EL
PROBLEMA Y SU SIGNIFICADO HISTÓRICO
A
partir del siglo XII, uno de los temas más frecuentes de discusión entre los
escolásticos es el llamado problema de los universales. El problema fue
planteado siguiendo un pasaje de la Isagoge (introducción) de Porfirio a
las Categorías de Aristóteles y los comentarios de Boecio a este
respecto. El pasaje de Porfirio es el siguiente: "Sobre los géneros y las
especies no diré aquí si subsisten o bien si están solamente en el
entendimiento, ni en caso de que subsistan, si son corpóreos o incorpóreos,
separados de las cosas sensibles o situados en las mismas expresando sus
caracteres uniformes" (Isag., 1). De las alternativas señaladas en este pasaje por Porfirio sólo una no
encuentra comprobación en la historia de la disputa: aquella por la cual los
universales serían realidades corpóreas. En compensación, se verifica
históricamente una alternativa que Porfirio, a lo que dicen, no había previsto:
o sea, que el universal no exista ni siquiera en el intelecto y sea sólo un
nombre, un flatus vocis. De todas formas, del pasaje de Porfirio resulta que las dos
soluciones fundamentales del problema son las que más tarde se llamaron del realismo
(o formalismo) y del nominalismo (o terminismo): la
primera de ellas afirma, mientras la otra niega, que los universales existan de
alguna manera fuera del alma. Las soluciones que la disputa de los
universales halló en la escolástica fueron muchísimas: Juan de Salisbury (Metalogicus
II. 17) daba su primer resumen, aunque incompleto (Cfr. Prantl, Geschichte
der Logik, II, p. 121 v sigs.).
Aunque el problema de que se
trataba no era nuevo (como lo veremos enseguida) el hecho de su planteamiento
explícito (por más que referido a un texto antiguo) y del reconocimiento de la
posibilidad de resolverlo en varias direcciones es ya muy significativo de por
sí y puede admitirse como un indicio del nuevo espíritu que comienza a dominar
en la escolástica a partir de los últimos decenios del siglo XI. Con anterioridad a este período, ningún
pensador llegó a dudar de que los géneros y las especies fueran ideas arquetipos
en la mente divina y formas de esta mente impresa en las cosas.
Desde
este punto de vista, el problema del universal carecía de sentido. El mero
hecho de plantearlo significa admitir que puede resolverse incluso en forma distinta
de las doctrinas que la escolástica primitiva había tomado de la patrística y
que se habían convertido en patrimonio de la especulación teológica. Por
consiguiente, el planteamiento del problema significa la consideración del
mismo desde un punto de vista que ve en los universales no sólo los
instrumentos de la acción creadora de Dios sino también, y ante todo, los
instrumentos o las condiciones de las operaciones cognoscitivas del hombre. En consecuencia, el planteamiento de este
problema es de por sí la instauración de un punto de vista que mira más al
hombre que a Dios: este problema, planteado en los términos de Porfirio, no es
más que el problema de la validez del conocimiento racional en general. Es el
indicio de una nueva importancia atribuida al hombre; y desde este punto de
vista, hasta las innumerables sutilezas a que dio lugar pueden ser consideradas
como la expresión de la nueva libertad con la que el hombre se contempla a sí
mismo y a sus propios problemas. Esta
nueva libertad, que se manifiesta también (como lo veremos en el capítulo
siguiente) con la atención renovada que los filósofos prestan al mundo de la
naturaleza y a sus problemas, acompaña y despierta el renacimiento económico y
social de la época: lo cual se expresa en la formación y consolidación de las
repúblicas marineras y de los municipios, en los intercambios, en los viajes,
en la economía mercantil y, en general, en la reanudación de las actividades y
del espíritu laico.
Desde
el punto de vista de la historia de la lógica, el planteamiento del problema de
los universales viene condicionado por la posibilidad reconocida de una
alternativa distinta de la metafísica o teológica que había sido admitida sin
discusión en el período anterior. Esta es la alternativa nominalista que
se denominó inmediatamente la vía moderna de la lógica y que no es más
que la corriente cínico-estoica de la lógica antigua, expresada en las obras de
Boecio y de Cicerón y contrapuesta a la orientación tradicional de signo
platónico-aristotélico. Sustancialmente, nominalismo y realismo corresponden a
estas dos tendencias originales.
Para
el realismo, es decir, para la tradición lógica platónico-idealista, el
universal es, además del conceptus mentis, la esencia necesaria o la
sustancia de las cosas y la idea de Dios.
Para
el nominalismo, es decir, para la tradición estoica, el universal es un signo
de las mismas cosas que está en lugar (supponit) de ellas.
Mientras disputan sobre el
problema buscándole siempre nuevas soluciones (que apenas si se distinguen unas
de otras), los escolásticos, con su desenvuelto eclecticismo, no renuncian a
los resultados que pueden obtenerse en el campo de la lógica apelando a uno u
otro de los dos planteamientos. A partir
del siglo XIII, los tratados de lógica yuxtaponen simplemente las doctrinas
lógicas aristotélicas con las estoicas, dando a ambas la misma importancia sin
preocuparse de sus distintos planteamientos teóricos. Las Summulae
logicales de Pedro Hispano vienen a ser el modelo más famoso de esta yuxtaposición.
El antagonismo entre realismo y
nominalismo, entre la vía antigua y la vía moderna es, pues, un antagonismo de
fondo que sobrepasa el alcance de las disputas sutiles, abstractas y muchas
veces enojosas, a que dio lugar. El
realismo se puede emplear en plan teológico y cosmológico; el nominalismo, no.
De ahí que las corrientes de la escolástica que se inspiraron en el realismo
fueran las que se empeñaron en defender la teología y la concepción teológica
del mundo. En cambio, las que se inspiraron en el nominalismo, por lo general,
se enfrentaron contra la teología y adoptaron una posición crítica con respecto
a la concepción teológica del mundo, lanzándose a veces a innovaciones
atrevidas que presagian la preparación de nuevas concepciones acerca de la
naturaleza y del hombre. Así se
explica por qué, al final de la escolástica, tuviera predominio el nominalismo:
los problemas de la teología, relegados al dominio de la fe, no interesaban ya
a la filosofía, que se orientaba hacia otros campos, en los que se podían
considerar más eficaces y adecuados los poderes racionales del nombre.
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