no es la simple esencia de una cosa. No siempre la esencia es la esencia necesaria: quien dice de un hombre que es músico, no dice su esencia necesaria, puesto que se puede ser hombre sin ser músico. La esencia necesaria es aquella que constituye el ser propio de una realidad cualquiera, aquel ser por el cual la realidad es necesariamente tal. La sustancia es, por tanto, no la esencia, sino la esencia necesaria, no el ser genéricamente tomado, sino el ser auténtico: es la esencia del ser y el ser de la esencia.
Entendida así, la sustancia manifiesta el aspecto más íntimo del pensamiento aristotélico y al mismo tiempo su más secreta relación con el pensamiento de Platón. Platón había explicado la validez intrínseca del ser como tal, la normatividad que el ser presenta en sí mismo y al hombre, refiriendo el ser a los demás valores y haciendo del bien el principio del ser. Según Platón, si el ser vale, si posee un valor gracias al cual se pone como norma, esto ocurre, no porque es ser, sino porque es bien; lo que lo constituye en cuanto ser es el bien, el valor en sí mismo. La normatividad del ser es, para Platón, extraña al ser mismo: el ser es en el valor, no el valor en el ser. Aristóteles descubrió, en cambio, el intrínseco valor del ser. La validez que el ser posee no proviene de un principio extrínseco, del bien, de la perfección o del orden, sino de su principio intrínseco, de la sustancia. No está el ser en el valor, sino el valor en el ser. Todo lo que es, en cuanto es, realiza el valor primordial y único, el ser en cuanto tal. La sustancia, como ser del ser, confiere a las más insignificantes y pobres manifestaciones del ser una validez necesaria, una absoluta normatividad. Efectivamente, no es privilegio de las realidades más elevadas, sino que se encuentra tanto en la base como en la cima de la jerarquía de los seres y representa el verdadero valor metafísico.
Con el descubrimiento de la validez del ser en cuanto tal, Aristóteles está en condiciones de adoptar ante el mundo una actitud completamente distinta de la de Platón. Para él, todo lo que es, cuanto es, tiene un valor intrínseco, es digno de consideración y de estudio y puede ser objeto de ciencia. Para Platón, en cambio, sólo lo que encarna un valor distinto del ser puede y debe ser objeto de ciencia: el ser en cuanto tal no basta, porque no tiene en sí su valor. Con la teoría de la sustancia, Aristóteles elaboró el principio que  justifica su actitud ante la naturaleza, su obra de investigador incansable, su interés científico que no se apaga ni disminuye ni siquiera ante las más insignificantes manifestaciones del ser. La teoría de la sustancia es a la vez el centro de la metafísica de Aristóteles y el centro de su personalidad. Manifiesta el íntimo valor existencial de su metafísica.

LAS DETERMINACIONES DE LA SUSTANCIA
La doble función de la sustancia aparece continuamente en la investigación aristotélica y le comunica una aparente ambigüedad, que sólo se puede eliminar reconociendo la distinción y la unidad de las dos funciones de la sustancia. Cuando Aristóteles dice que la sustancia es expresada por la definición y que sólo de la sustancia hay verdadera definición (VII, 4, 1030 b, 4), entiende la sustancia como esencia del ser, como lo que la razón puede entender y demostrar del ser. Cuando, en cambio, declara que la esencia se identifica con la realidad determinada (to/de ti)y que, por ejemplo, la belleza no existe más que en lo que es bello (VII, 5, 1031 b, 10), entiende la sustancia como ser de la esencia, como principio que confiere a la naturaleza propia de una cosa su existencia necesaria.
Como esencia del ser, la sustancia es la forma de las cosas compuestas, y da unidad a los elementos que componen el todo y al todo una naturaleza propia, distinta de la de los elementos componentes (VIII, 6 b, 2). La forma de las cosas materiales, que Aristóteles llama especie (VII, 8, 1033 b, 5), es, por tanto, su sustancia.
Como ser de la esencia, la sustancia es el sustrato (to/ u(poxei/menon, subiectum): aquello de lo que cualquier otra cosa se predica, pero que no puede ser predicado de ninguna.
Y como sustrato, es materia, esto es, realidad privada de cualquier determinación y que posee esta determinación sólo en potencia (VIII, 1, 1042 a, 26).
Como esencia del ser, la sustancia es el concepto o λόγος, del cual no existe generación ni corrupción (ya que lo que deviene no es la esencia necesaria de la cosa, sino esta o aquella cosa).
Como ser de la esencia, la sustancia es el compuesto o su/noloj, esto es, la unión del concepto (o forma) con la materia, la cosa existente; y en tal sentido la sustancia nace y perece (VII, 15, 1039 b, 20).
Como esencia del ser, la sustancia es el principio de inteligibilidad del ser mismo. Es lo que la razón puede tomar de la realidad en cuanto tal; y constituye el elemento estable y necesario, sobre el cual se funda la ciencia. No hay ciencia, en efecto, más que de lo necesario; mientras que el conocimiento de lo que puede ser y no ser, es más opinión que ciencia. Precisamente por esto no existe definición o demostración de las sustancias sensibles particulares que están dotadas de materia y no son, por tanto, necesarias, sino corruptibles: su conocimiento se oscurece apenas cesan de ser percibidas. Sin embargo, queda íntegro, en el sujeto que las conoce, su concepto, que expresa precisamente su naturaleza sustancial, aunque no en la forma rigurosa de la definición (Met., VII, 15, 1039 b, 27). La sustancia es, pues, objetiva y subjetivamente el principio de la necesidad: objetivamente, como ser de la esencia, en cuanto realidad necesaria; subjetivamente, como esencia del ser, en cuanto racionalidad necesaria.
Considerando la diversidad y disparidad de significados que la sustancia asume para Aristóteles, se diría que Aristóteles se había limitado a desplegar dialécticamente todos los significados posibles de la palabra, sin escoger entre ellos ni determinar el único significado auténtico y fundamental. Por una parte, en tanto que forma o especie, la sustancia es inengendrable e incorruptible, por otra parte, en tanto que compuesto y realidad particular existente, es engendrable y corruptible; por una parte, en tanto que sustrato, es la existencia real que no se reduce nunca a predicado, esto es, a pura determinación lógica; por otra parte, en tanto que definición y concepto, es una pura entidad lógica.
En realidad, concebida la sustancia como el ser del ser, en su doble funcionalidad de ser de la esencia y esencia del ser, Aristóteles podía admitir la sustancia igualmente en todas aquellas diversas determinaciones y reducir, por tanto, a unidad su aparente disparidad. Tal era precisamente el objetivo que se había propuesto al constituir la metafísica como ciencia del ser en cuanto tal y al colocar como fundamento de ella el principio de contradicción.
La riqueza de las determinaciones ontológicas que el concepto de sustancia permite a Aristóteles justificar, relacionándolas con un único valor fundamental, demuestra que verdaderamente alcanzó, con el concepto de sustancia, el principio de la filosofía primera, como aquella ciencia que ha de constituir el fundamento común y la justificación ultima de todas las ciencias particulares. Sólo un significado de la sustancia debía Aristóteles excluir por ilegítimo: el que separa el ser de la esencia o la esencia del ser, que coloca la validez y la necesidad del ser fuera del ser, en una universalidad que no constituye el alma y la vida del ser mismo. Tal era el punto de vista del platonismo; por cuyo motivo se sirve Aristóteles de él continuamente, a modo de término de confrontación polémica, en la construcción de su metafísica.

 LA POLÉMICA CONTRA EL PLATONISMO
La característica del platonismo es, según Aristóteles, la de considerar las especies como sustancias separadas, reales e independientes de cada uno de los seres individuales cuya forma o sustancia son.
Para Aristóteles, la sustancialidad (la realidad) de la especie es la misma del individuo cuya especie es.
Según Platón, las especies poseen una realidad en sí que no se reduce a la de los individuos singularmente existentes; y en tal sentido son sustancias separadas.
Ahora bien, tales sustancias separadas son imposibles, según Aristóteles. En calidad de especies, habrían de ser universales; pero es imposible que lo universal sea sustancia, porque mientras lo universal es común a muchas cosas, la sustancia es propia de un ser individual y no pertenece a ningún otro. Si en Sócrates, que es sustancia, hubiese otra sustancia ("hombre" o ser viviente"), tendríamos un ser compuesto de varias sustancias, lo cual es imposible.
Aristóteles insiste, pues, distintas veces, en la Metafísica, en la crítica de los argumentos adoptados por Platón y por los platónicos para establecer la realidad de la idea. Dicha crítica versa esencialmente sobre cuatro puntos.
En primer lugar, admitir una idea en correspondencia con cada concepto significa obrar más o menos como aquel que, habiendo de contar objetos, creyese que no podía hacerlo más que acrecentando su número. Las ideas han de ser, en efecto, en número mayor que los mismos objetos sensibles, porque ha de haber no sólo la idea de cada sustancia, sino también de todos sus modos o caracteres que puedan acogerse bajo un único concepto.
Son otras tantas realidades que se añaden a las realidades sensibles; de modo que el filósofo se encuentra con que debe explicar, además de estas últimas, también las primeras, enfrentándose con dificultades mayores que si se encontrase solamente ante el mundo sensible.
En segundo lugar, los argumentos con los cuales se demuestra la realidad de la idea conducirían a admitir ideas incluso de aquello que los platónicos no consideran que las haya, por ejemplo, de las negaciones y de las cosas transitorias: ya que incluso de éstas hay conceptos. Y así, incluso para la relación de semejanza entre las ideas y las cosas correspondientes (por ejemplo, entre la idea del hombre y cada hombre), debería haber una idea (un tercer hombre); y entre esta idea por una parte y la idea del hombre y cada hombre individual por otra, otras ideas; y así hasta el infinito.
En tercer lugar, las ideas son inútiles porque no contribuyen para nada a hacer comprender la realidad del mundo. De hecho no son causas de ningún movimiento ni de ningún cambio. Decir que las cosas participan de las ideas no quiere decir nada, porque las ideas no son principios de acción que determinen la naturaleza de las cosas.
En fin, y éste es el argumento más importante que se enlaza con la teoría aristotélica de la sustancia, la sustancia no puede existir separadamente de aquello cuya sustancia es. La afirmación del Fedón de que las ideas son causas de las cosas es, según Aristóteles, incomprensible; ya que aun suponiendo que haya ideas, de ellas no derivarán las cosas si no interviene para crearlas un principio activo.
Estos argumentos a los cuales Aristóteles recurre a menudo son sencillamente indicativos, pero no reveladores, del verdadero punto de separación entre él y Platón. Dichos argumentos parten de la presuposición de una realidad de las ideas absolutamente separada del mundo sensible y de la misma inteligencia humana que las aprehende: presuposición que no se verifica en el espíritu auténtico del platonismo. Según Platón, la idea es el valor y constituye al mismo tiempo el deber ser, lo mejor, de las cosas del mundo y la norma que debe servir al hombre para la valoración de las mismas. La idea aparece a Aristóteles como separada del mundo, no porque Platón haya negado implícita o explícitamente su relación con el mundo, sino porque la idea es inconmensurable con el ser del mundo mismo. La idea es el bien, lo bello o en general (según los últimos diálogos platónicos) el orden y la medida perfecta del mundo, y constituye un principio distinto y, en consecuencia, extraño y separado del ser cuyo fundamento se pretende que sea. El descubrimiento de la validez intrínseca del ser como tal, el reconocimiento de que el ser precisamente en cuanto ser, y no ya en cuanto perfección o valor, posee validez necesaria, conduce a Aristóteles a rechazar la doctrina que separa al ser de su propio valor y convierte a éste en un mundo o una  sustancia separada.
Por esto, la sustancia aristotélica, aun entendida como forma o especie, no puede enlazarse con la idea platónica. No es la idea que abandonando la esfera supraceleste se ha metido en el ser y en el devenir del mundo y ha readquirido su concreción, sino un principio de  validez intrínseco al ser como tal: es el ser mismo del devenir y del mundo en su propia esencia necesaria.
Aristóteles realizó una inversión del punto de vista platónico. Según Platón, los valores fundamentales son los morales, que no son puramente humanos, sino cósmicos, y constituyen el principio y el fundamento del ser.
Según Aristóteles, el valor fundamental es el ontológico, constituido por el ser en cuanto tal, por la sustancia; y los valores morales se circunscriben en la esfera puramente humana. Cuando Aristóteles niega que lo universal sea sustancia, se refiere cabalmente al universal platónico, que está verdaderamente separado del ser, en cuanto es un valor distinto del ser. Lo que él sostiene constantemente contra el platonismo es que el valor del ser es intrínseco al ser: la doctrina de la sustancia.

LA SUSTANCIA COMO CAUSA DEL DEVENIR
Con la indagación sobre la naturaleza de la sustancia se enlaza en la Metafísica la indagación en torno a las sustancias particulares.
En esta segunda investigación Aristóteles se guía por el criterio que ilustra en un pasaje famoso del libro VII. Es necesario partir de las cosas que son más cognoscibles para el hombre, a fin de alcanzar aquellas que son más cognoscibles en sí; del mismo modo que, en el campo de la acción, se parte de lo que es bien para el individuo, a fin de que consiga hacer suyo el bien universal (1020 b, 3). Más fácilmente cognoscibles para el hombre son las sustancias sensibles; se debe, pues, partir de éstas, en la consideración de las sustancias determinadas. Y puesto que están sujetas al devenir, se trata de ver qué función desempeña la sustancia en el devenir.
Todo lo que deviene posee una causa eficiente que es el punto de partida y el principio del devenir; llega a ser algo (por ejemplo, una esfera o un círculo) que es la forma o punto de llegada del devenir; y deviene a partir de algo, que no es la simple privación de esta forma, sino su posibilidad o potencia y se llama materia. El artífice, que construye una esfera de bronce, del mismo modo que no produce el bronce, tampoco produce la forma de esfera que infunde al bronce. No hace más que dar a una materia preexistente, el bronce, una forma preexistente, la esfericidad. Si hubiese de producir también la esfericidad, debería sacarla de alguna otra cosa, como saca del bronce la esfera de bronce; esto es, debería haber una materia de la cual sacar la esfericidad y luego una materia aún de esta materia, y así hasta el infinito. Es evidente, pues, que la forma o especie que se imprime a la materia, no deviene, antes bien, lo que deviene es el conjunto de materia y forma (σύνολος) que de ésta toma su nombre. La sustancia, en tanto que materia o en tanto que forma escapa al devenir; al cual, por el contrario, se somete la sustancia como σύνολος (VII, 8, 1033 b). Esto no quiere decir que haya una esfera aparte de las que vemos o una casa aparte de las construidas con ladrillos. Si así fuese, la especie no se convertiría nunca en una realidad determinada, esto es, esta casa ó esta esfera. La especie expresa la naturaleza de una cosa, no dice que exista la cosa. Quien produce la cosa, saca de algo que existe (la materia, el bronce) algo que existe y que posee en sí aquella especie (la esfera de bronce). La realidad determinada es la especie ya subsistente en estas carnes y en estos huesos, que forman Calias y Sócrates; los cuales son, ciertamente, distintos por la materia, pero idénticos por la especie, que es indivisible (Ib., 1034 a, 5).
La sustancia es, pues, la causa no sólo del ser, sino también del devenir.
En el primer libro de la Metafísica Aristóteles había distinguido cuatro especies de causas, repitiendo una doctrina ya expuesta en la Física (II, 3 y 7) "De causas, había dicho (Met., I, 3, 983 a, 26), se habla de cuatro modos.
Causa primera llamamos a la sustancia y la esencia necesaria, ya que el porqué se reduce en última instancia al concepto (λόγος), el cual, siendo el primer porqué, es causa y principio. La segunda causa es la materia y el sustrato.
La tercera es la causa eficiente, esto es, el principio del movimiento.
La cuarta es la causa opuesta a esta última, el objetivo y el bien que es el fin (τέλος) de cada generación y de cada devenir."
Ahora bien, claro está que estas causas son verdaderamente tales sólo en cuanto se reducen todas a la primera causa, a la sustancia, cuyas determinaciones o expresiones diversas son. En aquel primer ensayo de historia de la filosofía que Aristóteles nos ofrece precisamente en el primer libro de la Metafísica, pone a prueba esta doctrina de las cuatro causas para cerciorarse de si sus predecesores habían descubierto otra especie de causa, además de aquellas enunciadas por él en los escritos de física. La conclusión de su análisis es que todos se limitaron a tratar de una o dos de las causas por él enunciadas: la causa material y la causa eficiente fueron admitidas por los físicos, la causa formal por Platón; mientras que de la causa final tuvo un cierto barrunto solamente Anaxágoras. "Pero éstos, añade Aristóteles, han tratado de ellas confusamente; y si en un sentido se puede decir que las causas han sido indicadas antes de nosotros, en otro sentido se puede decir que no han sido indicadas del todo" (I, 10, 992 b, 13). Aristóteles es consciente, por tanto, de que se inserta históricamente en la investigación establecida por sus predecesores y de que la lleva a su culminación y claridad. El objetivo que se ha propuesto le parece sugerido por los resultados históricos que la filosofía ha conseguido antes de él.

POTENCIA Y ACTO
La función de la sustancia en el devenir confiere a la sustancia misma un nuevo significado. La sustancia adquiere un valor dinámico, se identifica con el fin (τέλος) con la acción creadora que forma la materia, con la realidad concreta de cada ser en que el devenir se verifica. En tal sentido la sustancia es acto: actividad, acción, cumplimiento.
Aristóteles identifica la materia con la potencia, la forma con el acto. La potencia (dunamoj) es en general la posibilidad de producir un cambio o de sufrirlo. Hay la potencia activa, que consiste en la capacidad de producir un cambio en sí o en otro (como, por ejemplo, en el fuego la potencia de calentar y en el constructor la de construir); y la potencia pasiva, que consiste en la capacidad de sufrir un cambio (como, por ejemplo, en la madera la capacidad de arder, en lo que es frágil la capacidad de romperse). La potencia pasiva es propia de la materia; la potencia activa es propia del principio de acción o causa eficiente. El acto (e)ne/rgeia) es, en cambio, la existencia misma del objeto. Este se halla con respecto a la potencia "como el construir con respecto al saber construir, el estar despierto al dormir, el mirar al tener los ojos cerrados, a pesar de poseer la vista, y como el objeto sacado de la materia y elaborado completamente se halla con respecto a la materia bruta y al objeto no acabado todavía" (Met., IX, 6, 1048 b). Algunos actos son movimientos (xi/nqcij), otros son acciones (πράξυς). Son acciones aquellos movimientos que poseen en sí mismos su fin. Por ejemplo, el ver es un acto que posee en sí mismo su fin, y así también el entender y el pensar; mientras que el aprender, el caminar, el construir poseen fuera de sí su fin en la cosa que se aprende, en el lugar hacia donde se va, en el objeto que se construye. A estos actos Aristóteles les llama, no acciones, sino movimientos o movimientos incompletos.
El acto es anterior a la potencia. Lo es con respecto al tiempo: ya que es verdad que la semilla (potencia) es antes que la planta, la capacidad de ver antes que el acto de ver; pero la semilla no puede proceder más que de una planta y la capacidad de ver no puede ser propia más que de un ojo que ve. El acto es anterior también por la sustancia, ya que lo que en el devenir es último, la forma lograda, es sustancialmente anterior: por ejemplo, el adulto es anterior al muchacho y la planta a la semilla, en cuanto que el uno ha realizado ya la forma que el otro no posee.
La causa eficiente del devenir debe preceder al devenir mismo y la causa eficiente es acto. Incluso desde el punto de vista del valor el acto es anterior, ya que la potencia es siempre posibilidad de dos contrarios; por ejemplo, la potencia de estar sano es también potencia de estar enfermo; pero el acto de estar sano excluye la enfermedad. El acto es, pues, mejor que la potencia.
La acción perfecta que posee en sí su fin es llamada por Aristóteles acto final o realización final (e)ntele/xeia). Mientras que el movimiento es el proceso que conduce gradualmente al acto lo que antes estaba en potencia, la entelequia es el término final (τέλος) del movimiento, su logro perfecto. Pero como tal, la entelequia es también la realización plena y, por tanto, la forma perfecta de lo que deviene; es la especie y la sustancia. El acto se identifica, pues, en cada caso con la forma o especie y, cuando es acto perfecto o realización final, se identifica con la sustancia. Esta es la misma realidad en acto y el principio de ella.
Frente a ella, la materia considerada en sí, esto es, como pura materia p materia prima, absolutamente privada de actualidad o de forma, es indeterminable e incognoscible y no es sustancia (Met., VII, 10, 1036 a, 8; IX, 7, 1049 a 27). La materia prima es el límite negativo del ser corno sustancia, el punto en que cesa a la vez la inteligibilidad y la realidad del ser. Pero lo que se llama comúnmente materia, por ejemplo, el fuego, el agua, el bronce, no es materia prima, porque posee ya en sí en acto una determinación y, por lo tanto, una forma; es materia, esto es, potencia, respecto a las formas que puede tomar, mientras que es ya, como realidad determinada, forma y sustancia mediante la especie o forma (que es precisamente la sustancia de las  realidades compuestas) la materia representa el residuo irracional del conocimiento, así como la sustancia representa el principio o la causa no sólo del ser, sino también de la inteligibilidad del ser como tal.

 LA SUSTANCIA INMÓVIL
A la filosofía como teoría de la sustancia compete evidentemente no sólo la tarea de considerar la naturaleza de la sustancia, sus determinaciones fundamentales y su función en el devenir, sino también la de clasificar las sustancias determinadas existentes en el mundo, que son objeto de las ciencias particulares y de tomar como objeto de estudio aquélla o aquéllas de éstas que se salen del ámbito de las demás ciencias.
Ahora bien, todas las sustancias se dividen en dos clases:
Las sustancias sensibles y en movimiento; las sustancias no sensibles e inmóviles.
Las sustancias del primer género constituyen el mundo físico y a su vez se subdividen en dos clases:
La sustancia sensible que constituye los cuerpos celestes y es inengendrable e incorruptible; las sustancias constituidas por los cuatro elementos del mundo sublunar, que son, por el contrario, engendrables y corruptibles.
Estas sustancias son el objeto de la física. El otro grupo de sustancias,
Las no sensibles e inmóviles, es objeto de una ciencia distinta: la teología, a la cual Aristóteles dedica el libro XII de la Metafísica.
La existencia de una sustancia inmóvil es demostrada por Aristóteles tanto en la Metafísica (XII, 6) como en la Física (VIII, 10), mediante la necesidad de explicar la continuidad y la eternidad del movimiento celeste.
El movimiento continuo, uniforme, eterno, del primer cielo, el cual regula los movimientos de los demás cielos, igualmente eternos y continuos, debe tener como su causa un primer motor. Pero este primer motor no puede ser a su vez movido, ya que de otro modo requeriría una causa de su movimiento y esta causa otra a su vez, y así hasta el infinito; ha de ser, pues, inmóvil. Ahora bien, el primer motor inmóvil debe ser acto, no potencia. Loque posee solamente la potencia de mover, puede también no mover; pero si el movimiento del cielo es continuo, el motor de este movimiento no sólo debe ser eternamente activo, sino que debe ser por su naturaleza acto, absolutamente privado de potencia. Y puesto que la potencia es materia, ese acto está también privado de materia: es acto puro (Met., XII, 6, 1071 b,22).
Este acto puro o primer motor no tiene magnitud, ni, por tanto, partes y es indivisible. En efecto, una magnitud finita no podría mover por un tiempo infinito, ya que nada finito posee una potencia infinita; y una magnitud infinita no puede subsistir. Pero no teniendo materia ni magnitud, la sustancia inmóvil no puede mover como causa eficiente; le queda, pues, la posibilidad de mover como causa final, en cuanto objeto de la voluntad y de la inteligencia. Así, todo lo que es deseable e inteligible, mueve sin ser movido y lo uno y lo otro se identifican en su principio, puesto que lo que se desea.es lo que la inteligencia juzga bueno en cuanto es realmente tal. En la jerarquía de las realidades inteligibles, la sustancia simple y en acto ocupa el primer lugar; en la jerarquía de los bienes ocupa el primer lugar lo que es excelente y deseable por sí mismo, Gracias a la identidad de lo inteligible con lo deseable, el grado sumo de lo inteligible, la sustancia inmóvil, se identifica con el grado sumo de lo deseable: dicha sustancia es, pues, también el supremo grado de la excelencia, el sumo bien. Como tal, es objeto de amor, mueve en cuanto es amada y las demás cosas son movidas por lo que ella mueve de tal manera, esto es, por el primer cielo (Met., XII, 7, 1072 b, 2).
A la sustancia inmóvil en cuanto es la más elevada de todas, pertenece propiamente la que incluso para los hombres es la vida más excelente, pero que se les da sólo por breve tiempo: la vida de la inteligencia. Únicamente la inteligencia divina no puede tener un objeto distinto de sí o inferior a sí misma. Ella se piensa a sí misma en el lugar de lo inteligible: la inteligencia y lo inteligible son en Dios una sola cosa. Mientras que en el conocimiento humano a menudo el ser del pensar es distinto del ser de lo pensado, porque esto último está ligado a materia, en el conocimiento divino, al igual que en general en cualquier conocimiento que no se dirige a la realidad material, el pensar y lo pensado se identifican y se convierten en uno solo. "Dios, pues, si es lo más perfecto que hay, se piensa en sí mismo y su pensamiento es pensamiento del pensamiento" (Met., XII, 9, 1074 b, 34). Y siendo así que la actividad del pensamiento es lo más excelente y lo más dulce que pueda existir, la vida divina es la más perfecta entre todas, eterna y feliz (Ib., 7,1072 b, 23).
Si en el orden de los movimientos, Dios es el primer motor, en el orden de las causas Dios es la causa primera, en la que desembocan todas las series causales, incluida la de las causas finales (Met., II, 2). Precisamente, en el sentido de la causa final, Dios es el creador del orden del universo al que Aristóteles compara con una familia o con un ejército. "Todas las cosas están ordenadas unas con respecto a otras, pero no todas del mismo modo: los peces, las aves, las plantas tienen orden diverso. Sin embargo, ninguna cosa se halla con respecto a otra como si nada tuviese que ver con ella, sino que todas están coordenadas a un único ser. Esto es, por ejemplo, lo que ocurre en una casa donde los hombres libres no pueden hacer lo que les place, sino que todas las cosas o la mayor parte de ellas suceden según un orden; mientras los esclavos y los animales sólo en poco contribuyen al bienestar común y mucho lo hacen por casualidad" (Ib., XII, 10, 1075 a, 12). Del mismo modo, el bien de un ejército consiste "tanto en su orden como en su jefe, pero especialmente en este último, ya que el comandante no es el resultado del orden sino que, más bien, el orden depende de él" (1075 a, 13). De la misma manera, Dios es el creador del orden del mundo, pero no del ser de dicho mundo.
Tanto para Aristóteles como para Platón, la estructura sustancial del universo está más allá de los límites de la creación divina: es insusceptible de principio y de fin. Y en efecto, sólo la cosa individual, compuesta de materia y forma, nace y muere, según Aristóteles; mientras la sustancia que es forma o razón de ser o aquella que es materia ni nace ni muere (VIII, 1, 1042 a, 30). El mismo Dios participa de esta eternidad de la sustancia ya que él es sustancia (XII, 7, 1073 a, 3) y sustancia en el mismo sentido en que lo son las demás sustancias (Et. Nic., I, 6 1096 a, 24).
La superioridad de Dios consiste sólo en la perfección de su vida, no en su realidad ni en su ser, pues como dice Aristóteles, ninguna sustancia es más o menos sustancia que otra" (Cat., V, 2b, 25).
Al igual que Platón, Aristóteles es politeísta. Primero, porque Dios no es la única sustancia inmóvil. Dios es el principio que explica el movimiento del primer cielo; pero, como además de este, están los movimientos, igualmente eternos, de las otras esferas celestes, la misma demostración que vale para la existencia del primer motor inmóvil vale también para la existencia de tantos motores cuantos son los movimientos de las esferas celestes. Aristóteles admite así numerosas inteligencias motoras, cada una de las cuales preside el movimiento de una esfera determinada y es principio del mismo a la manera que Dios, como inteligencia motora del primer cielo, es el principio primero de todo movimiento del universo. Aristóteles deduce el número de tales inteligencias motoras del número de las esferas que los astrónomos de su época habían admitido para explicar el movimiento de los planetas. Estas esferas eran muy superiores en número al de los planetas, ya que la explicación del movimiento aparente de los planetas alrededor de la tierra exigía que cada planeta fuera movido por varias esferas, y ello para justificar las anomalías que el movimiento de los planetas presenta con relación a un movimiento circular perfecto alrededor de la tierra. En este sentido, Aristóteles admitía 47 o 55 esferas celestes y, por lo tanto, 47 o 55 inteligencias motoras; la oscilación en el número se debía al distinto número de esferas admitido por Eudoxo y por Calipo, los dos astrónomos a quienes se refería Aristóteles (Met., XII, 8).
Por otra parte, Aristóteles habla continuamente de "dioses" (Et. Nic, X,9, 1179 a, 24; Met., I, 2, 983 a, 11; III, 2, 907 b, 10, etc.); y aludiendo a la creencia popular de que lo divino abarca a toda la naturaleza, encuentra que este punto esencial de "que las sustancias primeras se consideran tradicionalmente como dioses", ha sido "dicho divinamente" y es una de las más preciosas enseñanzas salvadas por la tradición (Met., XII, 8, 1074 a, 38).
En otros términos, la sustancia divina la participan muchas divinidades, en lo cual coinciden la creencia popular y la filosofía.

LA SUSTANCIA FÍSICA
La palabra metafísica, acuñada probablemente por un peripatético anterior a Andrónico, deriva de la ordenación de los escritos aristotélicos, en la cual los libros de filosofía se colocaron "después de la física"; pero expresa también el motivo fundamental de la "filosofía primera" de Aristóteles, la cual se ocupa de las sustancias inmóviles, partiendo de las apariencias sensibles y está dominada por la preocupación de "salvar los fenómenos".
El estudio del mundo natural que, según Platón, corresponde a la esfera de la opinión y no traspasa el límite de los "razonamientos probables" (§ 59), para Aristóteles es, en cambio, una ciencia en el pleno y riguroso significado del término. Para Aristóteles, no hay en la naturaleza nada tan insignificante, tan omisible que no valga la pena de ser estudiado y no sea manantial de satisfacción y de gozo para el investigador.
"Las sustancias inferiores —dice (Sobre las partes de tos animales, I, 5, 645 a, 1 sigs.)—, siendo más o menos accesibles al conocimiento, adquieren superioridad sobre las demás en el campo científico; y como están más cercanas a nosotros y son más conformes a nuestra naturaleza, su ciencia acaba por ser equivalente a la filosofía que estudia las sustancias divinas... En efecto, aun en el caso de las menos favorecidas desde el punto de vista de la apariencia sensible, la naturaleza que las ha producido ofrece gozos inefables a quienes, considerándolas científicamente, saben comprender sus causas y son por naturaleza filósofos... Se debe, además, tener presente que quien discute una parte cualquiera o elemento de la realidad, no considera su aspecto material, ni éste le interesa, antes bien, se fija en la forma en su totalidad. Lo que importa es la casa, no los ladrillos, la cal y las vigas: así, en el estudio de la naturaleza, lo que interesa es la sustancia total de un ser determinado y no sus partes que, separadas de la sustancia que  constituyen, ni siquiera existen." Estas palabras, que puede decirse que forman el programa científico de Aristóteles, hallan su justificación en la teoría de la sustancia, que es el centro de su metafísica. Esta teoría demuestra, en efecto, que cada ser posee, en la sustancia que lo constituye, el principio o la causa de su validez necesaria. Cada ser posee, pues, en cuanto tal, su propio valor y, si se considera en él lo que precisamente lo hace ser, esto es, la forma total o sustancia, es digno de consideración y de estudio y puede ser objeto de ciencia. Por eso Aristóteles advierte en el paisaje referido que se debe mirar a la forma y no a la materia, a la totalidad, en que se actualiza la sustancia, y no a las partes.
Conforme con el programa que sus últimas y más maduras investigaciones metafísicas habían especulativamente justificado, la actividad científica de Aristóteles se dirigió cada vez más hacia las investigaciones particulares. Fijó sobre todo su atención en el mundo animal, según se deduce de los numerosos escritos de historia natural que nos quedan; y no se puede decir que le fuese extraño ningún campo de la investigación empírica, ya que preparaba a la vez la reunión de las ciento cincuenta y ocho constituciones políticas y se consagraba a otras indagaciones eruditas, cual la compilación del catálogo de los vencedores en los juegos pídeos.
Pero no es posible ocuparnos de todas las vastas investigaciones naturalísticas de Aristóteles, que como tales se salen del campo de la filosofía. Sabemos ya que la física es para él una ciencia teorética, al lado de la matemática y de la filosofía primera. Su objeto es el ser en movimiento, constituido por las dos sustancias que están dotadas de movimiento, la engendrable y corruptible que forma los cuerpos sublunares y la inengendrable e incorruptible, que forma los cuerpos celestes.
El movimiento es, según Aristóteles, el paso de la potencia al acto y posee, por tanto, siempre un fin (te/loj), que es la forma o especie que el movimiento tiende a realizar. Puesto que el acto como sustancia precede siempre a la potencia, cada movimiento presupone ya en acto la forma que es su término final.
Aristóteles admite cuatro tipos fundamentales de movimientos; el movimiento es de cuatro especies:
1. a movimiento sustancial, esto es, generación o corrupción;
2. a movimiento cualitativo, o cambio;
3. a movimiento cuantitativo, aumento o disminución;
4. a movimiento local o movimiento propiamente dicho.
Este último es, según Aristóteles, el movimiento fundamental al que se reducen todos los demás; en efecto, el aumento y la disminución se deben al aflujo o al alejamiento de una materia determinada; el cambio, la generación y la corrupción suponen el reunirse en un lugar dado, o el separarse, de determinados elementos. De modo que, solamente el movimiento local, o sea, el cambio de lugar, es el movimiento fundamental que permite distinguir y clasificar las diversas sustancias físicas.
Ahora bien, el movimiento local es, según Aristóteles, de tres clases:
1) movimiento circular alrededor del centro del mundo;
2) movimiento del centro del mundo hacia arriba;
3) movimiento desde arriba hacia el centro del mundo.
Estos dos últimos movimientos se oponen recíprocamente y pueden pertenecer a las mismas sustancias, las cuales estarán así sometidas al cambio, a la generación y a la corrupción. En efecto, los elementos constitutivos de estas sustancias al poderse mover tanto de arriba abajo como de abajo arriba, provocarán con estos desplazamientos el nacimiento, el cambio y la muerte de las sustancias compuestas.
En cambio, el movimiento circular no tiene contrarios, por lo que las sustancias que se mueven con esta clase de movimiento son por necesidad inmutables, ingenerables e incorruptibles. Aristóteles afirma que el éter, el elemento que compone los cuerpos celestes, es el único que se mueve con movimiento circular. Esta opinión de que los cuerpos celestes estén formados por un elemento distinto de los que componen el universo y que por ello no se halla sujeto a la sucesión de nacimientos, muerte y cambios de las demás cosas, se mantuvo largo tiempo en la cultura occidental y sólo llegó a ser abandonada en el siglo XV por obra de Nicolás de Cusa.
Por su parte, los movimientos de arriba abajo y de abajo arriba son propios de los cuatro elementos que componen las cosas terrestres o sublunares: agua, aire, tierra y fuego. Para explicar el movimiento de estos elementos, Aristóteles establece la teoría de los lugares naturales. Cada uno de estos elementos tiene su lugar natural en el universo. Si la parte de un elemento es alejada de su lugar natural (cosa que no puede ocurrir sino con un movimiento violento, o sea, contrario a la situación natural del elemento) dicha parte tiende a volver a su lugar natural con un movimiento natural.
Ahora bien, los lugares naturales de los cuatro elementos están determinados por su peso respectivo. En el centro del mundo está el elemento más pesado, la tierra; en torno a la tierra están las esferas de los otros elementos por orden decreciente de peso: agua, aire y fuego. El fuego constituye la esfera última del universo sublunar; sobre él está la primera esfera etérea o celeste, la de la luna. Aristóteles llegó a esta teoría por experiencias demasiado sencillas: la piedra inmersa en el agua se hunde, es decir, tiende a situarse debajo del agua; una pompa de aire rota en el agua sube a la superficie del agua de modo que el aire tiende a colocarse por encima del agua; el fuego llamea siempre hacia arriba, esto es, tiende a unirse con su esfera que se encuentra más allá del aire.
El universo físico, que comprende los cielos formados por el éter y el mundo sublunar formado por los cuatro elementos es, según Aristóteles, perfecto, finito, único y eterno. La perfección del mundo la demuestra Aristóteles con argumentos apriorísticos, carentes de toda alusión a la experiencia. Invoca la teoría pitagórica sobre la perfección del número 3 y afirma que el mundo, como posee las tres dimensiones posibles (altura, anchura y profundidad) es perfecto porque no carece de nada. Pero si el mundo es perfecto, es también finito. En efecto, según Aristóteles, "infinito" significa incompleto: infinito es lo que carece de alguna cosa y, por lo tanto, aquello a lo que puede siempre añadirse algo de nuevo. En cambio, el mundo no carece de nada: por consiguiente, es perfecto.
Por otra parte, según el propio Aristóteles, ninguna cosa real puede ser infinita. En efecto, cada cosa existe en un espacio y cada espacio tiene un centro, una parte baja, una parte alta y un límite extremo. Pero en el infinito no puede existir ninguna de estas cuatro cosas. Por consiguiente, ninguna realidad física es realmente infinita. La esfera de las estrellas fijas señala los límites del universo, límites más allá de los cuales no hay espacio. Ningún volumen determinado puede ser mayor que el volumen de esta esfera, ninguna línea puede prolongarse más allá de su diámetro. De ello deduce que no puede haber otros mundos más allá del nuestro y que no puede existir el vacío. No pueden existir otros mundos, pues toda la materia disponible debe haber sido colocada ab aeterno en este universo nuestro que tiene por centro la tierra y por límite extremo la esfera de las estrellas. Como cada elemento tiende naturalmente a su lugar natural, cada parte de tierra tiende a alcanzar la tierra que está en el centro y todo elemento tiende a unirse a su propia esfera. De este modo, nuestro universo ha debido recoger toda la materia posible y fuera de él no hay materia: es único.
Pero, fuera él, tampoco existe el vacío. Los atomistas habían sostenido que, sin el vacío, no era posible el movimiento, ya que pensaban que si los átomos (que son parecidos a piedrecitas pequeñísimas) fueran prensados juntos sin espacios vacíos entre unos y otros, ningún átomo podría moverse.
En cambio, Aristóteles afirma que el movimiento en el vacío no sería posible. En efecto, el vacío no sería ni centro, ni alto, ni bajo; en consecuencia, no habría motivo para que un cuerpo se moviera en una dirección más que en otra y todos los cuerpos permanecerían quietos.
Como se ve, en todas estas argumentaciones, Aristóteles se apoya siempre en la teoría de los lugares naturales, fundada en la clasificación de los movimientos. Y va tan allá que cita como argumento contra el vacío el que hoy llamaríamos el principio de inercia. En el vacío, dice, un cuerpo o permanecería en reposo o continuaría en su movimiento, mientras no se le opusiera una fuerza mayor. Según Aristóteles, esto es un argumento contra el vacío; pero, en realidad, este argumento demuestra sólo que Aristóteles considera absurdo lo que es el primer principio de la mecánica moderna, el principio de inercia. Ya veremos más adelante que este principio queda reconocido en la escolástica del siglo XIV, siendo luego formulado exactamente por Leonardo.
Por último, como totalidad perfecta y finita, el mundo es eterno. Aristóteles define el tiempo como "el número del movimiento según el antes y el después" (Fis., IV, 11, 219 b, 1): entendiendo con ello que el tiempo es el orden mensurable del movimiento. Además, distingue la duración infinita del tiempo, en el cual vive todo lo que cambia, desde la eternidad que es la existencia intemporal de lo inmutable. Pero atribuye al mundo en su totalidad la eternidad precisamente en este sentido. Cree Aristóteles que el mundo no se engendró ni puede destruirse y abarca ν comprende en su inmutabilidad total a toda la infinidad del tiempo y, por lo mismo, a todos los cambios que ocurren en el tiempo. Consecuentemente, Aristóteles no nos da una cosmogonía, como lo hizo Platón en el Timeo; y no puede dárnosla desde el momento en que, según él, el mundo no nace. A esta eternidad del mundo va unida la eternidad de todos los aspectos fundamentales y de todas las formas sustanciales del mundo. Por eso son eternas las especies animales y también la especie humana que, según Aristóteles, puede experimentar vicisitudes alternas en su historia sobre la tierra, pero es imperecedera como ingenerada que es.
La perfección del mundo, que es el presupuesto de toda la física aristotélica, implica la estructura finalista del propio mundo, es decir, implica que en el mundo cada cosa tenga un fin. La consideración del fin es esencial a toda la física aristotélica.
Ya se ha visto que, para Aristóteles, el movimiento de un cuerpo no se explica sino admitiendo que el mismo tiende naturalmente a alcanzar su lugar natural: la tierra tiende hacia el centro y cada uno de los demás elementos a su propia esfera. El lugar natural de un elemento está determinado por el orden perfecto de las partes del universo. Alcanzar este lugar y, por lo tanto, mantener y garantizar la perfección del todo, es el fin de todo movimiento físico. En la ley fundamental que explica los movimientos de la naturaleza, está presente ya la consideración del fin. Pero el fin es todavía más evidente en el mundo biológico, esto es, en los organismos animales: así se explica la preferencia de Aristóteles por las investigaciones biológicas, a las que dedicó gran parte de su actividad. "La divinidad y la naturaleza —dice Aristóteles (De caelo, I, 4, 271 a) — no hacen nada inútil". El acaso (αυτοματον), hablando con propiedad, no existe.
Decimos que se verifican por casualidad los efectos accidentales de ciertos acontecimientos que intervienen en el orden de las cosas. Una piedra que hiere a alguien, lo hiere por casualidad porque no ha caído con el fin de herirlo; sin embargo, la caída de la misma forma parte del orden de las cosas.
La fortuna (τύχη) es una especie de casualidad que se verifica en el orden de las acciones humanas: como, por ejemplo, el que va al mercado por cualquier motivo y allí encuentra a un deudor que le paga la suma debida. La acción de este hombre afortunado iba encaminada a un fin, pero no a aquel fin: por eso se habla de fortuna (Fis., I, 5).

 EL ALMA
Una parte de la física es la que estudia el alma. El alma pertenece a la física en cuanto es forma incorporada a la materia; las formas de esta clase son estudiadas precisamente por la física, mientras las matemáticas estudian las formas abstractas o separadas de la materia. El alma es una sustancia que informa y vivifica a un determinado cuerpo. Es definida como "el acto (e) ntele/xeia) primero de un cuerpo que tiene la vida en potencia".
El alma es al cuerpo lo que el acto de la visión al órgano visual; es la realización final de la capacidad propia de un cuerpo orgánico. Así como cada instrumento tiene una función propia, que es el acto o actividad del instrumento (verbigracia, la función del hacha es cortar), así el cuerpo como instrumento tiene la vida y el pensamiento como función; y el acto de esta función es el alma.
Aristóteles distingue tres funciones fundamentales del alma:
 a) la función vegetativa, es decir la potencia nutritiva y reproductiva, propia de todos los seres vivientes, empezando por las plantas;
 b) la función sensitiva, que comprende la sensibilidad y el movimiento y es propia de los animales y del hombre;
c) la función intelectiva, propia del hombre.
Las funciones superiores pueden sustituir a las funciones inferiores, pero no viceversa; así en el hombre el alma intelectiva cumple también las funciones que son verificadas por la sensitiva en los animales, y la vegetativa en las plantas.
Además de los cinco sentidos específicos, que producen cada uno particulares sensaciones (colores, sonidos, sabores, etc.), hay un sensorio común, que hace distinguir las sensaciones proporcionadas por órganos diferentes, por ejemplo, lo blanco de lo dulce, de la misma manera que cada sentido distingue las sensaciones que le atañen, por ejemplo, lo negro de lo blanco, lo amargo de lo dulce. La sensación en acto coincide con el objeto sensible; por ejemplo, coinciden el oír el sonido con el sonido mismo. En ese sentido puede decirse que si no existieran los sentidos no existirían los objetos sensibles (si no hubiera vista no habría colores). No los habría en acto, pero sí en potencia, porque coinciden con la sensibilidad solamente en el acto de ésta.
Hay que distinguir del sentido la imaginación, que se distingue también de la ciencia, que es siempre verdadera, y de la opinión, que es acompañada por la fe en la realidad del objeto, porque la imaginación carece de esta fe.
La imaginación es producida por la sensación en acto, y las imágenes que produce la primera se asemejan a las sensaciones; puede, pues, determinar la acción en los animales o en los hombres cuando tienen la inteligencia ofuscada por los sentimientos, las enfermedades o el sueño.
La función de la inteligencia es análoga a la de la sensibilidad. El alma intelectiva recibe las imágenes como los sentidos reciben las sensaciones; su misión es juzgarlas verdaderas o falsas, buenas o malas; y según cómo las juzga, las aprueba o desecha, las desea o las rehuye. Es, pues, la inteligencia, la capacidad de juzgar las imágenes que los sentidos proporcionan. "Nadie podría aprender o comprender algo, si los sentidos no le enseñaran nada; y todo lo que se piensa, se piensa forzosamente como imágenes" (De an., III,7, 432 a). Mas el pensamiento no tiene nada que ver con la imaginación: es el juicio emitido sobre los objetos de la imaginación, y los declara falsos o verdaderos, buenos o malos.
Como el acto de sentir es idéntico al objeto sensible, así el acto de entender es idéntico al objeto inteligible. Esto significa que cuando el intelecto comprende, el acto de su comprensión se identifica con la verdad misma, con el objeto entendido; más precisamente se identifica con la esencia sustancial del objeto mismo (De an., III, 6, 430 b 27). Por lo cual dice Aristóteles: "la ciencia en acto es idéntica con su objeto" (Ib., 431 a, 1), o más en general, que "el alma es, en cierto modo, todos los entes"; efectivamente, los entes son o sensibles o inteligibles y mientras la ciencia se identifica con los entes inteligibles, la sensación se identifica con los sensibles (Ib., 431 b, 20).
Sin embargo, esta identidad no se da cuando se considera, no ya la conciencia en acto, sino en potencia. Aristóteles insiste en la distinción entre intelecto potencial e intelecto actual. Este último contiene en acto todas las verdades, todos los objetos inteligibles.
El intelecto actual obra sobre el potencial como la luz que hace pasar al acto los colores que en la oscuridad existen en potencia: actualiza, pues, las verdades que en el intelecto potencial están solamente en potencia. Por eso Aristóteles lo llama intelecto activo, y lo considera "separado, impasible, no mezclado" (De an., III, 5). Sólo él no muere y dura eternamente, mientras el intelecto pasivo o potencial se corrompe, y sin el primero no puede pensar nada.
Si el intelecto activo es de Dios, del hombre o de ambos a la vez, en qué relaciones está con la sensibilidad, cuál sea el significado de esa "separación" que Aristóteles le atribuye, son problemas que Aristóteles no estudia y que deberán ser largamente discutidos en la escolástica árabe y cristiana y en el Renacimiento.

LA ETICA
Cada arte, cada investigación, así como cada acción y cada elección, están hechas con vistas a un fin que nos parece bueno y deseable: el fin y el bien coinciden. Los fines de las actividades humanas son múltiples y algunos de ellos son deseados solamente en vista de fines superiores; por ejemplo, deseamos la riqueza, la buena salud por la satisfacción y los placeres que nos pueden proporcionar. Pero debe existir un fin supremo, que es deseado por sí mismo, y no solamente como condición o medio para un fin ulterior. Si los otros fines son bienes, éste es el bien supremo, del cual dependen todos los otros. Y Aristóteles no duda de que este fin sea la felicidad.
La búsqueda y la determinación de este fin es el objeto primero y fundamental de la ciencia política, porque solamente por referencia a él se puede determinar lo que deben aprender o hacer los hombres en su vida social y personal. Mas, ¿en qué consiste la felicidad para el hombre? Se puede responder a esta pregunta solamente si se determina cuál es la misión propia del hombre. Cada cual es feliz cumpliendo bien su misión: el músico cuando toca bien, el constructor cuando construye objetos perfectos. Más la misión propia del hombre no es la vida vegetativa, que le es común con las plantas, ni la vida de los sentidos, que le es común con los animales, sino solamente la vida de la razón. Así el hombre sólo será feliz si vive según la razón; y esta vida es la virtud. El estudio sobre la felicidad se transforma en un estudio sobre la virtud. Y el placer va unido a la vida según la virtud. Esta es la verdadera actividad del hombre, y toda actividad es acompañada y coronada por el placer (Et. Nic., X, 4, 1174 b). Los bienes exteriores, como las riquezas, el poder o la belleza, pueden, con su presencia, facilitar la vida virtuosa o volverla más difícil con su ausencia; mas no pueden determinarla.
La virtud y la maldad dependen solamente de los hombres. El hombre, desde luego, no escoge el fin, que está en él por naturaleza como una luz que lo lleva a juzgar rectamente y escoger el bien verdadero (III, 5, 1113 b). Más la virtud depende precisamente de la elección de los medios que se hace en vista del bien supremo. Es, pues, libre para el hombre.
En efecto, Aristóteles llama libre al que tiene en sí el principio de sus actos o es "principio de sí mismo" (III, 3, 1112 b, 15-16). El hombre es libre precisamente en este sentido: en cuanto es "el principio y el padre de sus actos como de sus hijos"; y tanto la virtud como el vicio son manifestaciones de esta libertad (III, 5, 1113 b, 10 y sigs.).
Puesto que en el hombre, además de la parte racional del alma existe la parte apetitiva, que aun careciendo de razón puede ser dominada y dirigida por ella, así hay dos virtudes fundamentales: la primera consiste en el mismo ejercicio de la razón, por lo cual es llamada intelectiva o racional (dianohtike\); la otra consiste en el dominio de la razón sobre los impulsos sensibles, que determina las buenas costumbres(e)=qoj = mos),y por eso se la llama virtud moral (e)qikh\).
La virtud moral consiste en la "capacidad (e=cij, habitus) de escoger el justo medio (meso\thj, mediocritas), adecuado a nuestra naturaleza, tal como es determinado por la razón, y como podría determinarlo el sabio". El justo medio excluye los dos extremos viciosos, que pecan uno por exceso, otro por defecto. Esta capacidad de elección es un poder (δύναμις) que se perfecciona y refuerza con el ejercicio. Sus diferentes aspectos constituyen las varias virtudes éticas.
El valor, que es el justo medio entre la cobardía y la temeridad, determina lo que debemos o no debemos temer.
La templanza, que es el justo medio entre la intemperancia y la insensibilidad, se refiere al uso moderado de los placeres.
La liberalidad, justo medio entre la avaricia y la prodigalidad, concierne el uso prudente de las riquezas.
La magnanimidad, que es el punto medio entre la vanidad y la humildad, concierne a la recta opinión de sí mismo.
La mansedumbre, que es el justo medio entre la irascibilidad y la indolencia, concierne a la ira.
La virtud ética principal es la justicia, a la cual dedica Aristóteles un libro entero de la ética (Nicom., V; Eudem., IV). En un sentido más general, es decir, como conformidad a las leyes, la justicia no es una virtud particular, más la virtud íntegra y perfecta. En efecto, el hombre que respeta todas las leyes es el hombre completamente virtuoso. Pero, además de este sentido general, la justicia tiene un sentido específico y es entonces o distributiva o conmutativa. La justicia distributiva es la que determina la distribución de los honores o del dinero o de otros bienes que pueden ser divididos entre quienes pertenecen a la misma comunidad. Estos bienes deben ser distribuidos según los méritos de cada cual. Por eso la justicia distributiva es semejante a una proporción geométrica en que las recompensas distribuidas a dos personas se relacionan entre sí como sus méritos respectivos. La justicia conmutativa, en cambio, se ocupa de los contratos, que pueden ser voluntarios o involuntarios. Se dicen contratos voluntarios la compra, la venta, el préstamo, el depósito, el alquiler, etc. Entre los contratos involuntarios, los hay con fraude, como el robo, el maleficio, la traición, los falsos testimonios; otros son violentos, como los golpes, el crimen, la rapiña, la injuria, etc. La justicia conmutativa es correctiva: se ocupa de equilibrar  las ventajas y desventajas entre dos contrayentes. En los contratos involuntarios la pena infligida al reo debe ser proporcional al daño causado. Esta justicia es, pues, similar a una proporción aritmética (ecuación pura y simple).
Sobre la justicia está fundado el derecho. Aristóteles distingue el derecho privado del derecho público, que atañe a la vida social de los hombres en el Estado, y distingue el derecho público en derecho legítimo (o positivo), que es el establecido en diferentes Estados, y el derecho natural, que conserva su valor en cualquier lugar, incluso si no está sancionado por leyes. Distingue del derecho la equidad, que es una corrección de la ley mediante el derecho natural, necesaria por el hecho de que no siempre en la formulación de las leyes ha sido posible determinar todos los casos, por lo cual su aplicación resultaría a veces injusta.
La virtud intelectiva o dianoética es propia del alma racional. Comprende la ciencia, el arte, la prudencia, la sabiduría, la inteligencia.
La ciencia es la capacidad demostrativa (apodíctica) que tiene por objeto lo que no puede suceder diferentemente de como sucede, es decir, lo necesario y lo eterno.
El arte (τέχνη) es la capacidad acompañada de razón, de producir algún objeto, y atañe, pues, a la producción (poi/hsij), que tiene siempre su fin fuera de sí misma, y no la acción (πράξις).
La prudencia (fro/nhsij) es la capacidad unida a la razón de obrar en forma conveniente frente a los bienes humanos; y le compete determinar el justo medio en que consisten las virtudes morales.
La inteligencia (nou/j) es la capacidad de comprender los primeros principios de todas las ciencias, que precisamente por ser principios no forman parte de la misma ciencia. La sabiduría (σοφία) es el grado más alto de la ciencia: el sabio es aquel que posee ciencia e inteligencia al mismo tiempo, y que sabe no sólo deducir de los principios, sino juzgar su misma verdad.
Mientras la prudencia se refiere a las cosas humanas y consiste en el juicio sobre la conveniencia, oportunidad y utilidad, la sabiduría (σοφία) se refiere a las cosas más altas y universales. La prudencia (φρόνησις) es siempre prudencia humana y no tiene valor para seres distintos o superiores al hombre; la sabiduría es universal. Es absurdo, pues, sostener que la prudencia y la ciencia política coinciden con la ciencia suprema, por lo menos mientras no se demuestre que el hombre es el ser supremo del universo. Anaxágoras, Tales y otros hombres del mismo tipo eran llamados sabios, no prudentes; porque conocían muchas cosas maravillosas, difíciles y divinas, pero inútiles para los hombres, y se desinteresaban de los bienes humanos (Et. Nic., VI, 7, 1141 a).
Este contraste de sabiduría (σοφία) y prudencia (φρόνησις) es el reflejo en el campo de la ética de la actitud filosófica fundamental de Aristóteles. Como teoría de la sustancia, la filosofía es una ciencia que no tiene nada que ver con la de los valores propiamente humanos; pero la sabiduría que es la posesión completa de esta ciencia en sus principios y en sus conclusiones no tiene nada que ver con la prudencia, que es la guía de la conducta humana. La sabiduría tiene por objeto lo necesario que, en cuanto tal, nada tiene que ver con el hombre por cuanto no puede ser modificado por él: frente a lo necesario, sólo es posible una actitud, la de la pura contemplación (qewri/a).
Aristóteles dedica a la amistad los libros VIII y IX de la Etica Nicomaquea. La amistad es una virtud o por lo menos está estrechamente unida a la virtud: en todo caso, es la cosa más necesaria a la vida. "Nadie —dice— escogería vivir sin amigos, aunque estuviese provisto en abundancia de todos los demás bienes." Entiende por amistad todas las relaciones de solidaridad y de afecto entre los hombres. Estas relaciones se pueden fundar o en el placer o en la utilidad o en el bien. Pero las relaciones fundadas en la utilidad o en el placer recíproco son accidentales y decaen de pronto cuando cesa el placer o la utilidad. En cambio, la amistad fundada en el bien y en la virtud es verdaderamente perfecta, porque está enraizada en la naturaleza misma de las personas que la contraen y es, por tanto, estable y firme. "El hombre virtuoso —dice Aristóteles— se comporta con su amigo como consigo mismo, porque el amigo es otro yo mismo: de ello se deriva que, como cada uno desea la propia existencia, así también desea la del amigo" (Et. Nic., IX, 9, 1170 b, 5).
Puesto que la virtud como actividad propia del hombre es la felicidad misma, la felicidad más alta consistirá en la virtud más alta y la virtud más alta es la teorética, que culmina en la sabiduría. En efecto, la inteligencia es la actividad más elevada que existe en nosotros; y el objeto de la inteligencia es lo más elevado que existe en nosotros y fuera de nosotros. El sabio se basta a sí mismo y no tiene necesidad, para cultivar y extender su sabiduría, de nada que no posea en sí mismo. La vida del sabio está hecha de serenidad y de paz, ya que no se afana por un fin externo cuyo alcance es problemático, sino que su fin se encuentra en la misma actividad de su inteligencia. La vida teorética es, por tanto, una vida superior a la humana: el hombre no la vive en cuanto es hombre, sino en cuanto posee en sí algo de divino. "El hombre no debe, como dicen algunos, conocer en cuanto hombre las cosas humanas, en cuanto mortal las cosas mortales, sino que debe volverse, en lo posible, inmortal, procurando vivir de conformidad con lo que en él hay de más elevado: y aunque esto sea poco en cantidad, en potencia y valor sobrepasa todas las demás cosas" (Et. Nic., X, 7, 1177, b).
Así la ética de Aristóteles se cierra con la resuelta afirmación de la superioridad de la vida teorética.
Este es un punto en el que la diferencia polémica entre Aristóteles y Platón es más acentuada. Platón no distingue la sabiduría de la prudencia: con las dos palabras entendía una misma cosa, o sea, la conducta racional de la vida humana, especialmente de la vida asociada (Rep. 428 b; 443 e).
Aristóteles distingue y contrapone las dos cosas. La prudencia tiene por objeto las acciones humanas que son mudables y no pueden ser incluidas entre las cosas más altas; la sabiduría tiene por objeto el ser necesario, que se sustrae a toda eventualidad (Et. Nic., VI, 7, 1041 b, 11). Así, la distancia que media entre prudencia y sabiduría es la misma que existe entre el hombre y Dios. Lo cual quiere decir que para Aristóteles la filosofía tiene como objetivo fundamental conducir a cada hombre a la vida teorética, a la pura contemplación de lo que es necesario; mientras que para Platón tiene como objetivo llevar a los hombres a una vida en común, fundada en la justicia.

LA POLÍTICA
La virtud no es realizable, según Aristóteles, fuera de la vida en sociedad, esto es, del Estado. El origen de la vida social es que el individuo no se basta a sí mismo: no sólo en el sentido que no puede por sí solo proveer a sus necesidades, sino también en el sentido que no puede por sí solo, esto es, fuera de la disciplina impuesta por las leyes y por la educación, alcanzar la virtud. En consecuencia, el Estado es una comunidad que no sólo tiene en cuenta la existencia humana, sino la existencia material y espiritualmente feliz; y éste es el motivo por el cual ninguna comunidad política puede estar constituida por esclavos o por animales, los cuales no pueden participar de la felicidad ni de una vida libremente escogida (Pol., III, 9, 1280 a).
Entre los que, como Platón, se limitan a delinear un tipo de Estado ideal difícilmente realizable y los que, por otra parte, van en busca de un esquema práctico de constitución y lo descubren en alguna de las constituciones ya existentes, Aristóteles sigue una vía intermedia. El problema fundamental consiste para él en encontrar la Constitución más adecuada a todas las ciudades: "Es necesario tener en la mente un gobierno no sólo perfecto, sino también realizable y que pueda fácilmente adaptarse a todos los pueblos" (IV, 1, 1288 b). Se necesita, por tanto, proponer una constitución que tenga su base en las existentes y vea de aportar a ella correcciones y cambios que la acerquen a la perfecta. Por esto la Política de Aristóteles culmina en la teoría de la mejor constitución expuesta en los dos últimos libros; pero a esta teoría le conduce la consideración crítica de las varias constituciones existentes y de los problemas a que dan lugar. Se ha visto que Aristóteles recogió unas ciento cincuenta y ocho constituciones estatales, de las cuales, sin embargo, sólo una, la de Atenas, se ha encontrado. Evidentemente, debió utilizar este material para las observaciones que estuvo haciendo, sobre todo en los libros IV, V, VI de su obra, que aparecen compuestos más tarde.
Al igual que Platón, Aristóteles distingue tres tipos fundamentales de constitución: la monarquía o gobierno de uno solo; la aristocracia o gobierno de los mejores; la democracia o gobierno de la multitud. Esta última se llama politei/a, esto es, constitución por antonomasia, cuando la multitud gobierna para bien de todos.
A estos tres tipos corresponden otras tantas degeneraciones cuando el gobierno descuida el bien común en favor del bien propio. La tiranía es, en efecto, una monarquía que tiene por objeto las ventajas del monarca, la oligarquía tiene por objeto las ventajas de los pudientes, la democracia las ventajas de los pobres: ninguna mira para la utilidad común. En realidad, pues, cada tipo de constitución puede tomar caracteres distintos. No existe una sola monarquía ni una sola oligarquía, antes bien, estos tipos se diversifican según las instituciones en las cuales se realizan. Existen también distintas especies de democracia, según que el gobierno se funde en la igualdad absoluta de los ciudadanos o se reserve a determinados ciudadanos de especiales requisitos. La democracia misma se transforma en una especie de tiranía cuando con menoscabo de las leyes prevalece el arbitrio de la multitud. El mejor gobierno es aquel en que prevalece la clase media, esto es, de los ciudadanos poseedores de una modesta fortuna. Este tipo de gobierno es el más alejado de los excesos que se cometen cuando el poder cae en manos de los que no poseen nada o de los que poseen demasiado.
Al esbozar la mejor constitución, Aristóteles, de conformidad con el principio que cada tipo de gobierno es bueno mientras se adapte a la naturaleza del hombre y a las condiciones históricas, no se detiene en describir un gobierno ideal, sino que determina únicamente las condiciones por cuyo medio un tipo cualquiera de gobierno puede lograr su forma mejor. La primera y fundamental condición consiste en que la constitución del Estado sea tal que procure la prosperidad material y la vida virtuosa y feliz de los ciudadanos. A este propósito se tienen presentes las conclusiones de la Etica, es decir, que la vida activa no es la única vida posible para el hombre, ni siquiera la más alta, y que al lado de ella u por encima de ella está la vida teorética.
Otras condiciones se refieren al número de los ciudadanos, que no debe ser ni demasiado elevado ni demasiado bajo, y a las condiciones geográficas, es decir, al territorio del Estado.
Es importante, además, la consideración de la índole de los ciudadanos, la cual debe ser valiente e inteligente, como la de los griegos, que son los más aptos para vivir en libertad y para dominar a los demás pueblos.
Es necesario, también, que en la ciudad todas las funciones estén bien distribuidas y que se formen las tres clases fundamentales, según el proyecto de Platón, del cual Aristóteles excluye, sin embargo, la comunidad de la propiedad y de las mujeres.
Es necesario también que en el Estado manden los ancianos, ya que nadie se resigna sin amargura a las condiciones de obediencia si ésta no es debida a la edad y si no sabe que alcanzará, en edad más avanzada, una condición superior. En fin, el Estado debe preocuparse de la educación de los ciudadanos, la cual ha de ser uniforme para todos y ha de tener por objeto no sólo adiestrarse para la guerra, sino prepararse para la vida pacífica, para las funciones necesarias y útiles y, sobre todo, para las acciones virtuosas.

LA RETORICA
Entre las artes necesarias a la vida social está la retórica. La retórica es afín a la dialéctica: al igual que la dialéctica, no tiene un objeto específico pues concierne a todo tipo y especie de objeto y sin embargo es propia de todos los hombres porque todos "se ocupan de investigar sobre cualquier tesis y de defenderla, de defenderse y de acusar'' (Ret., I, 1, 1354 a). La función de la retórica no es la de persuadir sino la de mostrar los medios que son adecuados para inducir la persuasión.
La retórica trata de descubrir cuáles son estos medios en torno a cualquier argumento dado: en este sentido no constituye la técnica propia de un campo específico. El objeto de la retórica es lo "verosímil", lo que ocurre casi siempre (mientras el objeto de la ciencia es lo necesario que ocurre siempre: el objeto de la retórica es lo análogo del necesario en las
disciplinas cuyo objeto carece de necesidad (Ib., I, 2, 1357 a).
Como sea que cada discurso se dirige a un auditorio, que es el fin del discurso mismo y el auditorio puede ser un simple oyente o un juez que debe pronunciarse sobre las cosas pasadas o futuras, hay tres géneros de retórica: la deliberativa, la judicial y la demostrativa. La retórica deliberativa se refiere a cosas futuras y debe persuadir o disuadir demostrando que algo es útil o pernicioso. La retórica judicial se refiere a hechos acaecidos en el pasado y su objeto es acusar o defender, persuadiendo de que tales hechos son justos o injustos. En fin, la retórica demostrativa se refiere a cosas presentes y su objeto es alabarlas o condenarlas, como verdaderas o falsas, buenas o malas.

LA LÓGICA
La organización del saber en un sistema de ciencias, cada una de las cuales se constituye con relativa independencia de las demás, planteaba a Aristóteles el problema de la forma general de la ciencia. Aristóteles (§ 72) distinguía las ciencias en tres grandes grupos: ciencias teoréticas, física, matemática y filosofía, que tienen como objeto el ser en algunos de sus aspectos especiales o el ser en general (Met., XI, 7, 1064 b);
Ciencias prácticas o normativas, de las cuales la principal es la política, teniendo por objeto la acción;
Ciencias poiéticas, que regulan la producción de los objetos.
Es evidente que estas tres especies de ciencia, en cuanto son todas igualmente ciencias, poseen en común la forma, esto es, la naturaleza de su proceder. Considerando aparte tal forma mediante la abstracción de que cada ciencia se sirve para aislar y determinar su objeto, se obtiene una disciplina que describe el procedimiento común de todas las ciencias en cuanto tales; y tal disciplina es la lógica, que Aristóteles fue el primero en concebir y fundar como ciencia independiente, utilizando y sistematizando las observaciones y los resultados de sus predecesores y especialmente de Platón. Pero evidentemente el valor de una lógica así entendida depende de la legitimidad de distinguir la forma general de las ciencias de su contenido, esto es, del objeto particular de cada una: depende, es decir, de la legitimidad de la abstracción por cuyo medio cada ciencia singular, incluida la filosofía, logra determinar su objeto. A su vez, la legitimidad de la abstracción se funda en la teoría de la sustancia.
En efecto, considerar la forma por separado de cualquier contenido particular, es procedimiento legítimo solamente cuando la forma sea, al mismo tiempo, la sustancia, esto es, la esencia necesaria de lo que se considera. Si la forma no tuviese la validez absoluta que le confiere el ser y no fuese ella sola la sustancia de aquello de que es forma, considerarla aparte mediante la abstracción sería una falsificación injustificable. La abstracción se justifica, por tanto, solamente como consideración de la esencia necesaria de una cosa separada de sus particularidades contingentes. La lógica, como procedimiento analítico, esto es, resolutivo de la forma del pensamiento como tal, se funda, pues, en la metafísica como teoría de la sustancia, y se sostiene o cae con ella. En un pasaje de la Metafísica (IV, 3, 1005 b, 6) en que parece que Aristóteles considere la lógica como técnica indispensable para la investigación, tiene buen cuidado de añadir que la consideración de los principios silogísticos corresponde al filósofo y a quien especula sobre la naturaleza de cualquier sustancia. Así, él mismo reconduce la lógica a su supuesto indispensable: la teoría de la sustancia.
Por otra parte, esta teoría es el fundamento de la verdad de todo conocimiento intelectual. La forma es a la vez ratio essendi y ratio cognoscendi del ser: en tanto que ratio essendi es sustancia, en tanto que ratio cognoscendies concepto. La forma, pues, garantiza la correspondencia entre el concepto y la sustancia y, por tanto, la verdad del conocimiento y la racionalidad del ser. Por esto Aristóteles puede decir que el ser y la verdad se hallan en relación recíproca: que, por ejemplo, si el hombre existe, la afirmación de que el hombre exista, es verdadera; y recíprocamente, si es verdadera la afirmación de que el hombre exista, el hombre existe. Pero Aristóteles añade que en esta relación el fundamento es la realidad y que la realidad no es tal porque la afirmación que la concierne sea verdadera, sino que la afirmación es verdadera porque la realidad es tal, como ella la expresa (Cat., 12, 14 b, 21). En otros términos, la verdad del concepto se funda en la sustancialidad de la forma y no viceversa: la metafísica precede y fundamenta la lógica.
No puede, pues, afirmarse que Aristóteles haya querido fundar la lógica como ciencia "formal", en el sentido moderno del término, o sea, de ciencia sin objeto o sin contenido, constituida únicamente por proposiciones tautológicas. Según Aristóteles, la lógica tiene un objeto y este objeto es la estructura de la ciencia en general que luego es la misma estructura del ser que es objeto de la ciencia. Precisamente sobre esta base, Aristóteles afirma que la lógica debe analizar el lenguaje apofántico o declarativo, que es el propio de las ciencias teoréticas, en el cual tienen lugar las determinaciones de verdadero y falso según que la unión o la separación de los signos (en que consiste una proposición) reproduzca o no la unión o la separación de las cosas.
Aristóteles no niega que existan discursos no apofánticos, por ejemplo, la plegaria. Pero, privilegiando el discurso apofántico, hace de él el verdadero lenguaje, aquel sobre el cual los otros se modelan más o menos o desde cuyo punto de vista deban ser juzgados.
Y en efecto, la poética y la retórica que se ocupan de lenguajes no apofánticos, los trata  Aristóteles aparte y subordinados a la analítica. El lenguaje apofántico no tiene nada de convencional. Según Aristóteles, las palabras del lenguaje son convencionales: tanto es así que de una lengua a otra son distintas. Pero las palabras se refieren a "afectos del alma que son los mismos para todos y constituyen imágenes de objetos que son los mismos para todos" (De interpr., I, 16, a, 3). La combinación de las palabras va ordenada, a. través de la imagen mental, por la combinación efectiva de las cosas a que las mismas corresponden: de modo que, por ejemplo, se pueden combinar las palabras "nombre" y "corre" en la proposición "el hombre corre" sólo cuando, en realidad, el hombre corre. Por consiguiente, se puede decir que, para Aristóteles, el lenguaje es convencional en su diccionario, no en su sintaxis: en consecuencia, la lógica ha de mirar a esta sintaxis para analizar la estructura fundamental del conocimiento científico y del ser.
Las partes del Organon aristotélico, en el orden en que han llegado a nosotros, tratan de objetos que van de lo simple a lo complejo, comenzando por los más sencillos, por los elementos. Estos elementos se consideran y se clasifican en las Categorías. "Categorías" significa predicados; pero en realidad Aristóteles trata en el libro en cuestión de todos los términos que "no entran en alguna combinación", porque son considerados aisladamente como "hombre", "blanco", "corre", "vence", etc. De los términos no se puede decir ni que sean verdaderos ni falsos, ya que sólo es verdadera o falsa una combinación cualquiera de ellos, por ejemplo, "el hombre corre".
Aristóteles los clasifica en diez categorías: 1) la sustancia, por ejemplo, hombre;
2) la cantidad, por ejemplo, de dos codos; 3) la cualidad, por ejemplo, blanco; 4) la relación, por ejemplo, mayor; 5) el lugar, por ejemplo, en el liceo; 6) el tiempo, por ejemplo, el año pasado; 7) la situación, por ejemplo, está sentado; 8) el haber, por ejemplo, tiene los zapatos; 9) el obrar, por ejemplo, quema; 10) el padecer por ejemplo, es quemado.
Naturalmente, dado el planteamiento de la lógica aristotélica, la clasificación de las categorías no se refiere sólo a los términos elementales del lenguaje sino también a las cosas a que se refieren: más aún, se refiere a los primeros sólo porque, en primer lugar, se refiere a las cosas. De acuerdo con la orientación de su metafísica, Aristóteles considera como categoría fundamental la sustancia. Uno de los puntos más famosos de lo escrito es la distinción entre sustancias primas y sustancias segundas. La sustancia prima es la sustancia en sentido propio, que nunca puede ser usada como predicado de un sujeto ni tampoco puede existir en otro sujeto: por ejemplo, este hombre o aquel caballo. En cambio, las sustancias segundas son las especies y los géneros: por ej., la especie hombre, a la que todo hombre determinado pertenece, y el género animal al que pertenece la especie hombre juntamente con otras especies. Al considerar justificado en cierta manera llamar sustancias a las especies y a los géneros que sirven para definir las sustancias primas, Aristóteles confirma que sólo las sustancias primas "son sustancias en el sentido más propio por cuanto están en la base de todos los demás objetos" (2 a 37).
En el libro Sobre la interpretación, Aristóteles examina aquellas combinaciones de términos que se llaman enunciados declarativos (logoi upofantikoi) ο proposiciones (προτάσεις), es decir, las frases que constituyen asertos pero no plegarias, órdenes, exhortaciones, etc. El aserto puede ser afirmativo o negativo según que "atribuya algo a algo" o que "separe algo de algo". Además, puede ser universal o singular: es universal cuando el sujeto es universal (entendiéndose por universal "lo que por naturaleza se predica de varias cosas"), por ej., hombre; es singular cuando el sujeto es un ente solo, por ej., Kalias. Pero un mismo término universal puede emplearse en una proposición tanto en su universalidad, como cuando se dice "todo hombre es blanco", como en su particularidad, como cuando se dice "algún hombre es blanco". Aristóteles se preocupa de establecer la relación entre la proposición universal y la proposición particular, cada una de las cuales a su vez puede ser afirmativa o negativa. Estas relaciones resultan del esquema siguiente:


El esquema fue construido en esta forma (que refleja exactamente la doctrina aristotélica) por los Lógicos medievales que lo llamaron "cuadrado de los opuestos" y que indicaron las varias especies de proposición con las letras mayúsculas que figuran en el mismo. Como se ve, Aristóteles llamó contraria a la oposición entre la proposición universal afirmativa y la negativa y contradictoria a la oposición entre la universal afirmativa y la particular negativa, y la particular afirmativa y la universal negativa. La relación entre la particular afirmativa y la particular negativa, la llamaron los Lógicos medievales oposición sub-contraria. Se trata de una oposición para la cual, según Aristóteles, no vale el principio de contradicción. En efecto, de las dos proposiciones "algún hombre es blanco", "algún hombre no es blanco", ambas pueden ser verdaderas. En cambio, para las proposiciones que se hallan entre sí en oposición contraria y contradictoria, el principio de contradicción es rigurosamente válido. Una de las dos tiene que ser falsa y la otra tiene que ser verdadera. Esta segunda exigencia (esto es, que una de las dos tiene que ser verdadera) es la expresada por el principio que mucho después se llamó de "tercero excluido" y que Aristóteles, aunque sin distinguirlo del principio de contradicción, expresó y defendió repetidamente (Met., IV, 7, 1011 b, 23; X, 7, 1057 a, 33), afirmando que "entre los opuestos contradictorios no hay medio".
Sin embargo, Aristóteles hace notar una dificultad que puede surgir del uso de este principio con respecto a los acontecimientos futuros. Si se dice "mañana habrá una batalla naval" y "mañana no habrá una batalla naval", de estas dos proposiciones una tiene que ser necesariamente verdadera. Pero si una de ellas es necesariamente verdadera, por ejemplo, la que dice "mañana no habrá una batalla naval", esto quiere decir que necesariamente mañana no habrá una batalla naval; precisamente porque es necesariamente verdadero que "mañana no habrá una batalla naval". En tal caso del uso del principio de tercero excluido, referido a los acontecimientos futuros, se derivaría la tesis de la necesidad de todos los acontecimientos, incluso de los debidos a la elección del hombre. Aristóteles no afirma que estas consecuencias sean legítimas y que todos los acontecimientos ocurran por necesidad. Una de las dos cosas expresadas por una proposición contradictoria se verificará necesariamente en el futuro, pero esta necesidad no afecta a aquella de las dos cosas que se verificará. En otros términos, no es necesario, ateniéndose al principio de tercero excluido ni que mañana haya ni que mañana no haya una batalla naval, sea cual sea la alternativa que tenga lugar mañana. Pero es necesario que mañana ocurra o no ocurra una batalla naval. En otras palabras, la necesidad consiste en la imposibilidad de salir de las alternativas de una contradicción, no en el verificarse de una u otra de dichas alternativas (19 a, 32). Aristóteles no advierte aquí que, si la alternativa es necesaria, ésta no puede ser más que alternativa, es decir, no puede decidirse ni en un sentido ni en otro: de modo que sería necesaria precisamente su indeterminación; y mañana no podría ni haber ni no haber una batalla naval. De todas formas, la solución de Aristóteles y toda la discusión del caso muestran claramente la preferencia que concede él a una de las dos modalidades fundamentales de las proposiciones, que es precisamente a la necesidad. La otra modalidad de que habla y que también se ha mantenido tradicional en la lógica es la de la posibilidad. Esta posibilidad la define Aristóteles como no-imposibilidad, o sea, como simple negación de la necesidad negativa ("imposibilidad" significa precisamente "necesidad de que no sea"). Y sólo a base de esta definición de lo posible puede decir él que también lo necesario es posible porque lo que es necesariamente, no debe ser imposible. Pero la reducción de lo posible a "no imposible" demuestra cómo se ha perdido por completo, en la lógica de Aristóteles, aquel significado de la posibilidad que Platón había explicado como fundamento de la dialéctica (§ 56).
Los Analitici primi contienen la teoría aristotélica del razonamiento. Según Aristóteles, el razonamiento típico es el deductivo o silogismo: definido como "un discurso en el que planteadas algunas cosas, se siguen otras por necesidad" (24 b, 18). Las características fundamentales del silogismo aristotélico son:
1) su carácter mediato;
2) su necesidad.
El carácter mediato del silogismo depende del hecho que el silogismo es la contraparte lógico-lingüística del concepto de sustancia. En virtud de ello, la relación entre dos  determinaciones de una cosa se puede establecer sólo sobre la base de lo que la cosa es necesariamente, o sea, de su sustancia: por ejemplo, si se quiere decidir si el hombre es mortal, no se puede más que mirar a la sustancia del hombre (a lo que el hombre no puede no ser) y razonar así: todo animal es mortal, todo hombre es animal, luego todo hombre es mortal. La determinación "animal", necesariamente incluida en la sustancia "hombre", permite concluir en la mortalidad del propio hombre.
En este sentido se dice que la noción "animal" hace de termino medio del silogismo: éste representa en el silogismo la sustancia, o la causa o la razón, que sólo hace posible la conclusión (94 a, 20): el hombre es mortal porque, y sólo porque, es animal. Por tanto, el silogismo tiene tres términos: el sujeto, el predicado de la conclusión y el término medio. Pero la función del término medio es la que determina las figuras (σχήματα) del silogismo.
En la primera figura, el término medio hace de sujeto en la primera premisa y de predicado en la segunda, como en el silogismo acabado de citar.
En la segunda figura, el término medio hace de predicado en ambas premisas (por ej.; "Ninguna piedra es animal, todo hombre es animal, luego ningún hombre es piedra"). En esta figura, una de las premisas y la conclusión son negativas.
En la tercera figura, el término medio hace de sujeto en ambas premisas (por ej.: "Todo hombre es sustancia, todo hombre es animal, luego algún animal es sustancia"). En esta figura, la conclusión es siempre particular. Cada una de las tres figuras se divide luego en una variedad de modos, según sean las premisas universales o particulares, afirmativas o negativas.
Aristóteles desarrolló esta casuística de los modos silogísticos que luego, en la lógica medieval, encontraría su complemento incluso en relación con los desarrollos que la lógica misma experimentó en la antigüedad por obra de los aristotélicos y de los estoicos. El silogismo es por definición, deducción necesaria: por eso su forma primaria y privilegiada es el silogismo necesario, que Aristóteles llama también demostrativo o científico. De los silogismos necesarios, la primera y mejor especie es la de los silogismos ostensivos que Aristóteles contrapone a los que parten de una hipótesis.
Estos últimos no son los que luego se llamarán "hipotéticos (en los que la premisa mayor está constituida por una condicional), sino aquellos cuya premisa mayor no es la conclusión de otro silogismo ni es evidente de por sí, sino que se emplea por vía de hipótesis. Uno de estos silogismos es el que opera la reducción al absurdo. Entre los silogismos ostensivos, los más perfectos son los silogismos universales de la primera figura, a los cuales se pueden reducir todas las otras formas del silogismo. Por último, del silogismo deductivo se distingue el silogismo inductivo o inducción, que es otra de las dos vías fundamentales por las cuales el hombre alcanza las propias creencias (68 b, 13). La inducción, según Aristóteles, es una deducción que, en lugar de deducir un extremo de otro mediante el término medio (por ej., la mortalidad del hombre mediante el concepto de animal), como hace el silogismo verdadero y propiamente tal, deduce el término medio de un extremo, valiéndose del otro extremo. Por ejemplo, después de haber constado que el hombre, el caballo y el mulo (1er término) son animales sin bilis (término medio) y que el hombre, el caballo y el mulo son longevos (2° término), deduce que todos los animales sin bilis son longevos: en cuya conclusión aparece el término medio y un extremo. El "ser sin bilis" es, en este caso, el término medio porque es la razón o la causa, por la que el hombre, el caballo y el mulo son longevos. La inducción es válida sólo si se agotan todos los casos posibles; si, en el ejemplo propuesto, el hombre, el caballo y el mulo son todos los animales sin bilis. De ahí que la inducción sea de uso limitado y no pueda suplantar al silogismo deductivo, aunque para el hombre es un procedimiento más fácil y claro (68, b, 15 y sigs.). Por eso afirma Aristóteles que la inducción puede usarse, no en la ciencia, sino en la dialéctica y en la oratoria, es decir, como instrumento de ejercicio o de persuasión (Ret., I, 2, 1356 b, 13).
En los Secundi analitici Aristóteles examina las premisas del silogismo y el fundamento de su validez. Aristóteles parte del principio que "toda doctrina o disciplina deriva de un conocimiento preexistente" (71 a, 1). Para que el silogismo concluya necesariamente, las premisas de donde deriva deben también ser necesarias. Y para ser tales, han de ser, en sí mismas, principios verdaderos, absolutamente primeros e inmediatos; y respecto a la conclusión, más cognoscibles, anteriores a la conclusión y causas de ella (71 b, 19). "Inmediatos" quiere decir que son indemostrables, como evidentes por sí mismos, ya que si no fueran tales, serían principios de los principios y así sucesivamente hasta el infinito (90 b, 24). Algunos de estos principios son comunes a todas las ciencias, otros son principios de cada ciencia.
Común es, por ejemplo, el principio: si de dos objetos iguales se sustraen objetos iguales, los restos son iguales. En cambio, son propios los siguientes principios de geometría: línea tiene una naturaleza de esta manera; la línea recta tiene una naturaleza de esta manera, etc. (76 a, 37). Pero los principios, sobre todo los principios propios, según Aristóteles, no son sino definiciones y las definiciones son posibles solo de la sustancia o de la esencia necesaria (90 b, 30). La validez de los principios en que se funda la ciencia, consiste, pues, en ser ellos expresión de la sustancia, o mejor aún, del género de sustancias sobre las que versa una ciencia particular; y como la sustancia es causa de todas sus propiedades y determinaciones como los principios son causa de las conclusiones que el silogismo deriva de ellos, todo el conocimiento es conocimiento de causas.
Como ya dijimos a propósito de la ética, Aristóteles admite un órgano específico para la intuición de los primeros principios que es el intelecto: una de las virtudes dianoéticas, esto es, de los hábitos superiores racionales del hombre (§ 81). Como virtud o hábito racional, el intelecto no es una facultad natural e innata, sino, como todas las demás virtudes, se forma gradualmente mediante la repetición y el ejercicio. En particular, el intelecto se forma a partir de la sensación. De la sensación deriva el recuerdo y del recuerdo renovado de un mismo objeto hace la experiencia. Luego, sobre la base de la experiencia, se llega a captar la sustancia que es una e idéntica en un conjunto de objetos; entonces se tiene el intelecto, que es el principio del arte de la ciencia. Consecuentemente, el conocimiento sensible condiciona, según Aristóteles, la adquisición del intelecto de los primeros principios y, por ende, de toda la ciencia; pero no condiciona la validez de la ciencia. Esta validez es, según Aristóteles, completamente independiente de las condiciones que permiten al hombre conseguir la ciencia y consiste únicamente en la necesidad de los primeros principios y en la necesidad de las demostraciones resultantes de los mismos.
Mientras los Primi y Secundi analitici, tienen por objeto la ciencia, los Tópicos tienen por objeto la dialéctica. La dialéctica se distingue de la ciencia por la naturaleza de sus principios: los principios de la ciencia son necesarios, o sea, absolutamente verdaderos; los principios de la dialéctica son probables, es decir, "parecen aceptables a todos o a los más o a los sabios y, entre éstos, o a todos o a los más o a los más ilustres y señalados" (100 b, 21). En principios de este género se fundan los razonamientos empleados en la oratoria forense o política (que Aristóteles estudia en la Retórica), o en las discusiones o en los discursos hechos sencillamente por ejercitarse en el arte de razonar. La mayor parte de los Tópicos está dedicada al estudio de los argumentos que se emplean en las discusiones: como ya se ha dicho, los Tópicos de Aristóteles son, en su cuerpo principal, la primera formulación de la lógica aristotélica, concebida por el bajo el influjo del platonismo, que afirmaba la discusión dialógica como único método de investigación. El análisis de Aristóteles tiende sustancialmente a aislar, distinguir, clasificar y evaluar en su valor demostrativo (esto es, respecto a las formas correspondientes del silogismo científico) los lugares lógicos, o sea, los esquemas arguméntales que puedan emplearse en la discusión. En_ el ámbito de la dialéctica tienen también cabida y debido reconocimiento los problemas, pues éstos, en cuanto se constituyen por una pregunta que puede tener dos respuestas contradictorias, no nacen ni donde se trata de deducir consecuencias necesarias de premisas necesarias (como ocurre en la ciencia) ni a propósito de lo que a nadie parece aceptable, sino precisamente en la esfera de lo probable que es la propia de la dialéctica (104 a, 4; 104 b, 3). De modo que la que le había parecido a Platón la ciencia filosófica por excelencia, la dialéctica, queda confinada en Aristóteles a una zona marginal de la ciencia, inferior a ella, y adquiere un significado totalmente distinto. Verdad es que la dialéctica platónica no tiene el carácter de necesidad que Platón atribuye a la ciencia, pero no lo tiene porque tampoco lo tiene el ser que es objeto de la misma y que Platón define como posibilidad. Así, pues, la ausencia de necesidad que es para Aristóteles la deficiencia fundamental de la dialéctica platónica, que él llama "silogismo débil" (An. Pr., I, 31, 46 a, 31) no es tal para Platón, que la considera, por el contrario, como condición indispensable para que el procedimiento dialéctico pueda someter a crítica sus propias premisas y cambiarlas oportunamente, según la complejidad del objeto.
Por último, en las Refutaciones (elencos) sofísticas, Aristóteles examina los razonamientos refutadores o erísticos de los sofistas. Aristóteles entiende por razonamientos erísticos aquellos cuyas premisas no son ni necesarias (como las premisas de la ciencia) ni probables (como las de la dialéctica), sino sólo aparentemente probables. Los argumentos erísticos, que Aristóteles llama sofismas y que los latinos designaron con el término de fallaciae, los divide Aristóteles en dos grandes grupos: los que dependen del modo de expresarse y los que son independientes del mismo. Ejemplo de los primeros es la anfibolia, que consiste en el uso de expresiones de doble sentido y que se interpretan unas veces en uno y otras en otro de dichos significados. Por ejemplo, cuando se dice: "lo que debe existir es bueno; pero el mal debe existir; luego el mal es bueno "; el "debe existir" en la primera premisa se interpreta como lo que es deseable que exista y en la segunda como lo que es inevitable. Un ejemplo de la segunda clase de falacias es la petición de principio que consiste en aceptar de modo disimulado, como premisa de la demostración, lo que habría que demostrar.


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