Filosofia Medieval Parte III, Capitulo IV: Abelardo



FIGURA HISTÓRICA
Abelardo es la primera gran afirmación medieval del valor humano de la investigación. Esta figura que ni siquiera la tradición medieval ha podido reducir al esquema estereotipado del sabio o del santo; este hombre que ha pecado y sufrido y ha puesto todo el significado de su vida en la investigación; este maestro genial, que ha hecho durante siglos la fortuna y la fama de la Universidad de París, encarna, por vez primera en la Edad Media, la filosofía en su libertad y en su significado humano. Dotado de una gran prestancia física (Eloísa nos lo atestigua, Ep., II en Patr., 178, col. 185, que cuando se dirigía o volvía de sus lecciones con la mirada enérgica y la cabeza erguida, despertaba la admiración de todos), de una elocuencia precisa y tajante, de una extraordinaria potencia dialéctica que le hacía invencible en las disputas estaba destinado al éxito, que efectivamente le sonrió, acarreándole envidias, persecuciones y condenaciones. Pero el centro de su personalidad es la exigencia de la investigación: la necesidad de resolver en motivos racionales toda verdad que sea o quiera ser tal para el hombre, de afrontar con armas dialécticas todos los problemas para llevarlos al plano de una comprensión humana efectiva. Para Abelardo, la fe en lo que no se puede entender es una fe puramente verbal, carente de contenido espiritual y humano. La fe que es un acto de vida es inteligencia de lo que se cree: a entender deben, pues, ser dirigidas rodas las fuerzas del hombre. En esta convicción está la fuerza de su especulación y su fascinación como maestro. En él se hace claro el significado, de otro modo débil e incierto, de la ratio medieval. Para el hombre, la razón es la única guía posible; y el ejercicio de la razón, que es propio de la filosofía, es la actividad más alta del hombre.
Por lo tanto, si la fe no es un empeño ciego que puede también dirigirse a prejuicios y a errores, debe también ser sometida ella misma al examen de la razón. Desde este punto de vista no existe una diferencia radical entre filósofos paganos y filósofos cristianos; si el cristianismo representa la perfección del hombre, también los filósofos paganos, en cuanto filósofos, han sido cristianos en la vida y en las doctrinas (Theoi. Cerisi.11,1).

EL METODO
Abelardo ha ejercido sobre el desarrollo de la filosofía medieval una influencia poderosísima. Esta influencia es debida, en primer lugar, a su fascinación como maestro. Él ha sido, si no el fundador, al menos el precursor de la Universidad de París. Su prestigio de profesor y la superioridad de su método consagraron la celebridad de la escuela de París y prepararon la formación de la Universidad. La obra en la cual ha aclarado mejor y puesto en práctica su método de investigación es el Sic et non. Se trata de una colección de opiniones (sententiae) de Padres de la Iglesia, dispuestas por problemas, de manera que aparezcan las diversas opiniones como respuestas positivas o negativas al problema propuesto (de donde se origina el título, que significa sí y no). El procedimiento amenazaba con acarrear el descrédito sobre la unidad de la tradición eclesiástica, haciendo ver sus contrastes de manera llamativa; pero la finalidad de Abelardo era plantear netamente los problemas para demostrar la necesidad de resolverlos. A este fin él da en el prólogo de la obra un cierto número de reglas.
Empieza por distinguir los textos del Viejo y Nuevo Testamento de los textos patrísticos. Los primeros se leen con la obligación de creer; los otros con libertad de juicio. Si se encuentra en los primeros algo que sea absurdo, es necesario suponer, no que el autor se equivoca, sino que el códice es falso o que se ha equivocado el intérprete o que nosotros no conseguimos entender. Pero por lo que se refiere a los otros textos, mucho de lo que contienen ha sido escrito según opinión, más que según verdad. Cuando en ellos se encuentran opiniones diversas y opuestas sobre el mismo tema, es necesario darse cuenta del fin con vistas al cual hablaba el autor, y es preciso distinguir los tiempos en que la cosa fue dicha, porque lo que se admite en un tiempo está prohibido en otro y lo que es prescrito rigurosamente la mayoría de las veces es después atemperado por la dispensa. En fin, y es la regla fundamental, muchas controversias se pueden fácilmente resolver si se tiene en cuenta que las mismas palabras tienen significados diversos en los diferentes autores.
Hay que realizar, pues, una investigación completa para resolver el contraste entre los textos que tienen autoridad en filosofía. Y si se considera que la disciplina que estudia y prescribe el uso de las palabras y su significado es la lógica, se ve que la lógica tendrá, en la investigación escolástica, como la propone Abelardo, un sitio predominante. La lógica equivale a la razón humana. La investigación de Abelardo es una búsqueda racionalista que se ejercita sobre los textos tradicionales para buscar en ellos libremente la verdad que contienen. Esta investigación se entiende como una interrogación incesante (assidua seu frequens interrogatio). Principia en la duda, porque solamente la duda promueve la investigación y sólo la investigación conduce a la verdad (dubitando enim ad inquisitionem venimus; inquirendo veritatem percipimus).
Aquí está, sin duda, el motivo de la fascinación que la personalidad de Abelardo ha ejercido sobre sus contemporáneos y de la eficacia de su enseñanza sobre la escolástica. Abelardo es una de las personalidades que más ha sentido y vivido la exigencia y el valor de la investigación. Los resultados especulativos son para él menos importantes que la investigación necesaria para llegar a ellos. El haber encarnado el espíritu de la investigación en una época de despertar filosófico, le ha conducido a ser el fundador del método escolástico.
Este método se fijó, muy pronto, después de él, en un esquema que fue seguido universalmente, el esquema de la questio, que consiste en partir de textos que dan soluciones opuestas al mismo problema para llegar a dilucidar por un camino puramente lógico el problema mismo. Este método, que primeramente fue tenido como sospechoso y fue combatido, prevaleció luego en toda la escolástica.

RAZÓN Y AUTORIDAD
El predominio de la investigación en la especulación de Abelardo confiere naturalmente a la razón la preeminencia sobre la autoridad. Abelardo no niega la función de" la autoridad en la investigación: "Mientras la razón permanece escondida, dice (Theol. cbrist., 111, Migne, col. 1226), basta la autoridad y debe respetarse sobre el valor de la autoridad aquel conocidísimo y fundamental principio, transmitido por los filósofos: no se debe contradecir lo que parece verdadero a todos los hombres o a los más, o a los doctos". A la autoridad es menester confiarse solamente mientras la razón permanece escondida (dum raizo latet). Pero se convierte en inútil cuando la razón tiene medios de encontrar por sí misma la verdad: "Todos sabemos que en aquello que puede ser discutido por la razón, no es necesario el juicio de la autoridad" (Theol. christ., Ili, col. 1224).
Ciertamente la razón humana no es medida suficiente para entender las cosas divinas (De unit et in». edic. Stólzle, 27). A propósito de la Trinidad, por ejemplo, Abelardo afirma explícitamente que no puede prometer en este argumento enseñar la verdad, a la cual ni él ni hombre alguno puede llegar, sino solamente proponer una solución verosímil o cercana a la razón humana y al mismo tiempo no contraria a la fe (Introd. ad tkeol., II , 2).
Pero esto no supone que la fe no se deba alcanzar y defender con la razón. Si no se debe discutir ni siquiera sobre lo que se debe o no se debe creer, ¿qué nos resta sino dar nuestra fe igualmente a los que dicen la verdad como a los que dicen lo falso? (Ibid., II, 3). No se cree en una cosa porque Dios la haya dicho, sino que se admite que El,  la ha dicho, porque se nos convence de que la cosa es verdadera. Una fe ciega, prestada con ligereza, no tiene ninguna estabilidad y es incauta y carente de discernimiento: es menester, en todo caso, discutir al menos de antemano si es necesario prestar fe o no (Ibid., I I ,3). La última convicción de Abelardo está expresada en la Historia calamitatum (cap. 9). Aquí dice que escribió el libro sobre la Unidad y Trinidad divina para sus discípulos, los cuales, aun en el campo teológico, buscaban argumentos humanos y filosóficos y querían más razonamientos que palabras. Es necio pronunciar palabras de las cuales no se entiende el significado, porque no se puede creer sino lo que se entiende, y es ridículo predicar a los otros lo que ni quien predica ni quien escucha consigue aprender. No se puede creer sino lo que se entiende. Aquí está el verdadero meollo de la investigación de Abelardo. Aun la verdad revelada no es verdad para el hombre, si no se apela a su racionalidad, si no se le deja entender y apropiársela.

EL UNIVERSAL COMO "SERMO"
En la discusión de los universales la posición de Abelardo es típica y debía influir poderosamente el desarrollo posterior del problema. Y, en efecto, Abelardo fue el primero que fundó su solución no ya en la verdadera o supuesta realidad metafísica del concepto, sino únicamente en su función, que es la de significar las cosas.
Parte de la definición del universal dada por Aristóteles (De interpr., 1,6): "Universal es lo que ha nacido para ser predicado de muchas cosas".
En virtud de esta definición, acentúa el carácter lógico y puramente funcional del universal y, por un lado, niega que pueda por cualquier título ser considerado como una realidad o res, y por otro, que pueda considerarse como un puro nombre. No puede ser considerado como realidad porque ninguna realidad puede ser predicada de otra. Rem de re praedicari monstrum dicunt, refiere de Abelardo y de sus seguidores Juan de Salisbury en el Metalogicus (II, 17). Por otro lado, no puede ser una pura voz, porque aun la voz es como tal una res, una realidad particular que no puede ser predicada de otra. La fórmula de Roscelino: universale est vox, Abelardo la sustituye por la fórmula universale est sermo.  A diferencia de la vox, el sermo supone predicabilidad, referencia a una realidad significada, lo que la escolástica posterior llamará intencionalidad, Este punto de vista, que encuentra su expresión más clara en las Glosas a Boecio, tiene el gran mérito de haber aclarado la naturaleza puramente lógica y funcional del concepto. Es un hallazgo que el ulterior desarrollo de la lógica medieval no olvidará. Por ella, Abelardo puede justificar la realidad objetiva del universal sin recurrir a las hipóstasis metafísicas del realismo. Ciertamente no existe el universal fuera de las cosas individuales.
Cuando los filósofos dicen que la especie es creada por el género, no por esto presuponen que el género preceda a sus especies en el tiempo o exista antes que ellas. El género no es de ningún modo antes que la especie; ni jamás pudo existir un animal que no fuese racional ni irracional: el género no puede existir más que con la especie, como ésta no puede existir más que con aquél (Introd. Ad tbeol, II, 13). Pero que el universal no exista en realidad como tal, no significa que no sea nada. Las cosas singulares en su propiedad o en su naturaleza, son uniformes o semejantes, aunque esta uniformidad o semejanza no constituya a su vez una cosa singular. Todas las cosas separadas, como Sócrates y Platón, son opuestas en número, pero convienen en alguna cosa, por ejemplo, en que son hombres. Y esta conveniencia o uniformidad es real: Abelardo la define como un status, que no es ni una res ni un nihilum. Cuando se dice que todos los hombres convienen en ser hombres (in statu hominis), no se entiende otra cosa sino que son todos hombres y que en esto no difieren en nada (Pbilosopbiscbe Scbriften, ed. Geyer, p. 19-20). Estas tesis se hicieron típicas del nominalismo medieval y la lógica nominalista las integrará más tarde con la doctrina de la suppositio-. Por medio de ella se expresó la función propia del concepto (como signo) de estar en lugar, en las proposiciones y en los razonamientos en que se utilizó, de un conjunto de objetos semejantes entre sí.

EL ACUERDO ENTRE LA FILOSOFÍA Y LA REVELACIÓN
El valor que la investigación filosófica como tal asume ante los ojos de Abelardo, le conduce naturalmente a reconocer el valor de todos aquellos en los cuales la misma investigación se efectúa, aunque estén fuera del cristianismo. Abelardo reconoce así que la verdad ha hablado en los mismos filósofos paganos, los cuales han podido reconocer la naturaleza trinitaria de Dios (Introd. ad theoi, I, 20). La distinción entre filósofos paganos y cristianos pierde para él valor-, están asociados por la investigación. Tanto la vida como la doctrina de los filósofos, dice, encarna en el más alto grado la perfección evangélica o apostólica, y poco o nada se alejan de la religión cristiana (Theol. christ., I I , I, coi. 1184).
El intento fundamental de Abelardo en sus especulaciones teológicas, es precisamente mostrar el acuerdo sustancial entre la doctrina cristiana y la filosofía pagana. Se da cuenta de que en esta tentativa fuerza el sentido literal de las expresiones de los filósofos a quienes se refiere; pero se defiende recordando que los mismos profetas, cuando a través de ellos habla el Espíritu Santo, no entienden más que en parte el significado de sus palabras: las cuales mu chas veces son declaradas e interpretadas por otros (Introd. adtheol., I, 20).
Conforme a estos presupuestos, el tratamiento racional del dogma trinitario es conducido por Abelardo, demostrando el acuerdo sustancial de los filósofos, y en particular de Platón y de los neoplatónicos, con la revelación cristiana. Aun los filósofos paganos han, en efecto, conocido la Trinidad, según Abelardo. Ellos admitieron que la Inteligencia divina o Nous ha nacido de Dios y es coeterna con El; y han considerado, además, el alma del mundo como la tercera persona, que procede de Dios y es la vida y la salvación del mundo.
"Platón, dice Abelardo, reconoció explícitamente al Espíritu Santo como el alma del mundo y como la vida de todo. Ya que en la bondad divina todo de alguna manera vive; y toda cosa está viva y ninguna está muerta en Dios. Lo cual quiere decir que nada es inútil, ni siquiera los males, que son dispuestos de la mejor manera para bien del conjunto" (Theol. christ., 1, 27, c. 1013).
Si Platón dice que el alma del mundo es en parte indivisible e inmutable, en parte divisible y mudable, en cuanto se multiplica y divide en los diversos cuerpos, esto se entiende en el sentido de que el Espíritu Santo permanece indivisible en sí mismo; pero, en cuanto multiplica sus dones, aparece de alguna manera dividido en su acción vivificadora.
Cuando Platón dice que el alma ha sido situada por Dios en medio del mundo y que desde allí se extiende igualmente por todo el globo del orbe, quiere indicar de bella manera que la gracia de Dios se ofrece igualmente a todos y que en esta casa o templo suyo, que es el mundo, ella dispone todas las cosas de modo saludable y justo (Introd. ad theol., I, 27).
La doctrina coincide así con la fe en la Trinidad; y si Platón dice que la mente y el alma del mundo han sido creadas, es ésta una expresión impropia para indicar la generación de las dos personas divinas del Padre (Ibid., 1,16).

LA TRINIDAD DIVINA
Estas analogías guían a Abelardo en sus interpretaciones trinitarias. La distinción de las tres personas está fundada en la distinción de los atributos. Con el nombre de Padre se indica la potencia de la majestad divina por la cual puede hacer todo lo que quiere. Con el nombre de Hijo o Verbo se designa la sabiduría de Dios, por la cual Él puede conocer todas las cosas y no puede ser engañado en modo alguno. Con el nombre de Espíritu Santo, se expresa la caridad o benignidad divina, por la cual Dios quiere que todo esté dispuesto del mejor modo y encaminado al mejor fin. Estos tres momentos de la Trinidad garantizan la perfección divina, ya que no es perfecto en todo quien es impotente en alguna cosa, ni es perfectamente feliz quien puede en algo engañarse, ni perfectamente benigno quien no quiere que todo esté dispuesto de la mejor manera.
Los tres atributos de Dios, expresados por las tres personas de la Trinidad, se presuponen y se reclaman mutuamente. De modo que aun cuando la sabiduría pertenece al Hijo y la caridad al Espíritu Santo, sin embargo, tanto el Padre como el Espíritu Santo son la sabiduría completa; y del mismo modo, tanto el Padre como el Hijo son caridad (Introd. ad theol., I, 7-10). Precisamente por esta unidad de los atributos divinos las diversas personas derivan una de la otra. El Padre, que es la potencia, engendra en sí su sabiduría, que es el Hijo, por cuanto la misma sabiduría divina es una potencia, esto es, un poder de Dios: el poder de discernir la manera de evitar todo engaño o error, de modo que nada quede escondido al conocimiento de Dios. Él Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, en cuanto la bondad que es propia del Espíritu, tiene manera de producir sus efectos, en la medida en que procede de la potencia y de la sabiduría de Dios-, ya que si no se originase de la potencia estaría falta de eficacia, y si no se derivase de la sabiduría no conocería el mejor modo de emplearse y producir sus efectos.
Ahora bien, el Espíritu Santo designa precisamente el proceder de Dios de sí hacia las criaturas, que tienen necesidad de los beneficios de la gracia divina, proceder que está dictado por el amor de Dios (Ibid., II, 14). El Hijo y el Espíritu Santo difieren, no obstante, en su derivación del Dios Padre-, el Hijo es engendrado por el Padre, y es de la misma sustancia del Padre, porque la sabiduría es una potencia determinada; el Espíritu, en cambio, no es de la misma sustancia del Padre y del Hijo, porque la caridad, que es su atributo, no es una potencia ni una sabiduría, aunque esté condicionada en su eficacia por la una y por la otra. Se habla, pues, de generación del Hijo del Padre, pero de procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo (Ibid., II, 14).
La relación entre las personas divinas y su generación o procesión, es ilustrada por Abelardo con una comparación. La divina Sabiduría es un aspecto determinado de la divina Potencia, a la manera en que un sello de bronce es una determinada parte del bronce. La divina Sabiduría recibe su ser de la divina Potencia como él sello de bronce recibe su ser del bronce de que está formado. Para que sea un sello de bronce es necesario que exista el bronce; así la divina Sabiduría, que es la potencia de conocer, exige necesariamente que haya una divina Potencia, de la cual está formada. Y así como el bronce se llama la sustancia del sello, así la divina Potencia es la sustancia de la divina Sabiduría. En esta comparación, el Espíritu Santo es el que se sirve del sello y, por consiguiente, presupone el ser del sello mismo y del bronce que lo forma. Como aquel que sella se sirve, en cuanto sella, de alguna cosa blanda sobre la cual imprimir la imagen que hay en la sustancia del sello, así el Espíritu Santo, con la distribución de sus dones, reconstituye en nosotros la imagen destruida de Dios, para que de nuevo seamos hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios, esto es, de Cristo. En fin, así como el bronce, el sello y el acto de sellar son una sola cosa en su esencia, y con todo son tres cosas distintas, así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una única esencia, pero son distintos uno del otro por sus atributos personales, de manera que ninguna persona puede ser sustituida por la otra. El bronce como materia no es la forma del sello y recíprocamente. Así el Padre no es el Hijo, y la Potencia divina no es la divina Sabiduría, y recíprocamente (Introd. ad theol., II, 14).
Estas especulaciones trinitarias de Abelardo suscitaron las críticas de San Bernardo, que interpretó los atributos con que Abelardo caracteriza las tres personas divinas como si fueran omnipotencia, semipotencia y no-potencia (De erroribus Ab., 3, 8). Y, en realidad, son teológicamente impropios, porque no salvan la sustancialidad de las personas divinas, que quedan reducidas, según el esquema de Escoto Eriúgena, a tres momentos de la vida divina (modalismo). Pero, de otro lado, la especulación de Abelardo tiene una intencionalidad cosmológica más que teológica. El objeto de ella es aclarar la estructura y la constitución del mundo y la relación entre el mundo y Dios, más que el de esclarecer la naturaleza de Dios. Y en esta su intencionalidad cosmológica entendieron y utilizaron la especulación de Abelardo los filósofos posteriores, especialmente los de la escuela de Chartres.

LA UNÍDAD DIVINA
Por lo que se refiere a la naturaleza de Dios en sí misma, Abelardo repite la especulación negativa de Escoto Eriúgena. No es posible definir la esencia de Dios, porque Dios es inefable. Dios está fuera del número de las cosas porque no es ninguna de ellas. Toda cosa pertenece o a la categoría de sustancia o a otra categoría. Pero lo que no es sustancia no puede subsistir en sí.
Ahora bien, Dios es el principio y fundamento de todo, por tanto no puede pertenecer al conjunto de aquellas cosas que no son sustancia. Pero tampoco puede ser incluido entre las sustancias. De hecho, lo propio de la sustancia es permanecer numéricamente una e idéntica, aun pudiendo recibir en sí determinaciones diversas y opuestas. Pero Dios no puede recibir ninguna de tales determinaciones, porque en El no hay nada accidental o mudable. Por esto, mejor que sustancia se debe llamarle esencia, dado que en El; el ser y el subsistir son absolutamente idénticos. Ningún hombre, ninguna palabra, referida a Dios conserva el significado con el cual se refiere a las cosas creadas. La naturaleza divina se puede expresar solamente con parábolas o metáforas. Nosotros distinguimos, por ejemplo, en la sustancia del hombre, la vida animal, la razón, la mortalidad, etc., aunque la esencia del hombre permanezca numéricamente una e idéntica. De la misma manera podemos suponer que en la divina Sustancia se puedan distinguir atributos diversos, constitutivos de tres personas diversas, aun permaneciendo aquella sustancia una e idéntica (Introduction ad theol., II, 12).
Para entender la unidad de las personas divinas es útil otra imagen que Abelardo toma de la gramática. La gramática distingue tres personas: la que habla, aquella a quien se habla y aquella de quien se habla. Pero admite que estas tres personas puedan ser atribuidas a un mismo sujeto, ya que mientras la primera persona habla, la segunda puede hablarle a él, y ambos pueden hablar de él; en este caso, se refieren al mismo sujeto las tres personas de la gramática. Además, la primera persona es el fundamento de las otras, porque donde no hay ninguno que hable, no hay tampoco a quien se hable ni nadie de quien se hable. En fin, la tercera persona depende de las dos precedentes, porque solamente entre dos personas que hablan se puede hablar de una tercera persona. En todo esto hay la imagen de la unidad divina-, también en ella, en efecto, la segunda persona presupone la primera y la tercera las otras dos. Y así como un solo hombre puede ser primera, segunda y tercera persona gramatical, sin que estas tres personas se confundan y se anulen, así en Dios la misma esencia puede ser las tres personas sin que las tres personas se identifiquen una con otra (Ibid., II, 12).

DIOS Y EL MUNDO
Las relaciones entre Dios y el mundo son aclaradas por Abelardo sobre el fundamento de los atributos divinos y, en primer lugar, de la omnipotencia, que es el atributo propio del Padre. La conclusión a que llega Abelardo a propósito de este atributo es que Dios no puede hacer m más ni menos de lo que hace y que por esto su acción es necesaria. De hecho, Dios puede hacer solamente el bien. Dios hace lo que quiere; pero quiere el bien. El principio de su acción no es el sic volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas-. Él quiere que suceda sólo lo que es bueno que suceda (Theol. cbrist., V, col. 1323).
Está claro, por consiguiente, que en todo lo que Dios hace o deja de hacer, hay una justa causa. Todo lo que El hace, debe hacerlo, porque si es justo que algo acaezca, es injusto que sea omitido (Introd. ad theol., III, 5).
Tampoco se puede decir que si Dios hubiese hecho algo diferente de lo que hizo, este algo sería también bueno, en cuanto hecho por él, ya que si lo que no ha hecho fuese bueno como lo que hace, no habría fundamento para su elección ni motivo para obrar una cosa y omitir la otra. Si lo que nace es solamente el bien, puede hacer solamente lo que hace. Tenía, pues, razón Platón al decir que Dios no podía crear un mundo mejor que el que ha creado (Introd. ad theol., III, 5). En Dios, posibilidad y voluntad son lo mismo; es verdad que Él puede todo lo que quiere; pero es verdad también que no puede sino lo que quiere. Esta doctrina de Abelardo implica la necesidad de la creación del mundo y el optimismo metafísico. El mundo ha Sido necesariamente querido y creado por Dios. Todo lo que Dios quiere lo quiere necesariamente y su voluntad no puede permanecer ineficaz; por tanto, necesariamente lleva a término todo lo que quiere (Theol. christ., V, col. 1325 sigs.).
La necesidad del mundo no supone la ausencia de libertad en Dios. La libertad no consiste en escoger indiferentemente entre hacer una cosa u otra, sino más bien en realizar sin coacción y con plena independencia lo que se ha decidido consciente y racionalmente. Esta libertad pertenece también a Dios: porque todo lo que El hace, lo hace solamente por su voluntad y, por tanto, sin ser obligado por ninguna coacción (Introd. adtheol., III, 5). Al hombre, Dios le ha concedido la posibilidad de pecar y hacer el mal para que, en comparación con nuestra debilidad, nos aparezca El en su gloria, puesto que no puede en absoluto pecar; y para que cuando nos alejamos del pecado, no atribuyamos esto a nuestra naturaleza, sino más bien a la ayuda de su gracia, que dispone para su gloria no sólo los bienes, sino también los males (Ibid., III, 5).
La necesidad que es propia de Dios se refleja en la acción de Dios en el mundo. Dios todo lo prevé: y aunque su previsión no sea necesariamente determinante respecto a los acontecimientos singulares, no puede, sin embargo, ser desmentida y ellos deben entrar en el orden de su previsión. En este orden entra también la predeterminación. Dios predestina a los elegidos a la salvación, pero aun aquellos que Él no predestina, y que por esto son condenados, entran en el orden de su providencia del mundo. La acción de Dios jamás carece de motivo, aunque el motivo permanezca oculto a los hombres. Aun la traición de Judas entra en el orden providencial, porque sin ella no hubiera sido posible la redención de la humanidad. Y como la traición de Judas, todos los males que pueden suceder o suceden, son ordenados por la Providencia divina al bien, y tienen su motivo y su resultado inevitable, aunque al hombre le sea imposible darse cuenta de ello (In Ep. ad Rom., c. 649-652).

EL HOMBRE
El alma humana es, según Abelardo, una esencia simple y distinta del cuerpo. Hay un sentido en el cual se puede decir también que las criaturas intelectuales, como el alma o el ángel, son corpóreas, en cuanto están limitadas por el espacio; pero es un sentido impropio, que se deriva de un concepto engañoso de la corporeidad. El alma está toda presente en todas las partes del cuerpo y es el principio de la vida corpórea. El cuerpo, sólo a través del alma, es lo que es (Introd. ad theol., III, 6).
Como naturaleza espiritual, el alma lleva en sí la imagen de la Trinidad divina. Lo que en el alma es la sustancia, en la Trinidad es la Persona del Padre; lo que en el alma es virtud y sabiduría, es en la Trinidad el Hijo, que es virtud y sabiduría de Dios; lo que en el alma es la propiedad de vivificar, es en la Trinidad el Espíritu Santo, al cual corresponde la misión de dar vida al mundo (Ibid., I, 5).
El alma humana está dotada de libre albedrío. "Por libre albedrío, dice Abelardo, los filósofos entienden el libre juicio de la voluntad. El arbitrio es, en efecto, la deliberación o del juicio del alma, por el cual uno se propone hacer o no una cosa. Este juicio es libre cuando ninguna necesidad de naturaleza impone realizar lo que se ha decidido y queda en nuestro propio poder tanto el hacerlo como el omitirlo" (Ibid., III, 7). Los animales no tienen libre albedrío porque no tienen juicio, y hasta nosotros carecemos de libre albedrío cuando queremos lo que no está en nuestro poder o cuando alguna cosa sucede sin nuestra decisión. Como capacidad de verificar voluntariamente y sin coacción la acción que se ha decidido, después de un juicio racional, el libre albedrío pertenece tanto a los hombres como a Dios y, en general a todos los que no están privados de la facultad de querer.
Pertenece también, y en grado eminente, a los que no pueden pecar. El que no puede pecar no puede ciertamente alejarse del bien; pero esto no implica que está obligado a hacerlo por una necesidad de coacción. Esa imposibilidad no ha de confundirse con una coacción que impida o ate el juicio racional de la voluntad (Ibid., III, 7). Más aún, se puede decir que la libertad de elección es más amplia en el ámbito del bien, cuando el que escoge está libre de la servidumbre del pecado (Ibid. III, 7).

LA ETICA
El punto central de la ética de Abelardo es la distinción entre vicio y pecado y entre pecado y mala acción. El vicio es una inclinación natural del alma al pecado. Pero si tal inclinación es combatida y vencida, no sólo no da origen al pecado, sino que hace más meritoria la virtud. Pecado es, en cambio, el consentimiento dado a esta inclinación y es un acto de desprecio y ofensa a Dios. Consiste en no cumplir la voluntad de Dios, en contravenir una prohibición suya. Es, por consiguiente, un no-hacer, o un no-omitir; un no-ser, una deficiencia, una ausencia de realidad: por tanto, no tiene sustancia (Scito te ipsum, 3). La mala acción puede ser cometida aun sin el consentimiento de la voluntad, por tanto, sin pecado; como acontece cuando por defensa se mata a un perseguidor furibundo. El mal del alma es, pues, verdaderamente sólo el pecado, el consentimiento dado a la inclinación viciosa. La vida humana es una continua lucha contra el pecado.
"En este mundo, nosotros estamos siempre empeñados en una lucha interior para recibir en el otro mundo la corona de los vencedores. Pero para que haya batalla es necesario que haya un enemigo que resista y que no falte del todo. Este enemigo es nuestra mala voluntad sobre la cual debemos triunfar, sometiéndola al querer de Dios; pero no conseguiremos nunca eliminarla completamente porque debemos tener enemigo contra el cual combatir"
(Ibid.).
Abelardo está en condiciones de insistir, tomando como base estas premisas, en la pura interioridad de las valoraciones morales. La acción pecaminosa no añade nada verdaderamente al pecado, que es el acto por el cual el hombre desprecia la voluntad divina. Donde falta el consentimiento de la voluntad no hay pecado, aunque la acción sea en sí misma mala (como en el caso de quien mata por necesidad), y donde hay consentimiento de la voluntad a la inclinación viciosa, el desencadenamiento de la mala acción no añade nada a la culpa. Se debe llamar transgresor no al que hace lo que está prohibido, sino solamente a quien consiente en lo que le es vedado por Dios; y así aun la prohibición debe entenderse con referencia no a la acción, sino al consentimiento. "Dios tiene en cuenta no las cosas que hacemos, sino el ánimo con que se hacen-, y el mérito y valor del que obra no consiste en la acción, sino en la intención" (Ibid.). Una misma acción puede ser buena o mala, y, por ejemplo, ahorcar a un hombre, puede ser un acto de justicia o un acto de maldad.
No siempre el juicio humano puede acomodarse a esta exigencia de la valoración moral. Pero esto sucede porque los hombres no tienen en cuenta la culpabilidad interior, sino el acto pecaminoso externo, que-es efecto de la culpa. Solamente Dios, que mira, no las acciones, sino el espíritu con que se hacen, puede valorar según la verdad el valor de la intención humana y juzgar exactamente la culpa (Ibid., 5). El juicio humano se aleja, por tanto, necesariamente del juicio divino. El primero castiga más la acción que la intención, porque sigue más un criterio de oportunidad que un deber de justicia y mira con preferencia la utilidad común; el segundo atiende, en cambio, exclusivamente a la intención y se inspira en la más perfecta justicia, sin tener en cuenta las consecuencias sociales de la culpa. Pero, por más que el juicio humano se conforme a necesarios criterios de oportunidad, no es justificable sobre el fundamento de la realidad moral del nombre.
En esta realidad no es la acción, sino la intención la que cuenta, y la acción misma es buena solamente cuando procede de una buena intención. Es verdad que la bondad de la intención debe ser real y no aparente; es necesario que el hombre no se engañe creyendo que el fin al que tiende es grato a Dios (Ibid., 11).
Abelardo procede coherentemente en esta ética de la intención y no se para ante las consecuencias teológicamente peligrosas de la misma. Si el pecado está sólo en la intención, ¿cómo se justifica el pecado original? Abelardo responde que el pecado original no es un pecado, sino la pena de un pecado. "Cuando se dice que los niños nacen con el pecado original y que todos nosotros, según el apóstol, hemos pecado en Adán, es como si dijese que del pecado de Adán se ha derivado nuestro castigo, esto es, la sentencia de nuestra condenación" (Ibid., 14). Igualmente impropio es llamar pecado a la ignorancia en que están los infieles de la verdad cristiana y las consecuencias que surgen de tal ignorancia. "No constituye pecado el ser infiel, aunque esto impida la entrada en la vida eterna a los que han llegado al uso de razón. Para ser condenado es suficiente no creer en el
Evangelio, ignorar a Cristo, no acercarse a los Sacramentos de la Iglesia, aunque se haga esto no por malicia, sino por ignorancia" (Ibid., 14). No se puede tener por culpa no creer en el Evangelio y en Cristo en aquellos que no han oído nunca hablar de él. Afirmar que se-puede pecar por ignorancia significa entender el pecado en sentido amplio e impropio, ya que pecado es verdaderamente la ignorancia sólo cuando es efecto de negligencia consciente.

Fuente: Nicola Abbagnano

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