AVICENA: LA METAFÍSICA
Ibn Sina, conocido por la
escolástica latina con el nombre de Avicena, era de origen persa. Avicena vivió
luego en Sorsan, donde dio un curso público y empezó a escribir su célebre Canon
de medicina. Los desórdenes que allí estallaron le obligaron a abandonar su
residencia y dirigirse a Hamadan, siendo nombrado visir del príncipe de esa
localidad. Su actuación en este cargo lo arrastró casi a la muerte, pues las
tropas, descontentas de él, le apresaron y pidieron su muerte; pero el príncipe
lo salvó y lo nombró su médico personal. En esta época de su vida compuso
varias partes de su gran obra sobre la Curación (al-shifá). A la muerte
de su protector pasó a Ispahan, a cuyo príncipe sirvió de secretario y a menudo
acompañó en sus expediciones. Todas estas tareas contribuyeron a minar su
salud, quebrantada por una vida agitada y laboriosa: Avicena amaba la vida y se
dedicaba muy a gusto a los amores y al vino. En una expedición contra Hamadan,
en la que acompañó a su príncipe, enfermó y murió en aquella ciudad, el 1037, a
los cincuenta y siete años de edad aproximadamente.
La actividad de Avicena abarca
todos los campos del saber. Su Canon de medicina fue la obra clásica de
la medicina medieval. Las obras de tema filosófico son el Libro de la curación
(al-shifá) y el Libro de la Liberación (al-najah); el primero era
una gran enciclopedia de las ciencias filosóficas en dieciocho volúmenes; el
segundo, dividido en tres partes, era un resumen del primero. A fines del siglo
XII Gerardo de Cremona tradujo el Canon de medicina-, Domingo Gundisalvo
y el judío Avendaut tradujeron la Lógica, una parte de la Física, la
Metafísica, el De Cáelo y muchos de los escritos científicos.
Rápidamente, entre finales del siglo XII y principios del XIII, el Occidente
cristiano llega a conocer, por medio de estas traducciones de Avicena, casi
toda la obra de Aristóteles, del que antes solamente conocía la lógica. Pero a
pesar de todo, el occidente latino conoció muy poco de la obra de Avicena. En
efecto, esta obra era extensísima (tal vez más de 250 tratados), y el
reconocimiento de su importancia tanto para la filosofía oriental como para la
occidental, así como también para la ciencia (especialmente para la biología y
la medicina), han inducido a los estudiosos modernos a publicar y traducir
algunas de sus partes inéditas. Entre éstas, tienen importancia para la
filosofía: Tratados místicos, Epístola de las definiciones, Libro de
ciencia, Libro de las direcciones y de las notas, Lógica oriental, que
forma parte de una obra extensa que se perdió: Juicio imparcial entre los
occidentales y los orientales. El título de esta última obra ha hecho
pensar en un final teosòfico o místico de la filosofía de Avicena en contraste
con el planteamiento filosófico y racional de las obras que conocemos. En
realidad, no existe base alguna para una hipótesis semejante, la cual queda
desmentida no sólo por el fragmento que conservamos de su obra sobre la lógica,
sino también por el contenido del Libro de las direcciones que asimismo pertenece
a los últimos años de Avicena y que no refleja cambios sensibles en las
conclusiones de su filosofía. Las fuentes de esta filosofía son Aristóteles,
Plotino (al que, sin embargo, Avicena no distingue del primero y al que
atribuye la Teología, un centón de pasajes de las Enéadas) y
Alfarabí; pero se acerca sobre todo a los estoicos su concepto del mundo como
el dominio de una fuerza racional que lo guía con infalible necesidad.
Avicena
define claramente cuál es el cometido de la filosofía: hallar un camino para
que la razón humana pueda llegar a la verdad revelada. Los fundadores
de la fe enseñaron y transmitieron su doctrina en virtud de la inspiración
divina. Los filósofos añaden a la doctrina recibida el discurso y la consideración
demostrativa. Los fundadores de la fe no distinguieron ni aclararon el
contenido de su doctrina, sino que dieron solamente sus principios y
fundamentos: los filósofos deben exponer y aclarar lo que en ellos está aún
oscuro y escondido (De de fin. et Quaest., fo. 138, p. 1). Pero si la
filosofía añade a la tradición religiosa la demostración, por otro lado la tradición
religiosa, representada por los profetas, extiende el dominio de la verdad
humana más allá de los límites a que puede llegar la demostración necesaria. En
efecto, es ella la que permite afirmar con certeza la realidad de aquellas
cosas que el intelecto no puede demostrar o sólo puede reconocer su posibilidad
(De divis. scient., fol. 144, p. 2).
El
principio de la especulación de Avicena es, como en Alfarabí, la necesidad de
ser. Todo ser en cuanto ser es necesario. "Si una cosa no es necesaria con
relación a sí misma, dice, es preciso que sea posible con relación a sí misma,
pero necesaria con relación a otra distinta" (Metafís., II, 1, 2).
La propiedad esencial de lo posible es precisamente ésta: que necesite ineludiblemente
otra cosa que la haga existir en acto. Lo que es posible sigue siendo siempre
posible con relación a sí mismo, pero puede corresponderle ser de modo
necesario en virtud de una cosa distinta de sí mismo (Ibid., II, 2, 3).
Por
lo tanto, la existencia en acto siempre es necesidad. Lo posible sigue siéndolo
hasta que tiene existencia en acto-, cuando recibe la existencia en acto,
recibe al mismo tiempo la necesidad. Esto implica en primer lugar que cada cosa
posible exige y reclama el ser necesario como causa de su existencia actual. Y
en segundo lugar, implica que el ser necesario existe de por sí, es decir, en
virtud de su misma esencia y es inteligible sólo para esta esencia. Este ser es
simple, sin vinculaciones, sin deficiencias y sin materia.
En
el Libro de las direcciones Avicena insiste en la superioridad de esta prueba
de Dios tomada de la simple consideración del ser: "Cuando consideramos el
estado del ser", dice, "el ser es testimonio de sí en cuanto ser y él
mismo, después de esto, testimonia todo lo que viene después de él a la
existencia". (Ib., p. 146; trad, frane., p. 371-372).
Si
el ser necesario es absolutamente simple, lo que es posible y existe sólo en
virtud del ser necesario nunca es simple, ya que implica en sí dos elementos:
uno por el cual es posible con respecto a sí mismo y otro por el cual es
necesario con respecto a otro. La posibilidad y la necesidad entran a componer
su naturaleza respectivamente como la materia y la forma.
Avicena
interpreta, de hecho, la distinción aristotélica de materia y forma como
distinción entre lo posible y lo necesario.- la materia es posibilidad, la forma,
como existencia en acto, es necesidad. Lo que no es necesario de por sí,
necesariamente está compuesto de materia y de acto y, por ende, no es simple.
El ser que es necesario de por sí es, por el contrario, absolutamente simple y,
por lo tanto, carente de posibilidad o de materia (Met. II, 1, 3).
Este concepto del ser necesario (necesse
esse) es el fundamento de toda la especulación de Avicena. En primer lugar, es el fundamento de la distinción real entre
la esencia y la existencia, llamado a convertirse en uno de los mayores temas
especulativos de la escolástica cristiana en el siglo XIII y, especialmente,
del tomismo. En efecto, el ser necesario es el ser que existe por esencia o
cuya esencia implica la existencia; mientras que el ser que no existe en virtud
de la propia esencia existe sólo como efecto del ser necesario. Esta distinción sera la base del principio
de la analogicidad del ser, fundamental para el tomismo. En segundo
lugar, el ser necesario introduce en todas las ramas y formas de la existencia
su misma necesidad. Se excluye toda contingencia o posibilidad real ya que lo
posible no puede pasar al ser sino por la acción del necesario; pero con esta
acción se hace él mismo necesario en su existencia (aunque no en su esencia).
Esta radical eliminación de la contingencia del ser (que implica, entre
otras cosas, la necesidad de la misma creación divina) es el punto fundamental
en que la doctrina de Avicena habría de contrastar con las exigencias de la
escolástica cristiana interesada en mantener la libertad de la creación y en la
creación.
Sin embargo, es de notar que, no
obstante esta exclusión de lo posible de la realidad, Avicena expone un
concento de lo posible mucho más preciso y riguroso que el admitido por
Aristóteles. En efecto, Avicena
distingue dos sentidos de posible. En el primer sentido, posible es lo "no
imposible"; en este sentido, lo que no es posible es imposible y, por lo
tanto, lo mismo necesario es posible. En el segundo sentido, que es el propio,
lo posible es una tercera alternativa fuera de lo imposible y de lo necesario
y, en tal caso, lo posible es lo que puede ser o no ser; y ni lo imposible ni
lo necesario pueden decirse posibles (Lime des directives, p. 34, 35;
trad, frane., p.138-141). Naturalmente, en este segundo sentido lo posible
se sustrae a aquellas paradojas a que daba lugar en la lógica de Aristóteles (§
85).
La absoluta necesidad del ser
necesario permite a Avicena entenderlo como unidad absoluta, más aún
identificarlo con la propia Unidad en el sentido neoplatónico. Avicena, lo mismo que Alfarabí, une el
concepto platónico del uno con el concepto aristotélico de Acto puro; y al
mismo tiempo identifica el Uno y el Intelecto, que los neoplatónicos separaban.
"Dado
que es el principio de toda existencia, el Uno conoce por sí mismo las cosas
cuyo principio es: sabe que es el principio de aquellas cosas que son perfectas
cada una en su singularidad (las cosas celestes) y también de las que están
sujetas a la generación y a la corrupción. Conoce a estas últimas, ya en su
especie, ya en los individuos; pero cuando conoce estos entes mudables, no los
conoce, a ellos y a su cambio, en cuanto mudables, es decir, no los conoce con
una inteligencia individual" (Ibid., II, 8, 6).
La dependencia de todos los seres
respecto al Ser necesario no es una creación intencional. No subsiste una
intención creadora en la Causa primera: esta intención implicaría que hubiera
una multiplicidad de elementos en la naturaleza del Uno, que, sin embargo, es simplicísimo.
Sería preciso que la ciencia y la bondad de la Causa primera la obligase a
tener tal intención, o que dicha intención le fuera sugerida por la
consideración de una utilidad o ventaja que podría obtener; pero todo esto es
absurdo. En Dios no subsiste ningún
deseo, ninguna necesidad ni ninguna intención -. Dios es causa en virtud de su
misma esencia; y aquello de que es causa, el mundo, procede necesariamente de
la esencia divina. Y así el mundo es tan eterno como Dios. La derivación del
mundo de Dios acaece (como ya Alfarabí lo había dicho citando a Plotino) a
través del pensamiento del pensamiento, es decir, a través de la ciencia que
Dios tiene de sí o de la autorreflexión divina.
"La Causa primera es una
inteligencia única que se conoce a sí misma; por tanto, conoce necesariamente
todo lo que de ella deriva, sabe que la existencia de todos los seres procede
de ella, que ella es el principio y que no hay nada en su esencia que impida
que las cosas procedan de ella. Por consiguiente, su esencia sabe que su propia
perfección y excelencia consisten en que el bien deriva de ella" (Ibid.,
II, 9, 4). También la Providencia, es decir, el gobierno del mundo, se
ejerce del mismo modo: Dios conoce el orden según el cual el bien se distribuye
en el mundo y mediante este simple conocimiento el bien mismo deriva de El de
tal modo que se consigue el orden más perfecto posible (Ibid., II, 9,
6).
Avicena
es, en verdad, el filósofo de la necesidad absoluta. Para él, nada escapa al
principio de que todo ser es necesario. Nada, ni siquiera la voluntad humana.
Las decisiones de nuestra voluntad han de tener una causa, al igual que todo lo
que pasa de la simple posibilidad al ser. Pero la serie de las causas 'que las
producen va más allá del alma misma, hasta los acontecimientos terrestres.
Ahora bien: los acontecimientos terrestres están determinados por los celestes;
por lo tanto, la serie de todos los efectos depende necesariamente de la
necesidad de la voluntad divina: "Si un hombre pudiera", dice
Avicena, "conocer todas las cosas que ocurren en el cielo y sobre la
tierra en su naturaleza, conocería todos los acontecimientos futuros y también
el modo como acaecerán" (Metaf., II, 10, 1). De donde se deduce
la justificación de las predicciones astrológicas. Es cierto que el astrólogo
no puede emitir predicciones infalibles mediante la observación del movimiento
de los cuerpos celestes; pero eso es debido a la multiplicidad de circunstancias
de que el acontecimiento futuro depende, muchas de las cuales escapan a su
consideración y no a la falsedad o insuficiencia de su ciencia.
AVICENA: LA ANTROPOLOGÍA
La facultad de
conocer las formas inteligibles es lo que distingue los animales dotados de
razón de los que carecen de ella. Esta facultad es el alma racional que también
suele llamarse intelecto material, es decir, intelecto en potencia o
posible. Las formas inteligibles pueden llegar al alma de tres maneras
diferentes. En primer lugar, mediante emanación o infusión divina, sin
adquirirlas o aprehenderlas mediante los sentidos: así, por ejemplo, el hombre
conoce los primeros principios. En segundo lugar, mediante raciocinio discursivo
o pensamiento demostrativo: de este modo llegan al alma las especies
inteligibles, que son objeto de consideración lógica. En tercer lugar, mediante
los sentidos, con la ayuda de una capacidad natural e innata. Gracias a las especies inteligibles que de
este modo llegan al alma, el intelecto en potencia se convierte en intelecto en
acto, identificándose con las especies mismas, con lo que es al mismo tiempo sujeto
y objeto de conocimiento (intelligens et ìntellectum).
La inteligencia en potencia, la simple
sustancia intelectual, sólo se da en los niños que carecen todavía de cualquier
forma o especie inteligible.
Luego, gin ayuda de ninguna
ciencia o meditación, se llegan a conocer los primeros principios. Estos son
las verdades inmediatamente evidentes, a las que se asiente apenas oídas, como,
por ejemplo, "el todo es mayor que la parte" y "dos contrarios
no pueden pertenecer simultáneamente a una misma cosa". Estos principios
no pueden proceder de la experiencia sensible, que no puede ser la base de ningún
juicio necesario, pues no excluye el juicio contrario del que sugiere. Por
tanto, estos principios han de ser producidos por emanación divina, con la que
el alma está unida, continua o intermitentemente. Una vez que, en virtud de tal
emanación, el alma ha adquirido el conocimiento de los primeros principios, su
intelecto está ya en acto, y su actividad puede enriquecer el patrimonio
inteligible que le ha venido de arriba. En este momento empieza a intervenir la
actividad discursiva del entendimiento, que procede por composición y división,
es decir, por análisis y síntesis, y esta actividad está dirigida por los
primeros principios que el alma ya posee. El alma obtiene de la experiencia
sensible otras formas inteligibles o conocimientos racionales por abstracción.
La abstracción y el razonamiento discursivo que compone y divide, son los dos medios
fundamentales gracias a los cuales el alma humana adquiere y enriquece sus
conocimientos racionales, y constituyen el intelecto adquirido. Hay, además,
un medio directo de adquisición, pero es excepcional y reservado a unos pocos:
"En algunos hombres, las vigilias prolongadas y cierta íntima unión con el
Entendimiento universal (es decir, el Intelecto en acto de Dios), han dado a la
razón cierta disposición gracias a la cual el alma racional de estos hombres,
para conocer y aumentar la ciencia, no precisa de ningún razonamiento
discursivo, de recurso alguno a la reflexión. Esta disposición se llama
santidad, y el alma que la posee se denomina santificada. Pero esta gracia y
honor sólo se conceden a los profetas y a los apóstoles, en los cuales reside
la' salvación" (De an., 8,
fol. 24).
Pero esto es, sin duda, una
excepción. Para los demás hombres la relación directa con la emanación o con el
ser que la produce, es limitada y discontinua, por impedirlo el cuerpo. De ello, Avicena deduce, platónicamente,
una prueba de la inmortalidad del alma: "Cuando el alma se separe del
cuerpo, la continuidad que la une al Ser que la perfecciona y del que depende
no se suprimirá. La continua unión con la realidad, de donde obtiene su
perfección y de la cual depende, salvará al alma de toda corrupción, hasta el
punto de que no se destruye ni siquiera al alejarse o separarse de aquella
realidad. Por consiguiente, el alma, después de la muerte, permanece siempre
inmortal, dependiendo de aquella elevada sustancia que se llama Entendimiento
universal, y que los doctos de las diversas religiones denominan Sabiduría de
Dios" (De an., 10, fol. 34).
Avicena refiere así, tanto la inmortalidad
como la santidad y la sabiduría a la acción directa del Entendimiento divino,
es decir, del ser necesario. Pero como el Ser necesario es también el bien, la
felicidad consiste en la contemplación del ser necesario, esto es, en la
ciencia de este ser, como la da la filosofía. Por medio de la filosofía el
hombre tiende al Bien supremo que es también su origen; y al bien supremo
tienden igualmente todas las cosas creadas, cada una de la manera o por el
camino que le es propio. El amor de que habla Avicena en los Tratados
místicos es, pues, conforme a la concepción aristotélica, la tendencia de
las cosas al bien, o sea, al fin supremo, tendencia que garantiza el orden y la
perfección del todo. En el hombre, y sobre todo en el sabio, este amor es deseo
de contemplación del ser necesario. Avicena insiste en subrayar la superioridad
del sabio sobre los demás hombres-, el sabio hace desinteresadamente, sólo por
acercarse a la verdad, lo que los demás hacen por una especie de intercambio
comercial, renunciando a ciertos bienes en esta vida para tener la recompensa
en la otra (Liare des directives, p. 199; trad, francesa p. 485-487). De
ahí que la vida mística coincida con el conocimiento filosófico, oponiéndose
ambos a las formas populares del culto religioso que, sin embargo, según
Avicena, es deber del sabio no despreciar (Ib., p. 221; trad, frane., p.
524).
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