EL
NATURALISMO CHARTRENSE
El
problema de los universales, desde sus primeros planteamientos, constituye la
señal de un nuevo interés por el hombre y en particular por sus facultades cognoscitivas; el resultado
inmediato de este interés es una mayor autonomía reconocida a tales facultades.
Pero el siglo XII nos ofrece también, en
algunas orientaciones filosóficas, el ejemplo de un nuevo interés por el mundo
de la naturaleza, y también en este caso, el resultado de este interés es el
reconocimiento de una mayor autonomía de la naturaleza con respecto a su mismo
creador. Este segundo aspecto de la escolástica del siglo XII constituye la
orientación seguida por los filósofos que enseñaron en la Escuela catedral de
Chartres, que había sido fundada, a fines del siglo X, por Fulberto (muerto
en el año 1028). Pero junto al interés
naturalista, la escuela de Chartres cultivó también el interés por los estudios
literarios y gramaticales y por la lógica, de modo que ella nos presenta la
mejor documentación del cambio que experimentó la filosofía escolástica en el siglo
XII: un cambio merced al cual el mundo entero del hombre fue indagado y
contemplado con renovado interés, aun en el puesto subordinado que el mismo
conserva frente a las fuerzas trascendentes que lo rigen.
Los
temas de filosofía natural preferidos por los filósofos de Chartres son muy
sencillos y vinculados todos ellos con el intento de Abelardo de insertar el Timeo
de Platón en el árbol de la teología cristiana. Abelardo había identificado
la platónica Alma dei mundo con el Espíritu Santo. Esta identificación
la mantuvieron también los filósofos de Chartres, pero ellos identifican además
el Alma del mundo con la Naturaleza. Con lo cual, la naturaleza
se convierte en la fuerza motriz, ordenadora y vivificadora del mundo, en cuya
acción adquiere una dignidad y un poder autónomo. La naturaleza recibe el nombre de fuerza
universal (vigor universalis) que no sólo hace ser a cada cosa sino que
la hace ser lo que ella es en particular.
En las composiciones literarias
que expresan imaginativamente y según los modelos clásicos estos mismos
conceptos, se la personifica y exalta como a la hija de Dios, generadora de
todas las cosas, el orden, el esplendor y la armonía del mundo. Pero lo
importante es que, reconocida esta dignidad a la naturaleza, se hace posible
también reconocerle cierta autonomía; es decir, resulta posible explicar la
naturaleza con la naturaleza; los
filósofos de Chartres, al utilizar las fuentes clásicas y patrísticas (especialmente Cicerón) recurren de buen grado
a doctrinas epicúreas y estoicas para sus explicaciones cosmológicas.
Naturalmente, la utilización de doctrinas tan heterogéneas —platonismo, epicureísmo,
estoicismo-, -mezcladas todas juntas en la retorta de la teología de Abelardo—
da lugar a estructuras conceptuales heterogéneas y confusas, de escaso valor
científico y filosófico.
Sin embargo, la importancia de
estas tentativas no está en sus resultados, sino más bien en la orientación filosófica que esbozan: una
orientación decidida a tener en cuenta cada vez más a la naturaleza y al hombre,
por más que la naturaleza y el hombre se conciban, no en oposición a lo
trascendente, sino como manifestaciones del propio trascendente.
El rumbo que encuentra su más
rica expresión filosófica en la escuela de Chartres había sido preparado desde
el siglo anterior por cierta reanudación de los conocimientos científicos,
debida principalmente a los contactos con los árabes.
Hasta
mediado el siglo XI, por lo que respecta a la ciencia natural y a la medicina,
la cultura medieval, se había mantenido inmóvil en la obra de Gerberto de
Aurillac. Por aquella misma época, el médico Constantino Africano hizo conocer
al mundo occidental, con numerosas traducciones, la ciencia y la medicina
griego-árabe.
Constantino Africano había nacido en Cartago y había viajado por Oriente y
Egipto. En 1060 se estableció en Salerno. En tiempos del abad Desiderio
(1058-1087) se hizo monje en la abadía de Montecassino. Tradujo del árabe dos
libros de medicina, titulados Pantegni y Viaticum, que fueron
atribuidos luego al médico judío Isaac e impresos bajo su nombre (Lyon, 1515).
Después, Constantino tradujo obras médicas
del mismo Isaac y de los grandes médicos griegos Hipócrates y Galeno. Llamó la
atención sobre la teoría atómica.
Continuó
la obra de Constantino el Africano el inglés Adelardo de Bath, (nacido hacia
el año 1090) que enseñó varios años en Laon, en la escuela de Anselmo y viajó
por España, Italia meridional y Asia Menor, regresando a Inglaterra al cabo de
siete años para dar a conocer lo que había aprendido de los árabes. Tradujo entonces los Elementos de
Euclides y varios escritos árabes de aritmética y astronomía-, también
compuso dos libros, uno de los cuales Quaestiones naturales es una obra
física; el otro, De eodem et diverso, está escrito en forma de carta a
un sobrino y es una alegoría en la que la filosofía y la filocosmia se
disputan al joven Adelardo blasonando cada una de sus propios méritos.
En
las Quaestiones naturales, Adelardo contrapone explícitamente la razón a
la autoridad por lo que se refiere a la investigación del mundo natural. En
esta investigación, afirma él, lo que es menester asir y conocer es la razón
de las cosas (Quaest. nat., 6). Este procedimiento nada quita del poder
de Dios, porque Dios lo hace todo, pero no hace nada sin razón: la ciencia
humana debe tender precisamente a conocer tal razón (Ib., 1).
En
la búsqueda de esta razón, Adelardo recurre con frecuencia a la teoría atómica que
probablemente tomaba de Constantino Africano y que en este período, como
veremos en seguida, se cita mucho, si bien es conocida, más que a través de
Lucrecio, a través de los testimonios de escritores patrísticos: Calcidio (In
Tim., 279). Ambrosio (In Hexam., 1, 2), S. Agustín (Ep., 118,4,
28) e Isidoro (Etim., 13, 2, 1 y sigs.). Además-de esto, fue el primero en introducir en el
Occidente latino la prueba aristotélica de la existencia de Dios, deducida del
movimiento (Quaest. nat., 60). De
lo cual tal vez pueda inferirse que debió conocer por medio de los árabes la Física
de Aristóteles, entonces todavía inaccesible a los filósofos de Occidente,
y que cita él en un pasaje (Ib., 18).
En
cuanto al problema de los universales, Adelardo sigue la solución de Abelardo,
aunque expresándola de modo diverso. Los nombres "género",
"especie", "individuo" se aplican a la misma sustancia,
pero desde un punto de vista diferente. Así, el nombre de género
"animal" designa a un sujeto dotado de sensibilidad y de alma; el
nombre de especie "hombre" designa a este mismo sujeto, pero
añadiéndole razonabilidad y mortalidad; el nombre individual
"Sócrates" designa a todas las cosas anteriores, pero añadiéndole una
distinción numérica debida a caracteres accidentales.
Adelardo
concluye afirmando que tenía razón Aristóteles al decir que los géneros y las
especies existen sólo en las cosas sensibles; pero añade que también tenía
razón Platón al decir que existen en su pureza, como formas sin materia, en la
mente divina.
Todos
estos temas y motivos se ventilan en la escuela de Chartres cuyo primer
representante de importancia fue Bernardo, desde 1114 hasta 1119 maestro en la
Escuela catedral y desde 1119 hasta 1124 canciller del Claustro. No poseemos
escritos suyos pero conocemos su doctrina por los testimonios de Juan de
Salisbury que, en su Metalogicus (IV, 35) lo llama "el más perfecto
de los platónicos de su siglo". Lo
que sabemos de sus doctrinas parece tomado del Timeo de Platón, visto a
través de Abelardo.
Bernardo
identificó los géneros y las especies con las ideas platónicas y sostuvo que,
como las ideas, son eternos. Sin embargo, no son coeternos con Dios, en el
sentido en que son coeternas entre sí las personas de la Trinidad.
Las ideas, en cuanto subsistentes
en la mente divina, carecen de materia y no están sujetas al movimiento: en la
materia, subsisten solamente, impresas por Dios, las imágenes de estas formas
ideales, que Bernardo llama formas nativas y que afirma siguen el
destino de las cosas individuales (Ib., II, 17).
Pero Bernardo fue, sobre todo (a
lo que sabemos) un gramático y un literato, admirador entusiasta de los autores
antiguos: decía él que, con respecto a los antiguos, somos como enanos a
hombros de gigantes: podemos ver más allá de ellos sólo porque podemos
elevarnos a su altura (Ib., IH, 4).
El
hermano menor de Bernardo, Teodorico de Chartres, fue hacia 1121 maestro de
Chartres; hacia el 1140 enseñaba en París, donde Juan dé Salisbury fue
discípulo suyo,
y en 1141 fue canciller de Chartres y al mismo tiempo archidiácono de Dreux.
Murió hacia 1150. Teodorico es autor de un Heptateucon, o manual de las
siete artes liberales, del cual se sirvió para su enseñanza y que es un
documento del material de estudio del cual se servían las escuelas en la
primera mitad del siglo XII; de un comentario al Génesis
Hexaemeron o De septem
diebus y de un comentario al De Trinitate de Boecio. En la
especulación de Teodorico se nota el influjo de la obra de Escoto Eriúgena. Lo
mismo que este último, Teodorico
distingue cuatro causas que luego son cuatro fases del proceso de
autorrealización de Dios en el mundo: la causa eficiente, que es Dios padre; la
causa formal que es la Sabiduría o el Hijo de Dios, que ordena la materia; la
causa final que es el Espíritu Santo que anima y vivifica la materia ya formada
y dispuesta; por último, la causa material que son los cuatro elementos que
Dios mismo-creó de la nada en el principio. Como se ve, Teodorico identifica, con Abelardo, el
Espíritu Santo con el Alma del mundo y en su obra se repite con frecuencia la
insistencia neoplatónica (tomada de Escoto Eriúgena) sobre el primado
ontológico de la Unidad, que es Dios mismo. Más aun, Teodorico insiste
tanto sobre la noción de unidad que considera Dios, en su comentario al De
Trinitate de Boecio, como la única forma del Ser (forma essendi) de que
participan todas las cosas existentes, como de la única materia participan
todas las cosas materiales. Es probable que, para Teodorico, esta doctrina no
tuviera el significado panteísta que presenta a primera vista-, pero en tal
sentido podía ser tomada y fue tomada, como veremos, por algunos escolásticos.
Es, pues, característica de Teodorico (como de todos los filósofos de Chartres)
la tesis de que la obra milagrosamente creadora de Dios se agota con la
producción de los cuatro elementos; una vez creados los cuatro elementos, la
acción natural de sus propias capacidades produce el ordenamiento del mundo y
la disposición de sus partes-, en esta acción tiene una gran parte el fuego con
su poder iluminador y calorífico. Se trata de la vieja doctrina estoica, tomada
de la tradición neoplatónica.
Discípulo
de Bernardo fue Guillermo de Concnes, de quien sabemos muy pocas cosas. Tal
vez nació hacia el 1090 y todavía vivía en 1154, y fue profesor de gramática en
Chartres. Escribió una Philosophia que es su primera obra sistemática;
un Dragmaticon, compuesto entre 1114 y 1149, que puede considerarse como
su obra de mayor madurez. Extractos del Dragmaticon son el De secunda
y el De tenia philosophia. Escribió también Glosas a Boecio,
Glosas al Timeo y un tratado de ética Moralium dogma philosophorum, que
es un florilegio de máximas morales tomadas de autores paganos y ordenados
sistemáticamente. También se atribuye a Guillermo un Compendiarti
philosophiae en seis libros que otros atribuyen a Hugo de San Víctor y que,
probablemente, es obra de un recopilador anónimo.
En todos estos escritos aparecen,
aunque con ciertas oscilaciones y correcciones, las doctrinas típicas de la
escuela de Chartres. En las Glosas al Timeo que se consideran anteriores
a la Philosophia y que han sido publicadas recientemente, Guillermo dice: "El alma del mundo es
el vigor natural por el cual sólo algunas cosas tienen movimiento, otras
desarrollo o crecimiento, otras sentido y otras discernimiento. A mí me parece
que este vigor natural es el Espíritu Santo, es decir, la concordia divina y
benigna la cual es aquello de lo que todas las cosas tienen el ser, el moverse,
el crecer, el sentir, el vivir y el discernir." Esta misma doctrina se
repite con más incertidumbre en la Philosophia, pero desaparece del Dragmaticon,
tal vez por efecto de las condenas de que entre tanto había sido objeto en
la persona de Abelardo. Más característicamente, Guillermo insiste en la composición atómica de los cuatro elementos.
Según Guillermo, el agua, el aire, la tierra y el fuego no son verdaderamente
elementos porque son divisibles: los verdaderos elementos son indivisibles pues
son simplicísimos. En consecuencia, Guillermo llama elementata o
elementos del mundo al agua, al aire, a la tierra y al fuego y reserva el
nombre de elementa sólo para los átomos, a los cuales atribuye las
cualidades fundamentales opuestas: cálido y frío, seco y húmedo (Philosophia,
I, 21).
Todos
los temas de la escuela de Chartres encuentran una expresión imaginativa en la
obra de Bernardo Silvestre, autor de un poema titulado De mandi
universitate sive Megacosmus et Microcosmus, escrito hacia el año1150 y
dedicado a Teodorico de Chartres. La obra está escrita en verso y en prosa,
siguiendo el ejemplo del De consolatione de Boecio y del De nuptiis, de
Marciano Capella, y es una especie de cosmogonía inspirada en el Timeo de
Platón. Bernardo personifica las
entidades teológicas y metafísicas de la escuela de Chartres: la materia o Hyle,
concebida como absolutamente informe, es reducida al orden y a la armonía
por el Intelecto o Nous, por medio de la Naturaleza o Physis-, en
la cima de este orden está situado el hombre, el Microcosmos. La oposición entre el carácter informe,
pavoroso y maligno de la Hyle y el orden racional que la Physis trata
de imponer, da colorido dramático a la obra. En ella, los atributos mismos de
la Trinidad vienen a ser puramente cosmológicos, es decir, relativos a las
funciones que las personas cumplen respecto al mundo y caracterizados como
Poder, Sabiduría y Bondad, según un esquema que se da con frecuencia en los maestros
de Chartres y que deriva de Abelardo.
Juan de Salisbury
Juan de Salisbury
Juan de Salisbury pertenece a la
escuela de Chartres no sólo por las relaciones que tuvo con algunos de sus
maestros sino también por su entusiasmo "hacia los estudios humanísticos y
por la independencia de criterio que compartió con ellos. En cambio, no tuvo el
mismo punto de vista en cuanto a las doctrinas teológicas y cosmológicas, las
cuales fueron más allá de sus intereses, en cuanto consideradas por él más allá
de los límites de la capacidad humana. Juan nació en la antigua Salisbury
(Inglaterra), entre el 1110 y el 1120.
Se dirigió a Francia bastante
joven, hacia el 1136, y permaneció allí hasta el 1148. En Francia recibió su
educación filosófica. El mismo enumera sus numerosos maestros, entre los cuales
se cuentan Abelardo y Gilberto de la Porree. En 1151 volvió a Inglaterra y fue
capellán del Primado de Canterbury, Teobaldo; después de la muerte de éste fue
secretario de su sucesor Tomás Becket, con el cual, desde hacía tiempo, tenía
amistad.
Luego fue nombrado obispo de
Chartres (1176), y en esta ciudad vivió hasta la muerte (1180). El interés
humanístico de Juan es evidente en su Entheticus sive de dogmate
philosophorum (1155), un poema en dísticos, que es un manual de enseñanza
cuya primera parte está constituida por una historia de la filosofía
grecorromana. Juan escribió, además, muchas Epístolas, una Historia
pontificalis, una Vida de Anselmo de Canterbury y una Vida de
Tomás Becket. Hacia el 1159, esto es, veinte, años después de iniciar sus
estudios, compuso sus obras principales: el Policraticus, que es la
primera obra medieval de teoría política y e\Metalogicus, que se
presenta como una defensa del valor y de la utilidad de la lógica contra un
oponente a quien designa Juan con el nombre ficticio de Comincio. Algunos
intérpretes modernos han visto en Cornificio a los enemigos de los estudios
humanísticos en provecho de la física; o a los que propugnaban una extensión de
la investigación lógica de las palabras a las cosas. Pero, ateniéndonos a las
declaraciones de Juan, Cornificio era un sofista que se burlaba del saber
auténtico y de las técnicas de las artes, dedicándose a ejercicios refutatorios
y a discusiones de cuestiones como ésta. "Si el cerdo llevado al mercado
es sujetado por el hombre o por la cuerda" (Metal., I, 3).
Toda
la doctrina de Juan está animada por un espíritu auténticamente crítico: su
objetivo es determinar claramente los límites y los fundamentos de las
posibilidades cognoscitivas del hombre. Juan se proclama académico y sostiene
que la investigación se debe contentar, las más de las veces, con lo verosímil:
"Como académico, en todas las cosas que pueden ser objeto de duda para el
filósofo, no juro ciertamente que es verdad lo que digo pero, sea verdadero o
falso, me contento con la sola probabilidad." Y también: "Prefiero
dudar con los académicos sobre las cosas individuales, más que definir
temerariamente, con simulación consciente y perniciosa, lo que permanece
ignorado y oculto" (Metal., pról.). Esta prudente posición es justificada
por Juan con la limitación propia de la ciencia humana, a la cual se sustraen
las cosas futuras. "Sé con certeza que la piedra o la saeta que arrojo
hacia las nubes deberá volver a caer sobre la tierra porque así lo exige su
naturaleza; pero, sin embargo, no sé si ella puede solamente volver a caer en
la tierra y porqué: podría, en efecto, volver a caer o no. También la segunda
alternativa es verdadera, aunque no necesariamente, como es verdadera la que sé
que se verificará... De lo que todavía no existe, no hay ciencia, sino
solamente opinión" (Po/icraf., II, 21).
De ello deriva que todas las
afirmaciones que implícita o explícitamente conciernen al futuro tienen valor
probable, no necesario: y su probabilidad se funda en la indeterminación de su
objeto, por lo que resulta eliminable.
En efecto, se debe llamar
probable lo que ocurre con muchísima frecuencia; lo que nunca ocurre de otra
manera es más probable: lo que se cree que no puede ocurrir de otra manera
recibe el nombre de necesario (Metal., I I I, 9).
Por donde se ve que, según Juan,
lo "necesario" se limita a la "creencia", mientras que lo
"probable" expresa la uniformidad objetiva de los acontecimientos y
se funda en la frecuencia de su acaecimiento. Juan deduce todas las
consecuencias implícitas en este punto de vista. La dialéctica, como la lógica de lo probable, es el instrumento
indispensable de todas las disciplinas (Metal., II, 13). La pretensión de la astronomía adivinatoria
de predecir infaliblemente el futuro es absurda, ya que el futuro no está
necesariamente predeterminado y, por lo tanto, es imprevisible (Policrat.,
II, 19). La presciencia infalible que Dios tiene de todas las cosas futuras
no implica en lo más mínimo su necesidad (Ibid., II, 21).
No obstante, si el conocimiento
humano se mantuviese encerrado en el círculo de lo probable, Juan lo
consideraría abandonado a la duda radical del escepticismo. Tiene que haber
algún punto firme donde poder apoyar el edificio de sus certezas limitadas. Los
sentidos, la razón y la fe proporcionan en cierta manera este punto firme. Dice
Juan: "Hay algunas cosas que la autoridad del sentido, de la razón y de la
religión persuaden a admitir y cuya duda sobre ellas reviste el carácter de la
enfermedad, del error o del crimen.
Preguntar si el sol brilla, si la
nieve es blanca, si el fuego quema, es propio del hombre carente de sensibilidad.
Preguntar si tres es mayor que dos, si el todo contiene a la mitad, si el
cuádruple es el doble del doble, es propio del que no tiene discernimiento o
cuya razón está ociosa o falta por completo.
Quien ponga en tela de juicio si
Dios existe o es poderoso, sabio y bueno, no sólo es irreligioso sino malvado y
digno de una pena que lo corrija" (Policrat., VII, 7).
Entre
estas cosas indudables figuran los primeros principios de las ciencias (Ibid.)
y, entre las ciencias, la matemática es la única que alcanza la necesidad
por su carácter demostrativo (Metal., II, 13). Por lo que se refiere a
la religión, Juan afirma que es tan imposible demostrar la existencia de Dios
como negarla.
Sin embargo, reconoce el valor de la
prueba cosmológica que se remonta de causa en causa hasta la causa primera (Policrat.,
III, 8); también afirma que el orden finalista del mundo revela claramente
la sabiduría y la bondad del creador (Metal., IV, 41). Que Dios sea
poderoso, sabio, bueno, venerable y amable es el principio único y común a
todas las religiones, principio que cada uno admite gratuitamente, sin prueba,
por puro espíritu de religiosidad (Policrat., VII, 7). Pero hay otras determinaciones que son
inalcanzables. La misma Trinidad divina es para la razón humana un misterio
impenetrable (Ibid., II, 26).
No obstante, se puede reconocer que Dios es el fundamento del orden del mundo, pero
no se puede concebir este orden como un hecho inevitable, según la concepción de
los estoicos, porque este hecho no excluye la movilidad de las cosas ni la libertad
de la voluntad humana (Ibid., II, 20). Juan insiste en el carácter práctico
y comprometedor de la fe religiosa. Así como el alma es la vida del cuerpo,
así también Dios es la vida del alma. Lo mismo que el cuerpo muere si el alma
lo abandona, así también el alma pierde su vida verdadera si Dios la abandona (Entet.,
1818). De ahí que el destino del alma y su felicidad consistan en abrirse a
la acción de la gracia de Dios (Policrat., III, 1).
Como se ve, Juan introduce limitaciones
drásticas a la especulación teológica y cosmológica o, por mejor decirlo, ha
impugnado en línea de principio su posibilidad y eficacia. Quedan tres campos
en que la investigación humana puede aplicarse con cierta posibilidad de éxito:
la matemática, la lógica y la política. De estos tres campos, las obras principales
de Juan se refieren a los dos últimos. El Metalogicus es la prueba del
interés que Juan dedicaba a los problemas lógicos de su tiempo; por primera vez
se emplean en esta obra los libros Tópicos de Aristóteles.
Respecto
al problema de los universales, Juan nos informa primero sobre las soluciones
más importantes, dándonos informes utilísimos sobre las escuelas lógicas de la
época. Su posición personal ante este problema es ecléctica, aunque
inclinándose hacia la doctrina de Abelardo. Considera los universales como
formas o cualidades comunes inmanentes en las cosas, formas que el
entendimiento abstrae de las mismas cosas. Los universales (géneros y especies)
no son sustancias que existan en la naturaleza; en realidad existen sólo las
sustancias individuales, que Aristóteles denominó sustancias primas, y que son
objeto del conocimiento sensible. Los géneros y las especies son
productos de la abstracción, figmenta rationis, que la razón crea para
proceder mejor en la investigación sobre las cosas naturales (Metal., II,
20). Sin embargo, no carecen de verdad objetiva, pues corresponden a una
conformidad efectiva de las cosas singulares entre sí; por lo cual Aristóteles
las denominó sustancias segundas, queriendo indicar que, aunque
inexistentes como realidades singulares, tienen no obstante algo de real. El
entendimiento humano puede remontarse a los universales sólo mediante la
inducción, partiendo de las cosas sensibles. Giovanni se refiere aquí a la
doctrina aristotélica, de la cual evidentemente acepta el resultado: "El
concepto común se origina por inducción de lo singular. En efecto, es imposible llegar a la consideración de
los universales como no sea por medio de la inducción, ya que sólo a través de
inducciones llegamos a conocer todas las nociones abstractas. Pero la inducción
es algo imposible para quien está desprovisto de sensibilidad. El sentido es el
conocimiento de las cosas individuales y no se puede tener ciencia de las cosas
singulares sino a través de los universales conseguidos por medio de inducción,
ni tampoco es posible la inducción careciendo de sensibilidad. En efecto, del
sentido deriva la memoria, de la memoria frecuentemente repetida el
experimento, de los experimentos el principio de la ciencia o del arte... Y
así, el sentido corporal, que es la primera fuerza y el primer ejercicio del
alma, pone los cimientos de todas las artes y forma el conocimiento
preexistente, que no sólo abre el camino a los primeros principios, sino que
los genera" (Metalog.,IV, 8). Se trata, como es evidente, de
las mismas consideraciones con que terminan los Segundos Analíticos de
Aristóteles, consideración cuyo significado empírico subraya Juan de Salisbury.
El Policraticus es el
único libro de filosofía política medieval anterior al redescubrimiento de la Politica
de Aristóteles. Las fuentes de las teorías que se exponen en el mismo son
Cicerón, Séneca y los textos patrísticos, formando la base de la teoría el
concepto estoico de la ley de naturaleza como norma universal y perpetua
a la que todos están obligados, incluso los reyes. Esta norma es la imagen del
querer divino, la guardadora de la seguridad, la unidad del pueblo, la regla
del deber, el exterminio de los malos, la represión de la violencia y de toda
transgresión (Policrat., IV, 2).
Es la base de la relación entre
el súbdito y el rey, y la diferencia entre un príncipe y un tirano radica
precisamente en el hecho de que el primero no sólo no contraviene a la ley sino
que no se propone otro objetivo que hacerla valer y respetar (Ibid., IV,
4). Juan avanza tanto por este camino que llega a justificar el
tiranicidio. Por lo demás, su doctrina se inspira en los principios del
teocratismo medieval.
EL PANTEÍSMO: AMALRICO DE BENA Y
DAVID DE DINANT
Algunas de las tesis más
importantes y repetidas de la escuela de Chartres tienen un genuino sabor
panteísta. En efecto, el panteísmo
consiste en afirmar que la relación Dios-mundo sea necesaria con respecto a
Dios: es decir, que el mundo derive de Dios con necesidad o sea una
manifestación suya o un aspecto suyo necesario, de modo que sin el mundo Dios
no sería Dios. Esta tesis se halla naturalmente implícita en todas las
especulaciones teológicas que definen el ser de Dios o el de las personas de la
Trinidad en los términos de su relación con el mundo: por ejemplo, en la tesis que el Espíritu Santo es el
Alma del mundo y que el Alma del mundo es la misma Naturaleza; o en la tesis
que Dios mismo es la forma estendi o la esencia de todas las cosas. Esta
última es, sin duda, la más explícitamente panteísta: entendida en el sentido
de que Dios contiene las esencias (las formas, las ideas, los modelos de todas
las cosas) es una tesis que llega a considerar a Dios como la esencia de las
cosas y las cosas, en su esencia, como elementos necesarios de la esencia
divina. Estas conclusiones las suelen atenuar o difuminar los maestros de
Chartres con diversos recursos ingeniosos tendentes a restablecer de cierta
manera la diferencia entre el ser de las criaturas y el ser de Dios. Pero en el
período a que nos estamos refiriendo, o sea, en la segunda mitad del siglo XII,
fueron también presentadas en toda su crudeza panteísta por pensadores que no
dudaron en sacar de ellas las más paradójicas conclusiones. Sabemos algo de dos
de-estos pensadores, Amalrico de Bena y David de Dinant y no ignoramos que sus
ideas fueron seguidas por grupos numerosos en quienes se cebaron las condenas eclesiásticas.
En realidad, no se trata de tesis
que pertenezcan exclusivamente a la esfera de la discusión teórica: por la
única obra polémica que tenemos contra la secta de Amalrico, un escrito anónimo
compuesto hacia el año 1210 y que lleva el título de Contra Amaurianos, sabemos
que de la tesis de la presencia de Dios en todos los seres y, por ende, en
todos los hombres, los seguidores de Amalrico derivaban la posibilidad de
salvarse todos los hombres mediante el mero conocimiento de esta presencia
divina, sin recurrir a los dones carismáticos cuya eficacia negaban y, con
ello, negando además toda función a la organización eclesiástica,
administradora de dichos dones. Estos rasgos vinculan estrechamente el
panteísmo de Amalrico a las sectas heréticas que florecían en el siglo XII,
unidas todas ellas contra el privilegio de administrar la salvación, que la
Iglesia reivindica para sus jerarquías. Valdenses, Cataros, Amaurianos, afirman
todos ellos que el hombre se salva por medio de una relación directa con Dios o
que Dios mismo lo elige manifestándose a él o en él: el panteísmo de Amalrico o
de David es, pues, ante todo y sobre todo, la expresión metafísica de una insurrección
contra las jerarquías eclesiásticas que, por otra parte, como ya queda dicho,
tenía raíces económico-sociales.
De
Amalrico de Bena, se sabe que enseñaba que Dios es la esencia de todas las
criaturas y el ser de todo y que el Creador y la criatura se identifican.
Probablemente, estas tesis, que se parecen a las defendidas por muchos maestros
de Chartres, la afirmaba Amalrico en el significado más próximo al de Escoto
Eriúgena y, de hecho, Amalrico afirmaba que las ideas que están en la mente
divina, crean y al mismo tiempo son creadas y que Dios es el fin de todas las
cosas, que vuelven a Él y permanecen y están en su unidad indivisible e
inmutable
(Gerson,'Concordia metapbysicae cum lógica, en Opera, IV, 825).
Pero el propósito de Amalrico se ve mejor en las cosas que deducía de esta
misma tesis: Dios se identifica con
todas las cosas, diseminadas como están en el espacio y. en el tiempo, se
identifica también con el mismo tiempo y con el espacio lo mismo que se
identifica con todos los hombres que se unifican en él. Precisamente, de
esta presencia de Dios en los hombres, Amalrico llegaba a la conclusión,
anteriormente dicha, de la negación de validez de los sacramentos y del
magisterio eclesiástico.
Del otro representante del
panteísmo, David de Dinant (Bélgica), nada sabemos. Se le atribuyen dos
escritos: De tomis hoc est de divistonibus, que reproduce el título de
la obra principal de Escoto Eriúgena, y Quaterm o Quaternuli, nombre
con que se indicaron los escritos condenados a ser quemados (Denifle, Cbart.
Univers. París., I, 70). Pero quizás este segundo no es un título, sino
solamente el nombre genérico de los opúsculos de
David.
Tomás de Aquino nos da la siguiente exposición de la doctrina de David:
"Dividió la realidad en tres partes: cuerpos, almas y sustancias separadas. El principio
indivisible del cual están constituidos los cuerpos lo llamó 'OXrj (materia);
el principio indivisible del cual están constituidas las almas, roüc o mente, y
llamó Dios al principio indivisible de las sustancias eternas. Afirmó que estos
tres principios son una cosa única e idéntica, de lo que se desprende que todas
las cosas son por su esencia una sola" (In Seni.,II, disrj. 17, c.
1, a. 1).
Según Santo Tomás, la diferencia
entre la doctrina de Amalrico y la de David consiste en que, según Amalrico,
Dios es esencia o forma de todas las cosas, para David es materia. Las mismas
características de la doctrina de David nos da Alberto Magno (Summa theol., I,
tract. VI, q. 20). Como ser originario, Dios es el ser puramente potencial.
David probablemente ha desarrollado las implicaciones positivas de la teología
negativa propia de su época. Dios está fuera de todas las categorías, las
cuales constituyen el ser en acto; pero fuera de las categorías sólo puede
haber el ser en potencia, que es la primera condición para la constitución de
todas las cosas. David identificó el ser en potencia con Dios, y puesto que el
ser en potencia es la materia prima, identificó la materia prima con Dios
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