Filosofía Moderna: Renacimiento y Humanismo, CAPITULO I: Dante y Montaigne


Dante

El primer anuncio del renacer está en Dante Alighieri. Toda su cultura es medieval y escolástica. Su pensamiento filosófico oscila entre Santo Tomás y Siger de Brabante, a quien exaltó en el Paraíso, a pesar de la condenación eclesiástica, y se aprovecha de los textos y de las disputas que dominaban en las escuelas. Pero su obra poética vive en un nuevo clima y anuncia los aspectos fundamentales del Renacimiento.
La poesía autobiográfica de la "Vida nueva" ya no es más que el análisis y la expresión poética de la renovación por la que atraviesa el poeta bajo la fuerza espiritualizadora del amor. Precisamente, en virtud de tal renovación el poeta nace a su arte y es capaz de poetizar según el "dolce stil nuovo", o sea, no por mediación de una fría elaboración doctrinal, sino por inspiración del amor, que le hace hablar tal como le dicta por dentro (Purg., 24, 49 sigs.). Pero en la Divina Comedia la idea de renovación se extiende y se profundiza, envolviendo en la persona misma del poeta y en su destino individual, la renovación dé todo el mundo que le es propio, de la religión y del arte, de la Iglesia y del Estado. En apariencia, la Divina Comedia es la visión profética del viaje de Dante a través de los tres reinos ultramundanos: viaje por el que el poeta, después de haber conocido los abismos de la culpa y del pecado, abandona con dificultad el mal, ascendiendo la montaña del Purgatorio para alcanzar en su cima, en el Paraíso terrestre, el olvido del pecado y la completa renovación de su alma, simbolizados en la acción purificadora de las aguas del Leteo y del Eunoé. De este modo se hace digno de iniciar la última parte de su viaje a través de las esferas celestes, hasta el umbral del misterio divino.
Pero el objeto de la visión dantesca no es el de describir la preparación del alma de Dante a la vida ultraterrena, sino el de promover la renovación del mundo al que el hombre Dante pertenece. El mismo Dante, en la carta con que dedicó el "Paraíso" a Cangrande de la Scala, afirma que el fin del poema es el de "alejar los que viven en esta vida, del estado de miseria y conducirlos a un estado de felicidad" (Ep., XIII, 15). El viaje ultramundano de Dante es el viaje de un hombre vivo que tiene que regresar a la vida entre los vivos y relatar su visión.
Precisamente el Dante confía en el renacimiento del mundo contemporáneo suyo, por la manifestación de su visión y, por tanto, por la participación en ella de todos los hombres de buena voluntad, que podrán, mediante el magisterio artístico del poeta, rehacer con él el viaje y renovarse con él. Y este renacimiento que espera es un retorno a los orígenes. "El sumo deseo de cada cosa, escribe en el Convivio (IV, 12, 14), y el primero dado por la naturaleza, es el de volver a su principio." La Iglesia deberá renovarse volviendo a la austeridad primitiva, según las amonestaciones y los ejemplos de sus grandes reformadores, Santo Domingo y San Francisco. El estado deberá volver a la paz, a la libertad y a la justicia que eran sus prerrogativas en la edad de Augusto, renovándose, pues, en la vuelta a la idea imperial de Roma.
Precisamente porque el intento de Dante se dirige al ultramundo para volver al mundo y provocar su renacimiento, la obra del poeta está llena de una realidad humana, en que los símbolos y las alegorías encuentran carne y sangre que les da vida. La naturaleza del arte de Dante está determinada por el intento de renovación, cuyo instrumento lo considera el poeta.
Precisamente, porque tiene que sacar a los hombres de su miseria y llevarlos al renacimiento en un mundo renovado, los hombres aparecen en el poema dantesco, no como símbolos o esquemas conceptuales (aunque en ciertos casos se les utiliza con este fin), sino en su realidad humana, en sus pecados, en sus pasiones y en su aspiración a lo divino. Es imposible separar en el poema de Dante el contenido doctrinal, las alegorías y los símbolos de la forma poética, en la que éstos encuentran su realidad artística. La distinción de contenido y forma haría imposible entender el arte de Dante, que tiene la unidad misma de la personalidad histórica del poeta. Las doctrinas, las alegorías y los símbolos son partes integrantes de la idea dantesca del renacer, como son partes integrantes de la misma los hombres que tienen que .vivirla y hacerla propia. Dante no se habría preocupado de revestir de carne y hueso sus símbolos, si no hubiese sido empujado por un interés humano fundamental, que es el de hacer partícipes a los hombres y su mundo del renacer que se ha operado en él mismo durante su viaje ultramundano. Cuanto más grande es la corpulencia humana, pasional, de aquellas sombras que pululan en los círculos infernales o sufren los tormentos purificadores o sonríen envueltas de luz en el paraíso, tanto más evidente resulta la llamada a la renovación, la exigencia del renacer a que tiende el espíritu de Dante.
En el ocaso de la Edad Media, Dante afirma, con toda la potencia de su arte, la exigencia de aquella renovación espiritual que debía ser el mensaje del Renacimiento.


Montaigne

El retorno del hombre a sí mismo, que constituye la esencia del movimiento de renovación renacentista, encuentra su máxima expresión en la obra de Montaigne.
Miguel de Montaigne nació el 23 de febrero de 1533 en el castillo de Montaigne, en el Périgord (Francia). Fue educado por su padre con un método que excluía cualquier rigor y coacción, aprendió el latín como lengua materna.
En el año 1580 publicó los primeros dos libros de los Ensayos En 1582 publicó una segunda edición de los Ensayos ampliada, y en el 1588 todavía publicó otra con numerosos aditamentos en los dos primeros libros y un tercer libro. En este tercero la pintura del yo es el tema principal. El título de la obra de Montaigne indica claramente su naturaleza. Ensayos quiere decir experiencias (no tentativas): Montaigne pretende recoger las experiencias humanas expresadas en los escritos de los autores antiguos y modernos y ponerlas a prueba en relación con sus propias experiencias.
La mirada dirigida siempre sobre sí mismo; la meditación interior, ya no religiosa, sino laica y filosófica y dirigida, por tanto, no tan sólo al propio yo espiritual, sino a todos los asuntos y las cosas humanas; y al mismo tiempo, el continuo dialogar con los demás y la continua comparación entre las experiencias propias y las ajenas, constituyen los trazos esenciales de la obra de Montaigne. Esta, en realidad, no es filosofía en el sentido de contener un conjunto sistemático de doctrinas, sino que es un auténtico y verdadero filosofar en el sentido moderno de la palabra.
Descanes y Pascal son sus descendientes directos. Ante esta actitud pierden valor las cualidades personales en que se insiste habitualmente para determinar la posición histórica de su pensamiento. En realidad, ha pasado de una orientación estoica a una orientación escéptica, para hallar, el equilibrio en una posición socrática; pero sólo esta última constituye la sustancia de su persona y de su pensamiento. El estoicismo y el epicureísmo no son para él doctrinas a las que siga adicto, sino experiencias a través de las cuales llega al equilibrio que le es propio. En la experiencia del estoicismo adquiere el reconocimiento del estado de dependencia en que el adquiere el medio para librarse, en todo lo que sea posible, de esta dependencia y para reducir las cosas a su justo valor. De este modo aclara, por ejemplo, las preocupaciones que ligan al hombre con el futuro.
'Nosotros nunca estamos cerca, de nosotros, sino siempre más allá de nosotros mismos. El temor, el deseo, la esperanza nos lanzan hacia el futuro y nos quitan el sentimiento y la consideración de lo que es, para interesarnos en lo que será, o sea, cuando nosotros ya no seremos" (I, 3, p 14). Repite la sentencia estoica de que los hombres están atormentados por las opiniones que tienen de las cosas, no por las cosas mismas, y a fin de aligerar la miserable condición, humana" reconoce a los hombres el poder de despreciar las opiniones mismas o de ajustarías al bien (I, 14, p. 63).
Con la misma finalidad se sirve de la experiencia escéptica: tiene que curar a los hombres de la presunción, que es su enfermedad natural originaria, y llevarlos a una aceptación lúcida y serena de sus condiciones. Este es el espíritu que anima el más largo y conocido capítulo de los Ensayos (I, 12): la Apología de Raimundo de Sabunde. Montaigne hace de la condición humana un diagnóstico amargo y despiadado que Pascal se apropiará: " ¿Qué se puede imaginar más ridículo que esta criatura miserable y mezquina, que ni siquiera es dueña de sí misma, expuesta a los ataques de todas las cosas, y que dice ser dueña y señora del universo, pero que, sin embargo, no tiene siquiera la facultad de conocer la mínima parte del mismo y mucho menos de dominarla?" El hombre tiene que curarse de la presunción con que parece haberle dotado la naturaleza para consolarlo de su miserable estado (Ib., p. 227). Montaigne halla acentos y frases que luego repetirá Pascal: "Un antiguo al que se reprochaba haber hecho profesión de filosofía, aun no prestando a ella mucha atención, contestó que esto era filosofar" (Ib., p. 262). "Burlarse de la filosofía es verdaderamente filosofar" (Pascal, Pensamientos, 4). Sin embargo, este escepticismo lleva a Montaigne a valorar adecuadamente todo lo que es auténtica posesión del hombre empezando por el conocimiento sensible. "La ciencia empieza por los sentidos y se resuelve en los sentidos. No seríamos más que una piedra, si no supiéramos que existe el sonido, el olor, la luz, el sabor, la medida, el peso, la blandura, la dureza, la aspereza., el color, la brillantez, la anchura, la profundidad. He aquí las raíces y los principios de todo el edificio de nuestra ciencia" (Essais, I, 12, página 379).
"El privilegio de los sentidos es el de ser el límite extremo de nuestra experiencia-, nada hay más allá de ellos que pueda servirnos para descubrirlos y un sentido no puede descubrir otro sentido"(Ib., p. 380).
El conocimiento sensible carece de cualquier criterio seguro para discernir las apariencias verdaderas de las falsas. No hay manera de supervisar las percepciones sensibles mediante su comparación con las cosas que las producen en nosotros; no podemos, pues, aquilatar su verdad como quien, desconociendo a Sócrates, no puede decir si su retrato se le parece.
No tenemos comunicaciones con el ser porque la naturaleza humana está siempre entre el nacimiento y la muerte, y no obtiene de sí misma más qué una apariencia obscura y sombreada, una incierta y débil opinión. Y si acaso nuestro pensamiento se obstina en asir su ser, será como querer apretar el agua en el puño: cuanto más se cerrará y apretará lo que por naturaleza se escurre de todas partes, tanto más perderá lo que quería sujetar y retener" (Ib., p. 399).
Estoicismo y escepticismo son las experiencias de que Montaigne se ha servido para poner en claro la condición humana. Pero la consideración del hombre se determina cada vez más en él como consideración de ese hombre singular que es él mismo; sus últimos Ensayos asumen cada vez más un carácter autobiográfico, por el que filosofar se convierte en un continuo experimentarse a sí mismo, una continua aclaración del yo a sí mismo. Ya en el prefacio de la obra, Montaigne había dicho: "Yo mismo soy la materia de mi libro".
En el tercer libro llega claramente a definir su filosofar como una incesante experiencia de sí mismo. "Si mi alma pudiese tomar pie, yo no me experimentaría, me resolvería (je ne m'essaierois pas, je me resondráis); pero está siempre en aprendizaje y a prueba" (III, 2, p. 29). Montaigne tiene siempre despierto el sentido de la problematicidad de la existencia; la existencia es para él un problema siempre abierto, una experiencia continua que nunca puede concluir definitivamente, y, por tanto, debe aclararse incesantemente a sí misma. Para conseguir tal aclaración no importa considerar una vida humilde y sin brillo. "De igual manera se refiere la filosofía moral a una vida popular y privada que a una vida de sustancia más rica: cada hombre lleva entera la forma de la condición humana." Por esto no pretende comunicarse con los demás mediante alguna contraseña particular y rara, sino sólo por su ser universal, "como Miguel de Montaigne, no como gramático o poeta o urisconsulto" (Ib.). Y declara conformarse consigo mismo, no como conciencia de un ángel o de un caballo, sino como conciencia de un hombre. "Yo" hablo buscando e ignorando, adaptándome decididamente a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño en absoluto, yo relato" (Ib., p. 30). Este filosofar autobiográfico, que dirigiéndose a la humanidad misma del propio yo, comprende y aprehende igualmente la singularidad absoluta del individuo y la extrema universalidad de la condición humana, es el fruto más maduro del Humanismo y marca la iniciación de la filosofía moderna. Descartes, en el Discurso del método, procederá de igual manera para llegar al principio fundamental del saber científico: hará la historia de sus estudios, de sus dudas, de sus investigaciones.
De esta actitud nace la aceptación serena de la condición humana, tan alejada de la exaltación como del desaliento, que es característica de Montaigne. A la afirmación de Séneca (Quaest. nat., proem.)-. "Cosa vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de la humanidad", contesta: "He aquí una frase aguda y un deseo tan inútil como absurdo: hacer el puño más grande que la mano, el paso más largo que la pierna, es imposible y monstruoso. El hombre no puede elevarse por encima de sí mismo y de la humanidad, ya que no puede ver más que con sus ojos ni sujetar nada que huya de ser su presa." El hombre no puede ni debe intentar ser más que hombre. Montaigne añade: "Es cierto que esto podrá conseguirlo con la ayuda divina; pero es evidente que el efecto de la gracia sobrenatural cae fuera de las posibilidades y de los límites humanos. El hombre debe aceptarse tal como es." Esta aceptación es tema de uno de los más notables Ensayos, el del arrepentimiento (III, 2), del que han sido tomados los textos que acabamos de citar. En este Ensayo, Montaigne, aun valorando positivamente el arrepentimiento moral que es un serio empeño en la reforma de sí mismo, excluye y condena el arrepentimiento, que implica desaprobación por parte del hombre de la condición humana. Yo puedo desear, dice, ser diferente; puedo condenar y disgustarme de mi forma universal y rogar a Dios para mi reforma radical y para excusarme de mi debilidad natural. Pero esto no puedo llamarlo arrepentimiento más de lo que pueda llamar arrepentimiento al disgusto de no ser ángel o Catón.
 Mis acciones son reguladas y conformes a lo que yo soy y a mi condición. Yo no puedo obrar mejor. Y el arrepentimiento no se refiere propiamente a las cosas que no están en nuestro poder como no se refiere al dolor. Yo imagino infinitas naturalezas más altas y más ordenadas que la mía; pero con esto no mejoro mis facultades, como mi brazo y mi espíritu no se vuelven más vigorosos porque yo conciba otro que lo sea" (Ib., p. 40). Fantasear acerca de una condición mejor y más alta que la que el hombre posee efectivamente', cultivar la queja por aquélla y el desprecio de ésta, es una actitud inútil y perniciosa. De la condición humana es elemento constitutivo la muerte: "Tú no mueres por estar enfermo; tú mueres porque eres vivo" (III, 13). "La muerte se mezcla y se confunde por doquier con nuestra vida", no tanto porque roe nuestro organismo como porque su necesidad ineluctable se impone a nuestro espíritu. Y, "quien teme sufrir, sufre ya por lo que teme" (Ib.). Por eso quien enseña a los hombres a morir, les enseña a vivir; pero esta enseñanza excluye el miedo a la muerte. Cuando el hombre sabe que su condición es perecedera, se dispone a perderla sin queja. La idea de la muerte hace que la vida sea más apreciable. "Yo la gozo más que los demás, dice Montaigne (III, 13), porque la medida del goce depende más o menos de la aplicación que pongamos en ello... A medida que la posesión de la vida se hace más breve, hace falta que yo la haga más profunda y plena."
Así, el pensamiento de la muerte suscita un empeño en vivir, en vivir más profunda y plenamente. En Montaigne el Humanismo alcanza su equilibrio.
El hombre ya no se exalta, sino que se acepta por lo que es. Si la primera llamada a la conciencia de su subjetividad individual e histórica lleva al hombre, en el Renacimiento, a la exaltación de su estado privilegiado, el profundizar esta conciencia en su continuo experimentarse y ponerse a prueba, lo conduce al reconocimiento de sus límites y a la lúcida aceptación de sí mismo. Montaigne representa precisamente esta segunda fase del Humanismo renacentista; y a través de esta segunda fase el Humanismo desemboca en la filosofía moderna y abre camino a Descartes y a Pascal.

Fuente: N. Abbagnano

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