LA VUELTA A SAN AGUSTÍN
La
vuelta a San Agustín,
que en la Summa de Alejandro de Hales, y aún más en la obra de Roberto
Grossetete, se presenta como reacción de la escolástica frente a los avances
del aristotelismo, halla su máxima
expresión teológica y mística en San Buenaventura. Contra la fuerza de una
filosofía que a primera vista parece hacer imposible el problema escolástico,
porque lleva la especulación filosófica a conclusiones no conciliables con la
fe, la escolástica se concentra en sí misma, vuelve a los orígenes y trata
de conseguir nueva vitalidad de la doctrina agustiniana, que fue siempre su principal
fuente de inspiración, pero que tras siglos de laboriosas e inciertas elaboraciones
había perdido su autenticidad y su fuerza original. San Agustín vuelve. El primer efecto paradójico de la aparición
de Aristóteles en el horizonte filosófico del siglo XIII es la reaparición de
las tesis fundamentales del obispo de Hipona, tomadas en su significado
auténtico y cuya enorme fuerza de persuasión lógica puede decirse volvió a ser descubierta.
Frente a estas teorías, el aristotelismo es para la escolástica latina como una
fuerza extraña, que con ciertas limitaciones puede utilizarse, pero a la que es
conveniente hacer el menor número posible de concesiones. Los doctores
escolásticos adquieren mayor familiaridad con esta fuerza, a medida que se va
precisando y ampliando su conocimiento de las obras de Aristóteles; pero hasta
que no se escriban las obras de San Alberto Magno y Santo Tomás, aquella fuerza
extraña seguirá siéndolo y todo lo que los doctores saben tomar de la obra
aristotélica son sugerencias o teorías particulares, que procuran intercalar
del mejor modo posible en el cuerpo de las doctrinas tradicionales.
Esta es la posición de San
Buenaventura frente al aristotelismo. Su santo y seña es, como para Alejandro
de Hales y Roberto Grossetete, la vuelta a San Agustín. Al conocer las obras del Estagirita, puede tomar de ellas elementos y
sugerencias para injertar en el tronco de un sistema filosófico, que él mismo
reconoce y quiere que sea tradicional. "Yo no intento, dice (in Sent., II,
pról.), combatir las nuevas opiniones, sino que quiero retener las comunes y
aceptadas. Y nadie ha de creer que yo quiera ser el fundador de un nuevo
sistema." No hay sistema nuevo: San Buenaventura sólo quiere recorrer los
senderos trazados, volver a tejer la trama ininterrumpida del pensamiento
cristiano, que va de San Agustín a su maestro Alejandro. Las doctrinas nuevas y
las aristotélicas le parecen tan alejadas de estos caminos trillados y seguros
que ni siquiera intenta combatirlas. Para él, Aristóteles es un filósofo;
pero no el filósofo: es un autor cuyas afirmaciones pueden ser utilizadas
ocasionalmente, pero no es la encarnación de la razón humana en su más elevada
expresión
FE Y CIENCIA
San Buenaventura
establece la superioridad de la fe sobre la ciencia. Al contestar a
la cuestión de si es más cierta la fe que la ciencia, distingue una certeza
respecto a las verdades de la fe y otra certeza respecto a las verdades de la
razón. En cuanto a las verdades de fe, es más cierta la fe que la ciencia.
Aunque un
filósofo llegue a demostrar una verdad de fe, por ejemplo, que Dios es creador,
mediante su ciencia nunca puede lograr la certeza que el riel recibe de la
verdadera fe. Y en cuanto a las otras verdades, la fe posee una certeza de adhesión
mayor que la ciencia, y la ciencia una mayor certeza de especulación que
la fe.
La adhesión se refiere al afecto; la especulación está relacionada con el puro
intelecto. La ciencia elimina la duda, según aparece claramente, sobre todo
en el conocimiento de los axiomas y de los primeros principios; pero la fe
consigue que el creyente se adhiera a la verdad, de un modo que ni argumentos
ni tormentos ni lisonjas le pueden apartar de ella.
El geómetra que por un teorema
arriesgara la vida sería necio; pero el creyente la arriesga y debe arriesgarla
por su fe (In Sent., I I I, dist. 23, a. 1, q. 4). Así, la certeza
científica queda reducida a un simple hecho intelectual, simple indubitabilidad
teorética, que no exige fidelidad personal; mientras que la certeza de la fe es
exaltada como acto de afecto y adhesión, es decir, como entrega afectiva de la
persona a la verdad.
La fe y la
ciencia, la fe y la opinión, pueden coexistir respecto a la misma verdad. Si por opinión
no se entiende la conformidad dada a una alternativa por medio de otra, sino la
conformidad sugerida por razones probables, entonces podemos darnos cuenta que
muchos fieles tienen, para apoyar lo que creen, muchas razones probables: con
lo que, en este caso, la opinión no sólo excluye la fe, sino que la ayuda y
sirve. Por otra parte, la fe no excluye la
ciencia respecto a las mismas verdades y no la excluye porque tiene una certeza
superior. Podemos, con razones necesarias, demostrar que Dios existe y que es
uno; pero dilucidar la misma esencia divina y unidad de Dios y ver cómo esta
unidad no excluye la pluralidad de las personas, esto sólo puede conseguirse
con la fe.
Por
consiguiente, la ciencia no invalida la iluminación por la fe, sino que la
exige y la hace necesaria. Los filósofos que consiguieron conocer muchas verdades
acerca de Dios, acabaron, por falta de fe, por incurrir en error o por
desconocer muchas otras (n Sent., I I I , dist. 24, a. 2, q. 3). Por lo
tanto, la ciencia nunca puede dejar de
valerse de la fe. La fe es la adhesión integral del hombre a la verdad, por
medio de la cual el hombre vive realmente la verdad y la verdad vive realmente
en el hombre.
EL CONOCIMIENTO
En su teoría del
conocimiento, San Buenaventura muestra la primera y más importante concesión al
aristotelismo. A la pregunta de si todo conocimiento viene de los sentidos,
contesta que no-, es preciso admitir que el alma conoce a Dios, a sí misma y
todo lo que tiene en sí sin ayuda de los sentidos externos (In Sent., II,
dist. 39, a. 1, q. 2). Pero, por otra parte, es preciso admitir que el alma
no puede por sí sola conseguir todo el conocimiento. Es necesario que el
material para el mismo le venga del exterior, a través de los sentidos, porque
lo constituyen las semejanzas de las cosas abstractas con las imágenes
sensoriales (De scientia Christi, q. 4). San Buenaventura dice:
"Las especies y las semejanzas de las cosas se adquieren por los sentidos,
según dice explícitamente el filósofo (es decir. Aristóteles) en muchos pasajes;
y la experiencia también nos lo enseña. En efecto, nadie podría saber qué es el
todo o la parte, el padre o la madre si no recibiese la especie de uno de los
sentidos externos" (In Sent., II, dist. 39, a. 1, q. 2). Si entendemos
por especie las semejanzas de las cosas, que casi son retratos de las cosas
mismas, hemos de decir que el alma fue creada carente de toda especie, y que
Aristóteles tenía razón al afirmar que era una tabula rasa (In Sent., I,
dist. 17, a, 1, q. 4).
Pero los
sentidos sólo proporcionan al alma el material del conocimiento: las especies,
es decir, los conceptos, los términos objetivos de que parte el conocimiento.
Pero el conocimiento está condicionado en su constitución, en su
funcionamiento, y, por tanto, en su valor de verdad, por principios que son
independientes de los sentidos y, por consiguiente, innatos, porque es Dios
quien directamente los infunde. Con ello, San Buenaventura vuelve totalmente a
la tesis clásica del agustinismo.
Al
alma humana se le ha dado un lumen directivum, una directio
naturalis, de la que obtiene la certeza de sus conocimientos. Y esta luz
directiva, esta dirección que se le imprime naturalmente y que la dirige, le
viene directamente de Dios. Una influencia directa de la razón eterna no
bastaría para asegurar al conocimiento su verdad. San Buenaventura se refiere
precisamente a las palabras de San Agustín, "el cual, con toda claridad y
razón, demuestra que la mente, para conocer con certeza, ha de estar regulada
por normas inmutables y eternas, no mediante una disposición propia (habitus),
sino directamente por las mismas normas, que están por encima de ella, en
la Verdad eterna" (De scientia Christi, q. 4). Por consiguiente, nuestro intelecto está unido con la Verdad
eterna. "Para conocer con certeza, se precisa necesariamente de una Razón
eterna, que regule y mueva, una Razón que no quede aislada en su claridad, sino
que se una a la razón creada y que el hombre pueda intuirla según las
posibilidades de su condición terrena ' (De scientia Christi, q. 4).
El Itinerario
nos ofrece un análisis de las condiciones a priori del conocimiento
humano. El mundo externo o macrocosmos penetra en el alma o microcosmos a
través de los sentidos, dando lugar en el hombre a la aprehensión, al goce y al
juicio. Las cosas externas no entran en el alma ellas mismas, es decir, su
sustancia, sino sus semejanzas. Por consiguiente, la similitud o especie
no es la sustancia de la cosa, sino tan sólo una imagen de ella: aquí, San
Buenaventura se halla lejos del principio aristotélico de que el alma aprehende
la propia forma sustancial de la cosa. La proporción entre el objeto percibido
y el sentido que lo percibe determina el goce. A la aprehensión y al
goce sigue el juicio, que explica uno y otro, y purifica, por consiguiente,
y abstrae la especie sensible, llevándola de los sentidos al intelecto. El juicio es la facultad intermedia de la razón,
a través de la cual la especie se purifica de las condiciones materiales de
tiempo y lugar, y es elaborada conforme a las exigencias del intelecto (Itin.,
2). Pero el acto del juicio supone ya una iluminación divina. El juicio es
un acto de la razón que abstrae del lugar, del tiempo y del cambio; pero lo que
está fuera del tiempo, del lugar y del cambio, es eterno, por lo tanto, es Dios
o un elemento divino. En el juicio, la
razón se vale de una regla infalible, que es Dios mismo como verdad, según las
palabras de San Agustín (Ibid., 2). Las especies que el
juicio abstrae de las cosas sensibles son el punto de arranque y el objeto de
la actividad intelectual. Esta actividad tiene lugar en tres fases.- la percepción
de los términos, de las proposiciones y de las ilaciones.
El intelecto comprende el
significado de los términos cuando comprende, mediante la definición,
qué es cada uno de ellos. Pero la definición de un término se da valiéndose de
un término superior o más extenso; y así, remontándose a términos cada vez más
extensos, se llega a términos supremos y generalísimos, que si se ignoran no se
pueden entender ni definir los términos inferiores. El término más amplio, condición necesaria de cualquier otra
definición, es el de ser. El ser puede ser parcial o total, perfecto o
imperfecto, potencial o en acto; pero, puesto que según afirma Averroes (De
an., III, 25), la negación o privación sólo puede concebirse con relación a
la afirmación, nuestro intelecto no puede entender el ser reducido, imperfecto
o potencial de las cosas creadas, si no es con relación a un Ser purísimo,
actualísimo y completísimo en el cual residen las razones de todas las cosas
con la mayor pureza.
El aprehender los términos así como
los otros dos actos del intelecto, presupone un revelación directa de Dios al
entendimiento del hombre. En efecto, nuestra mente, que es mutable, no podría
comprender la verdad inmutable de las proposiciones si no la iluminara
una luz inmutable; y tampoco podría, sin ayuda de esta luz, establecer ilaciones,
en las que la conclusión se deduce necesariamente de las premisas. "La
necesidad de esta ilación, dice San Buenaventura, no procede de la existencia
material de la cosa, porque la cosa es contingente, ni de la existencia de la
cosa en el alma, porque, a menos que también se diera en la realidad, sería una
ficción. Por consiguiente, procede del modelo que hay en el arte eterno de Dios
(ab exemplaritate in arte aeterna), porque las cosas tienen entre sí las
relaciones que el arte creador de Dios establece entre sus modelos." De
ello San Buenaventura deduce, una vez más, con San Agustín, que "nuestro
intelecto está unido a la misma verdad eterna, y nada verdadero puede
comprender con certeza si no es gracias a la docencia de aquélla". Al
considerar las actividades del intelecto practico llega a la misma conclusión: el
consejo, que consiste en buscar qué es mejor, y que supone conocer lo
óptimo, o sea, el sumo bien, que es Dios-, ajuicio, que se refiere a los
objetos del consejo y que supone un criterio o ley que es también Dios; el deseo,
que tiende a la felicidad, que consiste en poseer el fin último, es decir,
el Sumo Bien, y que, por lo tanto, depende de él (Itin., 3).
La teoría del
conocimiento de San Buenaventura muestra muy claramente cuáles son las
características de su procedimiento. Manteniéndose fiel a los puntos esenciales
del apriorismo teológico de San Agustín, acepta la tesis empirista de
Aristóteles, aunque limitándola al material del conocimiento; pero no plantea
el problema del conocimiento, como lo hicieron Aristóteles y sus comentadores
musulmanes.
Un punto aislado, y que se creyó carecía de consecuencias, del sistema
aristotélico, es todo lo que utiliza de la obra del Estagirita. Este procedimiento
se encuentra también en otras partes de su doctrina.
METAFÍSICA Y TEOLOGÍA
La relación
intrínseca que el intelecto humano tiene con Dios no implica que le sea dado
conocer a Dios directamente y en sí mismo. "Es preciso decir que, al igual
que cada causa brilla en su efecto y la sabiduría del artesano se refleja en su
obra, Dios, que es el artífice y causa de la criatura, se conoce a través de la
criatura. Hay para ello una doble razón: una de conveniencia y otra de
indigencia. De conveniencia, porque cada criatura conduce a Dios más que a
cualquier otra cosa. De indigencia, porque como Dios no puede, por ser luz
sumamente espiritual, ser conocido por el intelecto en su espiritualidad, para
conocerlo el alma precisa de una especie de luz material, es decir, la criatura" (In
Sent., I, dist. 3, a. 1, q. 2). A causa de esta nueva concesión al
empirismo, parecía que San Buenaventura debiera seguir, para demostrar la
existencia de Dios, la vía a posteriori que fue elegida y seguida por
Santo Tomás, y que, por lo mismo, rechazara el argumento de San Anselmo. En
realidad no es así: San Buenaventura sigue y defiende el argumento
ontológico: "La verdad del ser divino, dice, es tal que no puede pensarse
con asentimiento (es decir, creer efectivamente) que no exista, si no es por
ignorar lo que significa el nombre de Dios" (Ibid., I, dist. 8, a.
1, q. 2). El argumento de San Anselmo se mueve en el campo de la especulación
agustiniana y sólo con mucha dificultad puede ser negado por quien, tomo San
Buenaventura, cree que la mente humana, para entender y juzgar, debe estar
unida a Dios. No se puede considerar a Dios como supuesto previo y
condición del conocimiento de todas las cosas particulares sin admitir que su
realidad es cierta y puede demostrarse independientemente de estas cosas, es
decir, a priori. Si el conocimiento de las cosas tiene por condición el
de Dios, y no al contrario, el intelecto humano, sólo mediante una relación
directa con Dios puede entender y juzgar las cosas. El hecho de que el hombre
se eleve de las cosas a Dios, es una posibilidad condicionada por la relación
del hombre con Dios; por consiguiente, no puede condicionarlo. El argumento
ontológico vuelve a la lógica del planteamiento agustiniano del problema de la
relación del hombre con Dios: al igual que San Buenaventura, todos los que
siguen las huellas del pensamiento agustiniano lo consideran válido.
Dios, como causa creadora de las
cosas, es también modelo de ellas. La idea o ejemplar de las cosas en la mente
divina se identifica con la esencia divina y se multiplica sólo en relación con
las cosas creadas, pero no en Dios mismo (Ibid., I, dist. 35, a. 1, q.
2-3). Por su omnipotencia infinita, Dioses la causa de todas las cosas que ha
creado de la nada. La creación no plantea ningún problema insoluble: es un
punto en que fe y razón coinciden por completo, ya sea en lo referente a que el
mundo dependa causalmente de Dios, ya sea en lo que se refiere al comienzo del
mundo en el tiempo. Es evidente que el mundo ha sido creado de la nada, porque
Dios, a causa de su omnipotencia, es el agente más noble y más perfecto; por lo
tanto, su acción es radical y determina todo el ser de la cosa
producida, no estando condicionada por nada extraño (Ibid., II, dist. 1,
a. 1, q. 1). Pero, según San
Buenaventura, es
imposible afirmar al mismo tiempo que el mundo ha sido creado y que es eterno.
Y, en efecto, es imposible que sea eterno aquello que llega a ser después de no
ser; y éste es el caso del mundo, en cuanto creado de la nada. Además, la duración
indefinida del mundo traería consigo infinitas revoluciones celestes. Pero lo
que es infinito no puede ser ordenado, en el infinito no hay un primero y, por
lo tanto, no hay orden.
Pero es imposible que haya
revoluciones del cielo carentes de orden. Además, la eternidad del
mundo-supondría la existencia simultánea de infinitas almas humanas, lo cual
también es imposible. Este último argumento podría salvarse admitiendo una
palingenesia o una unidad real de las almas de los hombres; pero esto no es tan
sólo contrario a la fe cristiana, sino que también la filosofía lo considera
falso (Ibid., II, dist. 1, a. 1, q. 2).
Luego-, la creación como
inicio del mundo en el tiempo es una verdad necesaria. Aquí San Buenaventura
acepta, como dotadas de valor demostrativo, las razones aducidas por Maimónides
(§ 250), y sigue su camino sin dudar un instante. En este punto, su actitud
está en abierto contraste con la prudente cautela con que el propio Maimónides
(como más tarde hará Santo Tomás) considera la cuestión, declarando que es
imposible solucionarla mediante demostración.
San
Buenaventura toma del aristotelismo hebraico (Ibn Gabirol) el principio de la
composición hilemórfica universal. Dice que es preciso atribuir una materia no
sólo a los seres corpóreos, sino también a los espirituales. En efecto, el
ser espiritual, por ser creado, no es absolutamente simple, sino que está
compuesto de potencia y acto. Ahora bien, potencia y acto pueden reducirse a
materia y forma; por consiguiente, el conjunto de materia y forma puede también
atribuirse a los seres espirituales. La materia espiritual no está sujeta, como
la de las cosas corpóreas, a privación y corrupción; no es algo cuantitativo,
extenso, que puede engendrarse y corromperse; carece de cualquier determinación
corpórea (Ibid., II, dist. 3,1, a. 1, q. 1; dist. 17, a. 1, q. 2). Es
potencia pura y constituye, con la materia corpórea, una sola materia homogénea
como es uno sólo el oro de que están hechos objetos diferentes (Ibid., II,
dist. 3, 1, a. 1, q. 3). Esta teoría, que ya había sostenido Alejandro de
Hales, se convierte, por obra de San Buenaventura, en uno de los puntos básicos
del agustinismo franciscano.
Por tanto, todos los seres se
componen de materia y forma. La forma es la esencia que restringe y define la
materia a un ser determinado. Mas esta esencia es siempre universal, porque
tiene en sí la capacidad de actualizarse en muchos individuos. Entonces, ¿cuál
es el principio de individuación que individualiza y determina la forma
universal? Es evidente que tal principio no puede ser exterior a la
constitución del individuo, sino que ha de coincidir con sus principios
constitutivos. Y como estos principios son precisamente la materia y la forma,
la individuación procederá de la unión y acción mutua (communicatio) de
la materia y la forma. Y, en efecto, precisamente
por la unidad de materia y forma está constituido el individuo que es un hoc
aliquid, en el que el hoc es la materia y el aliquid la forma
(Ibid., III, dist. 10, a. 1, q. 3). Esta solución es opuesta a la
tradición aristotélica, que situaba el principio de individuación en la
materia, y también ella llegará a ser doctrina común del nuevo agustinismo.
Este nuevo agustinismo tomará de
San Buenaventura el concepto de materia como potencia, no sólo pasiva, sino
también activa, capaz de determinar por sí misma el nacimiento de las formas.
La potencia activa de la materia es la razón seminal. La noción de
razón seminal (Xtxyoc a-neptiarucós) de los estoicos pasó a los
neoplatónicos, y de éstos la tomó San Agustín, de quien, a su vez, la tomó San
Buenaventura. "La razón seminal es la potencia activa que radica en la
materia; y esta potencia activa es la esencia de la forma, porque de ella nace
la forma según el procedimiento de la naturaleza, que nada produce de la
nada" (Ibid., II,dist. 18, a. 1, q. 3).
LA ANTROPOLOGÍA
"Dios ha
creado el hombre de dos naturalezas muy distintas entre sí, uniéndolas en una
sola naturaleza y en una sola persona" (Brevil., II, 10).
Por
consiguiente, el alma y el cuerpo entran en la misma medida y título en la
constitución de la unidad de la naturaleza y de la persona humana, aun estando
tan alejadas una de otra. En cuanto al alma, San Buenaventura, más que la definición
aristotélica que la considera entelequia o forma perfecta del cuerpo, prefiere
la platónica, que la considera motor del cuerpo (Ibid.,II, 9). Pero, dado que
el alma no sólo es forma natural, sino también sustancia, y sustancia
espiritual, puede separarse del cuerpo: lo cual implica que es incorruptible e
inmortal por naturaleza. Su nacimiento no es debido a la acción de una forma
natural, sino a la creación directa de Dios. Su fin es alcanzar la beatitud en
Dios, y por ello puede ser definida como "forma beatificable" (Ibid.,
II, 9).
En el terreno del conocimiento,
San Buenaventura se preocupa de asegurar al hombre la capacidad de iniciativa,
y en el campo práctico, la libertad. Contra Alejandro de Hales y Juan de la
Rochelle, que identificaban el Entendimiento agente con Dios, afirma la
oportunidad de reconocer el poder activo que Dios ha dado al alma humana. Aunque
esta solución, dice (Opp., ed. Quaracchi, II, 568 b), afirme la
verdad y este de acuerdo con la fe católica, sin embargo, no es oportuna (adpropositum);
ya que nuestra alma tiene la posibilidad de otros actos; y Dios, aunque es
el principal agente en la acción de cualquier criatura, ha dado a alguna de
ellas una fuerza activa que la lleva a la acción que le es propia." Aunque
habla como Aristóteles de intelecto posible y entendimiento agente, San
Buenaventura sólo los considera como dos partes del alma, dos aspectos del
intelecto humano.
En la esfera
práctica, el hombre es libre porque debe hacerse merecedor de la beatitud, y no
hay mérito sin libertad. La libertad pertenece a la naturaleza de la voluntad y
de ningún modo puede serle arrebatada, aunque se envilezca por la culpa y se
haga esclava del pecado. La libertad no es un instinto natural, sino que supone
deliberación y albedrío. Su esencia consiste en la posibilidad de elegir,
elección que siempre es indiferente, pues supone que en cada caso la voluntad
puede elegir una cualquiera de dos alternativas opuestas. Pero como esta
indiferencia presupone una previa deliberación, a la que se añade la decisión
de la voluntad, asi también el libre albedrío es una facultad, al mismo tiempo,
que la razón y la voluntad (Breva., II, 9).
La libre elección del hombre está
guiada e iluminada por la sindéresis (1). San Buenaventura acepta de Aristóteles la distinción entre intelecto especulativo
e intelecto práctico; pero al igual que el Estagirita, niega que sean dos
intelectos distintos. "El intelecto especulativo se hace práctico cuando
se une a la voluntad y a la acción, determinándolas y guiándolas" (InSent.,
II, dist. 24, p. 1, a. 2, q. 1). En realidad, los dos intelectos son la misma
facultad: el intelecto práctico es solamente la extensión del especulativo al
campo de la acción (Ibid., II, dist. 39, a. 1, q. 1). Lo que la ciencia
es para el intelecto especulativo, es la conciencia para el
intelecto práctico. "La ciencia es la perfección de nuestro intelecto en
tanto que especulativo, la conciencia es la disposición (habitus) que
perfecciona nuestro intelecto en cuanto es práctico." Pero como, según
hemos visto, la actividad del intelecto especulativo supone una iluminación
directa procedente de Dios, la misma iluminación es presupuesta por la
actividad del intelecto práctico. "En el momento de la creación del alma,
el intelecto recibe una luz que es para él un criterio natural de juicio (naturale
iudicatorium) que dirige el propio intelecto en el conocer.- del mismo
modo, el afecto tiene en sí mismo un peso (pondus) natural que lo guía
en sus deseos" (Ibid., II, dist. 39, a. 2, q. 2). Este peso natural
que dirige el intelecto práctico hacia el bien, es la disposición que le ha
concedido la acción iluminadora de Dios: La sindéresis. "La sindéresis,
dice San Buenaventura (Ibid., II, dist. 39, a. 2, q. 1), es la chispa
de la conciencia; la conciencia sólo puede mover, incitar, estimular por
medio de la sindéresis, que es como su estímulo y su fuego animador. Así como la razón sólo puede mover gracias
a la voluntad, la conciencia sólo puede hacerlo mediante la sindéresis".
El remordimiento no es un producto de la conciencia, sino de la disposición que
regula la conciencia, de esa chispa que es la sindéresis (Ibid., II,
dist. 39, a. 1, q. 1).
En el Itinerario, la
sindéresis es llamada "ápice de la mente", y se la hace corresponder
con el último grado de elevación hacia Dios, el que precede inmediatamente al
rapto final.
Fuente: N.A
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