SENTENCIAS
Y SUMAS
La dificultad de procurarse raros
y costosos manuscritos había determinado en la Edad Media el uso frecuente de
compendios y extractos.
El desarrollo de la cultura
medieval se manifiesta en la modificación de estas compilaciones. Los
manuscritos medievales contienen un gran número de extractos o Sententiae de
esta clase. El más célebre es el Líber Pancrisis, que se remonta al
siglo XII y que contiene sentencias de los Santos Padres y de maestros
contemporáneos, como Guillermo de Champeaux, Anselmo de Laón y otros. Luego los
extractos fueron agrupados según el orden de las Sagradas Escrituras. Los
textos estaban tomados alguna vez de un solo doctor, otras veces de varios. La
primera compilación de este género es la de Paterio, secretario de San
Gregorio, que reunió las explicaciones de textos bíblicos contenidas en las
obras del santo. Había otras compilaciones en las cuales las sentencias de los
Padres estaban agrupadas según un orden más o menos lógico. Isidoro de Sevilla
es el autor de una obra de esta clase, que tituló Sententiarum libri tres, y
que después fue citada con el nombre De summo bono. Estas colecciones,
que seguían un orden más o menos lógico, eran designadas con el nombre de Sententiae;
pero luego la parte de elaboración personal en la explicación y en el comentario
de los extractos fue haciéndose cada vez mayor. Las colecciones continuaron,
con todo, teniendo el nombre de Sententiae, porque el texto original no
era otra cosa que la explicación y el comentario de las sentencias aducidas.
Abelardo reformó profundamente esta costumbre literaria. A partir de él, las
obras a las cuales se conserva el nombre de Sententiae, fueron
compendios sistemáticos, completos y razonados, de las verdades fundamentales
del cristianismo.
Para expresar este nuevo carácter
se empleó el término Summa. Abelardo se sirvió de esta palabra en el
prólogo de la Introducción a la teología. "He escrito una summa de
la erudición sagrada como introducción a Ta divina Escritura". Y Hugo de
San Víctor, en el prólogo al libro I del De Sacramenti*, que es la
primera y verdaderamente propia suma de teología medieval, dice: "He
reunido en única cadena (series) esta breve summa de todas las
cosas". En el siglo XII, el nombre de Summa sustituyó al de Sententiae
y los libros que contenían la exposición sistemática de las verdades
cristianas se llamaron Sumas de teología.
PEDRO LOMBARDO
Entre los más conocidos autores
de Sumas citaremos a Roberto Pulleyn, un inglés que enseñó en París y
después en Oxford y murió en 1150; a Roberto de Melun, que fue discípulo, en
París, de Hugo de San Víctor y probablemente también de Abelardo, del cual
acepta el principio de la duda metódica, y a Simón de Tournay, que enseñó en
París entre la segunda mitad del siglo XII y principios del XIII y sostuvo la
fórmula de Anselmo del credo ut intelíigam, contraponiéndola al precepto
de la filosofía, personificada por Aristóteles: intellige et credes. Pero
la obra más significativa de este género, por la importancia que tuvo como
texto fundamental de la cultura escolástica, es la de Pedro Lombardo.
Pedro Lombardo nació en Lumello,
cerca de Novara; estudió en Bolonia y después en la escuela de San Víctor, en
París. Desde 1140 enseñó en la escuela catedral de París; en 1159 fue nombrado
obispo de París y murió probablemente en 1160. Escribió un Comentario a
las epístolas de San Pablo y otro a los Salmos. Sus Libri quattuor
sententiarum fueron compuestos entre 1150 y 1152. Esta obra es un compendio
sistemático de la doctrina cristiana fundado en la autoridad de la Biblia y de
los Padres y en la cual la parte personal es relevante. El mayor peso está
constituido por la autoridad de San Agustín; pero son citados también textos de
Hilario, Ambrosio, Jerónimo, Gregorio el Grande, Casiodoro, Isidoro, Beda y Boecio.
De los escritores posteriores es empleado sobre todo el De Sacramentis, de
Hugo de San Víctor. Por vez primera en Occidente se cita el escrito De fide
ortodoxa, de Juan Damasceno, que es la tercera parte, traducida al latín en
1151 por Burgundión de Pisa, de la Fuente del conocimiento. Pero la obra
de Pedro manifiesta también una evidente influencia de Abelardo y del método
empleado por éste en el Sic et non. No obstante su explícita afirmación
de que en materia de fe "se cree a los pescadores y no a los
dialécticos", Pedro Lombardo es un
dialéctico que procura hacer valer todo el peso de la razón en apoyo de la
autoridad de los textos citados. En la misma división de la obra Pedro sigue un
criterio sistemático. El contenido entero de la Biblia está constituido por
cosas y por signos. Una cosa es lo que no puede ser empleado para significar o simbolizar
otra cosa; signo es lo que, en cambio, sirve esencialmente para este fin. Entre
los signos, Pedro incluye los Sacramentos, que son símbolos de realidades
suprasensibles. A su vez, las cosas se distinguen según sean objetos de goce (fruitio)
u objetos de uso. Objeto de goce es la Trinidad divina; objetos de uso son
las cosas creadas. Las virtudes son a la vez objetos de goce y objetos de uso,
porque son medios para alcanzar el fin de la bienaventuranza. De las cosas se
distinguen los sujetos que gozan o se sirven de ellas. Consiguientemente,
Pedro divide su obra en dos partes: la primera, que se refiere a las cosas, y
la segunda, que se refiere a los signos.
La primera parte concierne a los
sujetos y objetos de goce y de uso, esto es: la Trinidad divina, las cosas
creadas en general, los ángeles y los hombres en general y las virtudes. Estos
temas forman el contenido de los tres primeros libros de las Sententiae. El
último libro está dedicado a los signos, a saber, los Sacramentos.
El hombre puede elevarse al
conocimiento de Dios partiendo de las cosas creadas. Todo lo que vemos es mudable y todo lo que es mudable debe tener su
origen en una esencia inmutable. El cuerpo y el espíritu están igualmente sujetos
al cambio: el ser del que se originan debe ser, por tanto, superior a ambos. Y,
puesto que todo cuerpo o espíritu tiene una determinada forma o especie, es
menester pensar en una forma originaria, o en una primera especie, de la cual
tanto el espíritu como el cuerpo reciben su forma o especie. Y ésta es Dios (Sentent.,
I dist. 3, n. 3-5).
Los
tres caracteres fundamentales de las cosas, la unidad, la forma y el orden,
constituyen el reflejo de la Trinidad divina y permiten al hombre elevarse
hasta ella.
En el alma humana la memoria, la
inteligencia y la voluntad constituyen una única sustancia y también aquí se
refleja la imagen de la Trinidad divina, que es mente (mens), conocimiento
(notttia) y amor (amor) (Ibid., I, dist. 3, n. 6 y sigs.).
Con todo, ninguna cosa creada
puede darnos un conocimiento adecuado de la Trinidad. Es menester distinguir entre
las cosas que podemos conocer antes de creer y las que para ser conocidas
presuponen la fe. Entre los objetos de fe, algunos no pueden ser conocidos y
comprendidos antes de ser creídos; otros no pueden ser creídos si antes no son
comprendidos, y estos últimos son, gracias a la fe, comprendidos más
profundamente (Ibid., III, dist. 24, 3).
El
objeto fundamental de las interpretaciones teológicas de Pedro Lombardo es la
defensa de la omnipotencia divina. Contra Abelardo y. de acuerdo con Hugo
de San Víctor (§ 225), Pedro niega que Dios no pueda crear nada mejor que lo
que ha efectivamente creado. En realidad, si el "mejor" se refiere a
la actividad creadora de Dios, la afirmación es legítima; pero si se refiere al
objeto de aquella actividad, esto es, al mundo creado, es falsa, porque supone
o que el mundo no carece de ninguna perfección, y en tal caso sería semejante a
Dios, o que Dios no puede darle perfección mayor, y en tal caso el mundo mismo
manifestaría una imperfección que estaría en contraste con la tesis de que es
el mundo mejor de todos los posibles (Ibid.,I, dist. 44, 2-3).
Por lo que se refiere al hombre,
cuyas tres facultades reproducen, como se ha dicho, la Trinidad divina, Pedro afirma que el alma le es infundida directamente,
por Dios. En el hombre es necesario distinguir la sensibilidad, la razón y la
voluntad libre. La sensibilidad está ligada a los órganos de los sentidos y es
receptiva y apetitiva. La razón es la facultad cognoscitiva más alta de la
naturaleza humana; se dirige, por un lado, a lo que es temporal y, por otro, a
lo que es eterno. El libre albedrío es tanto facultad de la razón como de la
voluntad, y por él el hombre escoge el bien, si la gracia divina le ayuda, o el
mal, si falta la gracia. Se llama libre respecto a la voluntad, que puede
determinarse por una cosa u otra; se dice albedrío respecto a la razón, de la
cual representa la facultad o poder de discernimiento del bien y el mal, y
escoge unas veces el uno y otras veces el otro (Ibid., II, dist. 24, 5).
El libre albedrío presupone así la voluntad y la razón y no puede pertenecer a los
animales que carecen de razón. Su esencia no consiste en la capacidad de escoger
entre el bien y el mal, sino más bien en la de escoger, sin necesidad o coacción,
lo que la razón establece. El mal, para el hombre, es doble: el pecado y la
pena del pecado. Uno y otro son negación y privación de bien: el pecado es
privación en sentido activo, porque corrompe al bien y priva de él al hombre;
la pena es privación en sentido pasivo, porque es un efecto del pecado. Dios no
es de ningún modo causa del mal. El prevé infaliblemente el mal, no como obra
suya, sino como obra de aquéllos que lo harán o lo sufrirán. La previsión del
mal excluye el beneplácito de su autoridad, mientras la previsión del bien, que
es todo lo que El directamente obra en el mundo, va siempre acompañada de tal
beneplácito (Ibid., I, dist. 38, 4).
Condición primera para que el
hombre escoja el bien es la gracia divina, la cual se concede siempre
gratuitamente (gratis data) y con independencia de los méritos humanos;
en efecto, no sería gracia si no se concediera gratuitamente. Pero mientras la
misericordia divina es siempre un acto de gracia, la reprobación y la severidad
de Dios frente al hombre son actos de justicia, determinados por lo que el
hombre ha merecido. La reprobación divina consiste en no querer ser
misericordioso, la severidad en no serlo, y una y otra tienden a hacer al
hombre mejor (Ibid., dist. 41, 1).
Las Sentencias de Pedro
Lombardo se convirtieron muy pronto en uno de los libros fundamentales de la
cultura filosófica medieval y fueron objeto de numerosos comentarios hasta el
fin de siglo XVI.