Filosofia Medieval Parte III CAPITULO X Bis: Filosofía árabe medieval



AVICENA: LA METAFÍSICA
Ibn Sina, conocido por la escolástica latina con el nombre de Avicena, era de origen persa. Avicena vivió luego en Sorsan, donde dio un curso público y empezó a escribir su célebre Canon de medicina. Los desórdenes que allí estallaron le obligaron a abandonar su residencia y dirigirse a Hamadan, siendo nombrado visir del príncipe de esa localidad. Su actuación en este cargo lo arrastró casi a la muerte, pues las tropas, descontentas de él, le apresaron y pidieron su muerte; pero el príncipe lo salvó y lo nombró su médico personal. En esta época de su vida compuso varias partes de su gran obra sobre la Curación (al-shifá). A la muerte de su protector pasó a Ispahan, a cuyo príncipe sirvió de secretario y a menudo acompañó en sus expediciones. Todas estas tareas contribuyeron a minar su salud, quebrantada por una vida agitada y laboriosa: Avicena amaba la vida y se dedicaba muy a gusto a los amores y al vino. En una expedición contra Hamadan, en la que acompañó a su príncipe, enfermó y murió en aquella ciudad, el 1037, a los cincuenta y siete años de edad aproximadamente.
La actividad de Avicena abarca todos los campos del saber. Su Canon de medicina fue la obra clásica de la medicina medieval. Las obras de tema filosófico son el Libro de la curación (al-shifá) y el Libro de la Liberación (al-najah); el primero era una gran enciclopedia de las ciencias filosóficas en dieciocho volúmenes; el segundo, dividido en tres partes, era un resumen del primero. A fines del siglo XII Gerardo de Cremona tradujo el Canon de medicina-, Domingo Gundisalvo y el judío Avendaut tradujeron la Lógica, una parte de la Física, la Metafísica, el De Cáelo y muchos de los escritos científicos. Rápidamente, entre finales del siglo XII y principios del XIII, el Occidente cristiano llega a conocer, por medio de estas traducciones de Avicena, casi toda la obra de Aristóteles, del que antes solamente conocía la lógica. Pero a pesar de todo, el occidente latino conoció muy poco de la obra de Avicena. En efecto, esta obra era extensísima (tal vez más de 250 tratados), y el reconocimiento de su importancia tanto para la filosofía oriental como para la occidental, así como también para la ciencia (especialmente para la biología y la medicina), han inducido a los estudiosos modernos a publicar y traducir algunas de sus partes inéditas. Entre éstas, tienen importancia para la filosofía: Tratados místicos, Epístola de las definiciones, Libro de ciencia, Libro de las direcciones y de las notas, Lógica oriental, que forma parte de una obra extensa que se perdió: Juicio imparcial entre los occidentales y los orientales. El título de esta última obra ha hecho pensar en un final teosòfico o místico de la filosofía de Avicena en contraste con el planteamiento filosófico y racional de las obras que conocemos. En realidad, no existe base alguna para una hipótesis semejante, la cual queda desmentida no sólo por el fragmento que conservamos de su obra sobre la lógica, sino también por el contenido del Libro de las direcciones que asimismo pertenece a los últimos años de Avicena y que no refleja cambios sensibles en las conclusiones de su filosofía. Las fuentes de esta filosofía son Aristóteles, Plotino (al que, sin embargo, Avicena no distingue del primero y al que atribuye la Teología, un centón de pasajes de las Enéadas) y Alfarabí; pero se acerca sobre todo a los estoicos su concepto del mundo como el dominio de una fuerza racional que lo guía con infalible necesidad.
Avicena define claramente cuál es el cometido de la filosofía: hallar un camino para que la razón humana pueda llegar a la verdad revelada. Los fundadores de la fe enseñaron y transmitieron su doctrina en virtud de la inspiración divina. Los filósofos añaden a la doctrina recibida el discurso y la consideración demostrativa. Los fundadores de la fe no distinguieron ni aclararon el contenido de su doctrina, sino que dieron solamente sus principios y fundamentos: los filósofos deben exponer y aclarar lo que en ellos está aún oscuro y escondido (De de fin. et Quaest., fo. 138, p. 1). Pero si la filosofía añade a la tradición religiosa la demostración, por otro lado la tradición religiosa, representada por los profetas, extiende el dominio de la verdad humana más allá de los límites a que puede llegar la demostración necesaria. En efecto, es ella la que permite afirmar con certeza la realidad de aquellas cosas que el intelecto no puede demostrar o sólo puede reconocer su posibilidad (De divis. scient., fol. 144, p. 2).
El principio de la especulación de Avicena es, como en Alfarabí, la necesidad de ser. Todo ser en cuanto ser es necesario. "Si una cosa no es necesaria con relación a sí misma, dice, es preciso que sea posible con relación a sí misma, pero necesaria con relación a otra distinta" (Metafís., II, 1, 2). La propiedad esencial de lo posible es precisamente ésta: que necesite ineludiblemente otra cosa que la haga existir en acto. Lo que es posible sigue siendo siempre posible con relación a sí mismo, pero puede corresponderle ser de modo necesario en virtud de una cosa distinta de sí mismo (Ibid., II, 2, 3).
Por lo tanto, la existencia en acto siempre es necesidad. Lo posible sigue siéndolo hasta que tiene existencia en acto-, cuando recibe la existencia en acto, recibe al mismo tiempo la necesidad. Esto implica en primer lugar que cada cosa posible exige y reclama el ser necesario como causa de su existencia actual. Y en segundo lugar, implica que el ser necesario existe de por sí, es decir, en virtud de su misma esencia y es inteligible sólo para esta esencia. Este ser es simple, sin vinculaciones, sin deficiencias y sin materia.
En el Libro de las direcciones Avicena insiste en la superioridad de esta prueba de Dios tomada de la simple consideración del ser: "Cuando consideramos el estado del ser", dice, "el ser es testimonio de sí en cuanto ser y él mismo, después de esto, testimonia todo lo que viene después de él a la existencia". (Ib., p. 146; trad, frane., p. 371-372).
Si el ser necesario es absolutamente simple, lo que es posible y existe sólo en virtud del ser necesario nunca es simple, ya que implica en sí dos elementos: uno por el cual es posible con respecto a sí mismo y otro por el cual es necesario con respecto a otro. La posibilidad y la necesidad entran a componer su naturaleza respectivamente como la materia y la forma.
Avicena interpreta, de hecho, la distinción aristotélica de materia y forma como distinción entre lo posible y lo necesario.- la materia es posibilidad, la forma, como existencia en acto, es necesidad. Lo que no es necesario de por sí, necesariamente está compuesto de materia y de acto y, por ende, no es simple. El ser que es necesario de por sí es, por el contrario, absolutamente simple y, por lo tanto, carente de posibilidad o de materia (Met. II, 1, 3).
Este concepto del ser necesario (necesse esse) es el fundamento de toda la especulación de Avicena. En primer lugar, es el fundamento de la distinción real entre la esencia y la existencia, llamado a convertirse en uno de los mayores temas especulativos de la escolástica cristiana en el siglo XIII y, especialmente, del tomismo. En efecto, el ser necesario es el ser que existe por esencia o cuya esencia implica la existencia; mientras que el ser que no existe en virtud de la propia esencia existe sólo como efecto del ser necesario. Esta distinción sera la base del principio de la analogicidad del ser, fundamental para el tomismo. En segundo lugar, el ser necesario introduce en todas las ramas y formas de la existencia su misma necesidad. Se excluye toda contingencia o posibilidad real ya que lo posible no puede pasar al ser sino por la acción del necesario; pero con esta acción se hace él mismo necesario en su existencia (aunque no en su esencia). Esta radical eliminación de la contingencia del ser (que implica, entre otras cosas, la necesidad de la misma creación divina) es el punto fundamental en que la doctrina de Avicena habría de contrastar con las exigencias de la escolástica cristiana interesada en mantener la libertad de la creación y en la creación.
Sin embargo, es de notar que, no obstante esta exclusión de lo posible de la realidad, Avicena expone un concento de lo posible mucho más preciso y riguroso que el admitido por Aristóteles. En efecto, Avicena distingue dos sentidos de posible. En el primer sentido, posible es lo "no imposible"; en este sentido, lo que no es posible es imposible y, por lo tanto, lo mismo necesario es posible. En el segundo sentido, que es el propio, lo posible es una tercera alternativa fuera de lo imposible y de lo necesario y, en tal caso, lo posible es lo que puede ser o no ser; y ni lo imposible ni lo necesario pueden decirse posibles (Lime des directives, p. 34, 35; trad, frane., p.138-141). Naturalmente, en este segundo sentido lo posible se sustrae a aquellas paradojas a que daba lugar en la lógica de Aristóteles (§ 85).
La absoluta necesidad del ser necesario permite a Avicena entenderlo como unidad absoluta, más aún identificarlo con la propia Unidad en el sentido neoplatónico. Avicena, lo mismo que Alfarabí, une el concepto platónico del uno con el concepto aristotélico de Acto puro; y al mismo tiempo identifica el Uno y el Intelecto, que los neoplatónicos separaban.
"Dado que es el principio de toda existencia, el Uno conoce por sí mismo las cosas cuyo principio es: sabe que es el principio de aquellas cosas que son perfectas cada una en su singularidad (las cosas celestes) y también de las que están sujetas a la generación y a la corrupción. Conoce a estas últimas, ya en su especie, ya en los individuos; pero cuando conoce estos entes mudables, no los conoce, a ellos y a su cambio, en cuanto mudables, es decir, no los conoce con una inteligencia individual" (Ibid., II, 8, 6).
La dependencia de todos los seres respecto al Ser necesario no es una creación intencional. No subsiste una intención creadora en la Causa primera: esta intención implicaría que hubiera una multiplicidad de elementos en la naturaleza del Uno, que, sin embargo, es simplicísimo. Sería preciso que la ciencia y la bondad de la Causa primera la obligase a tener tal intención, o que dicha intención le fuera sugerida por la consideración de una utilidad o ventaja que podría obtener; pero todo esto es absurdo. En Dios no subsiste ningún deseo, ninguna necesidad ni ninguna intención -. Dios es causa en virtud de su misma esencia; y aquello de que es causa, el mundo, procede necesariamente de la esencia divina. Y así el mundo es tan eterno como Dios. La derivación del mundo de Dios acaece (como ya Alfarabí lo había dicho citando a Plotino) a través del pensamiento del pensamiento, es decir, a través de la ciencia que Dios tiene de sí o de la autorreflexión divina.
"La Causa primera es una inteligencia única que se conoce a sí misma; por tanto, conoce necesariamente todo lo que de ella deriva, sabe que la existencia de todos los seres procede de ella, que ella es el principio y que no hay nada en su esencia que impida que las cosas procedan de ella. Por consiguiente, su esencia sabe que su propia perfección y excelencia consisten en que el bien deriva de ella" (Ibid., II, 9, 4). También la Providencia, es decir, el gobierno del mundo, se ejerce del mismo modo: Dios conoce el orden según el cual el bien se distribuye en el mundo y mediante este simple conocimiento el bien mismo deriva de El de tal modo que se consigue el orden más perfecto posible (Ibid., II, 9, 6).
Avicena es, en verdad, el filósofo de la necesidad absoluta. Para él, nada escapa al principio de que todo ser es necesario. Nada, ni siquiera la voluntad humana. Las decisiones de nuestra voluntad han de tener una causa, al igual que todo lo que pasa de la simple posibilidad al ser. Pero la serie de las causas 'que las producen va más allá del alma misma, hasta los acontecimientos terrestres. Ahora bien: los acontecimientos terrestres están determinados por los celestes; por lo tanto, la serie de todos los efectos depende necesariamente de la necesidad de la voluntad divina: "Si un hombre pudiera", dice Avicena, "conocer todas las cosas que ocurren en el cielo y sobre la tierra en su naturaleza, conocería todos los acontecimientos futuros y también el modo como acaecerán" (Metaf., II, 10, 1). De donde se deduce la justificación de las predicciones astrológicas. Es cierto que el astrólogo no puede emitir predicciones infalibles mediante la observación del movimiento de los cuerpos celestes; pero eso es debido a la multiplicidad de circunstancias de que el acontecimiento futuro depende, muchas de las cuales escapan a su consideración y no a la falsedad o insuficiencia de su ciencia.

AVICENA: LA ANTROPOLOGÍA
La facultad de conocer las formas inteligibles es lo que distingue los animales dotados de razón de los que carecen de ella. Esta facultad es el alma racional que también suele llamarse intelecto material, es decir, intelecto en potencia o posible. Las formas inteligibles pueden llegar al alma de tres maneras diferentes. En primer lugar, mediante emanación o infusión divina, sin adquirirlas o aprehenderlas mediante los sentidos: así, por ejemplo, el hombre conoce los primeros principios. En segundo lugar, mediante raciocinio discursivo o pensamiento demostrativo: de este modo llegan al alma las especies inteligibles, que son objeto de consideración lógica. En tercer lugar, mediante los sentidos, con la ayuda de una capacidad natural e innata. Gracias a las especies inteligibles que de este modo llegan al alma, el intelecto en potencia se convierte en intelecto en acto, identificándose con las especies mismas, con lo que es al mismo tiempo sujeto y objeto de conocimiento (intelligens et ìntellectum).
La inteligencia en potencia, la simple sustancia intelectual, sólo se da en los niños que carecen todavía de cualquier forma o especie inteligible.
Luego, gin ayuda de ninguna ciencia o meditación, se llegan a conocer los primeros principios. Estos son las verdades inmediatamente evidentes, a las que se asiente apenas oídas, como, por ejemplo, "el todo es mayor que la parte" y "dos contrarios no pueden pertenecer simultáneamente a una misma cosa". Estos principios no pueden proceder de la experiencia sensible, que no puede ser la base de ningún juicio necesario, pues no excluye el juicio contrario del que sugiere. Por tanto, estos principios han de ser producidos por emanación divina, con la que el alma está unida, continua o intermitentemente. Una vez que, en virtud de tal emanación, el alma ha adquirido el conocimiento de los primeros principios, su intelecto está ya en acto, y su actividad puede enriquecer el patrimonio inteligible que le ha venido de arriba. En este momento empieza a intervenir la actividad discursiva del entendimiento, que procede por composición y división, es decir, por análisis y síntesis, y esta actividad está dirigida por los primeros principios que el alma ya posee. El alma obtiene de la experiencia sensible otras formas inteligibles o conocimientos racionales por abstracción. La abstracción y el razonamiento discursivo que compone y divide, son los dos medios fundamentales gracias a los cuales el alma humana adquiere y enriquece sus conocimientos racionales, y constituyen el intelecto adquirido. Hay, además, un medio directo de adquisición, pero es excepcional y reservado a unos pocos: "En algunos hombres, las vigilias prolongadas y cierta íntima unión con el Entendimiento universal (es decir, el Intelecto en acto de Dios), han dado a la razón cierta disposición gracias a la cual el alma racional de estos hombres, para conocer y aumentar la ciencia, no precisa de ningún razonamiento discursivo, de recurso alguno a la reflexión. Esta disposición se llama santidad, y el alma que la posee se denomina santificada. Pero esta gracia y honor sólo se conceden a los profetas y a los apóstoles, en los cuales reside la' salvación" (De an., 8,
fol. 24).
Pero esto es, sin duda, una excepción. Para los demás hombres la relación directa con la emanación o con el ser que la produce, es limitada y discontinua, por impedirlo el cuerpo. De ello, Avicena deduce, platónicamente, una prueba de la inmortalidad del alma: "Cuando el alma se separe del cuerpo, la continuidad que la une al Ser que la perfecciona y del que depende no se suprimirá. La continua unión con la realidad, de donde obtiene su perfección y de la cual depende, salvará al alma de toda corrupción, hasta el punto de que no se destruye ni siquiera al alejarse o separarse de aquella realidad. Por consiguiente, el alma, después de la muerte, permanece siempre inmortal, dependiendo de aquella elevada sustancia que se llama Entendimiento universal, y que los doctos de las diversas religiones denominan Sabiduría de Dios" (De an., 10, fol. 34).
Avicena refiere así, tanto la inmortalidad como la santidad y la sabiduría a la acción directa del Entendimiento divino, es decir, del ser necesario. Pero como el Ser necesario es también el bien, la felicidad consiste en la contemplación del ser necesario, esto es, en la ciencia de este ser, como la da la filosofía. Por medio de la filosofía el hombre tiende al Bien supremo que es también su origen; y al bien supremo tienden igualmente todas las cosas creadas, cada una de la manera o por el camino que le es propio. El amor de que habla Avicena en los Tratados místicos es, pues, conforme a la concepción aristotélica, la tendencia de las cosas al bien, o sea, al fin supremo, tendencia que garantiza el orden y la perfección del todo. En el hombre, y sobre todo en el sabio, este amor es deseo de contemplación del ser necesario. Avicena insiste en subrayar la superioridad del sabio sobre los demás hombres-, el sabio hace desinteresadamente, sólo por acercarse a la verdad, lo que los demás hacen por una especie de intercambio comercial, renunciando a ciertos bienes en esta vida para tener la recompensa en la otra (Liare des directives, p. 199; trad, francesa p. 485-487). De ahí que la vida mística coincida con el conocimiento filosófico, oponiéndose ambos a las formas populares del culto religioso que, sin embargo, según Avicena, es deber del sabio no despreciar (Ib., p. 221; trad, frane., p. 524).


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